Concluido el segundo encuentro, al señor de Sagami se le hizo evidente que el estilo sinuoso de dama Ashikaga condensaba y magnificaba la modalidad dilatoria de la corte. A cambio de aliviarlo de su incertidumbre, la Shöguna había agregado los enigmas que se desprendían de su propia persona, a los que sin duda se sumarían otros —si es que los encuentros continuaban—. Porque en verdad se habían despedido sin más promesa que la de lavarle el pañuelo. Quizá se trató de una mera cortesía de despedida, pero tampoco era igual que irse con las manos vacías. Y entretanto había que esperar una nueva invitación.
Atrapado por los tiempos de una decisión ajena, Yutaka Tanaka buscó distraerse y aliviar la espera: empezó a salir de noche, a probar el vino de arroz adulterado que vertían en tabernas infames. Iba al barrio de las geishas y a veces buscaba el roce de la seda, pero la experiencia le sabía a poco. Asediado por el recuerdo de una figura que solo podía vislumbrar en los corredores y espejos de la galería de los sueños, no tenía lo que buscaba. Durante el día paseaba por los sitios relevantes de Kyoto. Admiró los techos y las construcciones y las estatuas de los templos de Kamowakeikazuchi-jinja, Kamomioya-jinja y Kyo-o-gokoku-ji, encendió pebeteros con incienso de sándalo en Kiyomizu-dera, Enryuaku-ji y Daigo-ji, meditó piadosamente con el sonido de las campanas de bronce en Ujigami-jinja, Kôzan-ji y Saiho-ji, recorrió los jardines de piedra asimétricos de Tenryü-ji, Kinkauku-ji y Ginkaku-ji, se aburrió en las procesiones de Ryôan-ji, su ojo de guerrero estudió las virtudes y defectos de las murallas del castillo Nijö. A falta de algo mejor se aficionó a los combates de los sumotoris de la zona; lo atraían las técnicas de atrapamiento, los empujones alevosos y los desplazamientos de chancho rengo, y siguió las carreras de los luchadores. Incluso, para ejercitar sus músculos, cada tanto condescendía a quedar en taparrabos y enfrentar a algún aficionado. Eran roces inconsecuentes, ganar o perder no significaba nada. Se trataba de aquello o de cualquier otra cosa. Pero el impulso que lo arrojaba a esas nuevas pasiones en algún momento desaparecía y hasta olvidaba haberlas vivido. En un momento se preguntó si no debería dedicarse al ikebana. Cultivar la paciencia era un arte y la escuela ikenobo le pareció la más adecuada para despejar la mente. La cuidadosa selección del material —ya fueran flores, ramas secas o con hojas frescas— trazaba un camino de despojamiento que quizá terminaría en una reducción a la esencia, con una blanca bandeja laqueada ubicada en el centro de un blanco pabellón y conteniendo la nada en su interior. Llegado ese punto, ya no existiría propósito, ni revancha, ni realidad, ni personas, ni su yo ni un tú cualquiera. En un abismo de estremecimiento comprendió que estaba imaginando un extremo de lo femenino, tal como podía entenderlo un hombre. Pero esa posibilidad ni siquiera incluía el riesgo o la tentación de encarnarlo. Era la fantasía de entrar en la representación de una dama de rango superior y que pertenecía a otro hombre.
De esas humillaciones de la inactividad lo rescató la compañía de Nakatomi. En los últimos tiempos su anfitrión se le había adherido como un kawahori mojado se pega al cuerpo de un espadachín. Luego de algunas salidas inocentes el comerciante le propuso ir una noche al Akinawara. El daimyo no lo conocía.
—Es un fumadero construido sobre unos palotes hundidos sobre el Kamogawa. El río sufre crecidas durante el verano, los palotes se mueven y la construcción oscila y el movimiento te hace sentir como una flor de loto arrastrada por la corriente —explicó.
Finalmente, en uno de esos apagones de su alma, Yutaka Tanaka aceptó.
El Akinawara era la costosísima reproducción de un tugurio donde los habitués consumían el mejor cáñamo del país, libre de tierra, polvo y ramas, pura hoja y flores recién arrancadas. El contraste entre la estudiada precariedad del lugar y lo escogido de la mercadería suscitaba la admiración de los entendidos. Nakatomi había reservado la habitación más exclusiva, compuesta de persianas corredizas que ya no se deslizaban, biombos maltrechos, paneles enchastrados y ajadas reproducciones de estampas antiguas (dioses litigando, fornicando o creando mundos; damas de la corte higienizándose; perros-demonios; pulpos succionadores...), todo estratégicamente rasgado y lo bastante roñoso para sorprender con el contraste de una terraza de madera que ofrecía una vista incomparable del río y el cielo. Cuando los visitantes entraron, ya ardía el cáñamo, dispuesto en montón prolijo sobre una vasija del período Jômon medio. Olía a sotobosque, como si la materia fuese una combinación de helechos, musgo y hongos.
—El cáñamo merece todos los elogios... —empezó Nakatomi—. Lo cultiva un amigo que...
“Este gordo fofo no va a parar de hablar”, suspiró mentalmente el daimyo, y para sustraerse a la charla (climas, precios, importación y exportación) buscó concentrarse en la aspiración del producto. Ahuecó las manos y las llevó a la altura de su pecho, poniendo una palma sobre la otra en forma de cuenco, y luego las movió hacia el centro de la vasija y atrajo para sí el humo. Distante de su punto de ignición, la vaharada ya no conservaba el calor pero sí la delicada intensidad de su perfume; tenía también algo de sándalo (seguramente una pizca mínima, evocativa) y un resto de nuez. Un cultivador menos sofisticado habría prescindido de ese fruto, que solo incidía alusivamente en los efectos. Porque si había algo determinante en el consumo del cáñamo era su relación simpática con las circunvoluciones del cerebro, que nada representaban mejor que las volutas de la nuez pelada. Yutaka Tanaka apreció ese indicio. Su respiración no se había modificado aún, pero sus manos habían encontrado un ritmo propicio para traer el humo, respirarlo, y luego, volviendo hacia la vasija, exhalarlo y prepararse para una nueva aspiración.
—Admiro tu técnica —dijo Nakatomi, que apenas había aguantado unos minutos de rodillas y ahora estaba derramado (él creía que reclinado) sobre el tatami—. Tus manos producen la ilusión de un encantamiento. ¡Con qué rapidez alcanzaste la serenidad! Este humo es poderoso. Yo mismo ya siento su influjo. Me gustaría dormir y olvidarme de todo, aunque no recuerdo de qué parte de todo estoy hablando. ¡Me siento tan infeliz! —sollozó de pronto.
—Bueno, hombre, bueno...
—¿Qué? ¿No te gusta derramar una que otra lágrima de tanto en tanto?
—¿Llorar? ¡Soy el señor de Sagami!
—¡Ah, pero yo no, por suerte! Llorar me aligera, me vacía. Si pudiera llorar un día entero terminaría bajando de peso. Y si llorara todo lo que necesito el mundo terminaría inundándose con mis lágrimas. ¡Tengo tantos problemas!
Yutaka Tanaka contempló de reojo a su compañero. Desde el momento mismo de conocerlo se había vuelto una pesadilla, un sumidero de propensiones indignas y de intenciones de baja estofa. ¡Pero que además pretendiera derramar encima de él la grasienta sustancia de su alma! Por un segundo, el joven daimyo pensó en extraer su puñal y degollarlo, tironear luego de sus bofes hasta el borde de la terraza y empujarlo al agua, que lo llevaría hasta la desembocadura del río y luego al mar abierto, donde se indigestarían los caimanes. A cambio de eso, y dando por hecho que la velada se le había arruinado, realizó otro movimiento de inspiración y dijo:
—La queja es inútil.
—Por el contrario —respondió Nakatomi—. Es la consecuencia deleitosa de la autocompasión. Soy un comerciante próspero y respetado, mis hijos me aman y esperan piadosamente el momento de heredarme y mis dos esposas y mis tres concubinas, apenas me retiro de encima de ellas, se apresuran a decirme lo mucho que han gozado de mi abrazo. Así que me quejo de lleno que estoy. La queja del dichoso, amigo mío, es la ofrenda a un estado de cosas perfecto. ¿Te digo algo? Para mí que el humo ya me hizo efecto: me siento más laxo e inteligente. ¡Qué razón tiene Confucio cuando dice que el hombre de bien actúa sobre sí mismo sin tregua! Si no me equivoco en la cita, el maestro dice que ese hacer sigue el ejemplo de la marcha del cielo.
—No puedo imaginarme una frase que tenga por puntos de comparación tu escandalosa gordura y la levedad de lo celeste —rio Yutaka Tanaka, imprevistamente. El incienso los había afectado a ambos, disipando la pesadez de la atmósfera. Nakatomi también rio.
—Sí. Viéndome con estos flotadores, se hace difícil creer que yo también me disolveré en el vacío supremo.
Nuevas risas. De pronto eran amigos. No de abrazarse, pero sí de mantener una conversación amable. Y con los amigos uno podía compartir sus asuntos.
—¿Conoces el motivo de mi presencia en Kyoto? —soltó el señor de Sagami con su tono de voz más suave.
Nakatomi pareció despejarse lo suficiente.
—Algo me chismorrearon tus asistentes y mayordomos y el resto de los integrantes de tu comitiva, pero con tanta reticencia y medias palabras... Sea cual sea el problema que te inquieta, ese motivo real se ha vuelto aparente, porque lo desplazó la espera del encuentro con nuestro Shögun.
—Lo que has dicho es una insolencia.
—¡Échale la culpa al humo, te lo ruego! Y continuemos. En tus dos visitas a palacio, el Shögun fue sustituido por la Shöguna. Eso añade complejidad al asunto. ¿Quieres respuesta de uno o presencia de la otra? ¿Prefieres ausencia de uno para continuidad de presencia de la otra? ¿Buscas la solución a tu problema o el pretexto que te permitiría ingresar en una cadena de nuevos encuentros con dama Ashikaga? Me temo, mi joven amigo, que estás atado a una situación que promete continuarse por tiempo indefinido. De hecho, podría ser que terminaras por no ver nunca al Shögun, o no verlo del todo.
—¿Cómo es eso? ¿Terminar...? ¿Ya empecé a verlo y no me di cuenta...? ¿Estaba oculto tras de un biombo? ¿Me escuchaba...?
—¡Pero qué lengua la mía! ¡No estoy diciendo que el Shögun juegue a las escondidas ni que sea un ser en proceso de formación! No estoy refiriéndome a ninguna “Shögunidad” que en nuestros sueños se despliega lenta como la cola de un dragón y que no acabó de mostrarse cuando nos despertamos, sino a un rumor que corre por todo Kyoto. ¿No te pica la curiosidad enterarte del detalle?
—Si no hay más remedio...
—Tu respuesta, una convención de fingida indiferencia, indica que ya aprendiste los rudimentos del estilo cortesano. Pues bien. Sé que ardes en deseos de saber, así que te cuento... —Nakatomi se enderezó, suspiró, susurró al oído de su invitado—: Dicen que la Shöguna ha dado un corte a la situación (no sé si me explico con esto o hace falta que me pase el dorso de la mano por el cuello) suprimiendo discretamente a Ashikaga Takauji y que se las arregla perfectamente para gobernar sustituyendo al muerto con sus dobles. Y dicen también que para evitar que a cualquiera de estos se le ocurra ocupar el puesto aprovechándose de su parecido con el original, al momento de eliminar al Shögun mandó cortarles las lenguas y los miembros viriles, reduciéndolos a la condición de muñecos de exhibición para ocasiones ceremoniales. El plan se completaría con la completa supresión de estos vestigios de la existencia anterior del Shögun y su progresivo reemplazo por dobles de la propia dama Ashikaga. No uno o dos, sino una verdadera multitud, que se esparcirían a lo largo y a lo ancho del país, y que por supuesto harían lo que la señora quisiese que hicieran.
—¿La crees capaz de organizar algo así? ¿Crees que ella va por todo?
—¿Hay límites para una mujer? ¿Cuándo los hubo? En cualquier caso, si existió una conspiración y resultó exitosa, se trataría de un hecho que sin duda te beneficiaría.
—¿A mí?
—¡Por supuesto! Dama Ashikaga ya te ha demostrado su favor al recibirte. En cambio la demora de Ashikaga Takauji no anuncia nada bueno. En mi opinión, dentro de un marco general de diferimiento, si la Shöguna ha tomado el lugar del Shögun, a la larga terminará dándote una respuesta que justifique tu espera.
—¿Una respuesta que me satisfaga? —Se ilusionó Yutaka Tanaka—. ¿Y cuál sería esa...?
—¿Y yo qué sé lo que esperas tú? —Nakatomi lanzó una carcajada. El daimyo lo miró furioso. ¡Qué falta de respeto! ¡Ahora sí merecía la muerte! ¡Sacar la katana...! De un golpe limpio... descabezarlo... El lechón ni se daría cuenta... De pronto, él también lanzó una risotada. ¡Ahora veía claramente! Todo era tan fútil... Lo absurdo... Su viaje... Su esperanza... Su espera... Sus padres, sí, claro... Pero también... También había ido a Kyoto para aprender... O más bien a reconocer... Algo que ya sabía...
—El camino no puede ser oído —en un impulso empezó a recitar a Zhuangzi—, lo que se oye no es él. El camino no puede ser visto, lo que se ve no es él. El camino no puede ser enunciado, lo que se enuncia... Lo que se enuncia...
—Lo que se enuncia es humo en tu mente —rio Nakatomi. Después, poniéndose serio, siguió—: Lo que se enuncia no es el camino. El camino no puede ser enunciado ni engendrado. Quien engendra las formas es sin forma. El camino no debe ser nombrado. ¡Qué pesadilla! ¡Qué manera de complicar las cosas este chino taimado! Por su culpa...
Pero Yutaka Tanaka ya no escuchaba. Su mente recitaba: “Quien responde a quien pregunta por el camino no conoce el camino, y el solo hecho de preguntar por el camino demuestra que ni siquiera se ha oído hablar del camino”. Entretanto, no podía menos que pensar que, al omitir la respuesta a sus preguntas, dama Ashikaga se mostraba en posesión de un saber superior al suyo. “La verdad es que el camino no tolera ni preguntas, ni respuestas a las preguntas. Preguntar por el camino que no entraña respuesta es considerarlo como una cosa finita”. ¡Y la verdad era que sí, él esperaba una respuesta concreta a una pregunta concreta y finita! ¿Estaba mal eso? Determinar quién era el culpable de la muerte de su padre y la humillación de su madre, ¿obstaculizaba la continuidad de algún camino en particular...? “Responder sobre el camino que no contiene respuesta es considerado como algo que carece de interioridad. Quienquiera que responda sobre lo que no tiene interioridad a quien pregunta por lo que es finito es alguien que no percibe ni el universo exterior ni su origen interior. No cruza el monte Kunlun; no va hasta el vacío supremo”.
Todo esto era cierto, pero ¿le hablaba o no le hablaba íntimamente de sus motivos y de su ser? ¿Lo ilustraba acerca de las intenciones de dama Ashikaga? ¿Lo iluminaba?