Yutaka Tanaka leyó y releyó la carta y, antes de tomar cualquier decisión, consideró prudente mostrársela a Kitiroichï Nijuzana. En los últimos tiempos su consejero principal había envejecido tanto que apenas salía de las habitaciones de palacio. Usaba vestiduras pesadas y oscuras que lo asimilaban a un fantasma. Las mujeres y los pajes (entre ellos algunos bromistas que le hacían cosquillas con plumas de ganso) aseguraban que ya estaba con la mente en brumas, que se meaba encima y tropezaba con las palabras, combinándolas de manera graciosa o acertando con formas retóricas antiguas, propias de los tiempos animistas, cuando el lenguaje estaba en sus comienzos y toda construcción verbal adoptaba el carácter y la dimensión de las profecías.
Kitiroichï, sin embargo, no parecía haber perdido del todo sus facultades, porque examinó aquellas hojas con expresión concentrada y luego, con deliberada suavidad, las depositó sobre el tatami:
—¡Qué mal escribe este hombre! —suspiró—. ¡Qué falta de refinamiento! Propone mucho y no concluye nada; especula irresponsablemente y oculta sus fuentes. ¿Estás seguro de que es un corresponsal fiel?
—¿Puede alguien estar seguro de algo en los tiempos que corren? —murmuró Yutaka.
—Es cierto. Pero imaginemos por un instante que tu dinero compró su lealtad y veamos si de esta marea de murmuraciones obtenemos algo cierto. Empecemos por lo más improbable. Hasta el presente Japón se las arregló para repeler los ataques externos y nada indica que esto vaya a cambiar en el futuro próximo. Y aunque la suerte de las armas es siempre dudosa, parece aventurado afirmar que el Shögun planea el reemplazo de la base de sustentación de todo jefe militar, sus soldados, que lo aman y lo admiran, por indiferentes máquinas costosas y lentas y de respuesta insegura. La simple sospecha de que puso en marcha una operación como esa socavaría su poder, y pronto tendríamos otro Shögun ocupando el cargo. Pero supongamos por un instante que tal absurdo se hizo realidad, que efectivamente Ashikaga Takauji consiguió disimular sus intenciones y que el incendio de Kyoto forma parte de ese ocultamiento. Demos por cierto incluso que ese ejército es capaz de comprender y acatar órdenes, ser implacable y discreto, y a eso sumemos las ventajas propias de la máquina: su duración superior, su falta de necesidad de descanso, evacuación y alimentación, la posibilidad de ser reparada y volver a la batalla en caso de mutilación o rotura del mecanismo... ¿por qué, dadas estas condiciones, semejantes maravillas permanecerían subordinadas al Shögun? Tu corresponsal formula la graciosa hipótesis de un futuro reino de autómatas, pero ni menciona que el primer paso para conseguirlo sería eliminar al creador de ese ejército. Y por supuesto no me refiero al inventor material, sino a Ashikaga Takauji. Este paso, de darse, lo veo como un episodio de justicia poética, ya que un artista siempre es consumido por su obra, cuando no aniquilado por esta. Pero supongamos que el Shögun logró fundar y disciplinar a su ejército de autómatas tras concebirlo a imitación de los samuráis que liquidaron a tu padre y mancillaron a tu madre, ¿qué necesidad tendría de emplearlo para atacarte...? Le alcanza y sobra con las fuerzas que tiene.
—Sí. La misma carta de Nakatomi deja constancia de eso.
—Cierto. Pero dejemos atrás la fantasía. El punto es: ¿puedes temer alguna represalia de parte del Shögun? ¿Es cierto que te acostaste con su mujer? No es que yo sea un moralista, pero ¿no había otra menos peligrosa a tu alcance?
—¿Qué decir...?
—¡Amor! ¡Amor! Esa es la palabra que debería prohibirse. En fin, mi señor. El hecho es que Ashikaga Takauji permitió que abandonaras Kyoto y eso nos lleva a preguntarnos si será de reacciones lentas o si lo sucedido le importó poco. Y yo no me puedo representar a un Shögun desprovisto de orgullo, por lo que tiendo a sospechar que favoreció tu partida con la intención de instilar en tu alma el temor a una revancha diferida.
—¿Dices que está jugando conmigo?
—Sin duda. No siempre el gato liquida de un zarpazo al ratón. En ocasiones finge distraerse y permite que su presa aliente la esperanza de conseguir una vía de escape. Pero el punto de fuga es imposible, la estrategia del gato es el agotamiento del ratón y se divierte con el aumento de su desesperación. Pretende que en el momento de su muerte el ratón tenga la imagen más terrible y completa de su asesino. Hasta aquí, su juego. Pero ¿qué le queda al ratón? Una vez consumidas sus energías, perdida ya la ilusión de la huida, comprende que solo hay dos salidas. Una, dejar que el terror y el cansancio lo abracen hasta reventarle el corazón. La otra, mostrar las uñas y saltar a la cara del gato. Es lo único que el felino no espera.
—¿Me estás proponiendo que alce a mis hombres y ataque Kyoto?
—No. Sería una acción imposible, condenada al fracaso de antemano y en modo alguno imprevisible para Takauji. Él sabe que entre tu bagaje de recursos se cuenta el gesto inesperado: ya lo atacaste en su honor, acostándote con dama Ashikaga. Al no mandar a suprimirte, él reaccionó a su vez de manera inusual, y eso te desconcertó entonces y sigue dándote que pensar. Esta vez, a cambio de comportarte como lo venías haciendo, deberías imitarlo y hacer algo que esté fuera de sus posibilidades de anticiparlo. En resumen, te convendría obrar de otra manera.
—¿Y qué sería lo inesperado para el Shögun?
—Atacar al daimyo que asesinó a tu padre y violó a tu madre. Si lo hicieras le probarías que no necesitas de su auxilio para conocer el nombre del criminal, así como no requeriste de su permiso para intimar con su esposa.
—Pero ¿cómo? ¡Nunca supe si Ashikaga Takauji conocía al infame...!
—Y por supuesto que tampoco lo conoces tú —sonrió el consejero—. Pero no dejes que la hoja de abedul te tape el paisaje boscoso. Para mostrar determinación y valor no hacen falta certezas absolutas. Elige un daimyo cualquiera, aquel que te caiga menos simpático, y atácalo responsabilizándolo de aquellos sucesos. Tu gesto será observado por tus pares. Advertirán tu voluntad de no dejar la ofensa sin castigo, más allá del destinatario particular sobre el que se ejecute.
—Pero, si yo elijo a un inocente, él pagaría una culpa ajena...
—¿Culpable? ¿Inocente? Todos los daimyos lo son. Si decidieras obrar no castigarías solo a una persona, sino que ejercerías tu venganza sobre un poder y una época. Coincidirás conmigo en que parte de lo mal que andan las cosas en este país se debe a la excesiva concentración de poder de tus pares, señores feudales de ambiciones mayúsculas y sesos mínimos. Suprimir siquiera a uno de ellos sería colaborar, aunque sea en pequeña escala, con el mejoramiento de nuestra nación. Por supuesto, al hablar de esta manera, mi señor, queda en claro que no te incluyo en la lista de los daimyos perniciosos, sino en la de los pocos de quienes aún puede esperarse algo bueno...
Yutaka Tanaka se sonrió de costado, disimulando la pena que le daba la adulación de su viejo consejero, y respondió:
—O sea que me propones que sorprenda al Shögun atacando a uno de sus vasallos, en la esperanza de que eso de algún modo demore o impida que él se adelante a atacarme a mí... Y eso porque crees que se sorprendería de que no lo ataque a él mismo.
—Sinceramente dudo de que semejante acción te proteja de las consecuencias de tu conducta en Kyoto. Ashikaga Takauji apoyará al daimyo a quien elijas para lavar el honor de tu clan. ¡Pero no pienses en las consecuencias! Tú atacas, te vengas. Luego, el Shögun te ataca y te vence. La muerte es ineludible a corto o mediano plazo, así que al menos puedes elegir tu forma de morir. Con la que te propongo pasarás al otro mundo habiendo pagado la deuda con tu padre, quien así podrá sentirse satisfecho de tu comportamiento, pues en el fondo, ¿cómo sabrá si lo vengaste o no en la persona del culpable, cuando no vio el rostro de sus asesinos?
—No lo sabría él, pero sí lo sabría yo.
—Tampoco. Supongamos que decides ir contra el señor de Mikawa. ¿Cómo te enterarías al atacarlo si te equivocaste en la elección o acertaste de pura casualidad? Hagas lo que hagas, amo mío, mi honorable y triste señor de Sagami, tu destino es la incertidumbre. Una vez que te llegue el día y pases a flotar en las brumas del inframundo, seguirás ignorando si cumpliste o no con el mandato que te impusiste, pero al menos llevarás tranquilidad al espíritu de Nishio, habiéndole demostrado tu esfuerzo por cumplir plenamente con el deber filial.
—Todavía no es tiempo de preocuparse por las alternativas del más allá, cuando aquí queda tanto por hacer.
—Cierto. Sé cruel y eficaz, es lo único que importa. Si te decides y atacas al daimyo escogido y lo vences, quizás el resto de tus pares comience a temerte y reflexione acerca de si les conviene mantenerse fieles al actual Shögun o seguir tu estrella en ascenso. La traición es cuestión de fechas y oportunidades. Y si de alguna manera comenzara a difundirse la noticia de que tuviste entre tus brazos a dama Ashikaga y que, sabiéndolo, su marido no se comportó a la altura de la dignidad de su cargo, el futuro de...
—Mi honor me impide emplear un recurso tan bajo...
—¡Ni hablar! Del chusmerío me encargo yo. Y tampoco es difícil conseguir un par de adivinos expertos en el arte de la profecía retrospectiva. Bien aleccionados, dirán que años atrás fueron convocados por Ashikaga Takauji para estudiar el futuro y que en las líneas del caparazón de una tortuga leyeron tu nombre como el del próximo Shögun. Que tú lo matarías y luego te casarías con su viuda. Y que, conociendo esa sentencia, él trató de revocarla enviando a sus samuráis enmascarados para eliminarte, y que al no encontrarte desfogaron su irritación asesinando a tu padre y mancillando el honor de tu madre.
—¡Pero nada de eso ocurrió!
—¿Y a quién le importa? Estamos construyendo una noticia falsa, una historia que debe asumir la apariencia de una verdad revelada. En ese punto, los hechos reales son un engorro. Lo que debe quedarles claro a todos tus posibles aliados es que ya te acostaste con dama Ashikaga, así que lo que falta para que la profecía se cumpla es que mates al esposo y te cases con ella. La circunstancia de que ya hayas probado los encantos de la mujer agrega un condimento especial al relato: sirve para aportar a nuestro cuento la apariencia desprolija que es propia de los acontecimientos ciertos. Por lo que, una vez lanzado al viento nuestro pequeño relato, solo nos faltaría realizarlo. Desde ya, para que todo esto ocurra de acuerdo con nuestra previsión, deberemos insuflar en cada japonés que se sume a tu bando el sentimiento de ser partícipe de una causa justa. No alcanzará entonces con que las insignias de nuestro clan flameen gallardas y agiten sus bonitos colores. A medida que tu ejército en crecimiento avance en dirección de Kyoto, deberás promulgar edictos y leyes, prometer reducciones de impuestos, líneas de crédito generosas y cualquier otra cosa que los campesinos, comerciantes, daimyos, sacerdotes, comerciantes, banqueros, marineros, traficantes y guerreros quieran escuchar. En conclusión: si actúas apropiadamente, cuando por fin llegues a las inmediaciones de la ciudad capital tu ejército se habrá vuelto un río imparable, una fuerza de tal magnitud que Ashikaga Takauji no tendrá otra posibilidad que darse a la fuga o cometer seppuku. Y entrarás por las calles cuadriculadas de Kyoto y recibirás los vivas de la población. Serás su nuevo héroe, el que expulsó al monstruo incendiario. Y cuando llegues al palacio del Shögun, ¿quién te esperará vestida con sus mejores galas? Dama Ashikaga. La mujer que amas, cuyo chitsu extrañas, y a cuyo lado siempre quisiste estar. ¿O niegas que tu sueño es convertirte en Shögun y gobernar a su lado?
Yutaka volvió a sonreír:
—No estoy seguro de seguir todos los recorridos de tu mente. Pero ¿dices que debo pagar bien con mal? Ashikaga Takauji, que me perdonó la vida y no castigó mi desliz, ¿a cambio debe padecer deshonra y exilio, tal vez la muerte?
—Solo estoy realizando una composición de lugar. Creo que el Shögun te perdonó para convertirte en su mejor enemigo y poder librar una batalla decente, después de haberse pasado toda la vida combatiendo contra montañeses ignorantes de los rudimentos del arte de la guerra. Si así fuera, habría obrado con la alevosía de un político y la impecabilidad de un verdadero samurái.
—Me llama la atención lo mucho que te inclinas por la perspectiva de una batalla final. En este mundo de simulacros y de representaciones cambiantes, querido Kitiroichï, quizá también tú fuiste capaz de intercambiar veladamente alguna correspondencia con su odiado rival, el Emperador Go Daigo...
Fue el turno de que Kitiroichï Nijuzana sonriera:
—Si todo es posible, nada es probable. Pero déjame decirte algo, ya que soy un viejo sentimental. Fui fiel a tu padre y te soy fiel a ti, y estoy en el fin de mi existencia y nada de lo que alguien pudiera ofrecerme bastaría para conmover esa fidelidad. Ser fiel es la manera que este perro encontró de permanecer en el mundo. Pero haces bien en desconfiar. Desconfía, ponme a prueba, mátame si quieres, y luego elige qué opción tomar. El asunto que aquí se dirime no es quien soy o lo que aparento ser, sino qué harás tú.