Dama Ashikaga arribó de improviso. Vestía sus mejores galas. Sorprendido en medio de un movimiento en el centro de la tarima, Lun Pen se quitó la máscara. La brisa secó el sudor de su rostro. La Shöguna se inclinó y sus damas de compañía se apresuraron a acomodar unos almohadones. Tras sentarse, le hizo un gesto a Lun Pen para que la acompañara.
—Abandoné mis ocupaciones y me tomé la molestia de venir hasta aquí porque me llegó el rumor de que avanzaste mucho en la dirección de mi encargo —dijo.
—Todo ha sido extraño durante estos días, señora. No sé bien qué hice ni qué dejé de hacer.
—¿Viajaste al otro lado de la Luna? —sonrió ella—. Tal vez sí, tal vez no. Por supuesto, esto es solo el principio, y como ya conviene a mis fines te revelaré la totalidad de mi propósito. Lo que quiero que hagas no es sino la intensificación o perfeccionamiento del movimiento que realizó Yutaka Tanaka luego de que su padre fue asesinado.
—¿Y ahora quieres matarme y convertirme en un cadáver sustituto como el que empleó el señor de Sagami para descubrir la identidad del asesino de su padre?
Dama Ashikaga desplegó el abanico y se tapó la cara para disimular una sonrisa:
—No te pido tanto —dijo—. El señor de Sagami hizo lo que hizo sin obtener el menor resultado. Su expectativa era en el fondo ingenua o fruto de la desesperación, pues a un guerrero se lo educa desde la infancia para disimular sus emociones y mantener una expresión inescrutable. Y eso Yutaka lo sabe mejor que nadie.
—Quiso extraer agua de las piedras... —dijo Lun Pen, más aliviado—. Por un momento creí...
—También cometió el error de interrogar a su madre, en la esperanza de que Mitsuko le revelara cualquier rasgo que permitiera identificar a los atacantes, ya fuera la máscara o el antifaz caído, el yelmo volcado, el casco roto, una singularidad del miembro exhibido... Por supuesto, a una mujer de su alcurnia le está vedado referirse a algo tan desagradable y hasta aludir al asunto. Las preguntas de su hijo aumentaron de tal manera su sentimiento de humillación, que Mitsuko guardó silencio y apenas se cumplió el período de luto cortó sus cabellos encanecidos y se refugió en un monasterio budista. Esta conducta perturbó aún más a Yutaka que los propios hechos que acabo de referirte. Consternado por la huida de su madre, que no sabía si tomar como renuencia, complicidad o revancha contra su difunto marido...
—¿Revancha? ¿Por...?
—¡Qué preguntas haces! Una mujer siempre tiene motivos para vengarse. Podría enumerar miles. En el caso de Mitsuko, ella pertenecía al clan Kasuza, y Nishio la desposó luego de aniquilar a sus padres y hermanos y quedarse con sus bienes y territorios, que abarcaban toda la provincia.
—O sea que la madre del señor de Sagami pudo haber encargado el crimen de su marido para lavar la sangre de su familia de origen...
—Es un buen motivo, aun si faltaran otros. Claro que, de ser así, se habría complicado el sistema de devoción filial de Yutaka, porque al deber de vengar a Nishio se le habría agregado el de castigar ejemplarmente a Mitsuko. Así, la justa reparación del honor paterno lo condenaría al matricidio, volviéndolo a la vez un hijo fiel y un horrendo criminal. Una perspectiva terrible. De todos modos, no creo que Mitsuko sea responsable de nada, pobre mujer... Pero dejemos las hipótesis de lado y volvamos a los hechos. Enloquecido al ver cómo se cerraban los caminos para resolver el crimen, Yutaka, cegado tal vez por los dioses, decidió atacar a sus pares indiscriminadamente, uno después de otro, en la convicción de que terminaría por castigar al culpable. Pasaban los nombres y los colores de las banderas, cambiaba el orden de las voces de alarma y los golpes y las ropas rasgadas y volaba la cálida sangre que mancha las armaduras, pero el enigma se mantenía. Esto duró unos meses. El desenfreno del señor de Sagami alteraba la calma de la región noreste del país. Para peor, durante una de sus incursiones perdió un brazo y a partir de entonces se encerró en su castillo y se entregó a tristes meditaciones acerca de su misión inconclusa. Ahora bien. Como su destino personal no me es del todo indiferente y temo que tras este período de calma aparente la ira del daimyo renazca en oleadas de una altura incomparable, concebí una solución que me parece apropiada. Quiero retomar y enriquecer el plan original de Yutaka, la visión en abismo del alma ajena. Si entonces falló fue porque su autor no recurrió lo suficiente a los efectos de la pasión y el terror. A nadie en su sano juicio lo conmueven las consecuencias de sus actos; estas solo nos afectan cuando alcanzan la dimensión de irrealidad más plena. No se trataba, en suma, de sustituir un cadáver por otro, sino de hacer aparecer ante los daimyos la mismísima presencia acusatoria de la víctima, alzándose de entre la sombra.
—Pero ¿cómo podía obrar el señor de Sagami ese efecto a voluntad?
—Él no; tú sí. Cuando llegue el momento, te encargarás de representar el papel de Nishio Tanaka para que el verdadero responsable del crimen pierda su impasibilidad y se vea obligado a confesar su culpa, creyendo estar ante el fantasma del asesinado que viene a tomar venganza.
—Pero ¿cómo haría yo...? No soy un guerrero ni estoy muerto ni...
—Eres todo eso y más, porque te estás convirtiendo en un actor.
—¿Actor?
—¿Por qué no?
—Qué destino el mío —sonrió Lun Pen—. Siempre me asignan tareas para las que no estoy preparado.
—Precisamente porque eres el héroe inadecuado para enfrentar cualquier problema, es que resultas perfecto. Tu torpeza, tu incomodidad y tu desconfianza agregarán a tu papel el rasgo de lo incompleto, que es aquello que distingue a los espectros.
—Tus deseos son órdenes, señora.
—Ahora bien, además del cumplimiento de mi encargo, quiero que te ocupes de una misión más íntima y que gestionarás de manera reservada. Me gustaría que construyeras un objeto inmaterial para enviar de mi parte a Yutaka Tanaka. Se tratará de algo exquisitamente no físico, algo que evoque, sin serlo, el frasco de porcelana que guarda el perfume que solo yo uso, y que a la vez contenga su esencia, las emanaciones de mi aura.
—Pero eso, señora, es lo imposible de lo imposible.
—Ya lo sé. Por eso mi verdadero pedido es más modesto, es un ruego. Cuando te encuentres con el señor de Sagami dile esto de mi parte: que si uno se ve impedido de amar, debería llevar esa condición como se lleva un signo distintivo, evitando así que los demás se hundan en el vacío de esa carencia.