Durante unos días, tal vez unos meses, Yutaka Tanaka se mantuvo a la espera de que la voz de su padre empezara a definirse. Escuchaba una especie de vibración constante de notas graves y bajas. Su monotonía impedía entenderla. Quizá —se decía— los muertos hablan en otra lengua y deba pasar más tiempo para que la palabra de mi padre se afine y yo pueda comprenderla. La palabra de Nishio terminaría apareciendo por fin, clara y distinta de ese rumor que parecía música de los cielos ocupados por el vacío del Universo. De algunas de estas cuestiones hablaba, a falta de otro interlocutor, con Lun Pen. A veces salían a caminar por los alrededores del Castillo Principal. Cada tanto Lun Pen se inclinaba a cortar el tallo de una flor silvestre, que luego masticaba hasta extraer su jugo amargo. La conversación volvía ameno el paso del tiempo. Lun Pen trataba de aliviar el peso de las dudas del señor de Sagami, objetando incluso sus puntos de partida.
—Si el alma de tu padre habita tu interior y alienta la continuidad de la investigación de su crimen, ¿por qué no encontró la verdad por sí mismo, si estaba en el lugar donde lo mataron y vio de frente a sus asesinos? ¿Qué necesidad tenía de recurrir a medios indirectos? Bajo esa espectativa, tus periplos, la gestión de dama Ashikaga, ahora mi presencia... Todo resulta innecesario. Como si, en el fondo, más que querer saber, tu padre quisiera mantener oculto lo ocurrido. ¿De qué te ríes?
—Lo hago para no matarte —decía Yutaka Tanaka.
—Ah, sí. Pero, si lo hicieras, terminarías hablando con las piedras de los muros de tu castillo. ¿No son agradables estas caminatas? Ya diluvie o salga el sol...
—Sin duda que lo son. Nada se resuelve y esta conversación no quita lo acucioso del problema, pero a la vez...
—Parecemos una pareja de viejos que sale a estirar las piernas —reía ahora Lun Pen—. Dos ancianos más allá del sexo y casi de la vida... Muy conveniente para la simulación del aplacamiento...
Y era cierto que en aquellos paseos las urgencias del alma de Yutaka Tanaka se aligeraban un poco, pero por las noches, cuando lo devoraba el insomnio y no había nadie con quien conversar (sus hombres se recogían detrás de los shögis para no tenerle la vela con sus monólogos, y Lun Pen se dormía apenas anochecía), el daimyo recorría a largos trancos los pasillos, para hacer algo inspeccionaba la sala de armas y sacaba lustre a las armaduras y a las puntas de las lanzas o se metía en el establo y espantaba a las bestias cuando, en plena oscuridad, introducía su candil y revisaba el estado de las monturas. Pero, como nada de aquello lo calmaba, terminaba por lanzarse hacia las escaleras que conducían a la torre central. Allí, echaba a los guardias con un gesto de su mano y los guardias corrían a guarecerse en la cocina, sobre todo si llovía, felices de que el amo les diera un rato de descanso.
El señor de Sagami hablaba al centro de la oscuridad, en la esperanza de que el espectro de Nishio hiciese su aparición.
YUTAKA TANAKA: Sé perfectamente, padre, que a un ser inmaterial le están vedadas las resoluciones físicas y solo obra por intermediación. Pero, si estás dentro de mí, ¿cómo es que no escucho lo que dices ni sé lo que pretendes? La comunicación entre nosotros debería ser, a la vez, evidente y constante, ya que nadie hay tan próximo a un padre como su hijo. El mismo hecho de que yo venga aquí a esperarte mientras la ambigua sombra a su pesar se entrega a los rayos pálidos de la delgada Luna, ¿es señal de que eso no es así? Los tiempos de tu ausencia, ¿muestran que advertiste la escasa fe que tengo en mi capacidad para ofrendarte tu revancha? Pero aun siendo la culpable debilidad que soy, ¿acaso no bastó con que perdiera un brazo por tu causa? Y si continúo fracasando en mi tarea, ¿seguiré sufriendo mutilaciones? Dispuesto estoy a dar primero un pie, luego el otro brazo, las dos orejas tal vez, luego los ojos, para seguir con el torso... Lo que no soporto es tu silencio. A veces, en noches como esta, tiendo a pensar que esos despedazamientos proseguirán, no como un castigo de los dioses por mi ineptitud, sino como una asimilación creciente y crecientemente voluntaria de tu fin y de tu destino y que esa será nuestra manera de estar juntos. Dímelo, padre. ¿Estás en mí o fuera de mí? ¿Estás lejos o cerca? ¿Decidiste habitarme apenas fuiste asesinado, estás ahora? ¿O mis vacilaciones expresan el vacío pleno que precede al momento en que se producirá tu ingreso? Tampoco sé si reconoceré tus señales cuando ocurra. ¿Escucharé tu voz si gritaras en mi interior? Pero... ¿qué es eso que se mueve allí? ¡Eres...! Ah, no, es solo un murciélago, una rata que aletea en la negrura buscando su cuota de mosquitos. Toda ilusión es vana y toda realidad amarga. Siempre fuiste un padre severo, así que tengo que prepararme para lo peor. Lo más seguro es que estés llevándome lentamente contigo, brindándome despaciosamente tu propia muerte... Es cierto que jamás alzaste tu mano sobre mí (ahora ya no podría defenderme). Pero hiciste algo peor. Tu mirada me atravesó siempre como si no existiera. Desde niño me esforcé en mostrarme ante ti, interponerme entre el mundo y tus ojos buscando aceptación. Me pasaba las horas y los días preguntándome qué debía hacer o no hacer para que repararas en mí con un mínimo de complacencia. Y como no obtenía respuesta seguía haciéndome las mismas preguntas y en ese estado de interrogación constante me volvía torpe y abstraído como un sonámbulo. Hubiese dado la vida por hallar la clave que te permitiera sentirte orgulloso de mí. Así pasaron los años y comenzó mi juventud y tú solo encontrabas torpeza en mí y yo solo veía la exasperación de tu parte. Por eso me resultó extraño y sorpresivo, creí por una vez que en algo habría acertado sin saberlo cuando renunciaste a tu condición de daimyo y me cediste el cargo. Pero pronto me di cuenta de que vigilabas mis acciones y que eras tú a quien consultaban en secreto mis vasallos para saber si debían cumplir o no una orden... Descubrí entonces que solo habías adelantado tu retiro para encontrar mi falla más temprano que tarde. Escarbabas, padre, en la superficie de los hechos para hundir las uñas en la tierra de mi error. Y pronto también creí que mi fracaso sería tal que debería rogarte que renunciaras a tu renuncia y retomaras de nuevo tu condición de daimyo, más potente y autorizado que nunca. Y fue entonces cuando, próximo ya a dar ese paso, aquella banda de samuráis penetró en el Castillo y te asesinó y mancilló a tu esposa, mi madre. ¿Sabes? Escuché rumores, que nunca pude admitir, de que el criminal era yo mismo. Yo, vuelto otro, el animal que de mí se disparó en sueños para vengarme de tantas humillaciones. Lo impensable realizado es lo que no sucedió. Nunca. ¡Pero es cierto que fue tu muerte lo que dio paso a mi nueva oportunidad! Porque tú, el hombre que más daño me hizo en la vida, con tu ausencia permitiste que yo te mostrara todo lo que pudiste haber amado en mí y todo lo que perdiste por no hacerlo. Te encuentres donde te encuentres, ya no podrás fingir que ignoras mi existencia. Si te examinas, si escrutas hasta el fondo las mugrientas regiones de tu alma, te asombrarás de ver mi devoción y mi entrega. Contempla, padre, en soledad, el espectáculo que, sabiéndolo o no, creó tu presencia y creó tu ausencia: el de tu hijo. Míralo todo y di tu palabra y rómpete de una vez y para siempre, y déjame por fin libre de tu sombra. Pasan las noches y pasan los días y las semanas y los meses y los años, y en mis sueños la única claridad que me deslumbra es el brillo del arma del asesino seccionando las vértebras de tu cuello, el resplandor de hierro de tus ojos indignados fulgiendo en la agonía.