No se conoce la reacción del señor de Sagami apenas escuchó la respuesta de Ashikaga Takauji, aunque se dice que las condiciones de reclusión del Shögun depuesto mudaron del laxo paraíso de paseos melancólicos a un encierro riguroso donde se escuchaban ayes de dolor y crujido de dientes. Despojado de su armadura, un guerrero es nada. Incluso los propios soldados afectados a la custodia estimaban que el daimyo renegaba de todo decoro en el trato a un enemigo honorable. Hay quienes creen que Yutaka Tanaka se empleó personalmente en torturar al Shögun depuesto, que lo hizo durante días y horas y meses y años, pero es dudoso que haya optado por mancharse las manos en la indignidad. El problema, aquí, es de otro orden. La respuesta de Ashikaga Takauji parecía una confesión, pero también podía entenderse como una simple reflexión que intentaba explicar los abismos de la naturaleza humana. No es imposible que Yutaka Tanaka sintiera, de pronto, que aquella frase estaba lejos de ser autoincriminatoria. Después de todo, ¿qué prueba verdadera tenía él mismo de la culpabilidad del Shögun? ¿Un sueño, una intuición? ¿Y si se había apresurado a atacar y capturar a Ashikaga Takauji solo porque no soportó más la carga de incertidumbre que llevaba encima desde hacía ya demasiados años?
Si los hechos de la vida cotidiana poseen claroscuros, es comprensible que acontecimientos ocurridos centurias atrás presenten zonas de máxima indeterminación. Se olvidan o confunden los nombres, se modifican las grafías, los libros se apolillan y las interpretaciones de los sucesos patrios van cambiando de acuerdo con las conveniencias de los estadistas e historiadores del presente. Y el presente se vuelve tan huidizo como la sombra del amor en la memoria de un ciego. Si, teniéndolo en sus manos, Yutaka Tanaka comenzó a dudar de la responsabilidad del Shögun depuesto, esa duda se multiplicó al recibir la noticia de que dama Ashikaga estaba viva. Y como el relato de su muerte había sido el elemento determinante para la acción, ese elemento, al probarse como falso, parecía probar que el Shögun era inocente y su prisión imperdonable y que él mismo se convertía en un criminal y un reo de alta traición y debía ser ajusticiado. ¿Qué hacer, entonces? Lo más fácil habría sido cometer seppuku y solicitarle al propio Shögun que luego de la eventración le cortara la cabeza. Pero, si tal cosa ocurría, continuaría impune el crimen de su padre y la ofensa a su madre...
Claro que, además, y para complicarlo todo, ¿era posible confiar en aquella noticia? Quizá la fuente había mentido con el propósito de liberar al Shögun depuesto. “Tal vez —se decía Yutaka Tanaka— se trate de una intriga política. Pero ¿cómo saberlo? Yo no vi la cabeza cortada de dama Ashikaga, no tuve oportunidad de abrazarla contra mi pecho y acariciar sus cabellos aceitosos y alzar los párpados blanquísimos para contemplar sus pupilas amadas...”. El mejor modo de cerciorarse, sin duda, era regresar a Kyoto, pero en la práctica eso significaba apoderarse del gobierno del país, y evidentemente él tenía la mente en otra parte (como se ocupaban de señalarle los daimyos aliados, urgiéndolo a la conquista). Si es cierto que el señor de Sagami torturó al Shögun depuesto en la búsqueda de la verdad definitiva, también lo es que los tormentos duraron poco. Al cabo de una semana de interrogatorios dama Ashikaga se presentó a las puertas de la residencia de verano.
Yutaka Tanaka tardó en reconocerla. Dama Ashikaga se había vestido de suplicante, cambiando su kimono de dieciséis capas engamadas por una túnica ajada y manchada por el barro de los caminos. Venía sola, su piel blanca y tersa se había tostado y arrugado, formando pliegues, y su cabello tenía salpicaduras de plata y ella misma ya era otra, una mujer que parecía no saber quién era él ni quien había sido para ella, y que todo lo que duró su visita se la pasó rogando por la libertad y la vida de su marido, o al menos por la devolución de sus restos mortales. Además, entre la demanda y el reproche, dejó filtrar también una amenaza: si el señor de Sagami no accedía a las peticiones formuladas, su hijo Yoshiakiro sabría resarcirla a ella, a su apellido, a su condición y rango, alzando tropas para limpiar el nombre del padre. Tan desconcertado estaba Yutaka Tanaka por la situación, que ni siquiera pudo recordarle que él mismo era el verdadero padre de Yoshiakiro.
Dama Ashikaga partió sin haber ofrecido ni por un segundo alguna señal de que en el pasado compartieron cierta clase de intimidad. El paso del tiempo había abolido los momentos en común, las ternuras, el sueño delicado y las confidencias murmuradas. O tal vez no era el tiempo sino su obstinación en desmentir lo ocurrido, negarse a la memoria del placer y afirmarse en el orgullo. Yutaka Tanaka la vio irse, encorvada, arrastrando las piernas surcadas de várices. Ella, que lo había sido todo para él, era ahora un fantasma del viejo pasado que ya no se podía resucitar. Tal vez, incluso, se había vuelto un onryo. Pero, si la que se plantó ante él para amenazarlo no era la misma dama Ashikaga sino un fantasma vengativo, eso exigía previamente admitir que ella, la verdadera, estaba muerta, y en ese caso había sido asesinada por Takauji. Y si no lo estaba, ¿por qué se vengaría de él, que aún no había matado a su marido y ni siquiera sabía si lo haría alguna vez?
Lo único que en esas circunstancias el señor de Sagami sabía con exactitud, era que existía algo peor aún que no vengar a un padre y una madre y perder al amor de la vida: enfrentar al propio hijo.
La crónica histórica indica que en el comienzo de la primavera de 1338 las tropas de Yoshiakiro Ashikaga finalmente atacaron la residencia de verano del señor de Sagami y que no encontraron resistencia alguna. Era una residencia vacía, descontando la presencia de algunos autómatas que giraban como trompos y que el general al mando del ataque, abochornado por el ridículo de la situación, mandó descabezar. Se menciona también que Ashikaga Takauji murió al fin de ese año de cáncer de estómago, lo que quizás indica que practicó el seppuku o que fue asesinado. No es posible saberlo. Tampoco se conoce el destino ulterior de Yutaka Tanaka, señor de Sagami. Se supone que abandonó su investigación, tal vez considerándola de resolución imposible, o porque a esta altura de los hechos el espíritu de su padre se había disuelto en los aires. El propio Yutaka Tanaka también parecía haberse convertido en otro espíritu; lo buscaron sin éxito por todos los territorios del país. Una versión (que tiene su encanto) imagina que trocó su identidad con Zeami, se convirtió en actor de su elenco y pasó el resto de su vida pública enmascarado y el resto de su vida privada escribiendo las piezas de teatro Noh que la posteridad le atribuye al otro. La intensidad dramática de estas obras, su carácter melancólico y tormentoso, otorgan crédito a esa sospecha.