«La arquitectura neocolonial es una farsa, un pastiche, y si me agarran de malas, les diré que hasta una verdadera traición —decía en clase de Rescate de Inmuebles la doctora Juaresantana—. Recordarán, los que sí asistieron a la primaria, que los años posteriores a la Revolución hubo todo un afán por parte de políticos e intelectuales por rescatar lo nacional, aunque para esas alturas ya nadie tenía idea de qué rayos era lo nacional. Que si el huitlacoche, que si los huipiles de las tehuanas, las coreografías de los bailes regionales, las horrendas y estruendosas trompetas en el mariachi y, por supuesto, esa aberración llamada “neocolonial californiano”». La primera diapositiva mostró una de las casonas de Polanco. La doctora Emilia Juárez Santillana se había ganado el mote que sus alumnos enunciábamos en una sola palabra, Juaresantana, gracias a que en sus clases solía ponernos frente a paradojas que dejaba sin resolver. Durante hora y media nos convencía de que Porfirio Díaz había sido un verdadero héroe del urbanismo, para luego desbancarlo de una sola puñalada: «Claro que su buen gusto para la arquitectura afrancesada no le quita haber sido un maldito clasista, un dictador de mierda, y los desastres sociourbanísticos que hubo como consecuencia fueron tal y tal y tal». Sabía de su mote y, aunque le disgustaba el Santana, no se daba por ofendida: «voy a hacer de cuenta que lo dicen por el guitarrista».

«Durante su mandato —seguía diciendo—, por ahí de los años veinte, Carranza decretó una exención de impuestos para las construcciones que hicieran uso de elementos de identidad nacional, entiéndase: cantera, teja, azulejo, balcones y nichos. Como podrán ver —proyectó la foto del Palacio Nacional—, en los edificios públicos no nos fue tan mal; en buena medida es gracias a esto que los turistas vienen a México y se admiran de la mentada Ciudad de los Palacios, aunque las fachadas estén más torcidas que un totopo. Las residencias son otro cantar. Para empezar, que se construyeran exuberancias como esta —mostró otra casona de Lomas de Chapultepec—, en un momento en que al país se lo estaba llevando el carajo es muestra inequívoca de que empezamos con el pie izquierdo, con tanta o más desigualdad que ahora.

»Otra cosa importante: acuérdense de que el funcionalismo empezaba a ponerse de moda, la novedad de una casa con los servicios incorporados, en la que uno no tenía que salir a la letrina, ni a los lavaderos o prender el fogón. Así que para complacer a los socialités de ese tiempo, a la vez que enaltecían lo dizque nacional, para entrar en la exención de impuestos, los arquitectos, nada tontos, se trajeron de Hollywood la moda de las mansiones a la española, la aderezaron con ornamentos barrocos y otras florituras, que para eso los mexicanos nos pintamos solos, y voilà: neocolonial californiano. Fue como si la casta española volviera a conquistarnos, pero interpretada por los gringos, con los ornamentos del catoliquísimo barroco y la lisura modular del art decó, nomás por no dejar —exageraba el tono irónico.

»Los interiores, casi siempre sobrios, son como un set de película de Pedro Infante: escaleras con balaustrada, muchos niveles, muchos balcones, muchos tragaluces, muebles de madera torneada y salones altos en los que en cualquier momento podía aparecerse Sara García. En fin, lo que se dice un Frankenstein al que, no obstante, el paso del tiempo ha ido dando legitimidad. Feas por su abigarramiento y lo que quieran, pero son las últimas casonas que marcaron una época, que defienden el paisaje urbano contra las mansiones de los políticos, los bodrios de Santa Fe, los multifamiliares y las favelas del Infonavit».

Luego de otras veinte imágenes y de una ronda de preguntas y respuestas, la doctora Juaresantana remató su clase: «El neocolonial californiano es buen ejemplo de los límites de nuestro trabajo, muchachos: ¿Acaso por tratarse de un pastiche que narra el autogol del nacionalismo y nuestra crisis de identidad vamos a arrasar con estas construcciones, como están haciendo en el barrio de Tequisquiapan, en San Luis? No señor, a nosotros no nos toca juzgar la legitimidad de la historia, nos toca conservarla y restaurarla».