Estaba todavía sentada en el escalón, en el umbral de la casa, cuando noté el sonido del arrastre de una escoba de vara en la tierra. Primero fue un arrullo lejano, casi imperceptible, pero paulatinamente fue haciéndose más próximo y más claro. No podía provenir de afuera, no había nadie barriendo la calle, era claro que el sonido venía de la parte trasera, del jardín. Me levanté y fui por el camino de ronda hasta dar con el enredo de madreselvas y yerbas crecidas al garete sobre el pretil y sobre los muros. Una anciana de rebozo jaspeado, delantal bordado de flores y trenzas blancas atadas a la espalda con un listón era quien barría. La saludé, pero no me escuchó a la primera y tuve que acercarme. Levantó la vista, alzó la mano en un gesto sereno. Le dije a modo de disculpa que no sabía que alguien cuidara la casa. Ella siguió callada, barriendo. Le expliqué que me habían contratado para hacer la restauración, pero tampoco respondió. Le pregunté si era de la familia, si vivía ahí, si no le resultaba inoportuno que llegara yo con mi encomienda, si mi presencia no iba a interferir con sus tareas.

—Está bien, hija, está bien, entiendo —respondió al fin—. Yo nomás vengo aquí muy de vez en cuando a dar una pasada, cuando se puede.

—Pues qué bueno que me tocó conocerla. ¿Cómo se llama usted?

—Soy Oralia.

—¿Conoció usted a la familia que vivía aquí?

—Trabajé para ellos desde que tenía dieciséis años, imagínate. Y lo que ha costado mantener la casa en pie...

—Bueno, pues ahora ya va a tener quien le ayude, doña Oralia.

Me agaché para levantar el montón de hojas entre dos láminas de cartón y echarlas al bote.

—Deja eso, niña, te vas a ensuciar el vestido.

—Más sucio ya no puede estar, no se apure —le contesté, y seguí levantando las hojas.

—Por cierto —dijo apoyándose en la escoba—, la luz está detrás de la puerta.

—¿Cómo dice?

—Que sí hay luz, nomás hay que subir la palanquita que está detrás de la puerta —dijo y siguió barriendo hacia el camino de ronda. Le di las gracias. Me preguntaba si sabría que don Eligio había fallecido, pero no quise entrometerme.

Terminé de levantar el montón de hojas, y cuando me di cuenta ya no se oía el arrastre de la escoba. Oralia se había ido. Entré a la casa y busqué el interruptor general donde ella me había dicho. La caja parecía estar en buen estado. Solo por probar, accioné las palancas y me respondió el ronroneo lejano de la bomba. Me di con la palma en la frente por no haberlo intentado antes, aunque era un verdadero alivio, un asunto menos que resolver. Bajé los interruptores y la casa volvió a quedarse en silencio. Salí, cerré la puerta, cerré la reja y me eché a andar rumbo a la avenida con la cabeza borboteando querencias y planes.