Es el mismo mar. Un mar con el que ya he soñado, solo que ahora las aguas están más agitadas y turbias. Las olas se baten en la orilla y muerden con rabia el pan amable de la costa. La oscuridad se cierne a mis espaldas y corro para huir de ella. Siento el cuerpo pesado, las piernas se me acalambran por el esfuerzo. No quiero volver la vista atrás. Me aterra saber la proximidad de la sombra. Sé que me pisa los talones. Sé que si me alcanza va a matarme. El miedo me araña la espalda. Me estoy quedando sin fuerza. Veo hacia abajo: mis pies se clavan en el suelo como raíces de arena. Mis resuellos se confunden con el tronar del oleaje. No me basta el aire que aspiro para seguir corriendo, no me basta, me asfixio entre jadeos mientras que una ola más grande me lame los pies y chapoteo sobre el manto de agua. Veo a una mujer que se aproxima y me pasa de largo. Soy yo. Reconozco mi cara en el instante en que nos cruzamos. La mujer se entrega a la fuerza oscura que me persigue y el horror que eso me causa me impulsa a seguir corriendo aunque sé que me acerco al final. Sé que tendré que arrojarme a las olas para que sea el mar quien me trague.