Desde temprano bajé la máquina de coser a la sala porque necesitaba más espacio para extender la tela de las cortinas. Extiendo el rollo de tergal sobre la mesa del comedor y corto la medida de cada ventana tomando en cuenta los pliegues y el descolgado. Vestir la casa me permite evocar un aspecto de la restauración más maternal y cálido. No se trata ya de hacer que las cosas funcionen, sino de dar al espacio su cualidad hogareña. La costura me permite volver de algún modo al regazo de mi madre, a la luz tibia que rodeaba sus manos. Ensarto la máquina para bastillar los bordes. Pliego sobre sí la orilla de la tela una, dos veces. Prenso el doblez bajo el pie de la máquina y piso el pedal, la banda se tensa, activa el mecanismo que hace subir y bajar la aguja, primero despacio. El hilo blanco se deslía del carrete, pasa por las trampillas, por los tensores, baja hasta el ojo y entra en la tela; entra y sale, entra y sale, puntea una línea recta, muy larga. Tac-tac tac-tac suena el concierto de las piezas metálicas. Debo centrar la atención en el punto donde la aguja se ensarta y cose en su tránsito de arriba hacia abajo y hacia delante y otra vez arriba. El hilo se somete a la línea de pespunte, una raya tras otra, tras otra, perfectamente iguales. Puntada y contrapuntada se alternan en un ritmo que parece perpetuo. La derechura de la línea depende de mi capacidad para dirigir el rumbo. La tela va quedando aprisionada bajo el acoplamiento definitivo del hilván. Tac-tac tac-tac. El arrullo acompasado de la máquina disuelve la noción de tiempo, la memoria del instante persigue sus propios pasos, el presente se pisa los talones y se duplica. Cinta de Moebius cerrada en un bucle que no termina nunca, que no termina nunca, que no termina nunca. De pronto un ruido en síncopa me saca del trance, un golpeteo que no proviene de la máquina, sino de la ventana. Del otro lado del vidrio hay una palomilla de san Juan que se da de topes desesperada por encontrar refugio de la oscuridad que amaga afuera.