—Yo no me arrepentiré —replicó él con absoluta convicción—. Y te juro que haré todo lo que esté en mi mano para que no te arrepientas tú tampoco.
—Bueno, quien no se arriesga no gana. Y, además, ¿qué puedo perder, aparte de la cordura y la paz de espíritu? —Sus manos heladas se tensaron sobre las de él—. Estoy aterrada, Ian, pero a la vez muy contenta.
Abrazos de seda, Mary Jo Putney
Gabriela escuchó desde su habitación una retahíla de sonoros golpes que procedían desde la cristalera que daba al jardín, capaz de sacar de su letargo a todas las almas durmientes del purgatorio. No tuvo ninguna duda de quiénes eran las autoras de semejante escandalera.
—¿Estás visible? —preguntó Bea—. ¿Podemos pasar?
—¿Ya estáis aquí? —se quejó—. Sois como una china en un ojo. Si tenemos toda la tarde por delante… —dijo tan pronto las cabezas de sus tres socias aparecieron tras el hueco de la puerta que comunicaba su dormitorio con el salón.
—¿Todavía así? —inquirió Paty, siempre tan puntillosa con su falta de puntualidad, al comprobar que aún seguía vestida con el vaquero y la camiseta que llevaba puestos a la hora de la comida—. ¿Piensas llegar tarde también a tu propia boda?
—¡Qué cuajo tienes! —exclamó Ana que, al igual que la abogada, parecía tener un reloj en el trasero—. ¿Ni siquiera te has duchado todavía?
—Pues la peluquera y la maquilladora ya están abajo —incidió Beatriz.
—A ver —interrumpió ella el chorreo de recriminaciones—, ¿habéis venido a ayudarme o a ponerme más nerviosa?
—¿Nerviosa tú? —rezongó la abogada—. Si por tus venas solo corre horchata, chiquilla.
—Pues lo estoy, así que u os moderáis o me apaño sola.
—Venga, cielo, no te enfades —templó el ánimo Bea, mientras se acercaba a ella para envolverla en un abrazo—. Entiéndenos, nosotras también estamos atacadas. No todos los días una de nosotras pasa por el altar…
Les sonrió agradecida. Aunque aquello no era una boda propiamente dicha, comprendió a sus amigas; para ellas también aquel era un día importante. Y se habían dedicado de tal forma a la planificación de su handfasting con Ewan que se merecían el beneficio de poder tomarse ciertas licencias. Aunque fueran unas pesadas, nadie podría soñar con tener mejores amigas.
Llevaba más de un mes viendo cómo se empeñaban para hacerla feliz ese día. Y sabía que iban a sorprenderla. No existía equipo que pudiera mejorar la organización de un evento; Bea y Ana eran únicas preparando y decorando y Patricia, perfeccionista hasta el extremo de rozar la paranoia, jamás permitiría que quedara ningún cabo suelto si se trataba de contratar servicios auxiliares y demás parafernalia.
—Venga, Gabriela, ¡a la ducha! Te hemos subido el vestido —dijo Ana depositándolo sobre la cama, encerrado todavía en el interior de una funda con el anagrama del modisto que lo había confeccionado—. Lo acaban de traer.
—Voy a colgarlo, para que no se arrugue. —Bea procedió a ello sin esperar su permiso.
Emocionada y con los nervios alojados en la boca del estómago, se quedó mirándolo una vez más. Durante un tiempo había estado dudando si inclinarse por un traje de novia típico o, puesto que aquello no era una boda al uso, elegir un simple modelo de noche con el que poder hacer un homenaje a Ewan. Las chicas la habían instado a que cumpliera con sus deseos de adolescencia.
Cuando estaban en el colegio, en plena efervescencia hormonal y después de trasegarse una novela romántica a la semana, como mínimo, las cuatro solían entretenerse elucubrando cómo sería su propia boda con el hombre de sus sueños. Y, aunque la vida se encargó de demostrarles que el amor real no tenía mucho que ver con el de ficción y que difícilmente ese tipo de fantasías terminaban convirtiéndose en realidad, todas tenían planeada en su mente su propia ceremonia especial y el atuendo que las acompañaría hasta el altar. Incluso en el papel.
Ella guardaba todavía aquellos infantiles bocetos de su futura aventura nupcial. Inexpertos diseños creados con trazos trémulos en ajados cuadernos amarilleados por el tiempo. Siempre se le había dado bien el dibujo y, espiritual ya desde su más tierna juventud, solía decir a las demás que plasmarlo en un papel haría que se convirtiera en realidad. ¡Pobre incauta! Eso no había servido ni para Bea ni para Ana, que contaban con un divorcio a sus espaldas; sus primeros príncipes azules acabaron siendo sapos venenosos.
Aunque, si lo pensaba bien, incluso con un poco de retraso sobre los planes iniciales, a ella no le estaba yendo tan mal. En cuanto a las demás, todavía estaban a tiempo de remediarlo y, de momento, las dos divorciadas estaban en vías de conseguirlo. La única reticente era Patricia, pero estaba segura de que pronto llegaría ese hombre al que se referían sus cartas del Tarot. Deseaba de todo corazón que fuera cuanto antes porque, si alguien entre las Tulipanes necesitaba y merecía el amor, esa era la abogada. Solo faltaba que encontrara a ese machomán que apagase su frialdad vikinga e hiciera florecer el calor gaditano que escondía con mano férrea en alguna parte de su ADN.
Por supuesto, aquel no era el tipo de enlace que ella se hubiera imaginado a los dieciséis años, pero no le importaba, en esos momentos no se le ocurría ningún otro mejor. Además, gracias a sus amigas, ese traje que ahora caía en una cascada de tul desde la manija de uno de los armarios del vestidor era el sueño de su infancia.
Con algunas modificaciones, eso sí, pero aun así, encantador.
Lo que en un principio le pareció que no iba a ser más que un pegote, mirándolo desde lejos en esos momentos, resultaba muy emotivo. Se trataba del lazo de la cinturilla –que Bea le aconsejó que sustituyera por uno con el tartán Forbes y que lo hiciera caer por la parte de atrás hasta el ruedo de la falda–, que al perderse entre los voluminosos pliegues de tul del modelo de corte princesa quedaba estupendo. Era un detalle en honor al novio, con el que, según la tradición escocesa, demostraba lealtad a su clan.
En cuanto al corpiño, completamente liso y sin mangas, era de satén duquesa de seda, del mismo tono marfil que la falda, con cuello barco por delante y atrevida espalda descubierta. Los zapatos, del mismo género, llevaban también un armonioso lazo de tartán en el empeine, a juego con el del vestido.
«¡Que el rubiales no se confíe, que sigo teniéndolo a mis pies!», exclamó para sus adentros, aunque no pudo evitar la sonrisa que asomó a sus labios.
—Bueno, venga, voy a la ducha —se rindió por fin, antes de que sus amigas, que revoloteaban a su alrededor mientras cloqueaban sin descanso como gallinas viejas, la volvieran loca—. ¿Y vuestros vestidos?
—Están en casa de Paty —contestó Bea—. Id a buscarlos —instó a Ana y Paty—, mientras yo voy a recoger a las estilistas a la recepción.
Ya eran las ocho y diez de la tarde y Ewan llevaba quince minutos esperando en la terraza del palacete, junto con el resto de los invitados, a que la novia apareciera. Sin embargo, como era tradición, se hacía de rogar.
Nunca lo reconocería en voz alta, pero estaba hecho un manojo de nervios. Tenía la sensación de que los minutos no avanzaban y los segundos se estiraban como un chicle; no recordaba haber estado más atacado en toda su vida.
Una vez más, paseó la vista por el escenario. Desde luego, las Tulipanes se habían esmerado con los preparativos, siempre ayudadas por la sapiencia del profesor Brodie, quien, como esperaba, había aceptado hacer las veces de oficiante de aquel ritual.
Orientado hacia el norte, se erigía un altar cubierto con un mantel blanco de hilo sobre el que estaban dispuestos todos los utensilios que servirían para hacer la invocación a los cuatro elementos: un cuenco de barro con sal y otro con agua, que representaban a la tierra y el agua, y dos velas encendidas; una dorada, que simbolizaba al Sol, para el fuego, y una plateada, a la Luna, para el aire. Por último, una vela blanca en el medio evocaba a los contrayentes.
Frente al ara, se levantaba un gran círculo vertical de flores blancas, bajo el que él y Gabriela deberían colocarse durante la ceremonia; justo en medio de otras cuatro velas, también encendidas, orientadas hacia los puntos cardinales.
—¿Nervioso, chaval? —le preguntó Cam, que puesto que era su padrino se encontraba de pie a su lado, vestido, como él, con el tradicional traje escocés: un kilt, en su caso con el tartán de los Brodie –idéntico al que llevaba su padre–, camisa blanca con pajarita, chaqueta negra y polainas de lana.
Se limitó a subir los hombros en tácita aceptación mientras, por enésima vez, dirigía la vista hacia el ascensor por el que se suponía que debería de aparecer su ángel.
«¿Y si Gabriela se arrepiente y no viene?». El mero hecho de pensar aquello le revolvió el estómago. Si llegados a ese punto la perdiera, su vida dejaría de tener significado. Jamás se había enamorado de esa forma y cada minuto que pasaba sin ella sentía que le faltaba hasta el aire. Nunca más podría concebir una vida en solitario como la que había llevado hasta hacía apenas tres meses.
«¡Y yo que pensaba que entonces era feliz! Sería incauto… Felicidad es lo que siento ahora, cuando pienso en la vida que hoy comienzo junto a mi ángel».
—Cam, ¿ya te ha visto Bea vestido de highlander? —preguntó a su amigo, deseoso de ocupar el tiempo en algo que no fueran los minutos de retraso que llevaba la novia.
—No. Ni siquiera sabe que mi padre me ha traído el equipo completo para tu boda.
—Vas a darle la sorpresa del siglo. —Ambos se rieron con ganas.
Beatriz siempre estaba recriminando a su novio que era «muy poco escocés». Y, aunque eso no era cierto, puesto que se sentía tan highlander como cualquiera que hubiera nacido en las Tierras Altas, hasta hacía muy poco tiempo y a falta de un arraigo familiar y felices recuerdos que lo unieran a la tierra que lo había visto nacer, se empeñaba con todas sus fuerzas en olvidarse de sus raíces. Por suerte, todo cambió cuando se reencontró, por fin, con su padre.
En esos momentos las puertas del ascensor se abrieron. Ana, Patricia y Beatriz conformaban una firme barrera humana que le obstaculizaba la visión de la mujer que esperaba. Él se moría por dejar que su mirada conectara con esos ojos grises que le dirían si estaba tan ansiosa, feliz y pletórica como él mismo.
—¡Cam! —gritó Bea, olvidándose de su papel en la comitiva al ver a su novio vestido de aquella guisa, al tiempo que se abalanzaba hacia sus brazos—. ¿Pero cómo no me lo habías dicho?
—Porque las sorpresas tienen que ser eso: sorpresas, cariño —respondió mientras la apartaba para contemplar el espectacular vestido largo de tul de seda y corpiño de pedrería en color rosa palo, idéntico al de las otras dos madrinas—. ¡Tú sí que estás guapa! —la halagó.
Ana y Patricia también avanzaron y, por fin, pudo divisar a Gabriela. Envuelta en una nube de tul color marfil, parecía un hada. Sintió que se le encogían las entrañas por el anhelo de abrazarla y besarla, pero lo que más lo emocionó fue ver el lazo con los colores de su clan que llevaba atado a la cintura.
—¿No vas a decir nada? —preguntó ella, al cabo de no supo cuánto tiempo, con una espléndida sonrisa.
—Me has dejado sin habla —repuso muy despacio y en voz baja—. Estás preciosa. Y el detalle de los colores de mi clan… ¡Uf!
—Sí, sí —sonrió—. Pero no te fíes, que todavía te tengo a mis pies —bromeó levantándose ligeramente el ruedo de la falda para enseñarle los zapatos.
—Eso siempre, cariño, y durante todo el tiempo que tú quieras —aceptó él la pulla—. De hecho, es así desde el día del aeropuerto, pero no me quejo de ello.
—¡Eres maravilloso, Ewan! Tú también estás guapísimo.
—A ver, tortolitos —interrumpió Patricia el cruce de piropos—, creo que hay un montón de gente esperándoos. ¿Qué tal si empezamos a andar hacia el altar?
—Por la derecha —les recordó Ana—. Malcolm ha dicho que tenemos que entrar por el este.
—Todavía estás a tiempo de arrepentirte —propuso él a Gabriela.
—¿Yo? ¡Ni loca! ¿Y tú?
—Tampoco, ángel.
Sin mediar más palabras, todos iniciaron un corto paseíllo por el lateral derecho de las filas de sillas en las que se encontraban sentados los invitados. Cam y él iban los primeros, seguidos de cerca por las tres madrinas, pero se moría por girar la cabeza para asegurarse de que Gabriela cerraba la comitiva. Lo resistió a duras penas.
En ese momento, Malcolm Brodie inició la ceremonia indicando el motivo por el cual estaban allí reunidos y pidió la bendición de los elementales del este, sur, oeste y norte. Sus palabras finalizaron justo en el instante en que ellos llegaban junto al altar y él tomaba de las dos manos a Gabriela para situarse bajo el florido círculo vertical.
Se trataba de una gruesa guirnalda de tulipanes blancos y ramilletes de florecillas del mismo color, que resaltaban entre una profusión de hojas y pequeños capullos de cardos violetas, la flor típica de Escocia. Era la misma decoración del ramo de novia que Gabriela llevaba entre las manos y tenía un gran significado para ambos. Los tulipanes eran una constante entre las chicas para homenajear a la mujer que las había reunido y solucionado su futuro, por eso siempre estaban por todas partes y, como era lógico, no podían faltar ese día. Los cardos eran en su propio honor. Sonrió, agradecido.
Mientras se perdía en los detalles, observó que los padrinos se colocaban a ambos lados y que Malcolm se situaba detrás del altar, de cara a los invitados.
—Los antiguos celtas —dijo en español, con voz grave y un fuerte acento escocés— pensaban que esta ceremonia no era solo el compromiso de dos enamorados, sino la unión imperecedera de dos almas que, tras buscarse en el tiempo, deciden convertirse en una sola al encontrarse, para que sus fuerzas y cualidades se dupliquen y suplan las carencias del contrario.
Los asistentes, tan emocionados como él con sus palabras, prorrumpieron en un murmullo. La abuela de Gabriela, sentada en primera fila, dejó escapar unas lágrimas que intentó disimular lo mejor que pudo. Sin demasiado éxito, por cierto.
Malcolm aprovechó la distracción para extraer su sgian dubh, el pequeño puñal de un solo filo que forma parte del traje tradicional de las Tierras Altas y que llevaba oculto en el elástico de su media derecha, y lo dejó sobre el altar antes de proceder a la invocación de los elementales.
—Invoco a los espíritus que habitan la Madre Tierra —exclamó con voz potente y clara— y a las fuerzas telúricas que sostienen nuestra humilde existencia. Invoco a Ghob, rey de los gnomos, y a todos los elementales benéficos de la tierra, para que atraigan sobre Ewan y Gabriela bienestar y riquezas, al tiempo que alejen de ellos la maldición de la carencia.
Mientras formulaba el ritual, levantó el cuenco con la sal y lo depositó con ceremonial de nuevo en el punto que señalaba el norte.
—Salve, seres protectores de la atalaya del norte, elemento de la tierra; seres del equilibrio y de la fertilidad —les dio la bienvenida.
Después dejó que el silencio se extendiera entre los presentes, antes de indicarles a ellos que hicieran su ofrenda. Las chicas habían colocado lo que serían sus regalos sobre una pequeña mesa situada a la derecha. Gabriela tomó el recipiente con sales minerales para depositarlo junto a la sal y él hizo lo propio con una piedra de cuarzo rosa.
Las invocaciones de los espíritus de los puntos cardinales restantes vinieron a continuación, siguiendo siempre la misma pauta. A Paralda, rey de los silfos y las hadas, y a todos los elementos benéficos del aire, para el este; a Djin, rey de las salamandras, y a todos los elementos benéficos del fuego, para el oeste y, por último, a Niksa, rey de las ninfas, ondinas y sirenas, y a todos los elementos benéficos del agua, para el sur.
Mientras, en un emocionado silencio solo roto por las palabras de Malcolm, primero Gabriela y él detrás procedieron a las ofrendas, tal y como habían ensayado la tarde anterior en la biblioteca. Una varilla de incienso y una lámpara de aceite, que ella encendió de inmediato, fueron sus regalos a los siguientes elementales, mientras que los suyos fueron una redoma con mirra y una piedra de lava.
Antes de que entregaran sus últimos presentes, el profesor Brodie los sorprendió tomando el pequeño puñal de encima del altar para clavarlo a los pies de ellos dos. Gabriela soltó un pequeño gritito y dio un respingo, pero enseguida se recompuso y procedió a situar en el altar, junto a todo lo demás, un bonito perfumero con esencias de la India para homenajear a los espíritus del agua. Él hizo lo propio con un elaborado espejo con marco de cobre.
Toda aquella parafernalia resultaba muy impresionante para los invitados que no habían visto nada semejante. Malcolm, un zorro viejo en esas lides, aportaba una teatralidad muy bien medida que lo hizo sonreír.
Sin embargo, uno de los momentos más emotivos de esa ceremonia estaba por llegar. El profesor honraría la presencia de los antepasados de los contrayentes, tanto presentes como ausentes, y ellos tendrían que proceder a la típica entrega de regalos a los familiares.
Empezó él, ofreciendo a sus padres, que habían llegado desde Inverness el día antes, un wedding quaich; la tradicional taza de plata en forma de cuenco, con la enseña del clan Forbes en el fondo: un ciervo astado sobre un trozo de soga rodeado por un cinturón en el que figuraba el lema «Grace me guide» y dibujos celtas en las asas. Después, Gabriela se acercó a su abuela y le entregó una espectacular pashmina india en diversos tonos de azul que la hacían parecer iridiscente.
—Mi niña —sollozó la mujer emocionada al tiempo que la abrazaba—. Pensé que nunca vería este día… Y tú, Ewan, ¿vas a cuidar a mi Cuqui? —se dirigió a él.
—Por supuesto que sí, abuela —confirmó con total convencimiento de que, se lo pidiera ella o no, lo haría por encima de todo.
Por suerte, el oficiante recabó su atención antes de que Gabriela perdiera la poca compostura que le quedaba y rompiera a llorar, lo que de alguna forma hubiera dinamitado aquel momento tan entrañable.
—Hoy venís a prometer compartir el dolor del otro e intentar aliviarlo —exclamó en cuanto ellos retomaron su sitio bajo el círculo de flores—. ¿Comparecéis ambos en este acto de manera libre y voluntaria, sin coacción alguna por ninguna parte?
—Sí, comparecemos en libertad —respondieron los dos a dúo.
—¿Juráis que a partir de ahora compartiréis vuestras alegrías y buscaréis todo lo positivo en la persona que hoy tenéis enfrente?
—Lo juramos.
—¿Estáis dispuestos a compartir las cargas del otro, para que vuestro espíritu pueda crecer en esta unión?
—Estamos dispuestos.
—¿Prometéis compartir vuestros sueños y usar el calor del enfado para templar la fuerza de esta unión, así como honraros como a iguales?
—Lo prometemos.
—En ese caso, tomaos de las manos —les pidió Malcolm.
Aquella parte no la habían ensayado la tarde anterior, sin embargo, sabía cómo tenía que hacerlo, puesto que era habitual entre sus amigos y familiares casarse por ese antiguo rito. Por eso, sin que el profesor tuviera que indicarle cómo, tomó la mano derecha de Gabriela con la suya y la colocó sobre la muñeca izquierda y apresó sus dedos formando un aspa, de tal forma que sus brazos dibujaban un ocho que simbolizaba el infinito que se abría ante ellos.
Brodie se acercó y, tras recoger del altar una cinta con el tartán Forbes, unió sus muñecas con un nudo flojo.
—¿Es vuestro deseo unir vuestras vidas y espíritus en una unión de amor y confianza, de igual forma que tenéis unidas vuestras manos?
—Sí, lo es —respondieron ellos al unísono.
—Podéis ahora formular vuestros votos —les pidió.
Él había memorizado lo que quería decir a Gabriela y, por un instante, temió quedarse en blanco. Sin embargo, las palabras fluyeron de sus labios con facilidad.
—Yo, Ewan Cailean Andreas Forbes, en nombre del amor que vive en mi corazón, te tomo entre mis manos a ti, Gabriela, con mi cuerpo y con mi espíritu, para que seas mi elegida. Para desearte y ser deseado por ti, para poseerte y ser poseído por ti, sin pecado ni vergüenza porque estos no podrían existir en la pureza de mis sentimientos. Prometo serte fiel y amarte completamente y sin reservas, en la enfermedad y en la salud, en la riqueza y en la pobreza, en esta vida y en la siguiente, donde volveremos a encontrarnos y nos amaremos de nuevo. Prometo, asimismo, no intentar cambiarte de ninguna manera, pues eres la mujer que, en cuerpo y alma, siempre he deseado. Es por eso por lo que te respetaré a ti, a tus creencias y a tu gente, tal y como me respeto a mí mismo.
Gabriela se lo quedó mirando con auténtica adoración. Sus ojos grises brillaban de emoción contenida y antes de emitir sus votos la escuchó carraspear ligeramente para no sucumbir a la conmoción.
—Yo, Gabriela Torres García —dijo con voz alta y clara a continuación—, te tomo a ti, Ewan, como mi legítimo compañero de vida porque eres sangre de mi sangre y hueso de mi hueso. Con esta unión te doy mi cuerpo para que los dos seamos uno solo y te doy mi espíritu para que nuestra vida esté completa. Y aunque no puedes poseerme, pues me pertenezco a mí misma, mientras los dos queramos te daré todo lo que es mío. Tampoco puedes mandarme, pues soy una persona libre, pero te serviré en lo que necesites de buen grado, porque eres el hombre con el que he decidido compartir mis días en esta vida y en las próximas, ya que esta no es la primera vez que caminamos de la mano ni será la última. Por todo ello, prometo serte fiel y acompañarte en esta andadura, respetándote y completándote mientras los dos estemos de acuerdo.
Él sintió que un calor húmedo y viscoso se extendía por sus venas y lo derretía por dentro.
—Esta es vuestra promesa de matrimonio —dijo Malcolm—. Así la unión está hecha porque, tal y como habéis unido hoy vuestras manos, también habéis unido vuestras vidas y espíritus en una unión de amor y confianza. La unión del matrimonio no está formada por estas cuerdas, sino por los votos que habéis intercambiado. Que estas manos sean hoy bendecidas y que por siempre se sostengan la una a la otra para construir una relación cimentada en el amor y el cariño. Que juntos encontréis la fuerza para aguantar las tormentas y la desilusión. Ahora podéis desataros para el intercambio de anillos que simbolizan la eternidad.
La floja lazada cedió sin problemas al separar ellos las manos. Él tomó la cinta para guardársela en el sporran mientras Cam se aproximaba para hacerles entrega de las alianzas; el anillo que él entregó a Gabriela el día que le pidió handfasting y uno muy parecido para él, también de oro blanco con dibujos celtas grabados, pero sin diamantes incrustados.
Su padre los tomó para bendecirlos y, sin más preámbulos, le entregó a cada uno el del contrario y se apartó. Ellos, mirándose a los ojos y con dedos trémulos, acertaron como pudieron para introducirlos en el anular izquierdo del otro sin que se cayeran al suelo, lo que fue toda una hazaña a juzgar por los nervios que los poseían.
—Este compromiso mutuo —dijo una vez más Malcolm, una vez que lograron su objetivo— debe ser sellado con un beso.
No necesitó escuchar más, pues llevaba lo que le parecía toda una eternidad deseando saborear los labios de su ya esposa, por lo que se fundió con ella en un abrasador beso que era tanto posesión como entrega por ambas partes y que solo interrumpieron cuando el profesor se acercó a ellos y los conminó en voz baja y con una risa contenida a dejarlo para más tarde.
Mientras ambos se perdían el uno en los ojos del otro, formulándose un montón de promesas que no hubieran podido decir en voz alta en presencia de todos aquellos testigos, oyó a lo lejos que Malcolm se despedía de los seres protectores, invitándolos a irse o a quedarse durante el resto de la fiesta, según fueran sus preferencias. Él, sin embargo, ya no tenía ni ganas ni necesidad de seguir escuchándolo, le bastaba con atender la felicidad que rebosaba por cada poro de su piel.