Todo mostraba una calma inusual. De inmediato, Houston supo la razón: Kane Taggert estaba de pie junto a uno de los mostradores, dando la espalda a las personas que estaban en la tienda.
Hermana de Hielo, Jude Deveraux
Con paso cansado, Patricia subió los escalones del ambulatorio del Olivillo hasta la segunda planta. Tenía cita en la consulta de su médico a las doce y para eso tan solo faltaban cinco minutos.
«Ya podría Beatriz haber cogido otra hora —se quejó en silencio—, que me ha partido la mañana por la mitad».
Desde hacía unos días se sentía mal: le dolía la garganta, el cuello y notaba la cabeza como si estuviera parada delante del altavoz de una atracción de feria. Era bastante reacia a tomar ningún medicamento, pero mucho se temía que debía estar incubando algo. Así que, aunque le costara admitirlo, tuvo que hacer caso a sus amigas e ir al médico, y por eso estaba allí.
Desde que regresó a Cádiz, hacía más de diez meses, tan solo había necesitado acercarse al ambulatorio para arreglar su documentación. Los médicos no le gustaban porque odiaba sentirse enferma. Era una simple regla de tres. No podía manejar las enfermedades como manejaba todo lo demás en su vida, de manera milimétrica y organizada.
Llegó hasta la antesala que había frente a la puerta 25 y miró a su alrededor. No había nadie esperando y la puerta estaba cerrada. Agradeció en silencio que no hubiera ningún paciente más aguardando porque no tenía ganas de esas chácharas insustanciales que solían darse mientras se esperaba. «Sustanciales tampoco», recapacitó con fastidio. De lo que realmente tenía ganas era de meterse en la cama y quedarse dormida hasta el día siguiente.
«Pues sí, debo de estar enferma».
Sin tomar asiento, echó una ojeada al teléfono móvil por si tenía alguna llamada o algún mensaje de las chicas. Tanto Beatriz como Ana y Gabriela sabían dónde estaba, así que no esperaba que la llamaran, pero el hotel nunca paraba y algún proveedor podría necesitar algo, o algún empleado o…
Tenía mucho trabajo. Poco se imaginaba, cuando dejó el bufete en el que trabajaba en Almería para regresar a la tierra de su madre, que su vida iba a cambiar de esa manera. Y el cambio había llegado de la mano de doña Fina, la mujer que tanto había significado en su juventud y que les había legado, a ella y a sus tres amigas, la casa-palacio de Los Tulipanes, que ellas habían terminado convirtiendo en un hotel con encanto.
Levantó la vista al escuchar que se abría la puerta de la consulta. Aguardó a que el paciente saliera y esperó a que el médico la llamara para entrar. Escuchó decir su nombre desde el interior.
—Hensen Rivero, Patricia…
Dio un par de pasos con la intención de entrar, sin embargo, se quedó parada bajo el dintel de la puerta, sin saber si debía hacerlo o dar media vuelta antes de que él desviara la mirada de la pantalla del ordenador. Quizás era mejor olvidarse de que el médico la reconociera. Al menos, ese médico en cuestión.
En ese preciso instante el hombre giró la cabeza en su dirección y los oscuros ojos de Javier Santos se clavaron en ella. Lo vio erguido en su asiento, con los hombros tensos y con la mandíbula apretada.
Asumió que esa expresión dura que él le mostraba debía ser la misma que ella tenía dibujada en el rostro. No podía creer que, de todos los facultativos que debían estar ejerciendo su profesión en el ambulatorio, le hubiese tocado en suerte el único hombre al que no le apetecía echarse a la cara ni cruzar palabra alguna con él.
Javier levantó la barbilla en un gesto que le pateó el estómago.
—¿Quiere tomar asiento? —dijo con esa voz grave que ella recordaba tan bien.
Tuvo que ordenar a sus piernas ponerse en marcha, cerrar la puerta tras de sí y sentarse en la silla que él le había señalado, al otro lado de la mesa. Aferrándose al asa de su bolso, y a regañadientes, eso fue lo que hizo.
Él no la miró mientras ella tomaba asiento, algo que agradeció en silencio. Ya no le importaba el dolor de cabeza, la garganta o que su cuerpo pareciera haber sido arrastrado escaleras abajo por todo el hotel. Quería salir de esa consulta cuanto antes.
—Dígame, ¿qué la trae por aquí?
Lo observó unos segundos, sin contestarle, hasta que él tuvo la deferencia de desviar la mirada hacia ella.
—¿Vamos a fingir que no nos conocemos? —preguntó con sequedad—. Es para saber a qué atenerme.
Lo vio apretar los labios y tomar aire.
—Pues sí, señorita… Hensen. —En sus labios, su apellido sonó como un latigazo, con una hache muy aspirada, pronunciada como una jota, y una ene final contundente—. ¿Podría decirme qué la trae hasta aquí?
Ella contuvo la respiración por unos segundos. Notaba todos los músculos del cuerpo en tensión y el estómago estaba comenzando a quejarse a causa de la bilis que estaba recibiendo en oleadas.
Javier elevó los ojos al techo.
—Tengo más pacientes a los que atender —añadió él para volver a clavar en ella su mirada, instándola así a que hablara.
Se enderezó en la silla, tanto como si le hubiesen atornillado la espalda a una barra de hierro.
«Bien, si él puede jugar a este juego, yo también puedo. Tranquilidad, Paty. Contén esas ganas que tienes de largarte, anda».
—Muy bien —asintió con un escueto gesto—. Cuanto antes acabemos con esto, antes podré marcharme.
—Veo que lo ha pillado. Dígame, ¿qué le ocurre?
—La garganta. Me duele mucho —comenzó ella diciendo—. Y la cabeza. Y algunas veces noto que me falta el aire.
Lo observó girarse en su asiento, colocarse un par de guantes de látex y ponerse en pie.
—Venga por aquí.
Sin dilación se levantó y se encaminó hacia la camilla que él le estaba señalando. Le repateaba el hígado ese trato formal que le estaba dando. No porque se hubiesen tuteado antes –que ella creía que lo habían hecho–, sino porque cada frase que le dirigía le parecía un pequeño aguijonazo.
Se sentó en el borde y lo vio tomar un depresor y la linterna.
—Abra la boca. —Ella lo obedeció.
Javier se condujo con profesionalidad. Le examinó la garganta, los oídos y le palpó el cuello con manos expertas y sin afectación. Ella desvió deliberadamente la vista hacia un punto al fondo de la aséptica consulta. No necesitaba en absoluto mirarlo ni fijarse en aquel mentón oscurecido por la cuidada perilla, ni en sus ojos, que la observaban con interés. Como tampoco debería ser consciente del agradable aroma de su colonia, que se colaba por su nariz sin ella pedirlo.
—Bien —dijo él al fin—. Tiene la garganta inflamada, pero no aprecio indicios de infección. Desabróchese la blusa, por favor.
—¿Qué? —Su pregunta sonó demasiado aguda incluso para sus propios oídos.
—Dice que le duele el pecho, ¿no es cierto?
—Sí… Sí, claro.
—Pues tengo que auscultarla —dijo encogiéndose de hombros—. Pero descuide, que no va a enseñarme nada que no haya visto antes.
Hasta hacía unos minutos sentía escalofríos, una incómoda sensación que esa mañana la había hecho ponerse una blusa de manga larga a pesar de que el tiempo aún no acompañaba para ese tipo de prenda. En ese preciso instante, el calor que le subió por el cuello amenazó con teñir sus mejillas. Y no estaba muy segura de que no lo hubiese conseguido.
«¡Paty, que es un médico! ¡Se supone que es un profesional! —se recriminó a sí misma—. ¡No es como si te hubiese pedido que te desnudaras así como así!».
«Sí, pero ¡no es cualquier médico, por el amor de Dios! —se quejó una vocecilla en su interior—. Es Javier Santos. Nos ha estado dando la tabarra con Los Tulipanes desde que se leyó el testamento de doña Fina».
Apretando los labios, desabrochó tres de los botones de la blusa de seda marfil para dejar al descubierto el inicio del valle de los senos y se puso en pie. Observó cómo él se colocaba el estetoscopio en los oídos y, con los dedos, calentaba la membrana del aparato antes de ponérselo sobre el tórax.
Giró la cabeza. Ella era una mujer alta, rondaba el metro ochenta, un rasgo heredado de los genes nórdicos de su padre, y Javier Santos tenía su misma altura; un par de centímetros más, si se apuraba. Podía mirarlo a los ojos sin bajar o subir la cabeza, pero ella no quería tenerlo tan cerca. Javier, solo con su mera presencia, le alteraba los nervios como ninguna otra persona lo conseguía.
«¡Anda qué maldita la suerte que he tenido!».
Desde que ella y las chicas recibieron la casa-palacio como herencia, varias veces se había tenido que ver las caras con él. Y en casi todas ellas no habían acabado en buenos términos.
—Respire hondo —le pidió Javier. Ella lo hizo. Tomó aire y lo expulsó con lentitud por la boca—. Otra vez.
Estaba segura de que iba a marearse.
—¿Ya puedo parar?
—No. Dese la vuelta. —Se giró, agradeciendo en silencio no tener que mirarlo a la cara, aunque fueran solo unos minutos—. Levántese la blusa, por favor.
Los botones que ella había soltado no eran suficientes para que él pudiese auscultarle la espalda con comodidad, así que, a su pesar, tuvo que abrirla al completo. Se sujetó los faldones, los alzó y él procedió a completar su examen.
En cuanto notó que él se retiraba unos pasos, se dio toda la prisa posible para comenzar a vestirse antes de darse la vuelta y enfrentarlo.
Javier se colocó ante ella y la miro directamente a los ojos.
—¿Se siente cansada?
—Sí.
—¿Mucho trabajo en Villa Tulipán? —espetó incidiendo en las dos últimas palabras.
Ella apretó con fuerza el último botón que le quedaba meter por el ojal.
—Pues sí —contestó con acritud a la vez que cruzaba los brazos delante de su pecho. Torció el gesto—. Lástima, ¡ibas tan bien que casi había olvidado lo desagradable que resultas!
Por primera vez desde que ella lo conociera, Javier Santos rio.
—Tres minutos de alto el fuego. Algo es algo. Bueno, aún nos quedan un par de minutos de paz. Siéntate, por favor.
Él lo hizo en su sillón, frente al ordenador.
—¿Has tenido fiebre?
—No. O eso creo.
—¿Eso crees? —preguntó mirándola de soslayo y acodándose sobre la mesa.
—En estos días he tenido escalofríos, pero no he notado fiebre.
—Entiendo. Bueno, es una faringitis. Te recetaré ibuprofeno para el dolor de garganta. Si persiste más de una semana, vuelve por aquí. —Y se giró hacia el ordenador.
—Has olvidado que no querías tutearme. —Las palabras salieron de sus labios sin antes registrarlas en su cerebro. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no reír, porque la situación bien lo merecía.
Los dedos de Javier se detuvieron sobre el teclado. Por unos segundos creyó que no la había escuchado, pero un instante después chascó la lengua.
—Vaya, por Dios. Está claro que me he confiado. —La impresora escupió una página, él la tomó y se la tendió—. Tienes la medicación en tu tarjeta sanitaria.
Se levantó del asiento como si la hubiesen pinchado con una aguja.
—Bien. Muchas gracias por todo, doctor —dijo con toda la calma que le fue posible, aunque no pudo evitar incidir en la última palabra.
Muy despacio, él movió la cabeza una única vez de manera afirmativa sin retirar la vista de ella.
—Es mi labor, abogada.
Al salir, no sabía qué le había molestado más: si todo ese jueguecito de cómo dirigirse a ella o el brillo divertido que vio en sus ojos al final de la consulta.
«Vas listo si crees que voy a volver otra vez por aquí, chaval».
Javier miró el reloj del ordenador. Marcaba las dos y treinta y siete de la tarde y su última visita acababa de salir por la puerta. Dejando escapar un bufido de cansancio, se arrellanó en el sillón giratorio, colocó ambas manos detrás de la cabeza y se estiró todo lo que pudo.
Su primer paciente había entrado a las ocho y cinco de la mañana. Y tras ese había desfilado uno detrás del otro, mientras que él no había podido tener más descanso que el café que se tomó a las diez y media.
Hubiera sido una jornada más, de las de rutina, si no hubiese sido por la aparición de Patricia, la pelirroja abogada de Los Tulipanes, esa que había sido como un dolor de cabeza desde que la conoció en la lectura del testamento de su madre. «Te están asesorando mal. Tenemos todos los derechos que nos otorga la ley…».
—Un verdadero grano en el culo —masculló con fastidio.
En ese año y medio habían intercambiado algunas frases. De alguna de las suyas no estaba muy orgulloso y las más calmadas se las acababan de decir en su consulta, apenas hacía dos horas.
Era cierto que él intentó llevarlas a juicio para recuperar lo que consideraba que era suyo, pero el juzgado no lo había aceptado a trámite. Recordó que se sintió como si le hubiesen pateado los testículos. Y todo porque Patricia, al final, había llevado razón: estuvo mal aconsejado. Tanto que fue eso lo que propició que despidiera a su abogada.
Ya nada quería de ese lugar que su madre les legó a las cuatro mujeres.
«Bueno, miento. Sí que hay algo que quiero».
Estaba dispuesto a regresar al que fue el hogar de los duques de Holguín y hablar con ellas de la manera más civilizada y educada posible con tal de poder decirles que deseaba recuperar lo único que, en realidad, siempre le había importado de Los Tulipanes: el cuadro que mostraba la imagen de su madre.
Sí, él tenía fotos, cientos de ellas, pero a esa pintura le tenía especial cariño. Mostraba a Fina de muy joven, cuando aún vivía en la casa familiar. Una vez le contó que su padre lo mandó pintar tras su puesta de largo y en él aparecía ataviada con sus mejores galas. Su madre siempre le había hablado con añoranza de aquel recuerdo de juventud, algo que para él era tan valioso como el palacete en sí, si no más.
La puerta que separaba su consulta de la contigua se abrió de improviso y la sonriente cara de Margarita Tizón, la médica que la atendía, apareció por el hueco.
—Santos, ¿has acabado? —preguntó con un gracioso tonillo que lo hizo sonreír.
Se giró en el asiento y miró a la mujer.
—Margarita, ¿no habíamos quedado en que ibas a llamarme Javier? O Javi.
La mujer, a la que le faltaban a apenas dos años para jubilarse, le guiñó un ojo.
—Sé que te molesta que te llame por el apellido. Por eso lo hago, hijo —rio con ganas—. Mis propios hijos dicen que soy una «tocanarices», y lo peor de todo es que tienen razón.
Rieron a la vez. Se levantó despacio y volvió a estirarse.
—Ufff, tengo la espalda adormecida.
—Pues vete caminando a casa.
—¿Hasta la plaza de Asdrúbal? ¿Con el solazo que hace ahora mismo? —negó varias veces con energía—. ¡Para cuando llegara estaría deshidratado! No, mejor no. Además, he quedado con un amigo para tomar una cerveza y una tapa en la plaza de Mina.
—¡Ah! Ese es un buen plan. —La mujer palmeó la jamba de la puerta—. Venga, nos vemos mañana, Santos.
Escuchó la potente y contagiosa risa de Margarita hasta que la puerta se cerró.
Se quitó la bata, la dejó colgada en el perchero y tomó la mochila que solía llevar siempre consigo.
Justo antes de cerrar tras de sí, la imagen de una pelirroja con cara de pocos amigos volvió a presentarse ante él. No pudo evitar sonreír.
«Daría lo que fuera por volver a ver esa expresión de sorpresa».