Una noche en Londres creí haberme asustado a mí mismo, tras antes haber creído que me venían siguiendo, y tal vez amenazando. Puede haber sido la lluvia, pensé al creer lo primero, que hace sonar los pasos sobre el pavimento como si echaran chispas o sacaran brillo, el cepillado raudo de los limpiabotas antiguos; o el roce de mi gabardina contra el pantalón al andar ligero (el roce de los faldones sueltos, danzantes, desabrochada la gabardina, que golpeaban también las ráfagas); o la sombra de mi propio paraguas abierto, que sentía todo el rato como una inquietud demorada a mi espalda, lo sostenía algo inclinado, de hecho recostado en el hombro como se llevan un fusil o una lanza cuando se desfila; o acaso el chirriar muy leve de sus esforzadas varillas, de tan sacudidas. Tenía la sensación incesante de que me seguían de cerca, en algunos momentos oía como veloces pisadas breves de perro, que parecen siempre caminar sobre brasas y tender hacia el aire, tan poco apoyan en el suelo sus dieciocho invisibles dedos, uno diría que están a punto de saltar o elevarse, permanentemente. Tis tis tis, ese era el ruido que me acompañaba, era eso lo que iba oyendo y lo que me hacía volverme cada pocos pasos, un rápido giro del cuello sin detenerme ni aminorar la marcha, por culpa del viento el paraguas cumplía con su función sólo a medias, caminaba con celeridad estable, tenía prisa por llegar a casa, regresaba de una jornada demasiado larga en el edificio sin nombre y era tarde para Londres aunque no para Madrid, en absoluto (pero yo en Madrid ya nunca estaba); no había almorzado más que unos sandwiches, hacía muchas horas y muchísimos más rostros, alguno observado desde el compartimento de tren inmóvil o garita enmaderada, pero la mayoría en vídeo, y sus voces oídas o más bien atendidas, sus tonos sinceros o presuntuosos, apocados o falsos, taimados o fanfarrones, dubitativos o desahogados. El esfuerzo de captación, de afinación a que se me iba obligando no era menor, y tenía la impresión de que podría ir siempre en aumento: cuanto más se satisfacen las expectativas, más éstas se agrandan y mayores sutilezas y precisiones se exigen. Y si ya desde pronto (quizá desde el mismísimo Cabo Bonanza) había fabulado a partir de mis intuiciones, ahora el grado de irresponsabilidad y ficción a que me forzaban o inducían Tupra, Mulryan, Rendel y Pérez Nuix me creaba tensión, casi angustia en algunos ratos, por lo general antes o después, y no durante mis tareas de invención, llamadas interpretaciones o llamadas informes. Me daba cuenta de que iba perdiendo más escrúpulos cada día, o, como había dicho Sir Peter Wheeler, de que iba aplazando mi conciencia y desdibujándola, aplazándola indefinidamente; y de que me estaba aventurando sin su acompañamiento, cada vez más lejos y con menor reserva.

Pensé que no era extraño que me asustara a mí mismo, una noche de lluvia con las calles casi vacías de transeúntes y sin un taxi libre, a lo que ya había renunciado; que tuviera los nervios de punta y cualquier cosa me sobresaltara, mis sonoros zapatos mojados, el azote anárquico de mis faldones, la cúpula batida de mi paraguas que el asfalto me devolvía flotante en los tramos más iluminados, al pasar junto a los monumentos desde el anochecer ya melancólicos que van salpicando las muchas plazas, el metálico cantar de grillos producido por mi balanceo y el racheado viento nocturno, acaso las reales pisadas ingrávidas de algún perro extraviado que yo no veía, pero que en efecto me venía siguiendo por pura eliminación de candidatos —hubo manzanas enteras en las que no me crucé con nadie—, y tal vez por disimulo, antes de que lo cazaran al divisárselo solitario. Tis tis tis. Notaba todos mis olores pasados por agua: a seda húmeda y a cuero húmedo y a lana húmeda, y quizá también sudaba, sin que quedara ya rastro de mi colonia de la mañana. Tis tis tis, volvía la cabeza y no había nada ni nadie, sólo la inquietud en mi nuca y la sensación de amenaza —o era nada más de vigilancia— acompañando a todos mis pasos rítmicos y constantes —uno, dos, tres y cuatro—, como si avanzara en una interminable marcha con mi paraguas-fusil o mi paraguas-lanza, aunque fuera su verdadera función la de endeble y holgado yelmo o la de escudo inestable en brazo que se estremece y baila. ‘Yo soy mi propio dolor y mi fiebre’, pensaba mientras creí asustarme, ‘yo mismo debo de serlo.’

No, no era raro. Quien se pasa los días dictaminando, pronosticando y aun diagnosticando —no hablemos por ahora de vaticinios—, opinando a menudo sin fundamento, empeñándose en haber visto aunque haya visto poco o nada —si es que no fingiéndolo—, aguzando el oído a la búsqueda de extraños énfasis o vacilaciones, de atropellamientos y temblores del habla, atendiendo a la elección de palabras cuando los observados disponen de vocabulario para elegir entre varias (y eso no es lo frecuente, algunos ni siquiera encuentran la única que es posible y entonces hay que guiarlos y sugerírsela, y se hace fácil manipularlos), aguzando el ojo para detectar las voluntariosas miradas opacas y los parpadeos exagerados, el retroceso de un labio al preparar su mentira o la vibración de mandíbula del ambicioso descabellado, escrutando los rostros hasta no verlos ya más como rostros vivos y en movimiento, observándolos como a pinturas, o como a dormidos o muertos, o como al pasado; quien tiene por quehacer no fiarse acaba por percibirlo todo a esa luz suspicaz, recelosa, interpretativa, inconforme con las apariencias y con lo evidente y llano; o mejor dicho: inconforme con lo que hay. Y entonces se olvida fácilmente de que lo que hay en la superficie o en primera instancia puede serlo todo a veces, sin vuelta de hoja y sin doblez ni secreto, al haber quien no esconde por ignorar cómo hacerlo, o hasta las mismas noción y práctica del ocultamiento.

Llevaba ya meses desempeñando mi tarea casi a diario, rara era la jornada en que me dispensaban absolutamente de acudir al edificio sin nombre, aunque fuera sólo un rato para informar de lo analizado y captado, o de lo decidido antes en casa. Había recorrido un buen trecho en el proceso típico de los atrevimientos (si es que no fue más bien envalentonamiento). Uno empieza por decir ‘No lo sé’ con frecuencia, ‘Lo ignoro’; o por matizar y precaverse al máximo: ‘Podría ser’, ‘Apostaría a que...’, ‘No estoy seguro, pero...’, ‘Lo veo posible’, ‘Tal vez sí’, ‘Quizá no’, ‘Es improbable’, ‘Acaso’, ‘Puede’, ‘No sé si es ir demasiado lejos, pero...’, ‘Esto es mucho suponer, sin embargo...’, ‘Perhaps’, ‘It might well be’, el arcaico ‘Methinks’, el americano ‘I daresay’, hay todas las coloraciones en ambos idiomas. Sí, uno evita en su lengua las afirmaciones y ahuyenta de su cabeza las certidumbres, sabedor de que traen las otras las unas tanto como las unas las otras, hay casi simultaneidad, no hay apenas diferencia, es excesivo cómo se contaminan, el pensamiento y el habla. Eso es al principio. Pero pronto se va animando: se siente felicitado o reconvenido por una mirada oblicua o por un comentario suelto, sin aparente destinatario y pronunciado en tono neutro pero que uno entiende que lo alude, sabe aplicárselo. Nota que el ‘No sé’ no gusta mucho, que la inhibición no es apreciada, que se viven como decepción las ambigüedades y caen los miramientos en saco roto; que no cuenta ni se recoge lo demasiado inseguro y cauto, lo dudoso no convence ni de la duda misma, las reservas son casi un chasco; que el ‘Quizá’ y el ‘Tal vez’ son tolerados por el bien de la empresa o del grupo, que no quiere suicidarse pese a su tanta audacia, pero jamás suscitan entusiasmo ni apasionamiento, ni aprobación siquiera, se encajan como medrosidad o mansedumbre. Y a medida que uno se va atreviendo, las preguntas se le multiplican y se le atribuyen más facultades, la perspectiva de lo cognoscible está siempre en un tris de perderse, y uno se encuentra un día con que de él se espera que vea lo indiscernible y esté enterado de lo inverificable, que conteste no ya a lo probable e incluso a lo sólo posible, sino a lo incógnito e insondable.

Lo más llamativo de la cuestión, lo peligroso, es que uno mismo se va sintiendo capaz de verlo y de sondearlo, de enterarse y de conocerlo, y por tanto de aventurarlo. La osadía no se está quieta nunca, mengua o crece, se dispara o se encoge, se sustrae o avasalla, y si acaso desaparece tras algún revés enorme. Pero si la hay se mueve, no es nunca estable ni se da por contenta, es todo menos estacionaria. Y su propensión primera es al ilimitado aumento, mientras no se la cercene o frene en seco, brutalmente, o se la obligue a retroceder con método. En su periodo expansivo las percepciones se alteran mucho o se embriagan, y la arbitrariedad, por ejemplo, deja de parecérselo a uno, que cree basar sus dictámenes y sus visiones en criterios sólidos por subjetivos que sean (un mal menor, qué remedio); y llega un momento en que poco importa la capacidad de acierto, sobre todo porque en mi actividad éste era rara vez comprobable, o si lo era no solían comunicármelo, eso es lo cierto. De mi permanencia allí, de la solicitación de mis prestaciones —digamos burocrática y ridículamente—, de mi no despido, infería que mi porcentaje era bueno, pero también me preguntaba de vez en cuando si tal cosa era averiguable, y si en el caso de serlo se molestaba en averiguarla nadie. Yo soltaba mis opiniones y veredictos y mis prejuicios y juicios: se leían o se escuchaban; se me hacían preguntas concretas: las respondía, ampliando así o acotando, detallando, puntualizando o sintetizando, yendo por fuerza siempre demasiado lejos. Luego no sabía qué se hacía con todo aquello, si tenía consecuencias, si era útil y con efectos prácticos o nada más carne de archivo, si de hecho favorecía o perjudicaba a alguien; no solía haber más, no se me informaba con posterioridad apenas, todo quedaba —para mí al menos— en aquel primer acto dominado por mis discursos y un breve interrogatorio o diálogo; y que a mis ojos no hubiera segundo ni tercero ni cuarto hacía que pareciera todo en conjunto (en la cotidianidad, lo que más cuenta) un juego sin gran trascendencia, o hipotéticas apuestas, sesiones de ejercicios en fabulación y en perspicacia. Y así, durante mucho tiempo, nunca tuve la sensación ni la idea de poder estar dañando a nadie.

Cuando tuvo lugar el golpe de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela, no pude por menos de preguntarme si algo habríamos tenido que ver indirectamente en ello; primero en su aparente éxito inicial, luego en su grotesco fracaso (poca determinación, pareció haber habido); y en su caos, en todo caso. En la televisión estuve atento por si salía en alguna imagen el General Ponderosa o como se llamara de veras, pero nunca lo vi, quizá no había tomado parte. Quizá el golpe se había ido al traste porque Tupra había desaconsejado cualquier financiación y respaldo, quién sabía. Con él no fui capaz de guardar total silencio:

—¿Ha visto lo de Venezuela? —le pregunté una mañana, nada más entrar en su despacho.

—Sí, lo he visto —me contestó, con el mismo tono con que en su día le había confirmado al militar civil venezolano que él no tenía nuestro teléfono, aunque nosotros sí el suyo. Era su tono conclusivo, o acaso habría que decir concluyente. Y al notar que yo dudaba si insistir o no, añadió—: ¿Algo más, Jack?

—Nada más, Mr Tupra.

No, no solían comunicarme mis aciertos ni mis desaciertos.

‘Quizá sea aventurado, pero...’ ‘Me puedo equivocar, no obstante...’ Son ese ‘pero’ y ese ‘no obstante’ las rendijas que acaban por abrir de par en par todas las puertas, y al poco las propias fórmulas verbales delatan nuestro envalentonamiento: ‘Me jugaría el cuello a que ese individuo se pasaría de bando al menor contratiempo, y volvería a cambiarse cuantas veces le hicieran falta, su mayor problema sería que no lo admitieran en ninguno de ellos, por pusilánime manifiesto’, dice uno de un rostro funcionarial —pulcra calva, sucias gafas— que nunca había visto hasta media hora antes y que ahora uno observa por la falsa ventana o falso espejo ovalado con una disposición del ánimo que es mezcla de superioridad e indefensión (la indefensión de creer que va a intentarse engañarlo siempre, la superioridad de mirar oculto, de verlo todo sin arriesgar los ojos).

‘Esa tía está loca por que le hagan caso, sería capaz de inventarse las fantasías más descabelladas para llamar la atención, y además necesita presumir ante cuanto se mueva y en cualquier circunstancia, no sólo ante quienes valdría la pena y podrían beneficiarla, sino delante de su peluquero, de su frutero y hasta del gato. Ni siquiera sabe dosificar sus afanes ni seleccionar a su público: ya no distingue, de poco puede servirle a nadie’, dice Tupra de una actriz famosa —hermosa melena pero mentón muy tenso, pétreo; hechizada por el engreimiento— al observarla en un vídeo, y sabemos todos que lleva razón, que ha acertado como casi siempre, aunque no haya un solo elemento de juicio —cómo decir— descriptible para sustentar sus asertos.

‘Ese tipo tiene principios y no es sobornable, pondría la mano en el fuego. O mejor dicho: ni siquiera son principios, sino que aspira a tan poco y tanto lo desdeña todo, que ni el halago ni la recompensa lo llevarían a sostener posturas que no lo convencieran o por lo menos lo divirtieran. A este sólo se le podría entrar con la amenaza, porque miedo sí puede tenerlo, miedo físico me refiero, no ha recibido una bofetada en su vida, o digamos desde que salió del colegio. Se vendría abajo al más mínimo daño. Oh sí, lo desconcertaría tanto. Se desarmaría al primer rasguño, al primer pinchazo. Serviría en algunos casos, siempre que se le evitara correr esa clase de riesgos’, dice Rendel de un novelista juvenilmente cincuentón, agradable —agudos rasgos de duende, voz pausada, leve acento de Hampshire según Mulryan, gafas redondas, nada hueca su habla—, al escuchar y ver una entrevista grabada con él desde demasiado cerca, casi sólo primeros planos, no hemos visto ni una vez sus manos; y nos parece que Rendel está en lo cierto, que el novelista es hombre valeroso en su actitud y con las palabras, pero que se acobardaría ante la menor violencia porque no puede ni imaginársela en su realidad cotidiana: es capaz de hablar de ella, pero sólo porque la ve abstracta. No tendría manos, como en la cinta, ni para defenderse.

‘Con este sujeto ni cruzaría la calle, podría empujarme bajo las ruedas de un coche si lo pillara irritado, en un rapto. Es un intempestivo y un impaciente, no se entiende que pueda mandar sobre nadie desde un despacho, ni que haya montado ningún negocio, menos todavía próspero, así que qué decir de su imperio. Su sino natural habría sido atracar a viandantes al anochecer o pegar palizas exageradas, un matón a sueldo pasado de revoluciones. Es un manojo de nervios, no sabe esperar, no escucha, lo que le cuentan jamás le interesa, no sabe estar ni cinco minutos a solas, pero no es que quiera compañía, sino espectadores. Debe de ser un colérico de mucho cuidado, se le ha de ir fácil la mano, y la voz no digamos, se pasará el día y la noche chillando a sus empleados, a sus hijos, a sus dos ex-mujeres y a sus seis amantes (o quizá son siete, hay dudas). Es un misterio que sea empresario o jefe de nada, excepto de un tugurio del Soho al borde del cierre diario. Lo único que se me ocurre para explicarlo es que infunda grandes pánicos y que su hiperactividad sea de tal calibre que por fuerza le salgan bien algunos de sus incontables proyectos y cambalaches: probablemente, y por puro azar, los de mayor provecho. También puede que tenga olfato, pero no casa mucho con sus aceleraciones: eso precisa de persistencia y calma, y este tipo desconoce el sentido de esas dos palabras: abandona al instante lo que se le resiste o le cuesta, es su manera de ganar tiempo. No sé qué diablos podría hacer en política, si se va a meter, como se asegura. Aparte de barbaridades y abusos, claro. Me refiero ante el electorado, insultaría a sus posibles votantes en cuanto recibiera su primer reproche, al menor descuido los machacaría a insultos’, dice Mulryan de un multimillonario al que se ve sonriente en casi todas las tomas en diferentes actos, deportivos, benéficos, monárquicos, a punto de montar en globo, en las carreras de Ascot y en el derby de Epsom con los respectivos aditamentos indumentarios grotescos, en la firma de un acuerdo con una compañía discográfica, o con otra cinematográfico-ferial norteamericana, en la Universidad de Oxford en exótica ceremonia de coloridas togas (quizá celebrada ad hoc, nunca vi allí nada semejante), estrechando la mano del Primer Ministro y la de varios secundarios y la de algún cónyuge ennoblecido por su conyugalidad justamente, en estrenos, inauguraciones, conciertos, bailes, en vagas aristocracias, apadrinando talentos de todas las artes vistosas, las que permiten público, performances y aplausos; y aunque sonriente y satisfecho siempre en el televisivo reportaje o retrato —grandes entradas que sin embargo no le alargan la frente, la cual se aparece horizontal, apaisada; unos dientes invasivos y muy recios, equinos prácticamente; un anómalo bronceado; una tentación de rizos sobrevolando su nuca y hasta una pizca más abajo como vestigio plebeyo; una ropa adecuada a cada ocasión pero que se diría invariablemente usurpada o aun alquilada; un cuerpo aprisionado y robustecido y furioso, como a disgusto consigo mismo—, todos creemos que no anda errado Mulryan, y no nos cuesta figurarnos al acaudalado soltando sopapos entre su séquito (y desde luego berridos a sus subalternos) en cuanto tuviera constancia de que no le rodaba ya ninguna cámara.

   ‘Esa mujer sabe muchas cosas o las ha visto y ha decidido no contarlas, estoy segura. Su problema, o aún es más, su tormento es que lo tiene presente todo el rato, las cosas graves que presenció o de las que está enterada y su voto particular de callarlas. No es que tomara la resolución un día y eso la apaciguara luego, aunque la decisión le costara sangre. No es que a partir de entonces haya podido vivir con la aceptable tranquilidad de saber al menos lo que quiere, o más bien no quiere que pase; que haya sido capaz de arrinconar en su mente esos hechos o conocimientos, de amortiguarlos, de darles paulatinamente la consistencia y la configuración de sueños, que es lo que permite a muchos convivir con el recuerdo de atrocidades y desengaños: dudar que hayan existido, a ratos; nublarlos, envolverlos en la humareda de los años posteriores acumulados, y así mejor postergarlos. Por el contrario, esa mujer piensa sin cesar en ello y muy vivamente, no sólo en lo sucedido o averiguado, sino en que debe o quiere guardar silencio. No es que desdecirse la tiente (sería sólo para sus adentros, nada más que ante sí misma); no es que sienta su decisión tomada como provisional permanentemente, no es que estudie volverse atrás y se pase las noches en vela, reconsiderándola. Yo diría que es irrevocable, tanto como la que más, o aún más que la que más, si se me apura, porque no obedece a un compromiso. Pero es como si la hubiera tomado ayer mismo, ayer siempre. Como si estuviera bajo el turbador efecto de algo eternamente reciente y que no se gasta, cuando lo más probable es que hoy todo sea remoto, tanto lo acaecido como su voluntad primera de que no trascendiera nunca, o no por su causa. No me estoy refiriendo a hechos relativos a su profesión, que también los habrá igualmente a salvo, sino a su vida personal: hechos que la afectaron y cada día la afectan, o la hieren y la infectan y todas las noches le producen fiebre cuando se dispone a acostarse. “No será por mí, por mí no se sabrá nada de esto”, debe de pensar continuamente, como si esas experiencias antiguas las tuviera bajo la piel, palpitándole. Como si todavía fueran el núcleo de su existencia y lo que mayor atención requiere, serán lo primero que al despertar le acuda, lo último de que se despida al dormirse. Nada hay de obsesión, sin embargo, no conviene confundirse, su cotidianidad es ligera y enérgica; y es clara, no se resiente. Se trata de algo distinto: es lealtad a su historia. Esta mujer sería a muchos de gran servicio, es perfecta para guardar secretos y por tanto también para administrarlos o distribuirlos, en eso es del todo fiable, precisamente porque permanece alerta y nada deja para ella de estar vivo y ser presente. Aunque el secreto guardado se le aleje en el tiempo, no se le difumina, y lo mismo sería con los transmitidos. Ni un solo perfil se le pierde. Nunca se olvidaría de quién sabe qué y quién no sabe, una vez hecho el reparto. Y estoy segura de que se acuerda de todas las caras y nombres que han desfilado ante su estrado’, dice la joven Pérez Nuix de una juez de edad madura y rostro plácido y alegre, que los dos observamos juntos desde la garita mientras Tupra y Mulryan le hacen preguntas respetuosas y sinuosas, a las damas les ofrecen té siempre si es por la tarde y si en efecto son damas por su posición o su porte, a los caballeros no salvo si son peces gordos o pueden ser muy influyentes en alguna cuestión concreta, a lo sumo un cigarrillo (pero nunca de los faraónicos), y excepcionalmente vermut o cerveza si es la hora del aperitivo y la cosa se está alargando (hay una mininevera camuflada entre los estantes); y pese a esa actitud serena y a esa expresión jovial de la magistrada —la sonrisa acogedora; la piel muy blanca pero saludable; los ojos veloces y vivos aun siendo de un azul tan claro; las ojeras bien asentadas, tan hondas y favorecedoras que se le debieron de originar ya de niña; la risa desprendida y pronta, con un elemento de educación en ella que no impide su espontaneidad, sí en cambio toda adulación, no hay ni sombra; la conciencia divertida de que de Tupra emana cierto deseo hacia ella, pese a la edad ya no propicia (deseo teórico acaso, o retrospectivo, o imaginativo), porque él percibe a la joven que fue, o aún la huele, y eso es a su vez percibido por la que dejó de serlo, y le hace gracia y la rejuvenece—, al escuchar a la joven Nuix me parece plausible cuanto ella advierte y me describe, porque veo en esa juez, en efecto, algo semejante a la excitación o vitalidad que trae conocer un secreto de significancia y haberse jurado no compartirlo.

Claro que la joven Nuix no habla así mientras los dos miramos y tomamos algunas notas en el compartimento, no tan seguido ni tan preciso (yo lo ordeno y lo conformo ahora, como hacemos todos cuando referimos algo, y además lo complemento con el posterior informe de ella, escrito), sino que me va haciendo comentarios sueltos a través de la mesa, a nosotros no nos ven ni nos oyen, aunque sepan bien dónde estamos, aquí destacados por el propio Tupra. Y al oírla me acuerdo —en cada ocasión me acuerdo, no sólo cuando interpreta a esa juez, la juez Walton— de las palabras que atribuyó Wheeler a Tupra aquel domingo: ‘Dice que será con el tiempo la mejor del grupo, si se las apaña para retenerla lo suficiente’, y cada vez me pregunto si no lo es ya, quien más afina y la más dotada, quien más arriesga y quien ve más profundo de nosotros cinco, la joven Pérez Nuix, de padre español y madre inglesa, criada en Londres pero tan familiarizada como yo mismo con el país paterno (no en balde lleva pasando en él veintitantos veranos sin falta), totalmente bilingüe a diferencia de mí, en quien prevalece la lengua con la que me inicié en el habla, del mismo modo que Jacques será para mí siempre el nombre, por ser al que atendí en el principio, y por el que fui llamado por quien más llamaba. También su sonrisa es acogedora y su risa desprendida y pronta, las de esa joven, y también son sus ojos muy veloces y vivos, con mayor fundamento puesto que son castaños y no estarán aún muy cargados de pegajosas visiones que no se marchan. Tendrá veinticinco años, o quizá dos más o uno menos, y cuando nuestras miradas se encuentran, a través de la mesa o en cualquier otra circunstancia, noto que se me empiezan a desvaír Luisa y mis hijos, mientras que el resto del tiempo se me aparecen demasiado nítidos aunque estén tan lejanos, y eso que las caras de los niños son tan cambiantes que nunca tienen una sola y fija imagen; me doy cuenta de que va aposentándose, o predominando, la de las fotos más recientes que me traje a Inglaterra, las llevo en la cartera como cualquier buen o mal padre, y además las miro. También advierto que la joven Nuix no me descarta pese a la diferencia de edades; o habría que decirlo en condicional: me ronda la idea de que algún vínculo sexual ha establecido o estableció con Tupra, aunque nada me lo indique inequívocamente y ellos se traten con deferencia y humor, y con una especie de recíproco paternalismo, tal vez sea eso el mayor indicio. (Pero la idea me ronda, y sé que con Tupra no se compite.) Que no me descarta o descartaría o no me habría descartado es algo que veo en sus ojos, como lo he visto en los de otras mujeres desde hace unos años sin equivocarme —de joven se es más miope y más astigmático y más présbita, todo ello al mismo tiempo—, y lo respiro y escucho en el breve acopio de energía que suele hacer, por timidez o por el rubor que la acecha, antes de dirigírseme para conversar un rato, es decir, más allá del saludo o de la pregunta o respuesta aisladas, como si tomara impulso o carrerilla, o como si la primera frase (que no es corta nunca, es curioso) se la construyera mentalmente entera, la estructurara y la memorizara completa antes de pronunciarla. Eso lo hace con frecuencia uno al hablar en lengua extranjera, pero esa joven y yo, cuando a solas o en los apartes, acudimos al español, que también es propio de ella.

   Y no me cupo duda una mañana en que no la acechó el rubor cuando más debiera haberla asaltado. Me habían entregado ya llaves del edificio sin nombre, y creyendo ser el primero en llegar a él esa mañana, al piso que ocupábamos nosotros (un insomnio matutino me había impelido a salir, para empezar la jornada de veras y rematar allí un informe), y creyendo por tanto abrirlo (estaban echados los cerrojos nocturnos), me extrañó oír ruido y un tarareo suave en uno de los despachos, cuya puerta abrí no con violencia pero sí con brío, de una ráfaga, en la difusa idea de desconcertar al posible intruso, al madrugador espía o al subrepticio burglar, y así obtener ventaja si debía hacerle frente, por tarareador que fuera y tranquilo que pareciese por tanto. Y entonces la vi, a la joven Nuix de pie ante la mesa, de cintura para arriba desnuda y con una toalla en la mano que justo en aquel momento se pasaba por una axila, alzado el brazo. Debajo llevaba una falda estrecha, su falda del día anterior, me fijo a diario en su vestimenta. Tanto me sorprendió la visión (y a la vez no tanto o quizá nada: sabía que era voz de mujer, la que tarareaba) que no hice lo que me tocaba haber hecho, mascullar una apresurada disculpa y volver a cerrar la puerta, quedándome fuera naturalmente. Fueron sólo unos segundos, pero esos segundos los dejé correr (uno, dos, tres, cuatro; y cinco) mirándola, creo, con expresión entre interrogativa y de aprecio y de falso azoramiento (luego estúpida, decididamente), antes de decir ‘Buenos días’ en un tono del todo neutro, esto es, como si ella hubiera estado tan vestida como yo o casi, yo tenía aún puesta la gabardina. En cierto sentido, supongo, hice hipócritamente como si nada, y como si no viera; pero a ello me ayudó también —quiero pensarlo— que la joven Nuix hiciera otro tanto, como si nada. Durante aquellos segundos en que sostuve la puerta abierta antes de retirarme, no sólo ella no se tapó, asustada o pudorosa o al menos sobresaltada (lo habría tenido fácil, con la toalla), sino que se quedó quieta, como la imagen congelada de un vídeo, exactamente en la misma postura que al irrumpir yo en el despacho, mirándome con expresión interrogativa pero nada estúpida, ni falsa ni verdaderamente azorada. Lo único que hizo, así pues, fue cesar en su tarareo y en su movimiento: se estaba secando, frotando, y dejó de hacerlo, la toalla se le quedó detenida a la altura del costado. Y en esa postura no sólo no cubría su desnudez (no lo hizo, ni como acto reflejo), sino que al mantener el brazo en alto me permitió contemplar su axila, y cuando una mujer desnuda permite ver eso, y descubre una o ambas, es como si ofreciera un suplemento de desnudez con ello. Era una axila desde luego limpia y tersa y recién lavada según deduje, y por supuesto afeitada, sin el matojo de espanto que algunas mujeres se empeñan en conservar hoy en día como extraña señal de protesta contra el gusto tradicional de los hombres, o de la mayoría. ‘Buenos días’, dijo asimismo en tono neutro. Fueron sólo unos segundos (cinco, seis, siete, ocho; y nueve), pero la calma y la naturalidad con que nos comportamos durante su transcurso me hicieron acordarme de aquella ocasión en que mi mujer Luisa, poco después del nacimiento del niño, se quedó parada a medio desvestirse (descubierto el torso, los pechos crecidos por su maternidad, iba a acostarse) y me contestó a unas preguntas absurdas que yo le hice sobre nuestro recién nacido (‘¿Crees que este niño vivirá siempre con nosotros, mientras sea niño o muy joven?’). Estaba desnudándose, en una mano tenía aún las medias que acababa de quitarse, en la otra el camisón que iba a ponerse (‘Claro, qué bobadas son esas, ¿con quién si no?’; y había añadido: ‘Si no nos pasa nada’), mientras que la joven Nuix tenía en una mano la toalla con la que no pensaba cubrirse ni se cubrió, y la otra libre y en alto, como una estatua de la Antigüedad. Estaban medio desnudas ambas (‘¿Qué quieres decir?’, le había preguntado yo a Luisa entonces), y nada tenía que ver la desnudez de la una con la de la otra (quiero decir para mí, porque sí guardaban semejanza de hecho, objetivamente): la de mi mujer me era conocida y aun consuetudinaria, no es que me dejara indiferente por eso ni mucho menos, y de ahí que me fijara en sus pechos crecidos incluso en aquel instante volandero y doméstico; pero era normal que siguiéramos hablando como si nada, que no interrumpiéramos la conversación por ello (‘Nada malo, quiero decir’, había respondido ella); la de mi joven compañera de trabajo era en cambio nueva, inesperada, inédita, en modo alguno anticipada y hasta inmerecida y furtiva desde mi punto de vista, producto de un malentendido o de una imprudencia, y por tanto me la miré de otra manera, sin descaro ni lascivia pero con una atención a la vez descubridora y memorizadora, con los ojos aparentemente velados de nuestra época que siempre estuvieron vigentes en Inglaterra, donde nos encontrábamos y donde ese mirar que no mira o ese no mirar que mira se desarrolla y se perfecciona, y del que allí vi escapar o librarse casi tan sólo a Tupra; y ella me dejó mirar así no mirando, no trató de impedirlo, pero tampoco había descaro ni exhibicionismo en sus ojos ni en su actitud, y cuando añadió algo más, una explicación que yo no esperaba ni hacía falta, y que pese a ser la primera frase que me dirigía en el día no pareció esta vez compuesta con antelación en su mente (‘He dormido aquí, bueno, dormir más bien poco, me he pasado la noche enganchada con un informe endiablado’), su voz y su tono no sonaron muy distintos de los de una conyugalidad que bien conozco. Así que una vez transcurridos los demás segundos (nueve, diez, once y doce: ‘Ya, no te preocupes, yo es que me he venido temprano a ver si termino uno mío’, dije a mi vez, no tanto por explicarme cuanto a modo de disculpa tardía e implícita), cerré la puerta por fin, de un solo movimiento resuelto, casi raudo (el pomo no había llegado a soltarlo), y me retiré a mi despacho, que estaba contiguo y que compartía con Rendel, ella compartía con Mulryan el suyo. Pertenecía a otra generación, la joven Nuix, me dije; me dije que sin duda se pasaría los veranos con el torso al aire en las playas o piscinas de España, que estaría acostumbrada a ser vista así y admirada, su pudor atenuado. También pensé que éramos compatriotas y que eso en el extranjero equivale casi a un parentesco: crea complicidades y solidaridades insólitas y da pie a confianzas sin base, así como a amistades y amores que serían inimaginables, casi aberrantes, en el común país de origen (una amistad con De la Garza, Rafita el capullo enorme). Pero ella era más inglesa que española, seguramente, no debía olvidarme de eso. Y sé muy bien, en todo caso, que cuando una mujer ni siquiera hace ademán de cubrirse al instante la desnudez sorprendida, sólo sea instintivamente (salvo que se trate de bailarinas de strip-tease y similares, con alguna he andado), es porque no descarta a quien la sorprendió y la contempla, y eso todavía rige para todas las generaciones vivas, o por lo menos para las adultas. No es que la mujer se sienta atraída por ese alguien o lo desee por fuerza, lejos de mi creencia semejantes presunciones cándidas. Es tan sólo que no lo descarta, o no lo excluye, no enteramente, y es muy probable que sea sólo entonces cuando ella lo averigüe o se dé cuenta, en el momento de verse vista por ese alguien y decidir para él no taparse, o tal vez no haya ni decisión por medio. El brazo alzado de la joven Nuix no me pareció a la postre como el de una estatua, o no en el recuerdo: más bien lo vi como si estuviera colgado de la barra de un autobús, o su mano asida al asidero en alto de un vagón de metro. Allí seguía aún agarrado, el brazo al aire, cuando cerré la puerta y dejé de verlo, al igual que la lisa axila que realzaba el resto. Debió de bajarlo inmediatamente. Duró todo doce segundos. Los conté no en el acto, sino también después, en el recuerdo.