La voy a matar

No es de extrañarse, al menos en el mundo del tango, que ahí donde existe una traidora exista también el propósito de matarla. Sobre todo porque hay una especie de fatalidad por la cual, a diferencia de la mujer perdida, de la que no se sabe más (“Qué será, Gricel, de ti”, en “Gricel”), o de la mujer del abandono, que ya no vuelve más (“Nunca, nunca vendrás”, en “Tu pálida voz”; “Pero no hay nadie, y ella no viene”, en “Soledad”; etc., etc., etc.), la traidora acaba por quedar a la vista tarde o temprano. A veces hasta en el mismo momento, en pleno acto de traición; y a veces un tiempo después, exhibiendo insoportablemente su dicha nueva, su nueva vida o su nuevo amor.

El impulso de matar aparece, no pocas veces, ante la sola visión de la mujer que ha traicionado. Pasado un tiempo ese impulso puede llegar a contenerse, aunque no se sepa cómo: “Hoy al verla envilecida / a otros brazos entregada / fue pa’ mí una puñalada / y de celos me cegué / y le juro, todavía / no consigo convencerme / cómo pude contenerme / y ahí nomás no la maté” (“Tomo y obligo”). Pero si la traición se descubre en el momento de concretarse, sin distancia ni matices, no hay ya persuasión ni contención que valgan: “Pero una noche de reyes, / cuando a mi hogar regresaba, / comprobé que me engañaba / con el amigo más fiel. / Y ofendido en mi amor propio / quise vengar el ultraje, / lleno de ira y coraje / ¡sin compasión los maté!” (“Noche de Reyes”).

¿A quién se narra estas desgracias? Al hombre que quiera escucharlas. A un amigo, si es amigo, o a quien sea que preste oído, y que pasa a ser amigo sin más requisito que ese. Y si el amigo defecciona y forma parte de la traición (“comprobé que me engañaba / con el amigo más fiel”), aparece una apelación que se amplía al auditorio extendido, pero siempre viril, de los “compañeros”: “Qué cuadro, compañeros, no quiero recordarlo”. De este modo se conecta la desgracia privada con una narración que puede ser también privada, en ocasiones, pero en ocasiones, en cambio, bien puede abrirse a muchos.

Hay, no obstante, un caso más inquietante en este juego de drama privado y relato privado o público, que aparece en “Un tropezón”: la escucha a la que se apela no es otra que la de la fuerza pública. Se habla a un hombre, por supuesto, pero ese hombre es policía. El pedido que se hace al principio afecta a una visibilidad algo expuesta: “¡Por favor, lárgueme agente! / No me haga pasar vergüenza”. Pero luego se retoma y se reformula, invirtiendo la posición inicial: “Lléveme nomás agente, / es mejor que no me largue”. La prioridad de no pasar vergüenza, es decir de no exponerse en público, encuentra su justificación en la certeza de una contención posible: “He tenido un mal momento / al toparme a esa malvada / mas no pienso hacerle nada”. No la va a matar y lo sabe, por una razón muy sencilla: “Ya se ha muerto para mí”. Pero las garantías ofrecidas al comienzo no lucen igual de firmes al llegar al desenlace. Lo que alega el despechado es que no piensa hacerle nada; pero debe admitir que no siempre hace eso que pensaba o se proponía hacer. También podría cegarse y olvidarse de todo, empezando por lo que dijo que eran sus intenciones: “No quiera Dios que me amargue / recordando su traición. / Y olvidándome de todo / a mi corazón me entregue / y al volverla a ver me ciegue”.

Ver y cegarse son en este caso lo mismo, y ya no cosas opuestas. El que ve la traición se ciega, o podría muy probablemente cegarse (“Y hoy al verla envilecida (…) / y de celos me cegué”). De ahí el pedido hecho al agente: “¡Lléveme, será mejor!”. Que es más intenso que una confesión: es la anticipación de una confesión; o mejor: es el intento de adelantarse e impedir su necesidad. En última instancia, una variante enriquecida de la frase popular: “Agarrame que la mato”. Y un uso por demás conmovedor de la noción de “prisión preventiva”.