¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro, o la violencia? Así está escrito: «Por tu causa nos vemos amenazados de muerte todo el día; nos tratan como a ovejas destinadas al matadero».
ROMANOS 8:35-36
Una de las cosas que más difíciles me resultaron —además del dolor físico— fue ver la reacción de mis familiares y amigos cercanos. Mis padres viven en Louisiana, a unos cuatrocientos kilómetros de Houston, pero llegaron el día después de mi primera cirugía. Mi madre es una mujer fuerte y siempre pensé que podía con cualquier cosa. Pero entró en la UCI, me miró, y luego se desmayó. Papá tuvo que sostenerla y llevarla afuera.
Su colapso hizo que me diera cuenta de que me veía desastroso.
La mayor parte de esos primeros días sigue siendo una nebulosa para mí. No estaba seguro de que me estuvieran visitando o que tuviera alucinaciones. Por lo que Eva y las enfermeras me dijeron, deliraba con frecuencia.
El hospital permitía que vinieran a verme todos los días, pero con restricciones en cuanto a la cantidad de personas y el tiempo. Aunque no dijeran nada, sus miradas tristes y de compasión me hacían entender con claridad cómo se sentían. Y digo «con claridad» porque sé cómo los percibía. Al mirar en retrospectiva pienso que quizá estuviera equivocado. Sospecho que estaba tan seguro de que iba a morir —y quería tanto morir— que veía en sus ojos lo que yo sentía con respecto a mí mismo.
Fuera así o no, sentía que miraban a un cuerpo destrozado, y no a una persona viva, y que a pesar de sus palabras de consuelo y apoyo esperaban que muriese en cualquier momento. Me preguntaba si habían venido a despedirse antes de que cerrara los ojos para siempre.
Aunque ya no tenía neumonía, hubo secuelas. Las enfermeras venían cada cuatro horas para darme tratamiento de terapia respiratoria. Me golpeaban el pecho y me obligaban a respirar por una boquilla de plástico una cosa asquerosa y de un olor horrible, que se suponía tenía que recubrir el interior de mis pulmones. Este tratamiento impediría que se repitiera la neumonía y ayudaría a mis pulmones a recuperarse. Despertaba y veía gente que entraba, y pensaba: Oh, no, otra vez. Van a hacerme respirar esa cosa tan desagradable y a golpearme, para tratar de soltar la flema. El tratamiento fue doloroso, pero eficaz. El Dr. Houchins, jefe del equipo de trauma del Hospital Hermann, venía varias veces al día. Lo que pudiera faltarle al Dr. Houchins en simpatía lo compensaba con su determinación firme de no perder a ninguno de sus pacientes.
Exigía que respirara:
—No renuncie ahora. No renuncie. Siga intentándolo.
No se trataba nada más que de sus palabras, sino que —a pesar de que estaba muy enfermo— sentía que él peleaba a mi lado.
—No se dé por vencido. Siga intentándolo.
A menudo no tenía energía para respirar y dejaba de esforzarme.
Veía una expresión de pesar en su rostro, y luego cómo sus facciones se contraían, al demostrar la intensidad de su frustración:
—¿Me oyó? ¡Hágalo ahora! ¡Respire y tosa! ¡Hágalo!
Yo negaba con la cabeza. Ya no tenía más fuerzas para nada.
—Esto no admite discusión. ¡Hágalo ahora! ¡Respire!
—No puedo.
—Bueno, muy bien. No lo haga. Está muerto. Si no lo hace morirá. ¿Puede entender eso?
No quería vivir, pero algo sucedía cuando él me gritaba así.
Respiraba.
Al poco tiempo el personal encontró el modo de elevar mi pierna para que pudiera sentarme. El solo hecho de poder hacerlo era un gran paso adelante. No pensaba que podría volver a acostarme de lado o boca bajo alguna vez en mi vida.
Una vez mientras estaba todavía en la UCI me pareció que cada vez que abría los ojos y pestañeaba, alguien ponía delante de mi boca una cuchara con comida, a unos diez centímetros de distancia.
—Abra la boca.
En una ocasión era la voz de un hombre.
Abrí los ojos y miré. Quien sostenía la cuchara era un hombre robusto. Me levantó la máscara de oxígeno y empujó con suavidad la cuchara hacia el interior de mi boca.
—Eso es. Un bocado nada más.
Obedecí y tragué mientras mi mente obnubilada trataba de entender qué estaba sucediendo.
Poco a poco me di cuenta de que era la voz de Stan Mauldin, el jefe de los entrenadores de fútbol y director atlético del equipo de los Yellow Jacket de la secundaria Alvin. Nuestra hija viviría con Stan y Suzan y sus dos hijos durante mi convalecencia. El entrenador Mauldin había oído que debido a que no quería comer estaba perdiendo peso muy rápido. (Aunque había perdido solo unos kilogramos en ese momento, en mis primeras seis semanas en el hospital perdí unos veinticinco kilogramos en total.)
Apenas Stan se enteró de la situación buscó tiempo en su ocupada agenda para venir al Hospital Hermann. No vino a visitarme nada más. Les pidió a las enfermeras que le dieran mi comida, y permaneció junto a mi cama hasta que desperté.
Cuando vio que estaba despierto, me hizo comer y me habló mientras me esforzaba por masticar y escuchar. Ese gentil acto de sacrificio de un hombre tan grande como un oso fue una de las acciones más amables que vi durante mi recuperación. Stan es un ejemplo de fuerza y ternura combinadas en una persona excepcional.
He mencionado el marco de Ilizarov, que puede haber sonado como un procedimiento común. Pero está lejos de eso. Eva tuvo que decidir algo que nadie debería tener que decidir a solas. Tuvo que resolver si permitiría que me sometieran al proceso Ilizarov, entonces en etapa de experimentación todavía.
Al inicio el dispositivo se usaba para extender las piernas. Lo inventaron para ayudar a las personas que tienen una pierna más corta que la otra desde su nacimiento —a veces la diferencia es de hasta unos treinta centímetros— y que tienen que usar sillas de ruedas, andadores o muletas. El marco de Ilizarov obliga al hueso de la pierna a crecer mientras mantiene intacto el tejido que lo rodea. El cuerpo puede formar hueso nuevo en respuesta a la fuerza mecánica del dispositivo de Ilizarov.
Es lo que se llama un fijador externo. Lo inventó un médico siberiano llamado Ilizarov.
El Dr. Ilizarov experimentó en ovejas para encontrar la forma de hacer crecer el hueso faltante o alargar los huesos congénitamente cortos. Para los casos como el mío, en que falta hueso, la aplicación implica fracturar el miembro con un corte limpio. Luego se ponen alambres, parecidos a las cuerdas de un piano, atravesando la piel y el hueso para que salgan por el otro lado.
El dispositivo de Ilizarov para fémur se ancla a la cadera con varillas del tamaño de un lápiz. Los médicos taladraron agujeros para insertar cuatro varillas desde mi pelvis hasta el costado de mi cadera izquierda. Cuando terminaron, tenía al menos treinta agujeros en mi pierna izquierda. Muchos de estos orificios traspasaban la pierna de un lado al otro. Los más grandes llegaban solo hasta la carne, y las varillas se insertaron hasta la pelvis. Después de unos seis meses podía ver dentro de mi pierna los extremos de las varillas.
Todos los días venía alguien y giraba los tornillos del dispositivo Ilizarov para alargar los huesos. Casi siempre lo hacían los enfermeros y enfermeras. Después que dejé el hospital lo hacía Eva. Durante casi un año mi fémur izquierdo crecería, reemplazando la porción faltante. Este es un dispositivo ingenioso, aunque extremadamente doloroso y que requiere de una recuperación ardua y muy larga. Yo decía que era «horriblemente maravilloso».
También insertaron seis varillas en la parte superior de mi brazo izquierdo, atravesándolo. Y barras de acero inoxidable por encima y debajo del brazo para estabilizarlo porque faltaban los dos huesos del antebrazo. Las varillas eran del tamaño de un lápiz y le permitían al Dr. Greidor tomar hueso de mi pelvis derecha y ubicarlo en mi antebrazo izquierdo. Me explicó que el procedimiento sería parecido al de tomar muestras cuando se perfora buscando petróleo. También tomaron unos ochenta centímetros cuadrados de piel de mi pierna derecha para ponerlos sobre la enorme herida de mi brazo izquierdo. Implantaron una tira de Teflón entre los huesos recién construidos de mi antebrazo para evitar que se adhirieran entre sí, de modo que crecieran pero no pegados el uno al otro.
Para mi desdicha esa parte de la técnica no funcionó, porque los huesos sanaron pero se pegaron entre sí. Por eso no puedo hacer movimientos de supinación ni pronación con mi brazo izquierdo, el mismo no se endereza desde el codo y no puedo voltear las manos palmas arriba o palmas abajo. Cuando extiendo la mano queda siempre en posición como de saludar estrechándola. No puedo voltearla ni a la derecha ni a la izquierda. Sé que suena como algo muy malo, y en ese momento era lo que sentía. Sin embargo, como el Ilizarov, funciona.
Sí, el dispositivo Ilizarov funcionó... fue también el proceso más doloroso que soporté como parte de mi recuperación.
El acero inoxidable del Ilizarov que tenía en la pierna pesaba unos dieciséis kilogramos, y el fijador externo de mi brazo quizá pesara unos diez kilogramos más. Cuando estaba en la silla de ruedas (durante unos ocho meses), en el andador (tres meses más), y luego cuando usaba las muletas (cuatro meses más), cargué con todo ese peso adicional durante casi un año.
¿Puede imaginar cómo me miraba la gente dondequiera que iba? Todos quedaban impresionados al ver a un hombre en una silla de ruedas, con varillas de acero que sobresalían de diversas partes de su cuerpo.
Casi todas las veces que iba al consultorio del Dr. Greider en mi silla de ruedas la reacción de los demás pacientes era la misma. Aunque todos tenían yesos o arneses, o andaban con muletas, sus miradas iban directo a todas mis varillas y halos. Entonces, de forma invariable, había alguien que decía en un tono sardónico: «¡Vaya! ¡Y pensar que creí que yo estaba muy mal!» En ocasiones, algunos agregaban algo así como: «Después de verlo a usted, me siento mejor».
Durante mucho tiempo fui la norma según la cual se juzgaba el dolor de las lesiones.
¡Muchas veces bromeé diciendo que a causa de toda esta «estructura metálica» si en el futuro un arqueólogo encontrara mi cuerpo pensaría que había descubierto una nueva especie! Toda mi anatomía estaba rearmada.
Nunca más daré por sentada la capacidad física por simple que sea. Durante mi recuperación hasta el movimiento más sencillo era un milagro. Cada vez que volvía a aprender a hacer algo era un logro.
Fue más tarde que entendí lo mucho que se había esforzado el Dr. Greider para encontrar el modo de salvarme la pierna y el brazo izquierdos. Siempre le estaré agradecido porque no se dio por vencido.
Mi rodilla derecha había quedado aplastada y durante bastante tiempo usé un yeso. Pusieron una malla con forma de canastillo sobre la rótula para que sanara. Mi brazo derecho fue el único miembro que no tuvo fracturas.
Aun con el éxito del dispositivo de Ilizarov, nunca estaba un momento siquiera sin sentir dolor.
No sé cuántas veces pregunté: «¿Cuánto falta?» Quería saber cuánto tiempo más tendría que llevar el dispositivo, cuánto faltaba para que supieran si funcionaba, y cuánto tendría que esperar para poder caminar de nuevo.
Nadie me daba una respuesta. No podían. Sin embargo, seguía preguntando de todos modos.
—Unos meses más —me decían por lo general.
—Pero ¿cuántos? —insistía yo.
Uno de los médicos por fin me dijo:
—Muchos meses, y quizá más que eso.
—¿Unos años, tal vez?
—Sí, posiblemente años.
—¿Y hay garantías de que no perderé esos miembros?
—No hay garantías. Si tiene una infección es posible que tengamos que amputarle la pierna.
—O sea que ¿quizá soporte esto durante meses y de todas formas tengan que amputármela?
Asintió.
Era obvio que esto no era lo que quería oír. Y aunque Eva me había dicho lo mismo, yo lo negaba. Seguía buscando garantías de una total recuperación.
Quería respuestas, pero quizá más que eso también. Deseaba que me aseguraran que todo saldría bien. Anhelaba volver a ser normal. Ansiaba poder caminar, salir del hospital sobre mis dos piernas y volver a mi vida de siempre. Nadie podía —ni quería— darme tal seguridad.
Pasaron muchos meses, pero un día sí volví al hospital y abracé a todas esas enfermeras.
Mientras estuve con el dispositivo Ilizarov también hubo otros problemas. En varias ocasiones tuve infecciones. Y cada vez me enfrentaba a la realidad de que si la infección se esparcía por mi cuerpo despertaría sin mi pierna.
También tuve infecciones después que salí del hospital. Tuvieron que volver a hospitalizarme tres veces para ponerme en una sala de aislamiento donde me trataron con cantidades masivas de antibióticos.
Y aun entonces muchas noches oraba: Dios, llévame de vuelta al cielo. No sé por qué me trajiste a la tierra de regreso. Por favor no me dejes aquí.
Pero Dios seguía respondiendo con un «no».
No conozco todavía todas las razones, pero en los meses y años subsiguientes, poco a poco entendí al menos algunas de las razones por las que había regresado a la tierra.
El proceso de sanidad se había iniciado. Allí, día tras día en la cama del hospital, fui reconociendo de forma gradual que Dios me había enviado de regreso. No podía saber bien por qué tenía que soportar el sufrimiento físico, pero pensaba todo el tiempo en las palabras de David Gentiles. Él y otros habían clamado en oración para que yo viviera. Ya que Dios les había respondido, tenía que haber un propósito para que siguiera vivo.
A lo largo de los días de intensa agonía recordaba las palabras de David. A veces el sentido de que Dios tenía un propósito para que viviera era todo lo que me sostenía.
Estuve en la UCI de Hermann durante doce días. Luego estuve cuatro o cinco días en el Hospital Hermann antes de que me transfirieran al Hospital de St. Luke, en la misma calle. Ambos hospitales forman parte del centro médico más grande del mundo. Permanecí en St. Lukes durante ciento cinco días. Ya en casa, estuve en cama durante trece meses y pasé por treinta y cuatro cirugías. Sin duda sigo vivo porque hubo gente que oró por mí, comenzando por Dick Onerecker y otras personas de todo el país, algunas de las cuales jamás conocí.
Ese es quizá el milagro más grande: Que la gente oró y que Dios honró sus oraciones.
Al mirar hacia atrás veo que Dios usó a muchas personas para salvarme. Dick Onerecker salvó mi vida con su continua oración. El Dr. Greider salvó mi pierna y mi brazo y me sacó adelante con esa cirugía inicial. El Dr. Houchins salvó mi vida después de la cirugía a causa de su determinación, parecida a la de un buldog, de mantenerme vivo. Las valientes enfermeras del piso de traumatología del Hospital St. Luke me cuidaron día y noche. Cada una de estas personas desempeño un rol vital.
Atribuyo mi salida con vida de la UCI a las oraciones de David Gentiles y los demás: «Nosotros nos encargamos a partir de aquí. No tienes que hacer nada por sobrevivir. Oraremos y te sacaremos adelante».
Supe que no moriría.
El pueblo de Dios no me lo permitiría.