En todo tiempo ama el amigo; para ayudar en la adversidad nació el hermano.
PROVERBIOS 17:17
Es asombroso cómo respondieron de manera diferente las personas después del accidente. Varios amigos y miembros de la congregación de South Park me fueron a ver durante esos primeros cinco días después de la tragedia. Muchas de esas mismas personas me vieron después de la vigilia de oración de toda la noche que instigó David Gentiles. Al observar cada pasito en mi recuperación, se regocijaban. Yo veía que todo sucedía con demasiada lentitud, lo cual me sumía en una continua depresión. Después de la UCI permanecí en el hospital durante ciento cinco días la primera vez. Supongo que la depresión atacaría a cualquiera que estuviese confinado durante tanto tiempo.
Durante los meses de mi recuperación la iglesia se esforzó por hacer que me sintiera útil. Traían camionetas llenas de niños al hospital para que me visitaran. Y también había reuniones del comité en mi habitación... como si yo pudiera tomar una decisión u otra. Sabían que no podía decir ni hacer mucho, pero de esta manera buscaban afirmarme y alentarme. Hicieron todo lo posible para que me sintiera útil y digno.
Sin embargo, la mayor parte de ese tiempo, me sentía deprimido y lleno de autocompasión. Anhelaba volver al cielo.
Más allá de la depresión tenía otro problema: no quería que nadie hiciera nada por mí. Esa es mi naturaleza.
Un día vino a visitarme Jay B. Perkins, un ministro retirado. Había servido como pastor de diversas iglesias del sur de Texas antes de retirarse y se había convertido en una poderosa figura paternal para mi ministerio. South Park lo contrató como interino mientras durara mi incapacidad.
Jay me visitó con fidelidad. Esto significaba que tenía que conducir más de sesenta kilómetros de ida y vuelta. Yo permanecía allí en la cama sintiendo pena por mí mismo. Él me hablaba con bondad, intentando siempre encontrar palabras que me alentaran. Pero nada de lo que decía me ayudaba, aunque esto no era culpa suya. Nadie podía ayudarme. Me sentía miserable, y según me enteré más tarde, hacía que todos los demás también se sintieran así.
Mis visitas intentaban ayudarme y muchos querían hacer lo que fuera:
—¿Quieres que te busque una revista?
—¿Te gustaría un batido? Hay un McDonald’s en el vestíbulo. Quizá pueda buscarte una hamburguesa, o...
— ¿Quieres que te lea la Biblia? ¿U otro libro, quizá?
—¿Quieres que haga un mandado por ti?
Mi respuesta siempre era la misma:
—No, gracias.
No creo que fuera malo de mi parte, pero no me mostraba amigable ni cooperador, aunque no sabía que estaba tratando a todos de manera tan negativa. No quería ver a nadie. No quería hablar con nadie. Deseaba que desapareciera mi dolor y mi desfiguración. Si tenía que quedarme en la tierra quería recuperarme y volver a vivir como antes.
Y como Jay me visitaba a menudo, veía lo desapegado que estaba de mis amigos y mi familia. Un día estaba sentado a mi lado cuando vino uno de los diáconos de South Park a verme. Después de diez minutos el hombre se levantó y dijo:
—Quería venir a ver cómo estabas.
Y luego preguntó lo inevitable:
—¿Hay algo que pueda hacer por ti antes de irme?
—No, gracias. Te lo agradezco pero...
—Bueno, ¿puedo traerte algo de comer? Puedo ir abajo y...
—No, gracias. Gracias por haber venido.
Se despidió y se fue.
Jay permaneció en silencio mirando por la ventana durante varios minutos después que se fuera el diácono. Luego se acercó a la cama, colocó su rostro cerca del mío y dijo:
—En realidad tienes que portarte un poco mejor.
—¿Qué quiere decir, señor? —pregunté, dirigiéndome a él como lo haría cualquiera hacia un predicador de ochenta años.
—Que tienes que portarte mejor —repitió—. No lo estás haciendo muy bien.
—No entiendo lo que...
—Y además... —prosiguió, acercándose de tal modo que no podía mirar hacia otro lado más que a él— eres un terrible hipócrita.
—No sé a qué se refiere.
—Estas personas te aman mucho, no puedes imaginar cuánto te aman.
—Sé que me aman.
—¿Oh, sí? Bueno, no estás logrando hacerle ver que lo sabes. No las tratas bien. No pueden sanarte. Si pudieran sanarte, lo harían. Si pudieran cambiar de lugar y tomar el tuyo, muchos lo harían también. Si les pides que hagan algo, lo que sea, lo harán sin dudar.
—Lo sé.
—Sí. Pero no les permites hacer nada por ti.
—Es que no quiero que hagan nada por mí —lo dije tan fuerte como pude, sin guardarme nada—. La verdad es que ni siquiera quiero que vengan. Preferiría que no lo hicieran. Lo sé. ¿Por qué querría venir la gente a verme así como estoy? Es horrible. Es patético.
—No puedes elegir.
Lo miré sin saber qué decir.
—Has pasado la mayor parte de tu vida intentando ministrar a otros, satisfaciendo sus necesidades, ayudándolos en momentos difíciles o trágicos y...
—He... he intentado...
—Y ahora, te estás portando terriblemente mal al no permitir que los demás hagan lo mismo por ti.
Jamás olvidaré lo que dijo entonces:
—Don, es lo único que pueden ofrecerte y les estás quitando ese regalo.
Yo no quería dar el brazo a torcer. Protesté y traté de explicarle. Pero me volvió a interrumpir.
—No les permites ministrarte. Es lo que quieren hacer. ¿Por qué no puedes entenderlo?
En realidad, sus palabras no me habían impactado así que le dije:
—Los aprecio y sé que quieren ayudar. Pienso que eso está muy bien, y todo lo demás, pero...
—¡Pero nada! Estás quitándoles una oportunidad de expresar su amor por ti.
Justo entonces lo entendí. En mi mente estaba intentando no ser egoísta ni imponerles cosas que les causaran problemas. En ese momento sus palabras penetraron en mi conciencia. En verdad yo estaba siendo egoísta. También había allí un elemento de orgullo que entonces no podía admitir. Sabía cómo dar con generosidad a los demás, pero el orgullo no me permitía recibir la generosidad ajena.
Jay no se dio por vencido tampoco. Después de todo, yo estaba cautivo y tenía que escucharlo. Se quedó conmigo hasta que me obligó a ver lo mucho que me estaba distanciando de todos. Y cuando buscaba excusas adicionales, Jay las eliminaba.
—Quiero que les permitas ayudarte. ¿Me has oído? ¡Les permitirás hacer algo por ti!
—No puedo. No puedo dejar...
—Bien, Don. Entonces si no lo haces por ti, hazlo por mí.
Sabía que por él haría lo que fuera, y por eso asentí.
—La próxima vez que entre alguien y te ofrezca hacer algo, no importa lo que sea, quiero que digas que sí. Es probable que no puedas hacerlo con todos, pero podrás empezar por una o dos personas. Permite que algunos expresen su amor por ti ayudándote. Prométeme que lo harás.
—No sé si podré.
—Claro que puedes.
—Lo intentaré, pero no soy así.
—Bueno, tendrás que cambiar —su mirada era penetrante y firme—. ¡Lo harás!
Me sorprende hoy el recordar la paciencia que Jay tuvo conmigo. Su voz se suavizó y dijo:
—Inténtalo nada más, por mí. ¿Lo harás? Tienes que mejorar en esto. En este momento no lo estás haciendo bien. Es una de las lecciones que Dios quiere que aprendas. Y sufrirás durante mucho tiempo. Así que te parecerá más tiempo todavía si no permites que te ayuden.
—Bien —dije, sin poder resistirme ya.
Se lo prometí, porque creo que no se habría ido hasta tanto lo hiciera.
Mi primera reacción había sido de irritación, quizá hasta de enojo. Pensé que se había sobrepasado, pero no lo dije. Después que se fue pensé en todo lo que había dicho. Y cuando vencí mi enojo, mi orgullo y mi egoísmo, vi que había dicho la verdad. Una verdad que necesitaba oír.
Pasaron dos días, pero no lograba hacer lo que me había pedido.
Al tercer día llegó uno de los miembros de la congregación, me saludó y pasó unos cinco minutos conmigo antes de ponerse de pie dispuesto a irse.
—Solo quise ver cómo estabas —dijo—. Y te ves bien.
Sonreí. Me veía horrible, pero no discutí con él.
Se levantó para irse.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti antes de irme?
Ya estaba preparado para decir: «No, gracias», cuando surgió en mi mente la imagen de Jay.
—Bueno, desearía tener una revista para leer.
—¿Oh, sí? —sonrió con alegría— ¿De veras?
—Eso creo. Hace bastante que no leo nada.
—¡Vuelvo enseguida!
Antes de que pudiera decirle qué revista quería, salió corriendo tan rápido como una saeta. Tenía que bajar veintiún pisos, pero pareció que no se tardó más que un minuto. Cuando volvió venía cargado con una pila de revistas. Seguía sonriendo mientras me mostraba las cubiertas de cada una.
Le agradecí.
—Las leeré más tarde —dije.
Las puso sobre la mesa y sonrió.
—¿Hay algo más?
—No, gracias. Es todo lo que quería. Gracias.
Una vez que hube abierto la puerta para permitir que alguien hiciera algo por mí, sentí que no era tan difícil. Cuando se fue comencé a hojear las revistas. No estaba leyendo en realidad, porque seguía pensando en lo sucedido.
Jay tenía razón. Les había estado quitando la oportunidad de expresar su amor y preocupación.
Unos cuarenta minutos más tarde entró una mujer del grupo de solteros y pasamos por el conocido ritual de conversar un momento.
—¿Cómo estás?
—Bien.
—Bueno. ¿Puedo buscarte algo?
—No... yo... yo... —de nuevo las palabras de Jay surgieron en mi mente—. Bueno, quizá un batido de fresa.
—¿Un batido de fresa? Me encantaría traértelo.
Creo que nunca antes la había visto sonreír con tal alegría.
—¿Algo más? ¿Papas fritas?
—No.
Salió apurada y volvió enseguida con el batido de fresa.
—Oh, pastor. Espero que le guste.
—Me gustará. En realidad me encanta el batido de fresa.
Más tarde imaginé a los miembros de la congregación de pie afuera de mi puerta, comparando notas:
—A mí me pidió un batido de fresa.
—Sí, y a mí me pidió que hiciera un mandado por él.
Fue recién entonces que vi lo equivocado que había estado. Les había fallado y me había fallado a mí mismo. Al intentar ser fuerte ante ellos les había quitado oportunidades de fortalecerme. La culpa me invadió porque al fin podía ver su regalo.
También sentí mucha vergüenza y comencé a llorar. Este es su ministerio, pensé, y yo se los estaba estropeando. Me sentía avergonzado porque no les había permitido ayudar. Cuando por fin bajé la guardia vi un cambio drástico en las expresiones de sus rostros y en sus movimientos. Les encantaba. Lo único que querían era una oportunidad para hacer algo, y al final se las estaba dando.
Necesitas portarte mejor. Durante las horas subsiguientes estas palabras de amorosa reprimenda de parte de Jay permanecieron en mi mente y mi corazón. Lloré. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado, pero me pareció que fueron horas, antes de que al fin viera que Dios me había perdonado. Había aprendido una lección.
A pesar de mi condición no muchos podrían haber logrado lo que hizo Jay. Esa experiencia cambió mi actitud. Y aun hoy, que han pasado años, me cuesta dejar que otros me ayuden. Pero al menos la puerta está entreabierta. Ya no está cerrada como antes.
A veces cuando estoy emocional o físicamente mal suelo alejar a las personas o decir que no necesito nada. Pero cuando logro abrirme y permitir que otros ejerzan sus dones y me ayuden, hay una enorme diferencia. Sus rostros se iluminan como si preguntaran: «¿En realidad quieres que haga eso por ti?»
Había visto mi negativa de otra manera: no quería molestarlos. Y ellos vieron mi cambio como una oportunidad para ayudar.
Estoy eternamente agradecido por esa lección de permitir que la gente me ayude en mis necesidades. Y estoy también agradecido por esa lección que aprendí en una cama de hospital cuando me sentía tan inútil y nada podía hacer.
Alguien me trajo una placa al hospital. Al principio pensé que sería una broma, porque contenía las palabras del Salmo 46:10: «Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios». Quizá el propósito era consolarme. No estoy seguro de que quien me la haya dado (y no recuerdo quién fue) supiera que no podía hacer nada más que quedarme quieto.
Sin embargo, esa placa contenía el mensaje que necesitaba. Solo que me llevó mucho tiempo entenderlo.
Pasaron semanas antes de que me diera cuenta de que parte de lo que necesitaba era quedarme quieto —internamente— y confiar en que Dios sabía lo que estaba haciendo a través de todo esto. Sí, era un versículo para mí, aunque yo no lo hubiera elegido.
Dios me obligó a estar quieto. Por naturaleza no soy particularmente introspectivo, pero cada vez lo fui siendo más. No podía hacer otra cosa excepto sentir pena por mí mismo. Cuanto más tiempo pasaba inmóvil tanto más permanecía en la quietud y el silencio interior de Dios.
Eva encontró una bella versión de ese mismo versículo grabada en oro y me la regaló. La placa está ahora en mi oficina de la iglesia. La veo cada vez que levanto la mirada de mi escritorio.
Día tras día permanecí en la cama sin poder moverme. Estuve acostado sobre mi espalda un total de trece meses antes de poder ponerme de costado. Esa sencilla acción convirtió el día en uno de los mejores de mi recuperación. «¡Oh! Había olvidado lo bien que se siente esto», dije en voz alta.
Durante esa larga recuperación aprendí mucho sobre mí mismo, sobre mi actitud y mi naturaleza. No me gustaban muchas de las cosas que veía en Don Piper. Sin embargo, la depresión persistía en medio de esa inactividad.
Comencé a preguntarme si algún día desaparecería esa depresión.
Y entonces Dios obró otro milagro.