VEINTIDÓS CUENTOS

 

Se ha seguido la edición que con este título apareció en Mondadori, Barcelona, en 1988, en traducción de Ana María Moix.

LA SANGRE

¿VE, USTED? —ME DIJO—, cada año mi marido plantaba las dalias en esta canasta vacía. Con un punzón hacía un hoyo en la tierra esponjosa y yo le iba dando los bulbos, de uno en uno, y, poco a poco, él los enterraba. Y, por la noche, cuando me decía: «¡Ven!», y me hacía poner la cabeza en su hombro y me rodeaba con el brazo —porque decía que no podía dormir sin tenerme cerca—, aunque se había lavado las manos, aún olía a tierra buena. Y decía que las dalias eran nuestros hijos, porque era así, ¿sabe?, lleno de ocurrencias y siempre con ganas de bromear, para hacerme reír. Yo regaba la canasta todas las tardes y cuando mi marido regresaba del trabajo, aunque en cuanto cruzaba el jardín ya veía que la tierra de la canasta estaba húmeda, dándome un beso me decía: «¿Has regado las dalias?» Y ¿sabe qué le digo?, se trataba de una clase de flores que, de jovencita, no me gustaba, porque son flores que más bien apestan. Pero ahora, cuando paso por un jardín en el que hay dalias, o por el escaparate de una floristería, siempre me detengo a contemplarlas y es como si, de repente, una mano muy grande y muy fuerte me cogiera el corazón y lo oprimiera, y me da como una especie de mareo.

Porque le diré que cuando nos casamos mi padre casi me maldijo porque no quería que me casara con mi marido, porque era hijo natural; pero estaba locamente enamorada y no le hice caso y, al cabo de un año, mi padre murió; pensé que había muerto de viejo, pero a medida que el tiempo fue transcurriendo comprendí que lo que le mató fue el disgusto que le di con mi desobediencia, y, a veces, por la noche, cuando mi marido me decía: «¡Ven!», sentía ganas de llorar.

Éramos felices y nos queríamos y no vivíamos económicamente mal porque yo también trabajaba: cosía trajecitos para niños y en la empresa me tenían mucha consideración y siempre disponíamos de unos ahorros por si surgía alguna enfermedad. Usted me mira y quizá piense que siempre fui así, ¿verdad? Si supiera qué guapa fui… Cuando festejábamos, a veces mi marido se quedaba un rato sin hablar, contemplándome, y me pasaba un dedo por la mejilla y decía, en voz baja, como si le diera vergüenza: «¡Preciosidad!». No es que fuera lo que se dice una chica vistosa, no, pero tenía los ojos muy brillantes y dulces, como de terciopelo…; perdone, puedo decirlo porque es como si hablara de una hija que hubiera tenido y hubiera muerto, ¿sabe? Y creo que todo lo malo se debió a que fui mujer siendo muy jovencita, ¿sabe?, y todo empezó cuando dejé de ser mujer. Antes, sólo tenía mal genio unos días al mes, y mi marido, cuando me daba el mal genio, decía riendo: «¡Ya sé qué pasará!», y nunca se equivocaba. Y fue más o menos por esa época de la que le hablo cuando mi marido perdió su empleo. El dueño quebró y, después de pasar unos meses en casa, muy apagado, aunque le decía que no se preocupara porque contábamos con medios suficientes para parar el golpe, un amigo, que era camarero, empezó a decirle que el trabajo de camarero era un buen oficio y un oficio bastante fácil, y lo hizo camarero pese a que mi marido más bien era hombre de oficina.

Mi marido llevaba ya siete u ocho meses con su trabajo de camarero cuando pillé una anemia debido a que trabajaba mucho y dormía poco por las noches; porque le diré que cuando mi marido regresaba tarde lo esperaba y después me costaba conciliar el sueño, porque, aunque él dormía bastante bien, se revolvía en la cama y me quitaba la ropa. Vendimos la cama de matrimonio y compramos dos camas pequeñas, y eso empezó a separarnos, ¿comprende? Las noches de luna llena, lo contemplaba desde mi cama y tenía la sensación de que se hallaba lejos, lejos, y de que estábamos un poco muertos el uno para el otro, porque no podíamos tocarnos. «¿Duermes?», le preguntaba, y si me decía «no» me quedaba tranquila porque había oído su voz. Y si ya dormía no contestaba… Qué cosas pueden hacer desdichada a una persona, ¿verdad? Y, poco a poco, fue pareciéndome que si no contestaba era porque se hacía el dormido y empecé a llorar a solas y casi en silencio, porque, ¿sabe?, mi marido trabajaba en un café de las Ramblas y aquello era un continuo ir y venir de mujeres. Una noche que lloraba porque pensaba en mi padre, que tuvo que morir sintiéndose abandonado porque me había perdido por el amor que yo sentía por mi marido, mi marido se levantó, se sentó en mi cama y me preguntó: «¿Qué te ocurre?». En lugar de tranquilizarme empecé a llorar más sentidamente y mi marido se echó a mi lado y me rodeó con el brazo y me hizo recostar la cabeza en su hombro, como antes, y dijo: «Pasado mañana es domingo, plantaremos las dalias, ¿me oyes? Ahora duérmete». Pero no podíamos dormir y vimos clarear el día y al día siguiente, cuando regresó del trabajo, dijo que le dolía la cabeza y que estaba muy cansado y que la culpa era mía. Le preparé una taza de tila y no la quiso. Al final, tomó una aspirina. Estaba blanco como la pared.

Al cabo de unos días me dijo: «¿Conoces a aquella chica de dos portales más abajo?». «¡No sé a quién te refieres!», le miré como si en aquel instante hubiera dicho: «¡Me he enamorado de ella!». No pude más, aunque no sabía a qué chica se refería, ni por qué me hablaba de ella. «La de la casa de los dos hermanos…» «¡Ah!, ya sé quién es, y ¿qué?» «Pues, trabaja en mi café, es la cajera.»

Más abajo de nuestra casa vivían dos chicos y una chica —la cajera—; sólo hacía tres años que vivían allí, cuando llegaron la chica era muy jovencita, parecía una niña y, en verano, siempre llevaba un vestido blanco con una flor bordada en el pecho. No sé por qué desde aquel día sentí la necesidad de esperar a mi marido al pie de la verja. Llegaba hacia las dos, y en cuanto veía su sombra, menuda, al final de la calle, me metía dentro. A veces, mientras lo esperaba, pensaba en mi padre: cuando era pequeña me mandaba a comprar a la droguería y me esperaba apoyado en la barandilla del balcón. No me gustaba. Apenas acertaba a caminar porque sabía que, allá en lo alto, estaba la mirada de mi padre que no se perdía ni uno de mis gestos. Por eso, antes de que mi marido pudiera verme, entraba en casa y me metía en la cama, o volvía a coger la aguja y si me encontraba cosiendo le decía que se trataba de un encargo que corría prisa y que me había visto obligada a quedarme despierta para trabajar. Hasta que una noche le vi regresar con la chica y desde aquella noche siempre regresaron juntos. No era raro, claro, viviendo como vivíamos al lado. No malpensé, no. Mi marido no era como los otros hombres y siempre, desde que nos casamos, me quiso sólo a mí. Caminaban despacio y nunca, nunca, vi que se cogieran del brazo. ¡Oh, no! Sólo que, ¿sabe?, empecé a obsesionarme. Pero si no los hubiera visto regresar juntos no me hubiera ocurrido algo muy extraño que me ocurrió. Tenía la sensación de molestar a mi marido, de que algo había cambiado, y, sin advertirlo, empecé a alejarme de él. Apenas me atrevía a hablarle para que no se me escapara decir que por las noches lo esperaba fuera. Una mañana encontré a la chica en la panadería. Ni se fijó en mí. Hubiera deseado que me hubiera reconocido, que me hubiera saludado y que me hubiera dicho que ella y mi marido eran amigos. «Su marido y yo trabajamos en el mismo sitio y, ya que hacemos el mismo recorrido, regresamos juntos por la noche…» Roser, amiga mía desde hacía muchos años y que a veces me ayudaba a coser, me decía: «Cuanto más te sacrificas por los hombres, peor. Cuando una está vieja y gastada se buscan una jovencita… más vale no preocuparse». Tenía ganas de decirle: «El mío no es como los demás, ¿comprendes?; por eso lo elegí. Al mirarnos no nos vemos tal como somos: nos vemos tal como éramos».

Una noche mi marido entró y parecía otro. «¿Qué dirá María cuando sepa que me esperas cada noche? Uno de sus hermanos te ve desde la ventana de su habitación y hoy me lo ha dicho. Dice que, al vernos llegar, te escondes. Si crees que no me avergüenza…» Al día siguiente, fui a la panadería a última hora de la mañana para ver si volvía a coincidir con la chica. Hasta el tercer día no me la encontré. Tenía el cabello moreno y ensortijado y los ojos muy oscuros y como llenos de agua. Y, al pedir el pan a la dependienta, los dientes parecían dos hileras de perlas. Y dejé de esperarlo al pie de la verja. Lo esperaba con la cara pegada a los cristales de la ventana, con la habitación completamente a oscuras. Y, cuando él abría la verja, me metía rápidamente en la cama. Y, mientras lo esperaba, manías, claro, pensaba que no regresaría y que nunca más volvería a verlo. Porque, por lo visto, cuando una mujer deja de ser mujer, la cabeza se le llena de manías. Así como antes, al ir a entregar el trabajo, pasaba por delante del café donde trabajaba mi marido y, si lo veía, le hacía adiós con la mano, a partir de entonces procuré no pasar por allí y me costaba un gran esfuerzo. Me decía: «¿En qué nos hemos convertido? Somos dos perfectos desconocidos, no puedo conocer sus pensamientos». Me sentía muy abandonada. Pero le contaré lo que ocurrió; sin saber cómo pasé de aquel gran silencio a las quejas. Le contaré: una noche lloré mucho, de tanto sufrir, y estoy segura de que él aún no dormía y que hizo como si no me oyera, y vi clarear el día, muy triste y sin consuelo de nadie. Lloraba mucho y al coser me dolían los ojos, y vivía con una pena inmensa. Estaba tan delgada que, en verano, el médico dijo que me marchara a descansar fuera de la ciudad, y fuimos a Premià de Mar. Alquilamos una casita. Después de comer preparaba la cena y cenábamos en la playa. Y estaba tranquila porque no pensaba en la chica cajera. Echaba de menos la casa, ¿comprende? Mi jardín, que en aquella época del año estaba lleno de jazmines, de esa clase de jazmines que forman estrellitas. Mi marido también sentía añoranza, aunque iba cada día al café a jugar la partida y enseguida hizo muchos amigos.

Una tarde, al dirigirme hacia la playa —mi marido se había adelantado y hacía ya rato que estaba allí—, lo encontré tumbado al lado de una muchacha. Cuando llegué, la muchacha se levantó y se metió en el agua. Mi marido dijo que no la conocía, pero que se había echado a su lado para ver qué cara pondría yo al verle junto a una chica. Antes de cenar me bañé y, al sentarme en la arena, descubrí que ya no tenía las rodillas jóvenes, porque, ¿sabe?, tuve unas rodillas blancas y redondas y mientras duró la luna de miel… mi marido las besaba y decía que parecían de seda. Aquella tarde, bajo el sol poniente y con las piernas estiradas, vi arrugas en mis rodillas, a ambos lados de la rótula. Me di cuenta, me di verdadera cuenta, de que ya no era joven. Porque, ¿sabe?, antes, cuando veía a un viejo, lo veía tal cual era, es decir, sin poder imaginar que había sido joven; como si los viejos fueran un tipo de gente que hubiera nacido ya fea, con arrugas, sin dientes y sin cabellos. Como si fueran de otro mundo. En aquel instante añoré la sangre, aquella sangre que tanto me hizo llorar al verla por primera vez porque creía que era una tara y que, con aquella tara, nadie querría casarse conmigo. Porque, ¿sabe?, cada mes estaba inquieta durante unos días, pero, después, me sentía en el cielo y como nueva. En cambio, sin la sangre, siempre estaba igual, y más bien mal. O, si usted quiere, ni bien ni mal, como le digo al médico. Y después de pensar que mi marido no me quería tanto, pensé que yo le quería menos, porque no podía gustarle, y que la culpa de todo lo que ocurría, que al fin y al cabo no ocurría gran cosa, era sólo mía. Y, al pensar que la culpa era mía, me invadía una gran ternura y unas ganas de querer semejantes a las de hacía veinte años. La ternura se acabó aquel día que me vi las rodillas envejecidas. Pasé otra noche en blanco, tendida en la cama, boca arriba. Y cuando una mujer experimenta esas sensaciones desearía una mano que apretara la suya y una voz que dijera, muy queda: «¡Te comprendo!». Pero ¿cómo quiere usted que una mujer como yo encuentre una voz que diga las palabras que una necesita, si apenas me entiendo a mí misma, ¿comprende? Durante los últimos días que pasé fuera sucedió…, ¡qué extraña es la vida!, ¿verdad? En lugar de sufrir pensando en la muchacha de la playa y en lo que dijo mi marido sonriendo maliciosamente, empecé a sufrir pensando en la vecina. Pensé que si había algo entre ella y mi marido la culpa era mía. Porque, en lugar de pasarme las noches cosiendo costuras a mano y bordando hojas y margaritas y animalitos en los trajecitos para niños, debí dejarlo todo e ir a esperar a mi esposo a la salida del trabajo —como tantas otras mujeres hacen— el primer día que les vi regresar juntos. Ahora ya puedo contarlo. Una noche lo hice. Una noche, hacia las doce, me peiné… Si le dijera que a media tarde ya me lavé el pelo y me lo ondulé… Me puse una blusa blanca que no llevaba desde hacía años y una falda tableada, y me dirigí hacia las Ramblas. Me quedé plantada en la acera, al otro lado de la calle, y lo primero que vi fue allá, lejos, un poco oculta por la gente de las mesas y, sobre todo, por la gente que entraba y que salía, a la cajera, tan joven, Dios mío, con el cabello suelto sobre los hombros como un ángel, y pensé que había pasado el momento de hacer lo que estaba haciendo, que era demasiado tarde para remediarlo. Y tuve la sensación de que la blusa estaba mal lavada, de que la falda era vieja, y regresé. Tuve un sueño… Soñé que mi padre se encaminaba hacia casa y lo seguía una jovencita que, al principio, creí ser yo. Y mi marido decía: «No importa que venga, es muy divertido, tan gordo…». Y mi marido y la jovencita desaparecieron de repente y mi padre y yo nos quedamos solos y descendíamos por una escalera de piedra y llegábamos a una playa de arena muy fina y había unas estacas de madera cuadradas, no muy altas, y encima de cada estaca un pez muerto y mi padre tiró uno de un manotazo y el pez que parecía muerto respiraba y lo oía respirar. Y mi padre dijo: «Nos lo comeremos para cenar» y entonces empezamos a subir por una escalera como de circo, de esas que son muy rectas y cada escalón es una barra. Iba cargada con una botella llena de agua debajo de cada brazo y, mientras subía la escalera, tenía mucho miedo de que se me cayeran. Y mi padre, que iba delante, ordenaba: «Sube, sube…». Al llegar a lo alto teníamos que saltar a un tejado. Al saltar se me cayó una botella y se me paró el corazón. «He matado a alguien», pensé. Y de hecho mi padre desapareció y me encontré en un mercado de pueblo, en mitad de una plaza. «He de comprar fruta para mi padre…» Estaba delante de un puesto de manzanas y la vendedora tardaba en servirme y yo estaba inquieta y temía retrasarme. Me volví y allí estaba mi marido que reía como un loco. «¿Ves? —le decía—, contigo como amigo, me basta…, pero he de llevar la fruta a mi padre. De lo contrario, iríamos a dar un paseo.» Y paseábamos por un puente muy bajo y yo había tirado el envoltorio de las manzanas. Bajo el puente, el agua aparecía transparente como el cristal y dormida; cerca de una de las orillas había una hilera de peces multicolores, pero en tonos muy pálidos. Un hombre dijo: «Fíjese bien, están muertos. Anoche fueron muriendo todos, uno tras otro». Y al final me encontré en una casa en la que se celebraba una fiesta. La casa era como un hotel y por los pasillos había gente atareada y camareros con bandejas llenas de comidas y yo no podía avanzar ni un paso. A trancas y barrancas llegué a un comedor y, sentada a la mesa, estaba Roser, la amiga que, como ya le he dicho, a veces trabaja para mí, y le pregunté: «¿Has visto a mi padre?». En aquel momento, mi marido pasó como un rayo. «No, no lo he visto; estaba muy cansado y no sé qué habrá sido de él.» Y una voz gritó el nombre de mi padre, muy fuerte, rápido y durante bastante rato. Y entonces vi a un lisiado muy gordo, con una nariz de cartón, que se acercaba tambaleándose. Al acercarse le vi las manos. Eran unas manos pequeñas, como de niño y completamente moradas, con los dedos cortos y muy hinchados. No sé por qué, al mirar sus manos, adiviné que aquel lisiado era mi padre; le quité la nariz de cartón como pude y lo cogí en brazos como si se tratara de una criatura. No pesaba nada. Así avanzaba, por los pasillos de aquella especie de hotel, y desperté… Nadie acertó a explicarme qué significaba aquel sueño…, pero me dejó un profundo malestar.

Al regreso de las vacaciones, el jardín daba verdadera lástima. Roser había venido a regarlo alguna que otra vez, pero el sol había quemado las plantas más delicadas, las que necesitaban agua diariamente… Mi marido y yo nos pusimos a trabajar de firme en el nuevo jardín; mandamos traer estiércol, plantamos las dalias, con un poco de retraso, bien es cierto, y al cabo de quince días nuestro jardín parecía el de una mansión señorial. Aquel año, el último, las dalias florecieron tan hermosas que cada flor parecía una cabeza de niño recién nacido. Las había de todos los colores, ¿sabe? Rojas como la sangre, amarillas, blancas y de color de rosa, un color de rosa tan delicado que cada hoja parecía una cinta de seda. Y el día que se abrió la primera dalia —había sido un botón duro como una piedra— supe, me lo dijo la panadera, que la vecina se casaba. Y vi la boda por casualidad, porque salí a la calle para barrer la acera. Ella llevaba un traje sastre azul marino y guantes blancos y zapatos blancos y un ramo de lirios atado con cintas que colgaban. No se ría; entré cantando al jardín y con una alegría tan intensa que pasé la mano por cada una de las dalias y las acaricié como si fueran mis hijos. Fui feliz durante todo el día, con una felicidad que no se puede explicar con palabras. No pude coser, iba de una habitación a otra, poniendo orden. Deshice las camas que ya estaban hechas, y cambié las sábanas y puse los cubrecamas de seda. Y preparé un poco de comida para cuando mi marido regresara del trabajo. Puse el mantel bordado en la mesita que hay cerca de la ventana y preparé natillas.

Cuando mi marido llegó, tenía todas las luces de la casa encendidas, y estaba cansada, y en cuanto le vi el alma se me cayó a los pies. Entró y cerró la puerta con tal desaliento que creí que estaba enfermo. Se dirigió hacia la habitación y lo seguí, sin abrir la boca, como si fuera su sombra. Se quitó la chaqueta y la dejó encima de la cama y se encaminó hacia la ventana y allí se quedó, plantado, como si fuera de madera. No me atrevía a hablarle. Cogí la chaqueta y recuerdo que andaba de puntillas como si hubiera entrado en la iglesia en el momento de alzar a Dios; y colgué la chaqueta en el colgador de detrás de la puerta. Y mi marido estaba allí, quieto, de cara al jardín y de espaldas a mí. Me acerqué y sin ni siquiera darme tiempo a preguntarle qué le ocurría se volvió y se me abrazó, y, ¿sabe?, lloraba… Y lloraba desconsoladamente, como yo durante las noches en que me sentía triste. No me dijo nada, no. Le pregunté por qué lloraba y no quiso contestar. Por fin se calmó y dijo: «Vayamos a dormir…». Parecía un niño. Me daba tanta lástima…

Hasta al cabo de muchos días no adiviné la verdad, ¿sabe? Y al preguntarle por qué lloró aquella noche, ponía mala cara y se enfurecía. Y durante muchos días y muchas semanas, de vez en cuando, no pude evitar preguntarle por qué lloró aquella noche y me desesperaba que no quisiera explicarme por qué lloró, y entonces era yo quien sentía ganas de llorar y era como si el mundo fuera negro, negro… Y apenas nos hablábamos. Sólo «sí», «no», «sí», «no»… y nada más. La sensación que me dominaba era la que debe de sentir alguien al ahogarse. Y, ¿sabe?, lo vi todo claro; mi marido se había ido enamorando de la chica de al lado y se sentía desdichado porque se había casado. Y al pensar que se había ido enamorando mientras yo tenía tanto miedo de que se enamorara me volvía loca. «¿Estás triste porque tienes que regresar a casa solo por la noche?», no pude evitar decírselo. «¿Quieres que vaya a recogerte?» Fue como si le hubiera picado una avispa. «Sólo faltaría que me hicieras hacer el ridículo.» Y entonces discutimos. Porque repliqué que el hecho de que una mujer fuera a esperar a su marido a la salida del trabajo no era ridículo, y él que sí y yo que no hasta la madrugada.

Después no nos hablamos durante quince días. Y cuando volvimos a hablarnos el gran disparate ya estaba hecho. Contemplé a mi marido y lo vi tal cual era. Y me dio una risa… Le faltaban tres muelas y sólo podía masticar por un lado de la boca. Y, al comer, se le veía una mejilla vacía y otra llena, lo cual le desfiguraba el rostro de un modo muy cómico. Y comía deprisa, como un animalito, y con los codos levantados, en el aire, y caminaba un poco de lado, como si fuera del café anduviera aún con la servilleta al brazo, y tenía los ojos ribeteados de rojo, y al sonreír, a fuerza de tanto hacerlo a la clientela por obligación, su boca adquiría un gesto especial.

Aquel invierno estuvo enfermo, ¿sabe usted? Tuvo una gripe muy mala que estuvo a punto de complicarse en pulmonía y entonces se asustó y se refugió en mí y se me entregó como un bebé. Y aún me enterneció. Pero, eso sí, cuando se repuso, empezó la comedia. Empezó a mortificarme, es decir, a hacer cosas para mortificarme, no puedo decirle qué clase de cosas, porque sería el cuento de nunca acabar, pequeñas cosas, ¿comprende? Todas con mala intención, y yo vivía crucificada.

El final del verano fue muy lluvioso. Todas las dalias estaban cabizbajas y tuve que apuntalarlas con cañas para enderezarlas. Y, poco a poco, iba llegando el otoño con sus días cortos y el aire fresco. Mientras mi marido comía, le servía y me distraía observando cómo comía, con aquella especie de furia, y con frecuencia no podía evitar reírme por debajo de la nariz. Y, al final, se dio cuenta. Recuerdo que, justo al día siguiente de haberse dado cuenta, llegó cargado con un rollo de cable eléctrico. No le pregunté qué quería hacer. El domingo siguiente lo pasó instalando un interruptor en nuestra habitación «para poder encender la luz del jardín sin tener que ir hasta el portón de la entrada». Al terminar, me dijo: «Enciende, enciende…, ¿ves?, ¿qué te parece? De este modo, si me retraso por la noche y crees que regreso con alguna chica, podrás iluminarnos sin tener que molestarte en ir hasta la entrada. ¿Qué te parece». «Muy bien», le dije.

A su debido tiempo, como cada año, arranqué las dalias y guardé los botones en un estante del trastero, en la azotea. Y el día 28 de octubre, lo recuerdo como si fuera hoy, se metió tranquilamente en la cama, apagó la luz y se durmió. Yo también. No sé el rato que debía de llevar durmiendo cuando sentí, aquí, en mitad del pecho, como un gran peso, es decir, como un peso, como una especie de opresión, y fui despertando como si aún estuviera medio dormida y regresara de muy lejos, y oí, perfectamente, pero como si se acercara entre nieblas, la voz de mi marido que decía: «Levántate, corre, levántate…». Me levanté con un gran sobresalto y mi marido, casi a empujones, hizo que me acercara a la ventana. «¿Ves algo?» «No.» «¿Ves algo?» «Espera.» Entonces encendió la luz del jardín y vi… Al principio creí ver una sombra apoyada en el tronco del mandarino, y cuando mis ojos lograron ver con más claridad vi que se trataba de una chica. «¿Quién es?» «Es una chica. ¿Crees que siempre voy con chicas, verdad? Pues, mira, incluso las tengo en el jardín.» «Es como un sueño», dije, y entonces él golpeó el cristal y la chica empezó a moverse muy despacio, como si no perteneciera a este mundo, se dirigió hacia la verja y, de no haber oído el ruido de los goznes, hubiera creído que todo, en conjunto, era una visión. Y mi marido se cogía el vientre con las manos y reía… No puede usted imaginar cómo reía. Al día siguiente me preguntó qué me había ocurrido por la noche porque, dormida, empecé a gritar que había una chica en el jardín. Y me hizo dudar. «No, no lo he soñado; es una broma pesada que tenías planeada desde hace tiempo, desde el día que instalaste el interruptor en el dormitorio.» Y cuando se fue al trabajo corrí al jardín, al pie del mandarino, para ver si encontraba algo, no sé qué, algo concreto, como una pluma dejada por un pájaro. No encontré nada. Ni una huella, porque al pie del mandarino la tierra era dura. Y pasé el día como loca pensando si lo que había visto por la noche en el jardín era realidad o sueño. Porque el sueño que le he contado antes, el sueño con mi padre, era distinto, era un sueño de verdad, pero lo ocurrido aquella noche era una broma de mi marido, y después quería volverme loca. Al oscurecer me encerré con llave y temblaba de miedo, y para vencerlo revolví cajones sin saber exactamente qué buscaba, y supe lo que buscaba cuando lo encontré: buscaba la fotografía de mi padre, porque, ¿sabe usted?, no soy de esa clase de mujeres que tienen las paredes de la casa llenas de retratos de la familia. Era una fotografía de cartón muy grueso, descolorida por los años y por la humedad, y la saqué del cajón: arrodillada y cogiéndola con ambas manos como si se tratara de una reliquia. El tiempo había borrado la parte superior del rostro, pero los ojos se veían perfectamente y rebosaban tanta bondad que los míos se llenaron de lágrimas. Me dirigí hacia el dormitorio y coloqué la foto de mi padre encima de la mesilla de noche, de pie, como un jarrón, y hacía tanta compañía… Aquel día empecé a vivir con mi padre. Hablaba con el retrato. Le decía: «Voy a la compra, ¿eh? No sufra, vuelvo enseguida». Y tenía la sensación de que mi padre me miraba y contestaba: «Ve, ve». Aquel año mi marido y yo nos separamos. Me costó mucho porque él no quería separarse y decía que ya éramos demasiado viejos para cometer una locura, pero, mire usted, nada pudo evitarlo; en cuanto lo veía me entraba como una desazón y no me quedaba tranquila hasta que se marchaba. Ahora él vive en casa de unos sobrinos y si nos encontramos por la calle nos damos la mano y me dice: «¿Cómo te encuentras?», y yo le digo: «Bien, ¿y tú?». Y, ¿ve usted?, nunca más ha habido dalias en esta canasta. A veces, cuando hay demasiada hierba, la arranco y cavo un poco la tierra para que no haga mal efecto y si veo dalias en algún escaparate siento como una especie de mareo y tengo ganas de vomitar, usted perdone.

AGUJA ENHEBRADA

SUSPIRÓ PROFUNDAMENTE, se sentó y cogió la prenda de encima de la mesa. Bajo la lámpara de pie adornada con una pantalla de pergamino que un pintor fantasista había decorado con las pirámides rodeadas de un paisaje de palmeras de color sepia, el satén blanco brillaba como agua herida por el sol. Unas letras doradas impresas en el orillo indicaban la manufactura y la calidad del tejido: «Germain et Fils. — Caressant».

Maria Lluïsa enhebró la aguja, cortó el hilo con los dientes, lo anudó y prendió la aguja enhebrada en su bata, en el pecho. «¿Cómo será la novia?» Nunca veía a las clientas. Mademoiselle Adrienne, directora del taller, probaba y preparaba las prendas; una vez cortadas e hilvanadas, pasaban a las empleadas. «¿Cómo será? ¿Rubia? ¿Morena?» Sólo sabía que su talla era la 48. «Parecerá un fardo.»

Rió y con las manos en alto desdobló el camisón. En la parte izquierda, había un ramo de encaje que formaba arrugas. «Ni que lo hicieran adrede para hacerme perder el tiempo.» Puso el camisón en el maniquí, deshilvanó el ramo y lo fijó con alfileres. Trabajaba un tanto absorta, con la boca medio abierta y la punta de la lengua entre los dientes. Calculaba el tiempo que tardaría en coser el encaje. Treinta y seis horas, sin entretenerse demasiado. En el taller diría cuarenta y dos. Al fin y al cabo, si era rápida en su trabajo, no tenía por qué regalárselo. Seis horas en cada guirnalda. Tenía que repasar el dibujo hoja por hoja y flor por flor; después recortaría el tul, lo «haría saltar». Era un trabajo delicado que requería habilidad y paciencia. Cuarenta y dos horas a dieciocho francos.

Quitó la camisa del maniquí, se puso el dedal y cogió la aguja. El oficio le gustaba por varias razones, pero sobre todo porque le permitía entrever un universo de lujo y porque, mientras las manos trabajaban solas, podía soñar. Por eso prefería trabajar en casa y por la noche. Cuando llegaba del taller con un nuevo encargo, deshacía el paquete, muy despacio, y acariciaba las sedas y las puntillas. Si alguna vecina subía para admirar aquellos delicados trabajos, los exhibía con orgullo, como si las muselinas y los crespones le pertenecieran. Los azules y los rosas y algún lila de vez en cuando endulzaban su corazón de solterona cansada.

Cosía deprisa. Clavaba la aguja con mucha seguridad y daba bruscos tirones del hilo. De vez en cuando recogía la tela que se deslizaba hacia el suelo y con gesto preciso volvía a colocarla en su falda. Entre los cabellos tirantes, de un castaño claro, brillaban algunos hilos de plata. A ambos lados de la boca, muy pequeña, dos profundas arrugas endurecían su congestionado rostro de apoplética.

«Dentro de tres o cuatro años —pensaba— me estableceré por mi cuenta. Colocaré una placa de metal en la puerta: “Maria Lluïsa. Lencería?.» En el taller se morirían de envidia. Sobre todo Mademoiselle Adrienne. Trabajaban juntas desde hacía diez años y se detestaban cordialmente. Ambas vivían exasperadas por el hecho de no poder saber el dinero que la otra poseía. A veces Mademoiselle Adrienne subía del probador con un paquete y lo escondía debajo de la mesa sin decir nada, como una urraca. Al verla entrar con un paquete palidecía de rabia; después, una oleada de sangre le subía hasta las raíces del pelo, se extinguía lentameme dejando unas manchas brillantes, rojas, en los pómulos y en la punta de la nariz. «Tendré empleadas a mis órdenes, crearé modelos, el taller llevará mi nombre y las clientas me harán regalos. Es mejor que casarse. Cocinar para un hombre, lavar la ropa de un hombre, tener que soportar a un hombre día y noche… para que cuando seas vieja le eche el ojo a una jovencita…» Sonrió y contempló condescendientemente el camisón de novia.

Pero antes de alcanzar el sueño…

Resultaba evidente que él moriría joven. Lo veía tal como era hacía quince días, con el pelo blanco, los ojos ardientes e inquietos, las mejillas chupadas, vibrando con un temblor casi imperceptible dentro de la vieja sotana manchada, con los codos deslucidos y con hilachas en las bocamangas. El primer día que acudió a la clínica para velarlo oyó musitar a las enfermeras: «Es la prima del cura». Se había puesto el sombrero oscuro con el pájaro negro, de ala ancha en el lado derecho. Con los años uno de los ojos del pájaro se había caído y el polvo se cobijaba en la órbita vacía. No se atrevía a cepillarlo por temor a desplumarlo. En primavera lo haría arreglar: «Mandaré quitar el pájaro y que pongan un bonito ramillete de flores».

Bostezó, hundió la aguja en la prenda y se frotó los ojos. Hacía seis noches que dormía mal, seis noches que lo velaba medio sentada, medio echada en un sillón. Cuando el médico le dijo que debería ingresar en una clínica, su primo le mandó aviso: «Pondré cien mil francos a tu nombre porque si estoy enfermo durante mucho tiempo necesitarás dinero. Las operaciones son caras y quisiera que fueras tú quien se encargara de todo». Ella había ocultado la enfermedad a los demás parientes, no fuera a darse el caso de que a última hora, en un momento de debilidad, olvidara viejas rencillas y les dejara algo. Lo había velado sola y también habría pasado aquella noche sentada en el sillón, a la cabecera de la cama, si en el taller no le hubiesen encargado aquel trabajo urgente. Él la habría recibido como cada noche, con una sonrisa extenuada: «Suerte que te tengo a ti, Maria Lluïsa». Y ahora ella, como cada noche, escrutaría aquel rostro de color de cera manchado de sombras vagas, con toda la vida ardiendo en los ojos.

Se quitó el dedal, cogió las tijeras y empezó a cortar el tul sobrante. Imposible distraerse, porque un tijeretazo irreparable en la tela se daba en un abrir y cerrar de ojos. Adrienne revisaba su trabajo meticulosamente. No se le escapaba nada, ni una costura ligeramente torcida, ni unas puntadas demasiado largas. «Maria Lluïsa, esas tablas no me gustan.» Desviaba un ojo y, para examinar el trabajo, tenía que acercarse la tela casi hasta la nariz, pero diríase que el diablo le hubiera concedido una especie de doble vista milagrosa.

Aquel invierno había ido a trabajar al taller todas las tardes para no tener que calentar la casa. Un día llegó algo tarde. Hablaban de ella. Se detuvo en el rellano de la escalera y escuchó:

—… Cuando entré, el cura estaba sentado en el comedor…

Era la voz de la planchadora, Madame Durand, una mujer mayor, alta y pálida, que vivía en un permanente estado de irritación. Las demás reían. ¡Qué pensarían de ella…!

Ahora no podrían decir nada malo. Al salir de la clínica, su primo viviría con ella. Tendrían criada. Un operado, con una sonda para poder orinar, un santo varón que se pasaría los días rezando y esperando la muerte con resignación.

Acabó de coser otra flor. Había ido envejeciendo así, encorvada sobre las prendas que cosía.

—Maria Lluïsa —le decía él, de niños—, ¿quieres ir a coger ranas?

—Cuando termine de limpiar el gallinero.

Si sus padres no lo hubieran obligado a estudiar para hacerse cura, quizá se habría casado con ella. Pero entonces él era el hijo de la hermana más pobre y aún no había heredado del tío de Dakar. Era un jovencito enfermizo, que siempre llevaba un pañuelo en el cuello sujeto con un imperdible.

Un golpe seco en la cocina la vació de todos aquellos fantasmas. Dejó el camisón encima de la mesa y fue a averiguar qué ocurría.


Picarol dormía en un rincón. La luz debió de haberlo despertado: se levantó, estiró las patas delanteras y arqueó el lomo.

—No te asustes, Picarol.

Recorrió la cocina con mirada febril. En un extremo del fogón había media docena de botellas de vidrio.

«Habrá fermentado el tomate.»

Encontró el tapón de una de las botellas en el hornillo de gas. Olió la botella antes de volver a taparla. Otro litro de tomate en conserva listo para tirar. Abrió el armario y, satisfecha, contempló las provisiones. Había chocolate, galletas, un pote lleno de café, otro de té, cinco kilos de azúcar, una hilera de potes de barro llenos de oca y de pollo cubiertos con su grasa. Y en el estante superior, las mermeladas. Y dos botellas de ron: dos. Y todo aquello en plena guerra. «Quizá quiera una copita de ron cada día…, y el ron…»

Salió de la cocina llena de tristeza. Aquellas provisiones le costaban mucho dinero y muchos pasos. Mucho ir detrás de la gente y hacer favores. Las administraba como un tesoro. Cuando el primo viniera se las repartirían. A medianoche tomaba un tazón de chocolate, pero sólo las noches que hacía mucho frío, por pura necesidad para poder trabajar hasta el alba. Quizás a él también le gustara el chocolate.


—Adelante.

Habían llamado. La puerta se entreabrió y apareció una cabeza con unos ojillos azules, vivos, alegres.

—¿Se puede?

Palmira vivía en el piso de abajo. Desde que el primo estaba en la clínica, le preparaba la comida y, cada noche, le subía dos botellas de agua caliente.

—¿Las once ya? Cómo pasa el tiempo…

—¡Volando, volando! Y usted trabaja demasiado. No se levante, no. Yo misma las pondré en la cama. Es mejor ponerlas ahora, están calientes.

Palmira entró en el dormitorio. «Tendré que regalarle un cuello —pensó Maria Lluïsa—; le encargaré el festón a Simone, va más deprisa que yo.»

—¿Cómo está su primo?

Palmira había salido del dormitorio. Se frotaba las manos con fervor. Le faltaba el índice de la mano derecha: algunas arrugas de la piel se unían, formando un remolino, en la punta de un puñado de carne inútil.

—Algo mejor. Quizá puedan traerlo a casa dentro de dos semanas. ¡Pero ha quedado tan débil…!

—¡Pobre hombre! ¡Si al menos tuviera cura! No me la imagino a usted con otra persona en casa… Con un enfermo…

Palmira se le había plantado delante y contemplaba maravillada el camisón. Maria Lluïsa seguía cosiendo.

—Si no tuviera que trabajar para poder vivir resultaría más agradable: incluso agradable. Pero… «¡Qué pesada! —pensaba—, ¡podría largarse de una vez!»

—Y los medicamentos. Ahora deben de ser carísimos…

Palmira no podía apartar la mirada de aquel montón de nieve resplandeciente que no se atrevería a tocar. «Si le enseño el camisón se quedará otra hora.»

—¡Hale, Palmira, a dormir!, acuéstese, acuéstese, que usted tiene que madrugar.

Palmira suspiró y, llena de pesadumbre, se dirigió hacia la puerta.

—Buenas noches. Y no se acueste usted muy tarde.


Sí, los medicamentos son caros. La clínica, el médico y ahora los medicamentos. ¿Qué quedaría de los cien mil francos? Aquel montón de billetes iría desapareciendo poco a poco. «Quizá no baste con una operación. Quizá no quede suficientemente bien y haya que repetirla», dijo el médico de la clínica, y la miró con aspecto compungido mientras limpiaba los cristales de las gafas con un pañuelo blanco, resplandeciente. Si no bastara con una operación y, al final, se le ocurriera dejar el dinero a los otros parientes… ¡vaya jugada! Claro que podía… En tal caso, todo saldría redondo. ¿Cómo podía hacerlo sin que nadie notara nada, ni adivinara nada? No sería la primera en hacerlo. Ni la última. Aumentar la dosis. Poco a poco. Él estaba ya muy débil y todo el mundo lo daba por acabado. Quizá sólo viviera un mes… El doctor Simon la atendía desde hacía muchos años. Era un viejecito lleno de bondad, un tanto ausente, que sólo conservaba algunos antiguos clientes. No notaría nada. Sus visitas se parecían más a las de un pariente anciano y achacoso que a las de un médico. Veinticinco, treinta, treinta y cinco gotas. Acabaría en un par de meses. ¿Cómo saberlo con seguridad? Al ir a la farmacia a comprar las gotas esperaría a que no hubiera nadie. Cuando tuviera el frasco y ya hubiera pagado, con la mano en el pomo de la puerta y a punto de salir, se volvería: «Señor Pons, este medicamento no es peligroso, ¿verdad? Si algún día perdiera la cuenta no le haría ningún daño…». Él quizá dijera: «¡Oh, sí, tenga cuidado! Sólo veinte gotas». Debería preguntarlo con mucha naturalidad, quizás con un poco de inquietud. «Es mejor saberlo, ¿no?» El señor Pons era muy pulcro. Se acariciaría la barbita blanca y la miraría, sonriendo, por encima de las gafas, agachando ligeramente la cabeza entre aquellas dos grandes esferas de cristal, una de color verde y otra de color de caramelo, que había encima del mostrador. El frasco sería pequeño, con un cuentagotas de caucho, el vidrio frío, el líquido un poco turbio. No sufriría. En el fondo, sería bueno para él. Se iría despacio, lentamente.

Pronto podría establecerse por su cuenta. En un piso de una calle céntrica: en el Cours Clemenceau, por la Place Tourny. Salón con dos balcones a la calle, media docena de butacas tapizadas de damasco color crema, un espejo con un marco dorado y algunos grabados antiguos de modas, enmarcados, repartidos por las paredes. Muy soleado. «Me llevaré a Simone, es la que mejor hace el festón, y a Rosa, la mejor bordadora.» Se llevaría a las dos hermanas indochinas, quietas como dos gatitos, que se pasaban las horas trabajando sin abrir la boca y sólo levantaban la cabeza para sonreír. A Madame Durand no la querría. Ya encontraría una buena planchadora, era lo de menos. ¡Menuda cara pondría Adrienne al ver que las mejores empleadas la abandonaban! Pelada como una rata. Cada año iría a París a buscar modelos. Viajaría en primera clase, coche cama, asientos de terciopelo y el cenicero resplandeciente empotrado debajo de la ventanilla. Cada temporada encargaría unas tarjetas para enviar a las clientas, orladas con espirales caligráficas y, en medio, su nombre en letra inglesa. Perfumadas. Las dejaría en una caja acolchada durante unos días y, antes, echaría unas gotas de perfume… Si aumentaba la cantidad de gotas demasiado deprisa podría descubrirse todo. Y quizás lo hiciera sufrir. Hacía tiempo había leído La sombra rosa. Un notario que envenenaba a tres personas por un asunto de documentos robados. Les ponía arsénico en el café. Pero había prestado el libro a Adrienne: todo el taller lo había leído. Las gotas: era un método más seguro. Veinticinco, después treinta… La mano le temblaría un poco y el vidrio del cuentagotas tintinearía contra el vaso. Una, dos, tres, cuatro… Unas gotas perfectas, redondas, ligeramente deformadas por el peso antes de desprenderse. Al llegar al agua parecían convertirse en vaho. Cinco, seis, siete…

En el reloj de la catedral sonaban doce campanadas. Abrió los ojos, redondos, como si acabara de despertar. «¿En qué estaba pensando?»

Había terminado el hilo y tendría que enhebrar de nuevo la aguja. Bostezó. De repente, a medio bostezo, tuvo conciencia de lo que había imaginado y se sintió sobrecogida por el espanto. Poco a poco, cerró la boca y se frotó los ojos.

—¡Virgen Santa! —dejó el trabajo encima de la mesa. Tenía demasiado sueño y los ojos le dolían. Era mejor dejarlo. Se quitó la bata, el jersey, la falda, las enaguas de lana y se quedó con la camiseta y los calzones de punto, de color de rosa, largos hasta las rodillas. Contempló el camisón de novia. «¿Cómo me sentaría?» Se plantó frente al armario de luna y se lo puso. Era menuda y le sobraba ropa por todas partes. Anudó la cintura y con las manos extendió la falda hacia ambos lados. Dio varias vueltas.

«Si me hubiera casado con mi primo, me habría hecho un camisón blanco, blanco. Como éste.»

Tuvo la sensación de que algo le obstaculizaba la garganta, apretándola. Se le empañaron ligeramente los ojos.

—¡Qué tonta eres, hija!

Se quitó el camisón, despacio; lo dobló con cuidado, lo dejó encima de una silla y apagó la luz. Se tendió en la cama, a oscuras. Al amanecer seguía llorando.

VERANO

SE DETUVO FRENTE A UN ESCAPARATE lleno de paraguas, y su amiga, que ya se había adelantado unos pasos, de repente se volvió: «¡Carme, nos perderemos!». Se llamaba Carme. Las siguió desde Travessera, donde trabajaba desde hacía seis años, hasta la calle Pàdua.

Ahora, apoyado en la barandilla de la galería, era como si todavía siguiera aquel vestido vaporoso, gris perla, con flores estampadas de un color rosa muy pálido, ligeramente malva. Un vestido fresco y dulce. «Carme, Carme.» Se detenía frente a todos los escaparates de objetos bonitos y la amiga tiraba de su brazo apartándola de tanta tentación. En la calle Pàdua, cerca de la calle Zaragoza, entraron en el establecimiento de una planchadora. «Se plancha con lustre.» El sol daba de lleno en los cristales y no le permitía ver el interior. Y, así, la perdió… porque era tarde y porque un chiquillo que jugaba a la pelota dejó de jugar y lo contempló con algo de curiosidad y algo de desconfianza. Y ahora no podía arrancársela del pensamiento. No podía arrancarse del pensamiento el vestido, ni las piernas, ni…; tenía la piel tersa, morena, mate: la parte inferior de la falda ondeaba a cada paso, a cada paso. Al más leve movimiento.

En pie, con las manos en los bolsillos del pantalón, con la camisa medio desabrochada, contemplaba el cielo que iba oscureciendo y que, poco a poco, se manchaba de estrellas.

—Más valdría que me ayudaras a quitar la mesa y dejaras de hacerte el señorito.

Una golondrina entró, chillando. Hacía ya tres años que anidaban en la galería y, cada primavera, traían un poco más de barro.

—Siempre me queda algo por hacer, en cambio tú… ¿Recuerdas que se rompió la cuerda del tendedor y que hay que cambiar la mosquitera de la cama del niño? No, claro. No piensas en nada. Contemplando el paisaje. El señorito contempla el paisaje: que nadie lo moleste. Más valdría que dejaras de pensar en las musarañas y fueras a buscar a tu hijo. Pronto parecerá un perdulario.

—Ya es mayorcito, ¿no? Conoce perfectamente el camino.

—Veremos qué cara pones el día que te lo atropelle un coche.

¿Dónde demonios pretendía que lo atropellara un coche si por su calle jamás había circulado ni un carro? Diríase que ella le hubiera adivinado el pensamiento.

—El otro día fue solo hasta la calle Wagner, y sin tu permiso, que yo sepa. Si no solucionas pronto ese asunto, cualquier día lo matará un camión en la plaza de la Bonanova.

—No podemos atarlo con una cuerda, ¿verdad?

El olor de las flores ascendía desde los jardines. Allí, en la galería, los divisaba todos. La palmera de los Codina extendía sus abanicos polvorientos en el aire denso. El árbol más oscuro era el níspero, alto, viejo, con el tronco liso, sin un nudo y con las hojas tersas como si fueran de cartón. Se pasó una mano por la frente, por el cuello: sudaba. Un mosquito lo asediaba, con saña. Si, de repente y por arte de magia, se hallara en un bosque… Si pudiera pasar la noche en un bosque… Al fin y al cabo, la vida… En la vida sólo eso merece la pena. Sólo eso. La noche. Una muchacha. Sólo eso. Y aun eso es terrible, como el dolor, como la muerte… Uno podría darlo todo por una muchacha como aquélla. «Carme, Carme.» ¿Por qué una chica guapa tiene siempre una amiga fea? La amiga llevaba un paquete, ropa para la planchadora, seguro. «Se plancha con lustre.» Las letras del letrero eran negras, excepto las mayúsculas, que eran rojas. Carme… Pronunciaría su nombre en voz muy baja y, así, con sólo repetir su nombre, iría haciéndola suya.

—¿Quieres vaciar el cubo? No tengo fuerza suficiente.

—¿Cómo?

—¿Estás dormido? Pregunto si puedes vaciar el cubo en el lavadero; no tengo fuerza para alzarlo.

—Ya voy.

—Pero ¿qué te ocurre?

—Tengo calor y sueño… eso es todo.

Vació el cubo. La mitad del agua cayó al suelo. La cocina se llenó de olor a lejía.

—Si lo hubieras hecho bien me hubiera llevado una sorpresa.

Encendió un cigarrillo y volvió a la galería. Al cabo de un rato, desde el comedor, su mujer dijo:

—No puedo más, ¿oyes? Me acuesto. Si el niño no ha regresado a las diez, haz el favor de ir a buscarlo.

—¿Quieres dejarme en paz? —Se volvió bruscamente, con los ojos llenos de ira.

—Grita, grita si te apetece… Al fin y al cabo, si los Puig han invitado al niño a cenar, todo eso que nos ahorramos. No andamos muy sobrados.

—¿Quieres acostarte de una vez? ¡Estás de un humor de perros!

Su mujer nunca fue tan bonita como la muchacha de aquella tarde. Nunca llevó un vestido tan adecuado. ¿Dónde encontró aquella tela? Llevaba once años vendiendo sedas y lanas, lanas y sedas, y nunca había pasado por sus manos un crespón gris con flores y ramas rosas tan acertadas. Nunca, como aquella noche, había sentido un deseo tan concreto. Cogerla y llevársela a un bosque. Un bosque que oliera a pinos: y que los pinos rebosaran luna. Quizá había cambiado con los años, pero al revés de los demás. Su juventud quizás empezara ahora, cerca de los cuarenta; o quizá durara más de lo que se decía. La verdadera juventud, con ese sabor a fuego y a tierra que le subía desde el corazón.

Llamaron a la puerta de la casa con una violenta patada. Su hijo entró, veloz como una golondrina, y se dirigió directamente hacia el comedor.

—Hemos cogido un grillo —sudaba, colorado, con un mechón de pelo pegado a la frente.

—¿Cuántas veces tendré que repetir que no quiero que llames a patadas?

—Dame una caja grande. Aquí se ahogará.

—A la cama, rápido. Tu madre se ha acostado hace rato, cansada de esperarte. Y lávate la cara, pareces un gitano. Y las manos.

El chiquillo obedeció. Sus ojos chispeaban de excitación. Al regresar de la cocina, con la cara limpia, cogió la caja de cerillas en cuyo interior guardaba el grillo y se la llevó a su habitación.

Cuando él y su mujer fueran viejos, cuando quizá hubieran muerto, su hijo también experimentaría aquel sentimiento. Ya casado y con hijos, un día, de repente, en verano, al regresar del trabajo, suspiraría por unas faldas de seda por encima de unas piernas desnudas.

Aún volvió a salir a la galería. Era de noche. Se pasó una mano por la frente, por el cuello. Treinta y ocho a la sombra. Treinta y ocho grados a la sombra. Su edad. Sintió escozor en el dorso de la mano. El mosquito le había picado mientras contemplaba los jardines. Reparó en los claveles: morían de sed. La albahaca estaba amarilla; siempre fue raquítica. Pero… no tenía ganas de regar, ni de nada.

—¡Niño! ¡Ven a regar las plantas!

El chiquillo salió de su cuarto, con la camisa fuera del pantalón.

—¿Has buscado la caja para el grillo?

—No. Mañana será otro día.

El chiquillo regresó a su habitación. Tuvo ganas de ir en su busca y de obligarlo a regar los claveles, a bofetadas. Porque seguro que lo había oído… «¡Qué más da!» Tampoco a él le apetecía hacer nada. Si hubiera hecho menos calor habría podido ir al cine. Salir. Dejarlo todo y largarse.

El chico volvió al comedor, se le acercó.

—Buenas noches, padre.

Ambos pensaban en los claveles. Se acostaría también, y si el calor le impedía dormir saldría a la galería y se tumbaría en el suelo hasta el amanecer. Se quitó la camisa, el pantalón, toda la ropa. Se acostó en la cama, despacio, para no despertar a su mujer. Quizá volviera a verla mañana… Su mujer dio media vuelta. Era menuda, frágil. Hacía tres o cuatro años estuvo muy enferma y se había desmejorado mucho. Se cansaba enseguida y tosía todo el invierno. El médico decía que no tenía importancia. De pronto, ella suspiró. Un suspiro breve, justo para dar señales de vida. Una gran pena lo invadió. Sí, sí, una gran pena. Sin saber exactamente por qué…

GALLINAS DE GUINEA

SE HABÍAN TRASLADADO DE CASA y era la primera noche que dormían en el piso nuevo. Estaba todo patas arriba y en desorden: la ropa, fuera de los armarios; las cazuelas y los platos, en el suelo del comedor; las lámparas, desmontadas; los sacos de carbón, en el pasillo, junto a la máquina de coser; los dos espejos, arrinconados de cara a la pared; los cuadros y el calendario, encima de la mesa.

Quimet había dormido mal: al clarear el día, un rayo de luz, recto como una espada, había entrado en la habitación a través de la rendija del postigo mal ajustado, con todo el bullicio del mercado. Había soñado que un chico mayor que él comía una pastilla de chocolate y que, poco a poco, se volvía negro.

Su madre le había lavado la cara y lo había peinado. Tenía, justo en medio de la cabeza, un remolino de pelo rebelde que nada podía dominar, una rodilla pelada, las uñas bastante negras, una peca marrón en la frente y las orejas ligeramente en forma de abanico.

—Baja a jugar; pero, sobre todo, no te muevas de la plaza. Toma: cuando acabes de comer el pan y el chocolate, sube a beber la leche. Sé bueno y no comas el chocolate solo, sin pan.

Con el pantalón holgado, largo hasta las rodillas, arreglo de un pantalón viejo de su padre, y con un jersey blanco un tanto desteñido y un poco ajustado, Quimet salió al rellano de la escalera.

Dio un mordisco a la rebanada de pan; una vez acabara con el pan, comería el chocolate solo. Solo era más rico: dulce y pastoso, se pegaba a los dientes, al paladar; la lengua lo desengastaba poco a poco y se convertía en una especie de jarabe divino. Descendió lentamente la escalera, a saltos, porque con una mano en la barandilla sólo avanzaba, por prudencia, con un pie.

Salió al exterior, se sintió algo forastero y se sentó en un escalón de la entrada. La plaza era redonda, no muy grande, y en ella convergían cuatro calles. En el centro, se levantaba el mercado. Tenía cuatro portaladas, una frente a cada calle, y en cada una había unas grandes cortinas de lona a rayas blancas y rojas.

Quimet miraba. El cielo estaba cubierto, descolorido, un cielo otoñal sin golondrinas. Ante él, junto a la acera, había un montón de basura. Mientras mordisqueaba tranquilamente el pan, descubrió un ramo de flores marchitas entre las basuras, un clavel oscuro fresco aún, hojas de col y de lechuga, rabos de puerros y algunos tomates partidos, llenos de pepitas blancas y brillantes. Deseó coger unas pocas y meterlas en la caja de cerillas vacía que llevaba en el bolsillo; luego las plantaría en un tiesto y lo pondría en el balcón. Pero estaba muy perezoso por haber dormido mal. El pulgar iba formando un hoyo en la pastilla de chocolate.

Pasaban mujeres ajetreadas, cargadas con cestos, que desaparecían en el interior del mercado, de donde procedía un enorme ruido. Pasó una anciana muy decidida, con una verruga en la barbilla. Llevaba un capazo lleno de provisiones que casi le rozó la nariz. Por un lado del capacho sobresalía la cabeza de un conejo. Se quedó boquiabierto. Oh, aquellas orejas tan cortas y el morrito desazonado y rosado, con los bigotes largos para poder tirar de ellos…

Un hombre vestido de azul, que empujaba una carreta llena de cajas de averío, se acercaba en dirección contraria a la de la anciana. Las gallinas y los pollos sacaban la cabeza entre los barrotes de madera. En la caja situada en la parte superior, y mezclada con varias gallinas, una oca blanca, oriental, con el pico de color amarillo chillón y los ojos negros como agujones, estiraba un cuello larguísimo.

«Si fuera mía —pensó Quimet—, le ataría un cordel a la pata y la llevaría de paseo. La llamaría “Avellanita”.»

Se levantó y siguió al hombre de la carreta. El hombre se detuvo frente a la puerta del mercado y empezó a descargar cajas.

Plantado ante el hombre, Quimet no lo perdía de vista. El hombre cogió una caja y entró en el mercado. Quimet, maquinalmente, lo siguió. Le pareció que la oca se había fijado en él y que aquellos ojillos lo miraban. La luz era triste en el interior del mercado. Gran cantidad de verduras y de fruta se amontonaban en los estantes y en los mostradores. Las vendedoras hablaban con los clientes. Era un estallido de vida y de color. Entre una cesta de tomates rojos, maduros y carnosos, y otra de judías verdes, finas, había una gran cesta de berenjenas. Un complejo perfume de flores y de pescado llegaba desde los puestos del fondo.

Quimet y el hombre de la carreta llegaron a la zona de los puestos de averío. Conejos muertos, pollos con las alas dócilmente cruzadas a la espalda, perdices abigarradas, ocas medio abiertas con el vientre lleno de grasa y la carne sanguinolenta, se mecían colgados de ganchos de hierro.

Cinco gallinas de Guinea alineadas del cuello. La que cerraba la hilera aún se debatía: repentinos aletazos intentaban inútilmente el vuelo. Dos hombres altos y robustos se habían acercado y miraban:

—En mi país no las matan así.

La dueña del puesto, seca y enlutada, con delantal y manguitos blancos, los labios delgados muy prietos, completamente absorta en su trabajo, sin esperar a que la gallina acabara de morir, descolgó toda la hilera y la arrojó encima del mostrador, sobre un montón formado por otras veinte ya muertas.

Entonces sacó un ovillo de cordel del bolsillo del delantal, se dirigió hacia la jaula todavía llena de gallinas y cogió otra que empezó a chillar estridentemente. Era de un color gris oscuro: sus plumas aparecían cubiertas por menudísimos puntos blancos, y presentaba una pincelada blanca, radiante, en el extremo de cada ala.

No sin dificultad, le ató el cordel al cuello, apretó con todas sus fuerzas y la colgó. La gallina, por un momento, se quedó atónita, inmóvil, con la cabeza torcida y los ojos desorbitados. Después, abrió las alas, con las patas encogidas hasta el vientre, preparada para un último vuelo mortal.

Quimet, con la pastilla de chocolate entre los dedos y con un trozo de pan a medio masticar en la boca, observaba sin respirar.

La mujer se dirigió hacia la jaula y cogió otra gallina. El animal emitió un arrullo espeluznante y lastimero. Con el cordel sobrante que colgaba del cuello de la que agonizaba y ya empezaba a cerrar los ojos y a estirar las patas, le ató el cuello y la colgó. Se repitió la tragedia: tras quedarse un momento aturdida, de repente abrió las alas, en toda su amplitud, como crucificada, y se debatió desesperadamente; con las uñas crispadas se había aferrado a la cabeza de su vecina, que se alborotaba de nuevo. Cuanto más se debatían, más tiraba del cordel, y las plumas del cuello se empapaban de sudor o de sangre. Una tercera subió a hacer compañía a las colgadas y una cuarta y una quinta. La última era de un gris menos oscuro, más blanquecino: tenía la cabeza más grande, pero el cuello era tan elegante como el de las otras. Se quedó un momento con el pico abierto y un violento jadeo hizo que las plumas del pecho ondeasen. Después, se le cerró súbitamente el pico y se le volvió a abrir, despacio: la lengua, delgada y puntiaguda como un pistilo, palpitaba indefensa. Aquélla tardaba mucho en morir. Cuando Quimet pensaba: «Se acabó», movía de nuevo las alas; las abría lentamente, las batía con furia y la brusca ventada hacía bailar la hilera de colgadas. De repente, empezó a gritar: era un último grito de auxilio dirigido a los campos, al cielo azul, al espacio inundado de luz y de polen, surcado de pájaros. Pero los párpados se levantaban, firmes, y detrás de aquella cortina móvil los ojos estaban ya vidriosos.

—Mentira parece que se pueda ser tan bestia —dijo una anciana que pasaba a su acompañante jorobada y apergaminada. Miraban indignadas a la vendedora, como si fuera un verdugo—. Colgar a esos pobres animalitos.

La vendedora se hizo la sorda. Cuando las ancianas desaparecieron, se dirigió a los dos hombres que seguían allí mirando.

—Así son más sabrosas. Toda la sangre queda dentro.

Entonces se produjo un incidente: el montón de gallinas muertas que había encima del mostrador se deslizó y muchas de ellas cayeron al suelo. Un gato enorme, lustroso, paseaba por los alrededores del puesto, atento y cauteloso. A la vendedora no debía de hacerle mucha gracia, pues, muy asustada, exclamó:

—¡Tú, niño, ayúdame a recogerlas! ¡Deprisa!

Como hipnotizado, Quimet dejó el pan y el chocolate en un extremo del mostrador y, pálido como la cera, con los ojos muy abiertos y las piernas trémulas, empezó a recoger aquellos cojines de pluma caliente, tan esponjosos.

Las cogía una a una, les pasaba la mano por debajo del vientre y las levantaba hasta el mostrador. Evitaba el contacto con las cabezas menudas que oscilaban al final del cuello flexible. Sentía un peso en el pecho, como si el sufrimiento de aquellos animales muertos le oprimiera los pulmones y le impidiera respirar. Al pensar que uno de aquellos cuerpos muertos podía empezar a aletear de repente, que las alas podían golpearle la cara, la frente se le perlaba de sudor.

—Gracias, niño. Toma, por tu trabajo.

La vendedora le dio una manzana, pero no la cogió. Cogió el pan y el chocolate y echó a correr. Salió al exterior, cruzó la calle, subió deprisa la escalera y entró jadeando en el piso. Encontró a su madre en la cocina y se abrazó a sus faldas.

—¿Qué te ocurre? ¿Aún no has probado el chocolate?

Quimet estalló en violentos sollozos. Lloraba ruidosamente, con la boca abierta y con los ojos tan cerrados que quedaban reducidos a arrugas.

—¿Qué te ocurre? ¿Te han pegado? ¿Qué te pasa?

A cada pregunta negaba con la cabeza y no dejaba de llorar. Volcaba toda la pena, todo el dolor almacenado. Una vez apaciguada la crisis, con el pecho todavía sacudido por los efectos del llanto, como si de repente hubiera crecido, dijo:

—Estoy tan triste…

EL ESPEJO

EL MÉDICO LA ACOMPAÑÓ hasta la puerta y le estrechó la mano.

—Ahora, señora, todo depende de usted. Ya le he dicho que no es grave, pero tenga en cuenta que, para un diabético, el régimen es más importante que los medicamentos, o, al menos, tan importante como los medicamentos.

Como no sabía qué decir, sonrió y empezó a bajar la escalera. Tenía las manos y los pies helados: la frente le ardía.

En la calle, la luz llameante de verano la deslumbró. Los vaporosos vestidos de las muchachas, los tranvías amarillos, los automóviles acharolados, los verdes follajes de los árboles, conformaban un tumulto de vida incandescente, pero algo irreal, en la luz implacable. Se sentía débil. Todas aquellas formas movedizas poseían un toque excesivo de color que le producía un ligero mareo. «Gluten, Gluten…» Diríase que aquella palabra, pronunciada en voz baja, le llenaba la boca de una pasta amorfa, carente de sabor.

Se detuvo frente al escaparate de una joyería. En los estantes escalonados, forrados de terciopelo violeta, los brillantes de los anillos y de los broches despedían helados reflejos. En el centro, había un pájaro de oro con alas incrustadas de rubíes y los ojos de esmeraldas. «En mi época —pensó— estaban de moda los diamantes.» Y siguió: «He ido dejando por Francia todas las joyas que tenía cuando era joven y que me regaló mi marido. ¿Qué diría si no hubiese muerto? Ni siquiera puedo imaginarlo… los muertos infunden miedo porque están muertos… ¡Lo que me llevaré a la tumba…!; quieta, quieta…». Contemplaba las joyas, una a una, y se esforzaba por olvidar el mal rato pasado en la consulta del médico. Sudaba de angustia mientras le tomaba la tensión sanguínea. El brazalete frío, de caucho, alrededor del brazo, sobre una piel de una blancura enfermiza; la aguja que oscilaba… Se palpó el broche: no recordaba si, al vestirse, se lo había vuelto a poner. La mano se reflejó en el vidrio del escaparate: una mano larga, surcada de venas oscuras, con las junturas de los dedos deformadas, lenta como un animal enfermo.

Dos muchachas se detuvieron a su lado.

—La que me gusta más es aquélla, ¿ves? Allí detrás. La que tiene siete brillantes en hilera.

—¿Estás segura?

Las voces la arrancaron de la somnolencia. Había logrado familiarizarse con la lengua francesa, pero el significado de algunas palabras aún se le escapaba. Era un hecho que, algunos días, la ponía furiosa, y entonces decía que regresaría a Barcelona, sola, aunque tuviera que hacerlo andando. «¿Qué hago aquí plantada?», pensó. Cuando se disponía a cruzar la calle, un hombre, con sombrero de paja, la cogió del brazo. La acompañó hasta la acera.

—Gracias, muchas gracias… A mi edad, tantos coches asustan un poco…


La plaza Gambetta estaba llena de gente y las terrazas de los cafés aparecían abarrotadas. El aire era tibio, aunque el sol aún quemaba. Se detuvo en mitad de la plaza, bajo un magnolio. Había mujeres sentadas a la sombra: hacían calceta o hablaban plácidamente, mientras los niños correteaban y gritaban. Un olor ácido, procedente de las magnolias abiertas, rodeadas de abejas, llegaba hasta ella. Sacó un pañuelo de la bolsa, bordada con punto de grano, y se secó el ojo izquierdo cuidadosamente. «Eso suele sucederles a quienes han sido demasiado felices», le había dicho su oculista, sonriendo, hacía muchos años. «Las lágrimas forzosamente tienen que salir, y si no lo hacen de una manera, lo hacen de otra.» Nada había podido detener aquel ligero llanto involuntario que, de vez en cuando, humedecía sus ojos.

Andaba despacio, menuda y encorvada. El sol arrancaba brillos a su abrigo de otomán de un color negro verdoso, que se veía un tanto desgastado en los codos y debajo de los brazos. Atenuado por la distancia, aún la alcanzaba un leve perfume de magnolias transportado por el aire con una breve caricia, como de dedos febriles.

Al llegar delante de la Abeja de Oro, dudó un instante y entró. Un intenso olor a hojaldre y a crema le llenó la boca de salivación. Se le arrebolaron las mejillas; abría y cerraba una mano con cierta desazón, inconscientemente. Ante sus ojos había un despliegue de bandejas llenas de pasteles: dorados, esponjosos, ligeros, que debían de deshacerse en la boca. Los había amazacotados, densos, chorreosos de licor, cubiertos de una capa de caramelo que brillaba como el vidrio.

—¿Señora?

—Medio kilo de galletas.

La dependienta le sonrió y cogió una bolsa grande. Mientras la llenaba, iba examinando las bandejas.

—¿De vainilla también?

—Sí. Y barquillos de aquéllos, de abajo. Los de la cerecita. Los comeré aquí mismo…

Calle Judaica arriba, por el lado de la sombra, sentía la boca dulce y le empezó a doler un diente. Llevaba el paquete de las galletas y una bolsa de caramelos en el bolso.


Elena, su nuera, cosía sentada junto a la verja del jardín.

—¿Qué le ha dicho el médico?

—¿El médico? ¿Qué médico?

Su nieto hurgaba la tierra junto a una mata de claveles. Al oír la voz de la abuela, se volvió.

—¡Abuela, venga aquí! ¡Mire cómo planto girasoles!

—Le dije al chico que no le comprarais la azadilla. Destrozará todo el jardín.

Elena levantó la cabeza de la prenda que cosía.

—No se preocupe, lo vigilo… ¿No dijo que iría al médico?

Mintió porque el interés de su nuera le resultaba molesto.

—Iré otro día. Hace tan buen tiempo que he preferido dar un paseo. ¿Qué puede decirme el médico? —apretó la bolsa con gesto que traducía su irritación: sintió el peso de las galletas—. ¿Qué me dirá el médico?

Se acercó al nieto y, durante un rato, contempló cómo cavaba.

—Planta, planta…

Quería estar sola, descansar. La habitación era su mundo, lleno de secretos, de fotografías de personas que ni su hijo ni su nuera conocían. Al entrar, el espejo del armario reflejaba el jardín verde, misterioso, apenas visible tras las tablillas de la persiana echada, como un paisaje soñado.

Cerró la puerta, se quitó el abrigo y se sentó cerca de la ventana, en el sillón de mimbre. Se descalzó con dificultad. Para alcanzar los pies, unos pies huesudos sólo con la piel imprescindible para cubrir las aristas de los tendones, se veía obligada a realizar un gran esfuerzo. Dejó los zapatos junto al sillón, estiró las piernas, movió los dedos de los pies y pensó en las galletas. «¡A paseo los médicos y sus regímenes…!» Empezó a comerlas despacio para que durasen en la boca. Con la lengua extraía la pasta que se le pegaba entre las muelas. Empezó a pesarle el estómago, como si una bola de yeso se hubiera ido formando en él, y se le cerraban los párpados. Cogió el espejo de mano, un recuerdo de su boda, el regalo del padrino. El marco era de plata repujada: unas hojas de laurel entrecruzadas con cintas. Vio un rostro de sexagenaria, un poco congestionado, con la piel muy fina cosida de arrugas como una manzana, con dos bolsas azules y blandas debajo de los ojos. Tiró del párpado hacia abajo. En el interior, la carne estaba húmeda: de un rosa muy pálido en el centro, más vivo en el borde; con el globo blanco estriado de venas rojas… «Tiene los ojos verdes y el cabello negro… Para volverte loco…» Uno de sus pretendientes se lo dijo a Roger, cuando Roger aún no la conocía. «Cabello negro…» En el espejo había unos cabellos blancos, amarillentos y ralos, estirados sobre la frente surcada de arrugas. Sin dejar el espejo, con la mano izquierda, cogió otra galleta. «¿Por qué no quiere bailar conmigo?»


Aquel día, Roger no bailaba. Hablaba con un hombre anciano, de pie, junto a una ventana del salón. Le pareció inquieto; miraba a alguien a quien ella, desde donde se hallaba, no podía ver. Entre los hombros de las parejas que bailaban, de vez en cuando, veía la gardenia que él lucía en la solapa.

¿Por qué no quiere bailar conmigo?

Jaume Mas, su marido, entró así en su vida: tímidamente, mientras ella miraba a Roger, y pensaba en aquella tarde y tenía unos deseos terribles de gritar. Entró en su vida un poco demasiado tarde, pero justo en el momento en que naufragaba. «¿Está cansada?» Ella miraba el abanico, las varillas de nácar, la borla de seda. Se había hecho hacer un vestido malva con un ramo de lilas en la cintura. Se lo había hecho hacer pensando en las palabras de Roger: «Nuestro amor ha nacido bajo el signo de las lilas». Había un macizo de lilas en el parque y ramas y ramas en los jarrones de la habitación. Aquella tarde. «Si Roger se acercara vería el paisaje del abanico, tierno, tierno, verde manzana, con un cielo de color de melocotón.» Pero no se acercó y creo que ni siquiera me vio y yo sentía deseos de gritar.

—¿Quiere bailar?

Me dio pena, una pena repentina, como si de repente me hubieran enfrentado a un condenado. ¿Lo elegí como víctima mientras miraba a Roger? Apenas había transcurrido un mes. El hombre encargado de cerrar el parque nos había regañado porque lo habíamos hecho esperar. Empezaban a encender el alumbrado de la calle y lloviznaba. En la acera, junto al banco en el que habíamos estado sentados, había escrito «Roger» con la punta del paraguas, y después la llovizna, poco a poco, debió de borrar el nombre.

Era triste aquel vals. Triste como la luz de la tarde al salir del parque… Ágata pasó bailando, con los hombros desnudos. Ágata. Su vestido era blanco como las hojas de las margaritas y llevaba un collar de rubíes que brillaban como gotas de sangre fresca. Amantes. Ágata y Roger amantes. Me lo habían dicho pocos días antes… Amantes desde siempre. Roger y Ágata. Roger. Cuando escribía «Roger» en la arena. Y amantes él y yo, aquella tarde. La primera, la última tarde. En la sábana blanca quedaron unas gotas de sangre. Roja como los rubíes del collar de Ágata. Volvía a oír la voz de Roger cuando, con el último abrazo, me preguntó: «¿Te sientes mal?». Qué lejos todo. Los besos, la sangre, el perfume de las lilas.

Me encontré en medio del salón, bailando: junto a mi rostro el rostro inexpresivo y las mejillas un poco demasiado llenas de quien, después, fue mi esposo.


—Coge la regadera pequeña y ayúdame a regar.

—¿Regaremos también los girasoles?

En el jardín, su nuera debía de haber cerrado la verja con llave y ya debía de regar los geranios de debajo de la ventana del comedor, como cada tarde. Después regaría los crisantemos, cuyos brotes ya empezaban a apuntar. Suspiró. Ladeó el espejo. Tuvo las orejas pequeñas, nacaradas, los lóbulos ligeramente rosados. Uno de ellos rasgado. Cuando amamantaba a su hijo —hubiera deseado que se llamara Roger— llevaba unos pendientes largos de esmeraldas y de diamantes. Con una mano pequeña, de niño que apenas empieza a caminar, le cogía los labios; apretaba fuerte, con los dedos. A veces la mano parecía querer coger el aire. Un día tiró del pendiente, con furia. Con el pendiente en la mano, iba chupando del pecho salpicado de sangre.

El día de su boda había lilas blancas en el altar, y era como si fueran lilas de otro mundo: de un mundo de muertos. Tenía miedo. Y sintió deseos de huir.


… me hundía. Me hundía en un pozo negro; dos manos invisibles me cogían la cabeza y tiraban de mí hacia abajo, hacia abajo, y hacia atrás. «¿Recuerdas cuándo nos conocimos? Te dije: ¿Quiere bailar conmigo?» Es un recuerdo que llenará toda mi vida. Al abrazarme me dijo: «Pronuncia mi nombre, pronuncia mi nombre…». Yo pensaba: «Roger». No pronuncié ese nombre, sólo lo pensé, pero mi marido se apartó de mí. No entendí qué dijo. Nunca he podido saber qué dijo. Adiviné que se vestía y oí el portazo de la calle y sus pasos al alejarse por el adoquinado. Ni estaba triste ni sentía deseos de llorar. Era como si me hubiera convertido en una piedra. Me pasé la mano por el vientre. El hijo de Roger viviría y podría darle un nombre. Al despertar aún era de noche. Alguien lloraba a mi lado. Olía a noche y a viento. Había regresado. Oír sufrir me tranquilizaba. Lloraba con la cabeza cerca de mi hombro, era de sus cabellos de donde me llegaba el olor a viento y a noche. Sentía su aliento en mi piel, su aliento entrecortado por los sollozos. Otro aliento quemaba en mi vientre. Todas las gotas de sangre se juntaban, se hacían carne. Permanecía inmóvil y contemplaba las sombras que aún había en los rincones del dormitorio y que el alba devoraba. Llevaba un monstruo en mis entrañas: una bola sin manos y sin pies. Tuve la sensación de que mi vientre se movía, que mientras yo miraba se formaban las manos y empujaban para salir. Una arcada agria y amarga me subió a la boca. Él lloraba y me dormí.

… debajo de los jarrones llenos de lilas había estrellas moradas, florecillas caídas. Roger se vestía. Llevaba sus iniciales bordadas en el lado izquierdo de la camisa: una R y una G. También yo debía vestirme, pero tardaba en hacerlo, como si temiera que el gesto más insignificante hubiera de romper aquel cristal de felicidad triste y frágil. Como si mi desaliento pudiera prolongar aquella tarde años y años. Ya en la calle, nos detuvimos bajo una farola, nos dimos la mano, como si sólo fuésemos amigos, y nos dijimos adiós… Y habíamos bajado la escalera deteniéndonos en cada peldaño para besarnos. Al quedarme sola pensé: «Nunca volverá a ser como hoy». Miré a mi alrededor para poder tener algo mío: la luz de la farola, el cielo violeta, una ventana iluminada. Empecé a andar. ¿Después?… el baile, Ágata, el hijo, mi boda.


Sólo tenía fuerzas para decir: «No grites». Iba de un lado a otro de la habitación. De vez en cuando abría un cajón del tocador y lo cerraba con furia con un golpe seco y brutal. «¿Por qué te casaste conmigo? ¿Por qué?» «No grites, te oirán todos. No grites.» «Tu pasado.» Dijo «tu pasado»; las gentes de entonces éramos algo distintas de las actuales; librescos. «Tu pasado. Si al menos estuviera muerto. Pero no lo está, ha vivido entre nosotros. Tu pasado ha vivido entre nosotros, respirando día y noche como si se tratara de un ser vivo. Siempre, siempre. He llegado a un momento de mi vida en que, para poder vivir, tengo que saber que alguien me necesita…» Enferma. Ahora soy vieja y estoy enferma y mi juventud… «Para un diabético el régimen es más importante que los medicamentos.» Las galletas no me sientan mal, es el sol lo que me perjudica. He caminado bajo el sol durante demasiado rato… Ese espejo lo sabe todo. Mis ojos verdes y mis cabellos oscuros aún están en su interior, escondidos, pero están… Lo primero que hicieron fue acercarle el espejo a los labios. Este espejo. Al principio, no se empañó. «Se salvará, seguro.» Y el médico me miraba como si quisiera infundirme ánimo, como si para mí fuera una tragedia que mi marido hubiese querido colgarse. Yo también había sufrido. Y no me había colgado. «Se salvará.» Le quedó una mancha morada en el cuello, una raya que tardó en borrarse. Aquella noche lo velé. Había elegido el aniversario de nuestra boda y no le perdoné que lo hubieran salvado. «Últimamente te veía siempre con aquel vestido malva y el ramillete de lilas del día que te conocí en el baile. Me miras como si me tuvieras miedo… ¿Por qué te doy miedo?» Sí, ¿por qué? Sobre todo ahora, cuando es como si se tratara de una historia ajena. Mi hijo, mi marido, Roger. Nada. Nadie. He vivido sola. Estoy sola. Sola con todo ese fajo de recuerdos muertos que tanto podrían pertenecerme a mí como a otra persona, inútiles, sórdidos. Sesenta años y enferma y un hijo al que no quiero porque se parece a Roger. He ido vendiendo mis joyas y me han arrancado de mi país. Estúpido. Calvo y estúpido… Lo velé toda la noche y, de madrugada, me pidió un vaso de agua. Apenas podía hablar. Hizo un gesto cansado con la mano. Bebió un sorbo, retuvo mi mano y me pidió que lo besara: «Por caridad, aunque te dé miedo». Me acerqué, estábamos solos, todos dormían. Me incliné para besarlo y, cuando tuve su rostro muy cerca del mío, escupí; escupí y huí. Creo que ya estaba muerto. Cuando murió, al cabo de unos años, no derramé ni una lágrima. Y debe de ser la única persona que me ha amado… No a mí, a la otra, a la que vio ahí dentro…


Levantó la mano, con el espejo, poco a poco. Tenía a su alcance el canto de mármol de la mesilla de noche. Dudó un instante. ¿Lo rompería? «¡Sigo siendo tan de mi época, tan de entonces!» Bajó lentamente el brazo y tiró el espejo encima de la cama. Se oían pasos en el pasillo. Era su hijo. Debía de haber salido del trabajo antes de la hora.

—Elena, ¿sabes si mamá ha ido al médico?

El médico, el médico, ya tenían tema de conversación para la cena.

Recogió las migajas de galletas que le habían caído en la falda, abrió la persiana y las arrojó al jardín.

FELICIDAD

ANOCHE, ANTES DE DORMIRSE, se dio cuenta de que el invierno tocaba su fin. «Basta de frío», pensó, y se estiró entre las sábanas. Los ruidos nocturnos llegaban más limpios, como si procedieran de un mundo más nítido, restituidos a su pureza original. El tictac del reloj, casi imperceptible durante el día, llenaba la habitación con una palpitación enervante y la inducía a pensar en un reloj propio de un país de gigantes. Unos pasos en el adoquinado se le antojaban los de un asesino o los de un loco fugado de algún manicomio y le aceleraban el ritmo del corazón y del pulso. El roer de la carcoma debía de ser el anuncio de algún peligro inminente: quizás un muerto amigo se esforzaba, mediante aquellos tercos golpes, en mantenerla despierta y vigilante. No, no era miedo: pero se acercó a Jaume con un poco de grima y se acurrucó junto a él. Se sintió protegida y vacía de pensamientos.

La luz de la luna, unida a la del arco voltaico de la calle, entraba hasta los pies de la cama, y, de vez en cuando, una bocanada de aire fresco, llena del olor de la noche, le alcanzaba el rostro: recibía la caricia con placer y comparaba su frescor con el de otras primaveras. «Volverán las flores —pensaba—, y los días azules con largos crepúsculos rosados, las tibias oleadas de sol y los vestidos de colores claros; pasarán trenes llenos de gente en cuyos ojos brillará la ilusión de las vacaciones. Llegará todo lo que trae el buen tiempo y que el otoño se lleva con un fuerte vendaval y un par de violentos chaparrones».

Tendida en la cama y despierta, en plena noche, sentía el placer de haber dejado atrás el invierno. Levantó el brazo y movió las manos: un tintineo metálico la hizo sonreír. Se estiró con voluptuosidad. El brazalete brillaba a la luz de la luna y del arco voltaico. Le pertenecía desde aquella tarde y lo veía brillar sobre la piel como si formara parte de ella. Lo hizo tintinear de nuevo. Quería tres iguales. Tres cadenas para llevar siempre juntas.

—¿No duermes?

—Me dormiré enseguida.

¡Si supiera cuánto lo amaba! Por todo. Por ser tan bueno, porque sabía abrazarla con ternura como si temiera romperla, con más amor en el corazón que en la mirada, y bien sabía ella cuánto amor había en aquella mirada. Porque sólo vivía para ella, igual que ella, de niña, había vivido para un gato: con desasosiego. Sufría por temor a que el gato sufriera. Llena de angustia y con la tragedia reflejada en los ojos, iba al encuentro de su madre: «Ha bebido la leche; tendrá más hambre. Se le ha liado un ovillo de lana al cuello; se ahogará…; lucha con los flecos de la cortina y cuando oye pasos, para o disimula, pero se asusta mucho y el corazón le late muy deprisa…».

Deseó besarlo, no dejarlo dormir, obligado a refunfuñar hasta que se sintiera dominado por el deseo de besos que la dominaba a ella. Pero la noche estaba muy avanzada y el aire era dulce y la pulsera brillaba. Poco a poco, perdió conciencia y se durmió.


Pero ahora, por la mañana, se sentía muy desdichada. Oía el ruido del agua, procedente del baño. El grifo del lavabo debía de estar completamente abierto; oía el «crec» inconfundible de la máquina de afeitar cuando la depositaba en el estante de vidrio; el del frasco de la colonia. Cada ruido le traducía, preciso, la exactitud de sus gestos.

Incómodamente echada de bruces, con los codos apoyados en la cama y las mejillas en las manos abiertas, contaba los arrondissements en una guía de París. Uno, dos, tres… El ruido del agua la distraía y perdía la cuenta. Sólo encontraba diecinueve. ¿Dónde se equivocaba? Empezaba por la isla de Saint-Louis y la rodeaba. Cuatro, cinco, seis… Los colores suaves apaciguaban su ira. Los azules, los rosados, los malvas, las manchas verdes de los parques la inducían a pensar en el final del verano, cuando los árboles se deshacen en tonos dorados y cobrizos. Pero el ruido del agua en la habitación contigua, aquel ruido que otros días era como un refugio de felicidad estival para su corazón con reminiscencias de ríos caudalosos y pájaros de vuelo corto reflejados en sus aguas, de calas blancas con algas en la arena, hoy la llenaba de melancolía.

Por supuesto, era ridículo preocuparse —y decía preocuparse para evitar una palabra más dura y crear círculos y círculos de encono por culpa de la palabra— por una mañana sin besos. Pero ¡le gustaban tanto los primeros besos matutinos…! Sabían a sueño, como si el sueño desvanecido regresara por los labios de él y se dirigiera hacia los ojos que se cerraban y querían dormirse de nuevo. Aquellos besos que se daban jugando valían más que cualquier otra cosa. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… Isla Saint-Louis, Châtelet, calle Montyon… diecisiete, dieciocho…


Ahora, la ducha. Era como si lo viera bajo la lluvia recién iniciada, con los ojos cerrados y buscando a tientas la toalla que solía dejar a un lado de la bañera. La encontraba, mantenía el brazo extendido para que no se mojara y dejaba que transcurrieran cinco minutos. Extravagancias. Como la de comer caramelos cuando tomaba el baño completo, el cuerpo en remojo y la boca llena de dulzor.

Se ha acabado. El amor se acaba. Y acaba así, quietamente. Cuanto más tranquilo se lo imaginaba bajo la ducha más crecía su ira. Lo abandonaría. Se veía preparando las maletas. Y los detalles eran tan reales, su imaginación los creaba tan vivos, que casi sentía en la punta de los dedos la suavidad de la ropa sedosa que, una vez doblada, guardaba con amargura en una maleta demasiado pequeña para que todo cupiera en su interior. ¡Oh, sí, se iría! Se veía en el umbral. Saldría de casa al amanecer; bajaría la escalera sin hacer ruido, casi de puntillas.

Pero él la oiría. No le despertarían los pasos leves, sino una misteriosa sensación de soledad. Bajaría tras ella como un loco, la cogería del brazo, ya en el primer piso. El diálogo sería breve, con silencios más elocuentes que las palabras.

—Me marcho para siempre —le diría en voz baja.

—¿Qué dices? —preguntaría él, atónito.

¿Podría abandonar tanta ternura? La miraría tristísimo: tantas palabras, tantas calles de París, tantos atardeceres, cuando apenas soñaban el amor… Ahora, no importaba. Miraba el mapa. Frente a cada edificio importante le había dicho: «Te quiero». Le había dicho «te quiero» al cruzar una calle, sentados en la terraza de un café, bajo cada árbol de las Tuileries. Escribía «te quiero» en un trozo de papel, lo convertía en una bolita y, a escondidas, se lo ponía en su mano, cuando ella menos lo esperaba. Escribía «te quiero» en una maderita que arrancaba de la caja de cerillas, en un cristal empañado del autobús. Le decía «te quiero», así, con una inmensa alegría, como si no esperara nada más, como si la felicidad consistiera tan sólo en poder decir «te quiero». Allí donde ahora se detenían sus ojos, en el extremo de la isla —el agua y el cielo eran azules, tiernamente azules el horizonte y el río—, también le había dicho «te quiero». Veía la Place de la Concorde un lluvioso anochecer. El reluciente asfalto reflejaba las luces y, en el suelo, de cada luz nacía un río de resplandor. Como si contemplara la calle desde una azotea, veía avanzar un paraguas. Una gota de agua en el extremo de cada varilla, y, alrededor del minúsculo paraguas, París: los tejados, las chimeneas, las hilachas de niebla, las calles profundas, los puentes sobre el agua lisa. El mal tiempo había guardado en el interior de las casas a las mujeres que hacen punto en los parques junto a los niños más rubios, y había dejado en la calle a los que se aman y a las rosas y a los tulipanes de los jardines. Los había dejado a ellos bajo el paraguas, con sus «te quiero» ya recíprocos, y una gran nostalgia de amor.

Aún en el rellano del primer piso, ella diría: «¿Por qué quieres que me quede, si ya no nos queremos?». Utilizaría el plural, no porque fuera verdad, sino para que su decisión le pareciera a él irrevocable y le obligara a creer que nada podía evitarlo. En la calle encontraría lluvia. No la lluvia de los enamorados, sino la de aquellos a quienes la vida convierte en seres tristes a golpes de amargura, la que trae barro y frío, la lluvia sucia que solivianta a los pobres porque estropea vestidos y zapatos y hace enfermar a los niños que se empapan los pies al ir a la escuela. Subiría al tren maquinalmente. Un tren con los cristales sucios, con miles de gotas deslizándose en hilillos. Después seguiría el ruido de las ruedas y el silbido estridente. Fin.

Iniciaría otra vida. Debería emprenderla sin añoranza, con mucha fuerza de voluntad. Decir: «Hoy empiezo a vivir, detrás de mí no hay nada». ¿Cómo la acogería su hermana? ¿Y su cuñado?

Encontraría a Gogol, gordo, torpón, con el pelo blanco, sucio; con los ojos sin vida, salpicados de manchas rojas. Su cuñado lo bautizó con dicho nombre en la época de su pasión por la literatura rusa, pasión que fue sustituida por los crucigramas. Lo había encontrado hecho un ovillo, como una piltrafa, en una cuneta. Conmovido, lo metió en su Ford y no se dio cuenta de que estaba ciego hasta que lo tuvo en casa. Marta protestó. ¿Para qué serviría un perro ciego? Pero daba tanta pena dejarlo tirado…

Caminaba despacio, con la cabeza gacha, y tropezaba con los muebles. Cuando, tumbado en el rincón o en medio de una habitación, se acercaba alguien, alzaba la cabeza como si mirara al cielo. Se lo quedaron. Pero deprimía verlo.

«Buenos días, Teresa —diría su hermana al verla—; sin avisar, como siempre. Pedro, ha llegado Teresa, deja el crucigrama y ven…» Todo serían alegrías. Sentiría una soledad inmensa; la casa en las afueras del pueblo, con la marquesina sin cristales —no porque se hubieran roto sino porque nunca llegaron a ponerlos—, le parecería sórdida. Las paredes estaban llenas de dibujos realizados por Pedro a ratos perdidos, unos dibujos surrealistas abominables que daban vértigo.

«¡Qué sorpresa, cuñada!» Veinte años de burocracia no le habían hecho perder vivacidad en su manera de hablar, ni su risa fresca, pero había tristeza y ansiedad en su mirada: era la mirada de alguien que se ahoga y que no tiene voz para pedir ayuda.


Se le empañaron los ojos. Ya no veía los colores del mapa, tan suaves.

En el baño, ahora, reinaba el silencio. Estaría poniéndose la corbata, estaría peinándose. Saldría enseguida. Deprisa, deprisa, pensó: poder hacer retroceder el tiempo, volver atrás. Volver a la casita del año pasado, junto al mar. El cielo, el agua, las palmeras, el fuego rojo del sol poniente reflejado en los cristales del balcón. Un jazmín en flor en el balcón. Y las nubes, las olas, el viento que cerraba violentamente las ventanas… Lo llevaba todo en el corazón.

Un estallido de sollozos y suspiros sacudió la cama. Lloraba con desespero como si un río de lágrimas se empeñara en brotar de sus ojos. Cuanto más intentaba contenerse más se acentuaba su dolor. «Teresa, ¿qué te ocurre?» Él estaba a su lado, sorprendido e indeciso. Oh, poder detener el llanto, dominarse… Pero aquella voz provocó otra crisis de lágrimas. Se sentó en la cama, muy cerca de ella, la rodeó por los hombros con un brazo y le besó los cabellos. No sabía qué decir, no comprendía. Volvía a tenerlo. Lo tenía a su lado, con todo lo que había en el mapa y más. Mucho más de cuanto puede expresarse con palabras; su olor a agua era la lluvia en el paraguas, sobre el río liso y erizado, las gotas irisadas en los extremos de las hojas, las gotas escondidas entre los pétalos de las rosas. Las rosas no bebían aquellas gotas irisadas, secretas. Las guardaban, como ella los besos, celosamente.

¿Podía decirle la verdad? Ahora que lo tenía a su lado, con la angustia reflejada en el rostro ladeado hacia el suyo, tan absolutamente entregado a ella, el drama montado en media hora se deshacía como la nieve al sol. «¿No me dices qué te ocurre?» Le apartaba los cabellos de las sienes, suavemente, y la besaba. No podía hablar, sentía una gran calma. Él arrojó el mapa al suelo, la abrazó como si fuera una niña. La quería de veras, pensó, y él nunca hubiera podido imaginar las tonterías en las que ella pensaba. ¡Habían hecho tantas cosas juntos! Eran un solo ser en medio de todo el mundo.

Y aquella muchacha airada, que quería coger un tren, que quería huir y bajar la escalera a escondidas y precipitadamente, desaparecía. Se la llevaba el humo, como a las brujas. Salía por una chimenea imaginaria, el viento se apoderaba de ella y la deshacía por completo. Encogida, era una muchacha sin espinas, sin exabruptos, una joven que se quedaba, ignorando que cuatro paredes y un techo de ternura la aprisionaban tiránicamente.

TARDE EN EL CINE

DOMINGO, 2 DE JUNIO.—Esta tarde he ido al Rialto con Ramón. Al entrar ya estábamos enfadados y mientras él compraba las entradas tenía ganas de llorar. Y todo por una tontería, lo sé. Ha empezado así. Anoche me acosté a la una. Estuve levantada hasta las doce por culpa del hilo azul eléctrico: se había perdido y sin hilo no podía terminar el esmoquin. Y, para rematar mi nerviosismo, mi madre refunfuñaba: «Nunca sabes dónde dejas las cosas, como tu padre». Mi padre la miró de mala manera y siguió quitándose los barros de la nariz, sentado a la mesa y con el espejo de mano apoyado en la botella de vino. Por fin, encontré el hilo y pude terminar el esmoquin. Pero aún tenía que planchar la blusa y la falda. Me metí en la cama, agotada, y pensé en Ramón un rato, hasta que me dormí. Hoy, cuando ha llamado después de comer, ya estaba vestida y arreglada, con las tres rosas en la cabeza y todo. Ha entrado como un loco y sin ni siquiera detenerse a mirar la blusa y la falda, con lo que me costó plancharlas, se ha dirigido directamente hacia mi padre, que se hallaba medio dormido en el balancín, y le ha dicho: «Figueras me ha dicho que es mejor que no llenemos ninguna ficha; ya supuse que lo habían engatusado». Mi padre ha abierto un ojo, lo ha vuelto a cerrar en el acto y ha empezado a mecerse. Pero el otro ha seguido hablando como si no se diera cuenta de que lo estaba poniendo furioso y venga a decir que los refugiados tenían que hacer esto y lo otro y, en todo el rato, ni me ha mirado. Por fin, me ha dicho: «Caterina, nos vamos». Y me ha cogido del brazo y hemos salido a la calle. Le he dicho: «Siempre le dices cosas que le molestan. Eres muy pesado». Pero eso no es nada. A medio camino, andábamos sin hablar y, de repente, me suelta el brazo. ¡Oh!, enseguida me he dado cuenta de lo que sucedía: por la otra acera, en sentido contrario, se acercaba Roser. Él siempre me dice que con Roser sólo habían bromeado. Sí, sí, bromeado. Pero me ha soltado. Ella ha pasado muy tiesa. Le he dicho: «Parece que sea ella tu prometida, no yo». (Acabo de ver que he escrito todo esto seguido, y la maestra siempre me decía que, de vez en cuando, hiciera algún punto y aparte. Pero como escribo esto sólo para mí, da igual.)

Así, pues, mientras él compraba las entradas, tenía ganas de llorar, y el timbre del cine hacía que aún me sintiera más triste. Tenía ganas de llorar porque quiero a Ramón y me gusta cuando huele a quina el día que va al barbero para cortarse el pelo, aunque me gusta más cuando lo lleva un poco largo y, de perfil, se parece a Tarzán. Ya sé que me casaré, porque soy guapa, pero quiero casarme con él. Mi madre siempre dice que, con tanto mercado negro, acabará en la Guayana. Pero no se dedicará a eso durante toda su vida y él dice que así podremos casarnos antes. Y quizá tenga razón.

Nos hemos sentado sin dirigimos la palabra y la sala olía a zotal. Primero, han pasado las actualidades: ha salido una chica que patinaba y después muchas bicicletas y después cuatro o cinco hombres alrededor de una mesa y entonces ha empezado a silbar y a patear como un loco. El hombre que estaba sentado delante se ha girado y han estado discutiendo hasta el final. Después han proyectado una película de dibujos animados que no me ha gustado nada: salían muchas vacas que hablaban. En el descanso, hemos ido al bar a beber un Pampre d’Or y allí ha encontrado a un amigo que le ha preguntado si tenía paquetes de Camel y medias Nylon y él ha contestado que tendría la semana próxima porque iría a Le Havre. Cuando está de viaje sufro mucho porque, aunque no lo diga, siempre pienso que lo detendrán y le pondrán las esposas.

Por culpa del mercado negro no hemos visto el principio de la película y al ir a sentarnos todo el mundo protestaba porque con las suelas de madera hago mucho ruido aunque camine despacio. Los de la película sí que se querían. Me doy cuenta de que no nos queremos como ellos. Eran una espía y un soldado y al final fusilaban a los dos. En las películas siempre es muy bonito porque si los que se quieren son desdichados, sufres poco porque crees que todo irá bien; pero cuando la desdichada soy yo nunca tengo la seguridad de que todo vaya bien. Y si alguna vez acaba mal, como hoy, todo el cine está triste y piensa: «¡Qué lástima!». Los días en que me siento muy desesperada, como nadie lo sabe, es peor. Y si lo supieran, se reirían. En la escena más triste, él ha pasado el brazo por mis hombros y se nos ha pasado el enfado. Le he dicho: «No vayas a Le Havre esta semana». Y una mujer, detrás, ha dicho: «¡Pst!».

Ahora he leído todo lo que acabo de escribir y me doy cuenta de que no es exactamente lo que quería decir. Siempre me ocurre lo mismo: explico cosas que, de momento, creo que tienen importancia y después comprendo que no tienen ninguna. Por ejemplo, todo lo referente al hilo azul que no encontraba anoche. Además, cualquiera que leyera este diario pensaría que Ramón no me quiere y creo que sí que me quiere aunque parezca que sólo piensa en comprar y vender porquerías. Pero tampoco es eso exactamente lo que quería decir. Lo que me gustaría saber explicar es que, aunque casi siempre estoy triste, en el fondo estoy contenta. Si alguien leyera esto se troncharía de risa. Ya sé que soy bobalicona, y mi padre siempre me dice que él es un simple, y es eso, en realidad, lo que más me entristece porque pienso que seremos un par de desgraciados. Pero, en fin…

UN HOMBRE SOLO

SUBIÓ LOS CUATRO PELDAÑOS de mármol, con decisión. Bajo la marquesina se sacó una llave del bolsillo del pantalón y abrió la puerta. Antes de entrar, echó una rápida mirada tras de sí. El jardín era grande, salvaje: las hierbas, altas y densas, lo invadían por completo; los árboles eran frondosos. Una cerca de madera cubierta de hiedra rodeaba el jardín y aislaba la casa, que diríase protegida por aquel mundo vegetal. Y por el silencio. A un lado, separado del jardín por un arroyo, se extendía el bosque. «A dos pasos», calculó. Entró en la casa y cerró la puerta.

El vestíbulo apenas estaba iluminado por la poca luz que penetraba a través de las tablillas de las persianas y que cebraba el sucio parqué. Olía a cerrado, una mezcla de polvo y de humedad. Entró en la habitación de la izquierda, la única estancia amueblada en toda la casa. Encima de una mesa de madera blanca, había una máquina de escribir enfundada, un teléfono, tres vasos y un montón de periódicos atrasados. En un rincón, situado oblicuamente, un sofá con la tapicería de un azul descolorido, manchada, agujereada en el centro por un muelle, parecía el último vestigio de una salita provinciana. Las sillas casaban con la mesa, pero, a ambos lados de la chimenea llena de cenizas, dos grandes sillones nuevos y lujosos contrastaban violentamente con la sordidez del resto del mobiliario. Tosió con tos seca, profunda, que lo sacudió por entero y lo dejó jadeante por unos momentos; se dirigió hacia un pequeño armario empotrado y sacó una botella de su interior. «Vacía», suspiró. Tendría que bajar a la bodega y no le apetecía mucho hacerlo. Sabía que, con una parte del último saqueo, habían dejado una caja de botellas de vermut. No le tentaba. Hubiera preferido un trago de coñac de la botella vacía. Pero no podía elegir. «Tomaré el aperitivo —pensó, y sonrió—. El coñac, luego.» Había llegado pronto, le sobraba tiempo.

Dudó un instante, se acercó a la mesa y enroscó la bombilla que colgaba encima. Un haz de luz proyectado por la pantalla de cartón verde dio en la superficie de la mesa, cubierta de polvo, y la penumbra, expulsada del centro de la estancia, se espesó en los rincones. Se sacó el revólver del bolsillo, hizo girar el cilindro. Tenía las manos húmedas; como siempre, el níquel del arma estaba empañado. La frotó con el pañuelo que llevaba al cuello y la dejó encima de un periódico, con mucho cuidado, como si fuera de porcelana y pudiera romperse. Otro acceso de tos le obligó a doblar el cuerpo. Congestionado, respirando a cortos y profundos resuellos, se dirigió hacia el espejo de la chimenea. Una constelación de manchas de humedad iba devorando el minio del espejo. Al fondo, sus rasgos agudos, un tanto vagos, los labios delgados, los ojos hundidos bajo las cejas pobladas, la nariz aguileña ligeramente desviada con las aletas móviles, la cicatriz profunda del pómulo y las mejillas chupadas formaban un conjunto un poco inquietante, enfermizo de indecisión y de dureza. «Un acto —pensó—, he venido para realizar un acto.» Un ruidillo en la persiana hizo que se girara en redondo. Avanzó de puntillas hasta la mesa, apagó la luz y cogió el revólver. A través de las tablillas veía un pájaro en el pretil de la ventana, del tamaño de un mirlo, de un color gris oscuro. «Nervios, demasiados nervios», pensó. El pájaro escondió la cabeza debajo del ala y, de vez en cuando, la sacaba y recorría una de sus plumas con el pico. «Liquida parásitos, como yo.» Golpeó la persiana con los dedos y el pájaro huyó con un gran alboroto de alas. La sed era un tormento: tenía un sabor extraño en la boca, como de cobre, y la lengua y el paladar pastosos. Miró la hora; aún faltaba un buen rato. El día, que se había levantado diáfano, empezaba a mermar. Podía ver cómo las sombras engullían quietamente los árboles, las plantas; todo se volvía impreciso bajo un cielo muy pálido adornado con la primera estrella.

Se dirigió a la cocina, casi a tientas. Recordaba que dejaban encima del fogón la linterna que utilizaban para bajar a la bodega. Se bajaba por una trampa que había al final del pasillo, justo delante de la puerta de la cocina: cuando estaba abierta, el portillo quedaba casi vertical, ligeramente apoyado en la pared. Encendió la linterna, levantó el portillo y empezó a bajar de espaldas. Con la mano libre se cogía a cada peldaño y, a medida que entraba en la oscuridad, la luz de la linterna se hacía más potente y la pestilencia a humedad, tibia y repulsiva como el aliento de un enfermo, se acentuaba. Una vez hubo llegado abajo, recorrió los cuatro rincones con el rayo de luz.

Unos bultos enormes, envueltos en sacas y precintados, destacaban contra la pared del fondo. «¡Qué estúpidos! ¡Dejar aquí el tabaco!» Hubiera sido mejor subirlo al piso, al menos era un poco más seco. Mañana mismo haría que lo trasladaran. Muchas cosas funcionarían mejor cuando él mandara. Pasó la mano por la pared y se ensució con un polvillo muy blanco y mojado. Seguramente, los días de lluvia, el agua entraba en la bodega por la tronera que quedaba a ras del techo y a la altura del jardín. Se veían unas briznas de hierba, y un montón de hojas podridas, arrinconadas por el viento, obstruían un ángulo de la reja.

La caja de botellas de vermut estaba junto a uno de los bultos, al lado de una caja de galletas cubierta de cagarrutas de ratas. Maquinalmente, las sacudió de un manotazo. Cogió un escarpelo y un martillo y, haciendo palanca, levantó la tapa de la caja justo hasta la altura necesaria para poder sacar una botella. Un golpe seco retumbó sobre su cabeza y lo dejó inmóvil durante unos segundos. «El portillo.» El corazón le palpitaba muy deprisa. Subió la escalera con la botella bajo el brazo. En efecto, el portillo había caído; dejó la botella en un peldaño y volvió a levantarlo. Se sentía muy cansado. «Dentro de poco me tomaré un largo descanso; cambio de ambiente, de clima: vida de gran hotel, aire fresco.» Dejó la linterna encima del fogón; miró a través de la ventana de la cocina: el arroyo, el bosque; una masa oscura sobre una colina suave recortada contra una franja más clara de cielo.

Al salir al pasillo, un ratón pasó rozándole los pies y desapareció sin darle tiempo a ver por dónde se había deslizado. Se detuvo frente a la puerta de entrada. Por allí entraría el otro. Quizá le permitiera entrar. Apenas si le diría hola. El otro, como si le preocupara mucho, le diría: «¿Hace mucho que esperas?». Lo diría sin mirarle, pero vería la botella inmediatamente. «Sírveme una copa.» Él no daría un paso. El otro repetiría con voz cortante: «Sírveme una copa». Mientras, maquinalmente, buscaría por los bolsillos papeles que nunca sabía dónde había metido. Como siempre. «Te he citado aquí porque…» No le daría tiempo para acabar: lo bordaría con seis balas. Una detrás de otra.

Mientras llenaba el vaso de vermut pensaba qué haría con el cadáver. Había pensado que podría esconderlo en el bosque. Le desfiguraría el rostro, le quitaría el traje y lo dejaría desnudo bajo los árboles. Pero ahora, sobre el terreno y con tranquilidad, lo consideraba arriesgado; sobre todo, le costaría demasiado esfuerzo. Sería mucho mejor llevárselo con el coche y estrellarlo lejos de allí. Se lo imaginaba rodando por una pendiente entre una nube de polvo y un río de piedras. «Bien, bastante bien.» Saboreaba el vermut con deleite; a cada sorbo, miraba el vaso a contraluz. Había que aprovechar las migajas de bienestar: en la vida sólo cuentan los buenos momentos. Se acarició la corbata con voluptuosidad: aquella corbata de pura seda, gris, con estrellitas rojas, constituía una de sus debilidades. Se la había puesto adrede, se había hecho limpiar los zapatos, a mediodía, había elegido un pañuelo que combinara con la corbata y llevaba la pata de conejo rematada en plata en el bolsillo del chaleco «como para una cita amorosa».

Se sirvió otro vermut. ¿Fumaría? El humo le provocaría tos, pero necesitaba fumar. Sacó una pitillera dorada, la abrió y se puso un cigarrillo entre los labios. Buscó el mechero. Antes de encender, estiró la mecha cuidadosamente y enroscó la tuerca de la piedra. Pura superstición: si fallaba el encendedor, cuando tenía un asunto grave entre manos, no podía evitar una ligera contracción de estómago. Era su mala señal y tomaba precauciones para corregir al azar y ahorrarse aquella absurda angustia que le palpaba las entrañas como una mano invisible. El mechero funcionó. A la segunda bocanada de humo empezó a toser.

El tiempo se le hacía interminable, pero por momentos hubiera deseado detenerlo. ¿Tardaría mucho en llegar? Esperaba una ocasión como aquélla desde hacía meses: no aprovecharla sería una estupidez. Recordaba la voz del otro, al teléfono: «Ven solo; si a la hora convenida no he llegado, espérame. Quizá surja algo imprevisto, pero tú sé puntual». No, decididamente no lo mataría al entrar. Pagaría una entrada de primera fila, no se perdería ni un detalle del espectáculo. Apuraría hasta el final el placer de verle vivir aún unos instantes de vida concedidos por un acto gratuito de su voluntad.

El corazón le dio un salto: se oía el motor de un coche, un poco lejos aún. Apagó la luz. Por un claro entre los árboles veía el recodo de la carretera, completamente blanco bajo el resplandor de las estrellas. Avanzaban dos faros. El coche pasó de largo. Respiró. Pero le temblaban las manos. «Si al menos tuviera coñac.» Nunca lo había deseado con tanta avidez. Palpó el revólver por encima del pantalón. Ahora ya no podía distraerse ni divagar. Se acercaba el momento. El pájaro, como si fuera el único pájaro del jardín, de vez en cuando emitía un gritito estridente junto a la persiana. En la estancia reinaba una oscuridad absoluta. No se atrevía a encender la luz ni a correr la cortina. Podían ver la luz desde la carretera y aquella noche no quería testigos. Y si corría la cortina, antes debía cerrar la ventana, y con la ventana cerrada se arriesgaba a no oír el coche ni la verja ni los pasos en la gravilla del camino… En pie, junto a la ventana, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante por el exceso de atención, con los ojos abiertos fijos en las tinieblas, parecía un gato dispuesto a saltar sobre todo el que se acercara. ¿Por qué preocuparse tanto por si le temblaban las manos, y por qué las tenía tan húmedas de sudor? De repente, se irguió. Había creído oír que, detrás, contra la pared, se deslizaba un cuerpo pesado. «¿Quién es?» Transcurrieron algunos minutos sin que oyera ningún otro ruido. «Contesta o disparo.» Atendía con todos sus sentidos alertas, sin respirar. Con el corazón todavía paralizado, encendió la bombilla y recorrió la estancia con la mirada. Nada. Decidió dejar la luz encendida y correr la cortina. Las anillas, al deslizarse en la barra de metal, tintinearon con un sonido irritante. Se pasó el dorso de la mano por el labio superior sembrado de pequeñas gotas de sudor frío, luego, con los dedos abiertos, se la pasó por el cabello y suspiró, aliviado. La luz lo tranquilizó un poco. Había encendido un cigarrillo automáticamente, y se contempló en el espejo: le pareció que su imagen le hacía compañía. Entonces advirtió que había caído hollín en la chimenea: encima de la ceniza había un montoncito de polvo negro. «Es raro que el portillo se cerrara cuando estaba abajo, ¿y si registrara la casa?» Tosió ruidosamente. Tenía la mano cansada de apretar el revólver. «Si hubiera alguien ya se habría dejado ver: ¿a qué esperaría?» Escuchó de nuevo. ¿Ahora? Habían abierto la puerta del jardín, seguro. Salió felinamente de la habitación y se pegó a la vidriera de entrada. Lo mataría sin abrirle. En cuanto oyera la mano en el pomo de la puerta, en cuanto viera que éste giraba, dispararía.

Una gota de sudor se deslizaba por su mejilla, el corazón le golpeaba rítmicamente el pecho.

No, no era él aún: el viento quizás, o un ruido insignificante acentuado por aquella caja de soledad. Un pensamiento procedente de un secreto repliegue de su desconfianza, y que se había ido precisando en un estorbo desde hacía rato, empezó a atormentarlo. En realidad, ¿qué razón de ser tenía aquella cita? Era la primera vez que lo convocaba en la casa para hablarle de asuntos importantes. Empezó a pasearse de un extremo al otro del pasillo: desde la puerta de la cocina a la puerta de entrada a la casa. ¿Qué significaba aquella cita? Se acarició la cicatriz con la punta de los dedos. Un silencio total, que diríase impermeable a cualquier ruido, lo sumía todo. Sentía un único deseo: que girara el pomo de la vidriera para poder vaciar el revólver. De todos modos, antes de oír la verja, oiría el coche. «¡Idiota! Pueden haber tomado la precaución de dejarlo lejos de aquí.» Quizá lo hubieran hecho y tres o cuatro hombres estuvieran rodeando la casa en aquel momento. No era totalmente inverosímil. «De lo contrario, ¿por qué aquella cita?» «Ve solo», le había dicho por teléfono. Sabía por experiencia que el otro hacía las cosas bien hechas. Y era el más sagaz del grupo. A veces, el odio, por más que se disfrace bajo la indiferencia conveniente, resulta tan visible como una piedra en la mano que se dispone a arrojarla. De sobra había intentado camuflarlo tras una camaradería un tanto tosca, cínica; siempre había vigilado sus reflejos, se había controlado. Pero ¿no se habría delatado en algún momento? «Ve solo.» El rincón de cualquier bar hubiera bastado para hablarle confidencialmente. Sería a él a quien suprimirían. Y sin escrúpulos. Cándidamente, había pecado de falta de finura. Recordaba hechos, pequeños detalles… ¡Había visto tantas cosas desde que trabajaban juntos! Volvía a ver antiguas escenas: la pelea con Schroeter, la supresión del polaco. Él mismo había hecho desaparecer los rastros del crimen: había limpiado las manchas de sangre y quemado la ropa. Entonces aún sentía una admiración ilimitada hacia el otro, por su coraje, por su infernal ingenio. Poco a poco la admiración se convirtió en celos. Y los celos, después de aquella terrible disputa, tras el asalto a la joyería de Melun, en odio. El asunto se arregló, pero desde entonces el otro, sólo con su simple presencia, sabía darle a entender que era un inferior; ya no necesitaba humillarle para que se sintiera despreciado. El odio debía de ser recíproco. Se detestaban.

Con la mano libre se aflojó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Se ahogaba. Si entraran por la ventana de la cocina… Podían entrar por la ventana de la cocina, por cualquier ventana… Hubiera sido mejor esperarlos fuera: hubiera tenido más campo libre. Esperarlos…, ¡era tan evidente que no llegaría solo!… ¡Era tan evidente que se había dejado atrapar en una trampa tan poco sutil! Tenía que salir de la casa. Allí dentro no veía nada, no oía nada, no era nadie. Moriría como un idiota. Pero antes de salir tenía que apagar la luz. De lo contrario, les ofrecería un blanco tan seguro, recortado en la puerta a la luz que llegaba desde la habitación, que lo abatirían al primer disparo. Caería sin ni siquiera saber quién había disparado. Se sentía clavado en el suelo, incrustado. Necesitaba moverse. Aspiró profundamente y se esforzó por no pensar, avanzó hacia la estancia iluminada. Para llegar a la bombilla estaba obligado a dar varios pasos. Cada dos o tres, se detenía y escuchaba. Estaba empapado de sudor. Una gota se le deslizó desde la sien hasta el cuello. Como un náufrago, llegó hasta la luz y la apagó. Aquel silencio tan denso era para enloquecer. Y faltaba lo más difícil: salir. Salir por la puerta, evidentemente vigilada, resultaba arriesgado. Se dirigió a la ventana, sin vacilar, la abrió, escrutó la oscuridad durante unos instantes, y saltó con el revólver en la mano. La noche era serena y estaba avanzada: debió de ser así la primera noche del mundo.

Permaneció un rato agachado contra la pared y escuchó: un grillo cantaba incansablemente no muy lejos de donde se encontraba. Ni un soplo de aire. Se enderezó un poco, lentamente, atravesó el espacio libre y se adentró en las altas hierbas. La tierra blanda cedía ligeramente bajo sus pies. Avanzó como un autómata hasta que encontró un árbol y se detuvo. Se sentía más seguro. Los últimos minutos en el interior de la casa habían sido una pesadilla y ahora era como si el frescor de la noche la disipara. Quizás había imaginado una historia absurda. No disponía de ninguna prueba concreta, tangible, para creer que le habían tendido una trampa. Pero ¿acaso necesitaba una prueba evidente, como los idiotas? ¿No le bastaba su instinto? «En circunstancias semejantes a la mía un error de cálculo, tres minutos de confianza, suelen pagarse con el pellejo.» Esperaría allí, detrás del árbol. Dominaba todo el jardín y la fachada de la casa. El riesgo era insignificante. Cuando el otro abriera la verja, dispararía. Y no se le escaparía, fuera cual fuere la intención con la que llegara.

Encima de su cabeza, entre las ramas, el pájaro lanzó su grito inquietante. Un viento ligero agitó las hojas y le trajo un soplo de frescor; estaba cerca de la carretera. Había dejado el coche algo más allá de la casa, medio oculto detrás de un cañizar y de algunos árboles. ¡Qué cerca! ¡Si pudiera irse, arrancarse aquel malestar, hallarse transportado de repente en un local con música y coñac, rodeado de gente, de luz y de conversaciones! Tenía los labios secos, doloridos. Si llegara solo… Pero ¿llegaría solo? El viento había girado y llevaba un intenso olor a hinojo; experimentó una repentina náusea y tosió. La tos le desgarraba el pecho, se le hinchaban las venas del cuello y las de las sienes. El revólver se le cayó al suelo. Lo buscó con el pie, se agachó penosamente y se lo metió en el bolsillo.

Temblaba. Si deseaba salvarse no podía perder ni un solo minuto. Iba a jugárselo todo para salvarlo todo. No saldría por la verja del jardín: el coche podía llegar de un momento a otro y lo cazarían en la carretera. Rápidamente, dio la vuelta por detrás y se dirigió hacia el otro lado de la casa. Las hierbas eran allí más altas y tuvo que apartarlas con las manos. Al llegar a la cerca se aferró a los barrotes de madera y, de un salto, subió al murete de piedra. La hiedra le rozaba el rostro, sintió un cojín de hojas en el pecho. Con un gran esfuerzo se izó hasta lo alto de la cerca y saltó. Cayó de rodillas: se había clavado pinchos en las manos y se notaba la cara arañada. Empuñó el revólver y atravesó el campo diagonalmente, hacia las cañas. La carretera se extendía a un lado, como un río lechoso y muerto. Aún estuvo un rato escuchando. El corazón le latía horriblemente, como si quisiera estallar. Tenía la sensación de que le hubieran amputado las piernas. En la mano, el revólver le temblaba como una hoja. Volvió la cabeza hacia la casa y saltó al interior del coche. Cuando el motor arrancó, suspiró. Salió a la carretera. Sin dudarlo un instante, cogió la dirección contraria: entraría en París dando un rodeo, no fuera a encontrárselo a cincuenta metros. «Mañana por la mañana haré que la portera le telefonee y le diga que estoy enfermo; me quedaré dos o tres días en casa.»

A uno y otro lado los coches desfilaban a toda velocidad. Parecía que huyeran.

EL HELADO ROSA

TOMA, ¿CUÁL QUIERES, el amarillo o el rosa?

Había comprado dos helados y se los ofrecía, para que eligiera, con aspecto triste. La mujer de la carreta se guardó el dinero que acababa de darle y ya atendía a otros clientes mientras gritaba: «¡Al rico helado!…».

Siempre ocurría lo mismo: cuando se acercaba el momento de separarse parecía que le echaran un cubo de tristeza encima y ya no abría la boca durante el resto del tiempo que les quedaba para estar juntos.

En el parque, al lado de ella, con toda la tarde por delante, con el esplendor del sol, bajo los árboles rumorosos, se sentía alegre, comunicativo. La banda de música interpretaba la obertura de Lohengrin: la escucharon religiosamente cogidos de la mano. Los patos y una pareja de cisnes blancos con los cuellos erectos se deslizaban por el cristal azul del lago como si fueran de celuloide. Hombres, mujeres y niños parecían figurillas que caminaran y sonrieran movidas por algún precioso mecanismo en el interior de un paisaje artificial creado para una humanidad real.

Cuando el sol empezó a ponerse, se sentaron en un banco verde, a la húmeda sombra de un tilo, y él, mitad tímido y mitad emocionado, le dio el anillo de prometida: un brillante pequeño con un carbón bastante visible. «Júrame que nunca te lo quitarás.» Separó los dedos, estiró un poco el brazo y movió la mano para contemplarlo. Pensó, no sin un cierto y secreto pesar, en su mano tal como estaba unos momentos antes, sin anillo, ágil y libre. Se le empañaron ligeramente los ojos.

Habían salido del parque y caminaban cogidos del brazo hacia la boca del metro.

—Toma, coge el rosa.

Ella lo cogió y sintió una especie de desfallecimiento en las piernas. Avanzaron unos pasos. «Rosa, rosa…» De repente, se estremeció y se ruborizó hasta las raíces del cabello.

—¡Ay, el helado! —lo había dejado caer adrede, para disimular su turbación.

—¿Quieres que compre otro?

—No.

«… Rosa…, rosa…, deprisa, que no se dé cuenta de nada… ¿Por qué comes rosas? Nos casaremos. Tendré que quemar las cartas. Todas…, la del 15 de febrero, también… Si pudiera guardarla… con las rosas secas… ¿Comes rosas? Llevaba un ramo en la mano y él me besaba y reíamos y caminábamos. Me cogía por la cintura. Llevaba el sombrero ladeado, tenía los ojos brillantes. Yo comía un pétalo de rosa. Si siempre comes pétalos de rosa te convertirás en rosa. Por la noche soñé que nacía de un tronco viejo pegado a la pared y que, poco a poco, me abría en pétalos de sangre. Me cogió el brazo bruscamente: Tira las rosas, tíralas. Lo miré con los ojos entornados y mordisqueaba el pétalo de rosa… Amor mío… Al subir la escalera sabía dónde estaba, dónde iba y por qué. Un hombre de avanzada edad abrió la puerta y se apartó para dejarnos entrar. No, aquella habitación oscura no olía a nada, con el biombo descolorido y la alfombra deshilachada. Sórdido y triste. No temas. Al abrir los ojos vi la chaqueta en el respaldo de la silla y, encima, la corbata verde, con rayas rojas… Parece no recordar que tenemos que enviar las violetas. Al día siguiente la directora del taller me riñó por llegar tarde… Ensartaba las hojas moradas en un alambre. ¡Con qué fuerza me apretaba! Tenía un cardenal en el brazo, y tuve que ponerme una blusa de mangas largas… Cuando regrese nos casaremos, decía en la primera carta. ¿Comes rosas todavía? Tendré que quemarlas todas y la caja forrada de cretona… Tendré que quemarlas… Y este anillo que me duele en el dedo… Hace dos años que no me escribe, que no sé nada de él… casado, muerto, quizá… Y si volviera, volvería… La mañana que lloraba, la portera me subió la leche: es la vida… y bien contenta tienes que estar de que no te haya dejado ningún recuerdo… Diecisiete cartas, diecisiete cartas esperadas con verdadero delirio, enferma de tanto esperar… ¿Por qué comes rosas?»

—¿En qué piensas? —le preguntó él mientras bajaban la escalera del metro.

—¿Yo? En nada.

CARNAVAL

¡TAXI! ¡TAXI!

Un coche particular pasó por delante de la joven sin detenerse. A la una de la madrugada, entre las dos hileras de jardines, la avenida del Tibidabo estaba desierta. Las únicas ventanas iluminadas eran las del chalet de donde la chica acababa de salir.

—La parada de taxis está más abajo —le dijo un muchacho que pasaba.

—¿Dónde?

—Justo al lado de la parada del tranvía.

El muchacho contempló a la joven un tanto perplejo. Llevaba una capa amplia, sedosa y ligera, larga hasta los pies; y una estrella rutilante en la frente. Y la máscara. El viento, un viento de noche de marzo, movía los pliegues de la capa. Los cabellos de la muchacha revoloteaban, empujados hacia un lado.

—¿Y dónde está la parada del tranvía? —y pensó: «¿De qué irá disfrazado?». La peluca blanca, con una coleta curvada hacia arriba, en la nuca, resultaba sorprendente. Las medias también eran blancas, y los pantalones, muy estrechos, de satén rojo. La chaqueta era de un color neutro y unas enormes tijeras de cartón colgaban de su cintura.

—¿Quiere que la acompañe? Voy en la misma dirección.

—Iremos en la del viento —la joven estalló en carcajadas, con una risa muy fresca, contagiosa.

Empezaron a caminar. El joven avanzaba con mucha timidez, no muy cerca de la chica y, de vez en cuando, miraba en el suelo la sombra de la estrella que ella lucía en la frente.

—Pasado mañana —dijo la chica de repente— iré a París. Pasaré quince días en la capital y, después, iré a Niza…

—Ah…

Como no sabía qué decir, la miraba con los ojos muy abiertos, decidido a prestar a su mirada un aire de sorpresa inteligente, admirativa.

Pero la joven ya debía de pensar en otra cosa porque durante unos minutos caminó sin hacer ningún intento de continuar la conversación. Con la cabeza ligeramente ladeada, silbaba muy bajo una tonada un tanto monótona constituida por tres notas que se repetían constantemente, y se pasaba la mano por el cabello muy a menudo.

—¿Qué es eso?

—¿Eso? —ensanchó los labios con una sonrisa forzada y, muy avergonzado, dijo—: Oh, nada. Unos pasteles para mi hermano menor.

—¿Y eso? —en la otra mano llevaba un objeto irreconocible.

—Es la máscara.

—¿Por qué no te la pones?

El muchacho dudaba, pero como ella insistió, no supo qué pretexto dar y se la puso, muy serio.

—Doy mucha risa, ¿verdad? Si hubiera podido elegir, hubiera preferido otra menos cómica; pero me la han regalado unos amigos que son un poco…

—… ¿Bromistas?

—A veces creo que demasiado… verá…, ellos…

—Pero si una careta no hiciera reír no habría por qué llevarla, quizá sería mejor ir con la cara auténtica.

—Por supuesto… ¿Quiere un pastelito?

La joven se paró en seco. Sus ojos sonreían, llenos de malicia, y dijo:

—Voy a buscar algo. ¿Me esperas un momento?

Él hizo un gesto afirmativo y la chica echó a correr. Avenida arriba. Se le cayó la capa al suelo, pero no se detuvo. Él la recogió y, mientras apreciaba su finura entre los dedos, cerró los ojos. Allí plantado, solo, con la capa de la muchacha al brazo, se sentía algo desplazado, algo fuera del mundo. Miró largamente el cielo, los árboles que empezaban a apuntar, los raíles brillantes de luna. El estremecimiento de la seda permanecía en sus dedos rasposos. Se había colgado la capa al brazo y no se atrevía a tocarla. Miró hacia arriba, hacia abajo, volvió a empezar por el cielo, por los árboles… Al final se sentó en un banco. Pero el satén del pantalón, tan delgado, dejaba pasar el frío de la piedra y un ligero estremecimiento, distinto del anterior, recorrió su espalda.

La joven, pequeña y blanca, apareció al cabo de un rato. Ingrávida. El vestido vaporoso revoloteaba al viento: parecía un pájaro con las alas abiertas y caídas.

—Les he cogido una botella de champán y, ahora, la vaciaremos. ¿Te gusta el champán?

Estuvo a punto de decir: «Sí, señora». Y, por estar a punto de decirlo, se ruborizó.

—Bastante, ¿quiere la capa?

—Ahora no, luego.

Llegaron a una placita triangular. En el centro, había un abeto raquítico. Ella se volvió hacia poniente y gritó: «¡Titania!» Un eco muy débil, al otro lado de las casas, repitió: «¡Titania!»…

—El eco, aquí, no está mal. Pero, más arriba, junto a la casa donde hacen la fiesta, repite tres veces y más fuerte.

Él se sintió puro espíritu y atrevido.

—En tal caso, ¿es a la reina de las hadas a quien tengo el gusto de acompañar?

—Oh, por casualidad. Con el mismo vestido y una redecilla de perlas, hubiera podido ser Julieta. O, con flores y pétalos en los cabellos —añadió con coquetería—, Ofelia. Pero, claro, de acuerdo con mi carácter y al menos por una noche, he preferido ser un personaje dotado de mucho poder. ¿Qué te ha hecho suponer que era Titania?

—Que ha gritado este nombre y… Tuve un tío que me contaba historias de este tipo.

—¿Murió?

—Hace años.

—Bien, ahora que ya sabes quién soy, preséntate tú.

Al ver que el muchacho vacilaba, insistió:

—Pronuncia tu nombre con voz muy fuerte.

Tragó saliva y dijo muy bajo:

—Me llamo Pere.

Alegremente, la joven gritó: «Pere», con voz muy potente, y el eco repitió: «Pere». «Pere.»

—¿Dos veces? Por lo visto este eco está un poco loco. Ahora que ya nos hemos presentado, descorcha la botella. Yo podría mancharme, y un vestido de hada debe estar siempre inmaculado —le dio la botella de champán—. Figurará que somos amigos desde hace mucho tiempo.

—Desde hace años —y pensó: «¿Cuántas copas habrá bebido esta noche?». Sin embargo, había caminado bien derecha todo el rato y no parecía que le costara ningún esfuerzo hacerlo.

El corcho salió sin estallido y no vertió nada de espuma.

—Está desbravado… —exclamó decepcionada—. Pero para calmar la sed… —y bebió abundantemente de la botella.

—¿Quiere un pastelito?

Se sentaron en el suelo, en el bordillo de la acera, y empezaron a comer y a beber… Él deslizó la nariz de cartón con bigote postizo hacia un lado de la cara, pero le molestaba y se la puso en la frente.

—El dueño del chalet —empezó a explicar la chica— es…, es mejor que te diga la verdad, al fin y al cabo, si somos amigos…, es mi amante. Es con él con quien voy a París. Tiene que ir por asuntos de negocios y aprovechamos la ocasión. Hoy su esposa estaba en la fiesta y me he marchado. La situación era más bien violenta. Sobre todo para mí, por supuesto. Me he marchado sin decir nada a nadie y ahora él debe de estar buscándome por todas las habitaciones, por el jardín… Pero, si quería que me quedara, ¿por qué no ha encerrado a su mujer en el cuarto oscuro? Por una noche… No creas que sea antipática, ¡oh, no! Es simpática, y viste muy bien y sabe ser acogedora… digamos que es una gran señora, ¿comprendes? Pero creo que se pone crema en la cara para meterse en la cama… Él ya no la quiere. Yo sí le gusto: mientras bailábamos me ha dicho: «Eres la chica más deliciosa de toda la fiesta: pareces una flor». Y al cabo de un rato me ha dicho: «Te amaré eternamente» o algo por el estilo.

La joven lo miró un poco sorprendida, un poco vejada, y guardó silencio durante un rato. Al fin, dijo:

—¿Vamos?

—Vamos.


Dejaron la botella vacía en mitad de la calle y empezaron a caminar. Él sentía los párpados pesados y los huesos de las piernas reblandecidos. Algo más abajo la chica se detuvo frente a una verja. Él se detuvo a su lado. Ella le cogió la mano y le dijo, en voz tan baja que parecía que le comunicara un secreto:

—¿No hueles las gardenias?

No olía nada. Sí. El olor de la noche, olor a verde. A árbol. Además, tanta familiaridad le producía inquietud. El viento les daba de cara y zumbaba entre las ramas lastimeramente.

Al ver que el muchacho no le contestaba, con la frente contra los barrotes de la verja, murmuró con voz muy dulce:

—El viento es triste…; de niña siempre pensaba que me hubiera gustado vivir en una casa solitaria azotada por el viento. Cada mañana habría ido al bosque con dos lebreles para ver los árboles abatidos durante la noche. Es el viento el que trae ese olor de gardenias, ¿verdad?

Él, que aún llevaba su capa, le dijo:

—Póngase esto —le espeluznaba verla con los brazos desnudos, y tanto estusiasmo por las gardenias empezaba a asustarlo.

—¿Quieres ayudarme?

Le puso la capa en los hombros y pensó: «Si fuera más osado, ahora podría abrazarla».

—Ya las veo. ¿Ves, allí, al fondo?… Acércate…, al pie de aquel árbol grande. ¿Las ves? Oh, cómo me gustaría conseguir una…

La cabeza le daba vueltas y lo veía todo turbio, pero, decididamente, no había más remedio. «La verja no es muy alta», pensó.

—¿Quiere que coja algunas?

Ella se le volvió de frente, con las manos juntas, suplicando:

—¡Oh, sí! Me harían feliz esta noche.

Se metió las tijeras en la trincha y saltó la verja sin demasiado esfuerzo. Al principio anduvo sobre la hierba y sus pasos no se oían, pero la hierba se acabó y la gravilla del camino crujía bajo sus pies. Ni siquiera oía el viento, sólo oía la gravilla. Avanzó de puntillas y le pareció que la gravilla aún se oía más. Volvió a pisar hierba y se pasó la mano por la frente empapada de sudor. Allí estaban las flores blancas. Cogió algunas y las envolvió con el pañuelo. Volvió sobre sus pasos, despacio, pero el corazón le latía violentamente, y las sienes también. El champán, la sangre y el miedo lo aturdían.

—¿Ya? —preguntó ella impaciente desde la calle.

De repente, un perro empezó a ladrar furiosamente casi junto al muchacho. Se oía el ruido de los eslabones de la cadena tirante: el perro daba violentos tirones.

Lanzó el pañuelo con las flores por encima de la verja y trepó diligentemente. Cuando ya se disponía a saltar a la calle notó que se le rasgaba la parte trasera del pantalón y se quedó despavorido.

—¡Los pantalones! —atinó a decir.

—¿Se te han roto?

—Creo que sí, bastante… Pero, rápido…, puede salir alguien.

Recogió el pañuelo con las flores y echaron a correr. Un tramo más abajo se detuvieron jadeantes.

—¿Y los pantalones? A ver.

Había un desgarrón bastante considerable detrás del muslo izquierdo.

—Un buen agujero…, pero puede coserse —dijo ella.

—Sí, claro. Pero los he alquilado…

Lo dijo en un tono algo seco: apenas pudo dominar la repentina oleada de irritación que acometió su ánimo. Pero, en definitiva, fue cuestión de segundos.


Llegaron a la parada del tranvía. No había ningún taxi.

—Mala noche para encontrar taxi. Sobre todo aquí.

Se quedaron de pie bajo una farola y él pudo contemplarla con tranquilidad. Era rubia y de piel muy morena. Tenía los labios bien dibujados, un poco salido el inferior, y un hoyuelo en medio del mentón suavemente redondeado. En los agujeros de la máscara brillaban unos ojillos negros.

—Todavía no he mirado las gardenias ni te he dado las gracias.

Delicadamente sacó una flor del pañuelo, pero cuando se disponía a olerla, sorprendida, exclamó:

—¿Qué clase de flores has cogido?

—Las que estaban junto al árbol.

—No son gardenias. No huelen.

Contemplaba la flor desconocida con evidente expresión de desencanto.

—Olvídalo. Si no te gustan, tíralas.

La había tuteado sin darse cuenta. Le gustaba mucho así, un poco absorta, y, a no ser por el viento, no habría vuelto a pensar en los pantalones; pero el viento penetraba por el desgarrón y le molestaba.

—Claro que, pensándolo bien, resultaría extraño que fueran gardenias. ¿En qué mes estamos? —lo preguntó con voz apesadumbrada, ondulante.

—En marzo, desde hace algunos días.

—Y las gardenias florecen por San Juan… No importa, lo único que lamento es el pantalón. Si al menos pudiera saber el nombre de estas flores… —olió de nuevo la flor y se la hizo oler a él—. ¿A qué huelen? ¿No te recuerda nada ese olor? Un olor tan suave que casi no es, pero me recuerda vagamente al de la flor de saúco… ¿Qué te parece? Sin detenerme a pensarlo he descubierto a qué huelen. ¿Serán begonias?

—Son más pequeñas. Quiero decir más grandes. O sea, las gardenias son pequeñas.

—Quizá se trate de begonias raquíticas.

—Deben de ser camelias —los dos habían entrado en el juego.

—¿Camelias? No… A las camelias las reconozco con los ojos cerrados. Puedes tener por seguro que éstas son unas flores misteriosas. Flor de noche de carnaval.

Volvió a guardar la flor que tenía entre los dedos en el pañuelo y se quedó pensativa. En el fondo, él le agradecía que no hubiera tirado las flores y sintió un irresistible deseo de besarla. Pero pensó: «Soy un hombre», y con aire un tanto protector le dijo:

—Ningún taxi a la vista. Tenemos una alternativa, mejor dicho, dos: esperar uno hasta la salida del sol, si es necesario, o bien ir andando. Estoy dispuesto a acompañarla hasta el fin del mundo.

Entonces oyeron que se acercaba un coche. Venía del paseo de la Bonanova. Cuando estuvo más cerca vieron el interior iluminado y lleno de gente. Pasó casi rozándolos. Los ocupantes del coche gritaban y reían. Un hombre sentado al lado del chofer, tocado con plumas, les arrojó un puñado de confeti.

—Creo que será mejor no esperar. Iremos andando —dijo ella; y añadió—:

Aunque vivo bastante lejos.

—¿Mucho?

—En Consejo de Ciento.

—Bien, podemos bajar por la calle de Balmes. Y siempre nos queda la esperanza de que pase un taxi libre.

«Dios quiera que no pase ninguno.» Y alegremente la cogió del brazo para ayudarla a cruzar la calle.

Barcelona brillaba al fondo: un halo rojizo incendiaba el cielo y formaba una campana mágica de luz. A la izquierda, las luces del Putxet parpadeaban cuesta arriba y las ventanas de las casas resguardadas en el montículo estaban cerradas. Si el viento cesara por un instante, sólo el silencio y la noche quedarían para acompañarlos.


Anduvieron un buen rato en silencio. Ella fue la primera que habló:

—¿De qué vas disfrazado?

—De sastre.

—¿De sastre? —rió—. Si no lo dices…

—De sastre judío, Luis XV —prosiguió inmutable.

Entonces empezó a contarle que estudiaba griego, que componía versos, que escribía un libro, La sonrisa de Proserpina, que había pasado la tarde en la Rua y que regresaba de un baile.

—Cuando termine mis estudios viajaré. Tengo ganas de conocer mundo. Me embarcaré sin un céntimo en el bolsillo. Quizás haga de fogonero. Los poetas locales suelen morir en la cama, rodeados de toda la familia y luego los periódicos comentan sus últimas palabras y la intensidad del último suspiro. Y la historia sigue. Desearía morir absolutamente solo, con los zapatos puestos, boca abajo y atravesado por una flecha.

Ella, que hasta aquel momento había llevado las riendas de la conversación, empezó a impacientarse bajo aquella fuente de elocuencia.

—¡Ay…! —dijo de repente. Se apretaba el pecho con la mano como si el corazón pretendiera escapársele.

—¿Qué le ocurre?

Tardó unos momentos en contestar.

—Nada, el corazón…; he perdido el mundo de vista.

La miró un poco asustado. No sabía qué hacer, si sostenerla o soltarla. La joven suspiró profundamente y se pasó la mano por la frente.

—Ya está… ya pasó. Tengo el corazón delicado. Será por la vida que llevo…

—¿Y en su casa lo permiten?

—No les preocupa.

—Debería llevar una vida más sana. Aire libre, cultura física, acostarse pronto…

—Conozco la letra de esta canción: pescado y verduras.

—No —repuso él un tanto desconcertado—. En el fondo, no me refiero a eso. Me refiero a amar… más honestamente.

—Y morir de pena, claro. Gracias. He elegido mi vida hace ya quién sabe cuánto tiempo. De la vida sólo espero recoger las flores… —le lanzó una mirada rapidísima, de reojo, un poco divertida, y en voz más baja, prosiguió—: ¿Qué diría mi portera?

Él caminaba mirando al suelo, un poco absorto, y no advirtió la mirada. Movió la cabeza con cierta pesadumbre.

—… y equivocarse.

—¿Equivocarme? ¡Oh!, no deseo casarme. Si estás pensando en eso… Cuando haga balance de todo, a los cincuenta años, me felicitaré por el resultado. Al menos habré tenido el amor, la ilusión, las palabras amables. Y, al igual que evitamos los charcos en un día de lluvia, habré evitado el aburrimiento y la vulgaridad.

—Sin embargo, una vejez sin hijos…

—… y sin nietos… ni tíos, ni sobrinos ni demás parientes… El entierro a las doce del mediodía.

—Es inútil.

—¿Redimirme?

El cielo se cubría de espesas nubes. Un viento bajo, que levantaba bruscas polvaredas, los llevaba en dirección al mar. Avanzaban deprisa, devorando estrellas.

En la plaza Molina el cielo estaba ya cubierto por entero y acezaba siniestramente en los tejados y en las esquinas.

—¡Vaya final de noche nos espera!

—Ya te he dicho que el viento me encanta.

Se quitó la capa que el viento hacía revolotear horizontalmente y se la dio.

—Guárdamela.

Él la cogió, se detuvo y miró al cielo.

—¿En qué lado de Consejo de Ciento vive?

—En la acera que mira al mar: bajando por el paseo de Gracia a la izquierda.

—Por vía Augusta acortaremos. Arreglan la calle y el camino es malo, pero se sale ganando. Lo digo por el tiempo.

Ni tenía prisa ni miedo de la lluvia. Simplemente le apetecía pasar por aquella calle tan ancha, tan desierta. «Será como si fuésemos los únicos habitantes del planeta.» Recordaba que hacia la mitad de la calle, entre Molina y el apeadero de Gracia, había un jardín con un plátano muy viejo plantado junto a la verja, con todo el follaje volcado hacia la calle. Oír el viento entre las ramas de aquel árbol, al lado de aquella chica, sería inolvidable.

De pronto, empezó a gotear. Eran gotas espaciadas, pero redondas y pesadas, que golpeaban el suelo con un ruido sordo que aumentaba la densidad de un modo inquietante.

—Lo que faltaba —la joven miró a uno y otro lado buscando un lugar donde guarecerse.

—Si queremos meternos en un portal, tendremos que correr hasta la casa rosa. Por aquí sólo hay jardines —dijo el chico algo alarmado.

Tendrían que correr como dos infelices. Maldita lluvia que desbarataba todos sus planes.

—Póngase la capa, no se mojará tanto —se la puso y, con los dos extremos, se la anudó a la altura de las rodillas—. ¿Podrá correr?

—Creo que sí.

Se precipitaron calle abajo, cogidos de la mano y perseguidos por la lluvia y el viento que los empujaba ligeramente hacia un lado. Un olor caliente, asfixiante, de polvo húmedo, emergía del suelo. La lluvia pareció amainar un momento: la nube que la había traído parecía haberse alejado, pero otra más densa se acercaba.


Cuando llegaron al primer portal caía un verdadero diluvio. Estaban tan cansados que no podían pronunciar palabra. El corazón y el pulso les palpitaba violentamente. Ella se desanudó la capa y se sacudió como un pájaro.

Miró al muchacho y estalló en carcajadas.

—Pobre vestido… —Echó un vistazo a la falda plisada, mojada y sucia en la parte de abajo—. Si hiciera un poco más de calor, me quedaría bajo la lluvia. En verano, cuando estamos fuera y llueve, me pongo un maillot y voy a pasear por la playa. Es delicioso.

El viento inclinaba la lluvia hacia el otro lado de la calle. Delante de la casa donde se habían guarecido se extendía una franja de tierra seca de unos dos metros de anchura. En la acera de enfrente había una farola. La joven permaneció un rato contemplándola en silencio. Tenía las cejas juntas y abría y cerraba los ojos como si estuviera sola.

—Haz como yo y no te sentirás tan triste —dijo sin volver la cabeza—. Cierra un poco los ojos y mira la luz. Verás qué colores. ¿Ves? Verde, rojo, azul…

Él cerró los ojos y, despacio, los abrió.

—No veo ninguno.

La joven seguía el juego con tanta aplicación que no le contestó, como si no lo hubiera oído. Al cabo de un rato, algo nerviosa, exclamó:

—Debes de hacerlo mal. Tienes que cerrar los ojos, pero no del todo. Deja un resquicio, muy pequeño, abierto.

El muchacho volvió a intentarlo; cerraba los párpados y los abría un poquito. Pero, para él, aquella luz amarillenta parecía inalterable.

—No veo nada.

—Significa que tendrás larga vida —lo dijo con una sombra de desdén—. Los que ven siete colores mueren al día siguiente. Yo hoy he visto cinco. Espera, volveré a mirar, a ver si cambia.

Se sintió algo deprimido, como si la posesión de una vida larga fuera prueba de una robusta mediocridad. La chica, sumergida en el experimento, retenía la respiración.

—Imposible. Sólo veo cinco. Había un azul que parecía que se iba a volver violeta. Qué miedo he pasado…

El juego los había mantenido un rato distraídos y, de pronto, advirtieron que había pasado el chaparrón. Por encima de los tejados una nube se desgarraba lentamente y dejaba ver un trozo de cielo oscuro con algunas estrellas al fondo. Pero aún se oía caer agua por todas partes y la cloaca no daba abasto para engullirla.

El muchacho suspiró como si se hubiera liberado de una pesadilla.

—Creía que teníamos lluvia para toda la noche. Créame, será mejor que no nos entretengamos.

—¿No te hubiera gustado tener que dormir aquí, en este portal? Ya empezaba a hacerme cierta ilusión.

Hacía rato que él sentía apuntar una especie de impaciencia. Tenía las piernas frías, la espalda empapada y un temblor en las rodillas que no podía controlar.

—Ha dejado de llover. Tendríamos que irnos.

La joven alargó el brazo con la mano extendida, miró hacia lo alto, pero no se movió.

—¿Y tu careta?

Cuando corrían bajo la lluvia se había quitado la nariz de cartón y la llevaba en la mano, cogida por la goma.

—Si no te la pones, no voy contigo.

Sin decir palabra, con aire condescendiente, se puso la careta y el bigote. Ella descubrió que tenía la frente llena de granos.

—Debes de haber comido algo que te ha intoxicado.

—¿Quién, yo? ¿Lo dice por los granos? Según el médico, es el crecimiento —«Vaya en qué se ha ido a fijar…», pensó.

Salieron del portal, dejaron el tramo iluminado y se adentraron en uno de tinieblas. Aquel trozo de calle parecía abandonado: dos perros, atraídos por la peste nauseabunda, hurgaban en un montón de basuras. Al final de la calle se divisaban ya las luces de la Diagonal.

Caminaban ladeados, sin pronunciar palabra. Ella se cogía la falda y avanzaba despacio porque apenas veía dónde ponía los pies.

A mitad de calle una sombra avanzó y se le plantó delante: le pidió fuego.

El hombre tenía una voz ronca, era muy alto y corpulento. Como si acabara de brotar de la tierra, una sombra más corta se les plantó al lado.

—¿Fuego? No tengo.

Se disponía a seguir hacia abajo, pero una mano amazacotada como una pata de oso cayó sobre su pecho.

—¡Eh! No tanta prisa, la pareja…; el dinero.

El muchacho sintió una aguda contracción en el diafragma, se le empañaron ligeramente los ojos, pero, sin pensarlo, intentó una exhibición de sangre fría.

—Aunque sea Carnaval, ya es un poco demasiado tarde para bromear.

—¿A ver qué cara tienes, mascarita? Mira, tú, la mosquita muerta. ¿Ya te ha cambiado los pañales tu mamá?

Quedó deslumbrado: el hombre lo enfocaba con una linterna.

—Cuando te salgan pelos en la cara nos lo comunicas por escrito. Este mocoso se cree que tengo ganas de bromear… Para empezar, afloja.

La chica intervino. Tenía la voz ligeramente alterada, trémula.

—No vale la pena discutir —y alargó el bolso al hombre gordo.

—¡Carajo! ¡Qué estrella! ¿Te ha salido sola en la frente, como a la Virgen?

Mientras hablaba, el hombre grueso pasó el bolso a su compañero.

—Gabriel, cuenta el dinero.

El hombre bajito abrió el bolso y sacó dos billetes.

—Veinticinco y veinticinco… cincuenta… —dijo sin entusiasmo.

—Y tú, mozalbete, ¿todavía no te decides?

El muchacho estaba a punto de estallar de ira contenida.

—No doy nada.

El hombre gordo volvió a enfocarle la linterna: con el índice y el pulgar cogió la nariz de cartón, la estiró todo cuanto la goma dio de sí y la soltó.

—Eso para empezar; y para terminar…

Le soltó una bofetada que le hizo caer al suelo.

—Y ahora, levántate. Arrepentido y escarmentado. Gabriel, la cadena y la medalla de la nena. Cuando haga la primera comunión su padrino ya le regalará otra.

El hombre bajito se puso detrás de la joven y le desabrochó la cadena.

—Enfoca, que casi no veo. El cierre es muy pequeño.

El gordo se puso detrás de la chica y enfocó la linterna. El bajito dijo:

—Gracias. Ya está —y entregó la cadena y la medalla al gordo.

El muchacho se había levantado penosamente del suelo, lleno de barro, con la nariz de cartón torcida y la mejilla dolorida.

—¿Y la estrella?, ¿no la queréis? —dijo la joven haciendo un esfuerzo por sonreír.

Ni le contestaron.

—Gabriel, limpia al mocoso.

El bajito se acercó al chico y empezó a registrarlo. El gordo dijo riendo:

—No te cortes, lleva tijeras.

—Y poca pasta —le había sacado del bolsillo un billetero pequeño y viejo, con los cantos desgastados.

—Un duro y dos pesetas… Siete pesetas y bien sopladas.

El gordo miró al muchacho con curiosidad y dijo:

—¿Y para eso gritabas tanto, panoli?

Se abrochó la chaqueta, se levantó las solapas y escupió.

—¡Y ahora, andando!

Se volvió de cara a la joven, se tocó la visera de la gorra con la punta de los dedos:

—La acompañaremos un rato, princesa. Irá más segura con nosotros. ¿Quiere quitarse la careta? ¿No? Usted misma.

Se colocaron uno a cada lado de la muchacha. El chico iba detrás. Se hubiera echado a llorar. Sentía un nudo en la garganta y tenía los ojos húmedos. Ella hablaba con aquellos hombres.

—Habríais podido dejarme algunas pesetas… Al menos para poder coger un taxi hasta casa. Lo habéis hecho muy bien, pero algo exagerado. A una chica no se la deja sin un céntimo.

—Quizá tenga razón —dijo el bajito.

—Gabriel, no seas romántico. Piensa en el bistec.

Llegaron a la Diagonal.

—Bien, nosotros nos largamos. Si desea mejor compañía, ya sabe. De poco le servirá ese gorrioncillo.


Ella esperó a que se alejasen. Con los cuellos de las chaquetas levantados y las gorras hundidas, los dos hombres desaparecieron al llegar a la esquina. Entonces ella se dirigió hacia el chico, que se había quedado un tanto alejado del grupo, y le dijo:

—¡Qué aventura…!

Él no contestó. Tenía la mirada lóbrega y el traje mojado y manchado de barro. Ella no se atrevió a decirle nada más. El viento había amainado y la noche era suave y aterciopelada. Caminaban muy despacio entre las raquíticas palmeras. El paseo de Gracia estallaba en luces. El asfalto, negro y terso como una piel, cubierto de confeti y de flores marchitas, brillaba con luces cambiantes. Serpentinas multicolores colgaban de los árboles y de los balcones. Aún caían gotas de los árboles y de las ramas. Era lo que quedaba de la fiesta. De vez en cuando, pasaba un coche con el interior iluminado, con hombres y mujeres disfrazados, ya somnolientos y un poco cansados.

—¿Por qué estás tan preocupado?

No podía soportar aquel silencio ni un minuto más. Él empezó a hablar, grave.

—No, no es que esté preocupado. Es algo peor. Esta noche hubiera deseado hacer…, no sé explicarlo…, ¡una noche como ésta! Quería un recuerdo de esta noche para el futuro, para conservarla. Porque nunca podré viajar. Ni ser poeta. Ni estudio. Estudiaba. Ahora trabajo. Tengo un hermano menor que yo y soy el cabeza de familia. Y ahora ya lo sabe todo. Y sabe también que he quedado fatal, que he hecho el ridículo hasta extremos…

Se sintió penetrada por una pena muy intensa. Parecía que una secreta reserva de angustia se le hubiera derretido en el fondo del pecho y le subiera a la garganta para convertirse en un punto doloroso. Se detuvo y lo miró fijamente. Quizá una mirada dulce, prolongada, podría contagiarle algo de coraje. Completamente absorta, dejó la careta en un banco que había junto a ellos. El muchacho quedó embelesado. «Parece un ángel.»

—Me ha caído una gota en la nariz —ríe.

Aquel fervor melancólico con el que la miraba la angustiaba. Parecía que hubiera perdido la noción del lugar donde se encontraban, del tiempo que transcurría; como si para él sólo existiera aquella sonrisa recogida, los ojos de azabache, aquellos cabellos dorados y suaves que debían de oler a campos en primavera, un poco cansados sobre los hombros redondos. «Seguramente cree que, siempre que recuerde esta noche y aquellos hombres, me reiré de él… Por los siglos de los siglos.»

No se dieron cuenta de que volvían a andar, de que las casas pasaban, de que los árboles quedaban atrás y se acercaban otros, fatales, inevitables.

—¡Oh!, he perdido las flores… —se detuvo, algo nerviosa—. Quizás las haya dejado en el portal, al jugar con los colores… o quizás aquellos hombres… —calló porque mencionar a aquellos hombres era volver a enfrentarlo con aquel recuerdo que lo atormentaba. Se mordió los labios. Lamentaba haber perdido las flores. Las hubiera encerrado en un libro y siempre, secas como el papel y sin olor y sin ser gardenias, le hubieran devuelto, al encontrarlas entre dos páginas, un color de noche, un rumor de viento, sus dieciocho años que cuando los tenía sentía ya perdidos.

—¿Las flores? Oh, no valían la pena… —dejó transcurrir unos segundos, sonrió, alzó los hombros y murmuró—: Olvídelas.

La joven lo contempló un momento, sin hablar. Ladeó la cabeza, hizo un gesto con la mano, como si quisiera cogerle el brazo, renunció.

—No comprendo por qué te preocupas tanto por un incidente sin importancia.

Habría podido sucederle a cualquiera. Estoy segura de que mi presencia te ha cohibido, sin mí habrías reaccionado de otro modo… Y ya que me has contado cosas referentes a tu vida, creo que debo contarte algunas de la mía.

Tenía una voz rara, parecía como si se esforzara para hablar.

—… ¿Sabes? No es cierto que tenga un amante. Nunca he amado a nadie. Todos los compañeros de mi hermano mayor que se han prendado de mí me han parecido… No sé explicarme. Es difícil expresar las cosas tal como las pensamos… o como las sentimos. Es decir, todos los chicos que hasta ahora se han fijado en mí me han resultado indiferentes. Es probable que no me gusten los chicos jóvenes: la gente mayor me da un poco de miedo. A veces estoy convencida de que sufro alguna extraña enfermedad, porque cuando estoy bien es a solas, en mi habitación, con mis libros, con mis pensamientos. Oh, mis pensamientos no van muy allá, no pretendo darme importancia. He huido del baile sin saber exactamente por qué. He ido con mi hermano y con su novia. No debiera decirlo, pero lamento que mi hermano se haya prometido. Éramos los mejores amigos del mundo. No había en el mundo dos hermanos que congeniaran tanto como nosotros… Tampoco es cierto que esté enferma del corazón. A veces siento fuertes palpitaciones. Y se debe a… Nunca encontraré a alguien que pueda sustituir a mi hermano. Que llegue a ser lo que mi hermano representaba para mí, ¿comprendes?

Él sentía una tristeza que le surgía de lo más profundo. Hubiera dado la vida a cambio de poder sustituir a aquel hermano.

—… y al verlo bailar con ella me he sentido terriblemente abandonada. Y he experimentado un deseo furioso de regresar a casa, de coger las fotografías de cuando éramos niños y de mirarlas, una a una, para poder volver a sentirme en cada uno de los lugares donde fueron tomadas… Lo que sí es cierto es que voy a París, pero me marcho porque mi padre es francés y ha firmado un contrato por tres años. Es ingeniero. Trabajará en una presa. En París estaremos sólo de paso. Después nos enterraremos en un pueblo de mala muerte y yo…, yo me casaré tarde o temprano con algún hombre que se parecerá a mi padre… y que vendrá a mí como si hubiera nacido así, grande, y con cierta predisposición a la obesidad… —sonrió.

Se oyeron tres campanadas que llenaron la noche de una resonancia un tanto lúgubre, lenta. El aire era límpido y las estrellas brillaban como diamantes. Los árboles despedían un olor a agua tierna.

—… y haré una buena boda. O me dedicaré a perfeccionar la educación de los hijos de mi hermano cuando vayan a pasar el verano con nosotros —suspiró profundamente, turbada por la insidiosa magia de la hora y de la noche—. No me casaré por amor. Ni por interés. O quizás por ambas cosas a la vez. Tendré una casa ordenada con muchos potes de confitura y de conservas preparadas en verano con vistas al invierno. Grandes armarios de ropa doblada. Y si tengo hijos tendrán lo que yo he tenido: fuego en invierno y el ancho mar en verano, es decir: nada de Titania.

Sonrió con sonrisa cansada que se resolvió inopinadamente en una carcajada franca, jovencísima, de cristal.

—Esta noche, al encontrarte, de repente se me ha ocurrido inventarme otra vida.

—A mí también, ¿sabes? Llevaba tres meses ahorrando sin coger el tranvía —y conste que vivo en Gracia y trabajo en la calle Princesa— para poder alquilar este traje. Mientras vivió mi padre, en casa no nos faltó nada. Un día se metió en cama, muy enfermo, y ya no se levantó. Lo poco que teníamos se lo llevó la enfermedad y el entierro. Fue duro para mí. Tuve que renunciar a todo lo que me gusta. A todos mis proyectos. A todo. Nos quedamos muy solos. Y era el mayor. Y me veía obligado a disimular para no apenar a mi madre. Resulta algo ridículo decirlo, compadecerme de mí mismo. Indica pobreza de espíritu. Mi vida serviría como modelo para escribir una novela barata. Creía que hoy, después de haber pasado tres meses ahorrando, me divertiría con mis compañeros, pero en cuanto me he visto con este traje ya me he sentido cohibido. Y sí, he salido con mis compañeros, sí, claro. Pero ellos iban con sus novias y al cabo de un rato de estar en el Tibidabo han desaparecido de mi vista sin que me diera cuenta. He andado mucho, he dejado pasar tiempo sentado en un banco del parque debajo del funicular… No es toda la verdad. Cuesta decir la verdad. He ido al Tibidabo porque un amigo, que trabaja en un restaurante, me dijo que fuera a verle. Él me ha dado los pastelitos que nos hemos comido. Y, cuando me he sentado en el banco del parque, pensaba que la vida es monótona, y he contemplado la noche y todo el despliegue de luces hasta que me he cansado.

—Cosas del Carnaval, ¿no crees?

… y el Carnaval había terminado: el viento y la lluvia lo habían ayudado a morir. «Nosotros también hemos muerto un poco —pensaba él—, o los fantasmas que hemos ido dejando por el camino.» Ninguna mirada podía ya divisarlos en el extremo de la avenida, con los pasteles y el champán, junto a la verja con el perfume de las falsas gardenias o en el portal donde se habían refugiado durante la lluvia. Todo aparecía lejano, vago, un poco absurdo, como si no hubiera sido.

—¿Me dará su dirección en Francia?

—Si no la sé todavía.

Seguro que ella jamás recordaría aquella noche. El ruido del tren que se la llevaría a Francia borraría su último vestigio. Pero él…, él no encontraría otra chica como aquélla, con aquella sonrisa, con aquellos cabellos… De vez en cuando, la vería plantada delante de él, un poco desdibujada, llevada por un perfume, por un suspirar de hojas, por un enjambre de estrellas espectrales en la profundidad del cielo, por el repentino viraje de un silencio.

—¿Sabe qué haré, algún día? —tenía la voz empañada y pronunciaba las palabras de distinto modo, con cautela, como si caminara por una cuerda floja y temiera precipitarse hacia un vacío insondable de melancolía.

—No sé.

—Iré a la placita de la avenida y gritaré: «¡Titania!». Y escucharé el eco. Y volveré a gritar: «¡Titania!», hasta cansarme. ¿Sabe? Quizá sólo se experimente en la juventud ese deseo casi desesperado de que no acabe nunca el momento presente, el ahora. Que no acabe nada de lo que tenemos… Y aun lo deseamos más intensamente cuando lo que ahora tenemos nos parece lo mejor del mundo.

—Es cierto. Mis padres están contentos de que nos marchemos, en cambio yo… Será como si me cortaran una mano. Si mi hermano viniera con nosotros, no sé, quizá me haría ilusión un país nuevo, otra gente, otros amigos… Mi hermano se quedará, casado…, porque se casará antes de que nos marchemos. Y estas calles tan mías, este cielo, todo lo que me ha hecho tal como soy quedará olvidado: primero, detrás de algunos días; después, detrás de algunos meses; detrás de muchos años al final…

Llegaron a Consejo de Ciento. Cruzaron el Paseo de Gracia. El asfalto, brillante de lluvia, ya empezaba a mostrar amplias zonas opacas, secas. La noche acabaría pronto. Un débil resplandor empezaba a insinuarse en el horizonte, al final de las calles, por encima de las casas, hacia el mar. Pronto invadiría el cielo, y las estrellas, una a una, se irían apagando.

La joven se detuvo frente a una casa lujosa. A través de la puerta —un gran enrejado de hierro y cristal— se veía la escalera de mármol alfombrada. Él pensó: «Ya está. Se acabó». Hubiera deseado encontrarse en una playa, junto a ella, tendidos en la arena, y escuchar las olas.

Ella, alborozadamente, con aquel brusco paso de la tristeza a la alegría tan característico, dijo:

—Ya hemos llegado. Ahora ya puedo confesarlo: cuando nos hemos encontrado con aquellos tipos he pensado que quizá no llegáramos nunca.

Hablaba, pero no sabía exactamente qué decir, ni cómo despedirse de aquel muchacho que había sido su compañero durante unas horas y al que ya lamentaba haber hecho confidencias. Si hubiera poseído el poder de una verdadera hada, lo habría hecho desaparecer con un toque de varita mágica, o quizá lo habría convertido en árbol y habría podido dejar de pensar en él. Pero estaba a su lado, todo fervor, y tuvo la sensación de que jamás lograría librarse de su presencia. Se sintió llena de crueldad. «No, no es crueldad…, es sueño…» Una dulce fatiga se apoderaba de todos sus miembros, un peso pertinaz se había instalado en sus párpados. Tenía que hacer auténticos esfuerzos para no cerrarlos. Deseaba hallarse en su habitación, desnudarse, ponerse un pijama fresco, tenderse en la cama y dormir sin sueños.

Él parecía víctima de un encantamiento; no podía apartar los ojos del portal: el ramaje de un árbol se reflejaba en los cristales y las hojas que acababan de brotar, mecidas por el aire, lo manchaban de luces y sombras.

—Ha llegado el momento de separarnos… —suspiró, y, lleno de amargura, añadió—: Antes quisiera pedirle algo…

Ella, entre nieblas, pensó: «Si al menos lo dijera rápido…», porque el sueño estaba allí: en los ojos, en los brazos, en las piernas: la iba conquistando por entero: el cuerpo y el espíritu. Parecía que nunca hubiera dormido y que todo el sueño de sus dieciocho años reclamara imperiosamente ser dormido en una sola noche.

Al ver que ella no contestaba hizo un esfuerzo para encontrar las palabras y continuó:

—Hace un rato que lo pienso, pero no sé cómo decirlo. Antes de irme quisiera…, estos cabellos tan bonitos…

Las palabras huían de su pensamiento como los pájaros de la rama y sólo le dejaban un balbuceo. No sabía cómo pedirle que le permitiera tocarle el cabello.

—… creo que se les ha pegado un confeti…

—¿Por qué no lo quitas?

Sonrió como invitándole a hacerlo.

El muchacho alargó el brazo y la mano le temblaba como si fuera un ser vivo, desligado del cuerpo: la puso sobre los cabellos y los acarició.

—¿Y ahora, nos decimos adiós?

—Adiós.

Ella abrió la puerta. Antes de desaparecer en la sombra de la escalera volvió la cabeza y, tiernamente, dijo:

—Adiós.

—Adiós.

Pero ella no debió de haberle oído. La puerta se había cerrado con un golpe seco, metálico.


El muchacho se quedó frente a la casa, indeciso, y, de repente, se sintió restituido a la noche, a la calle, a su más desnuda realidad; como si aquel sonido lo hubiera arrancado de otro mundo. No le quedaba nada: sólo aquel roce de seda en la punta de los dedos; quizás un poco de polvillo dorado como el que dejan las mariposas. «Me he enamorado como un loco», pensó. Empezó a caminar lentamente bajo los árboles. El viento agitó las hojas por encima de su cabeza. Sintió un mordisco de frío detrás del muslo e instintivamente se llevó la mano al desgarrón. Alargó el paso.

—¡Caray! ¿Qué dirán cuando les devuelva el traje…?

Un perro extraviado lo miró, desde cierta distancia, echó a correr y empezó a seguirle. Hacía rato que, al otro lado de la calle, sonaba un despertador. Lúgubremente: como si intentara despertar a un cadáver.

NOVIOS

HACE RATO QUE NO HABLAS. ¿Qué te ocurre?

—¿Qué me ocurre? Nada. No me ocurre nada.

—Estás tan preocupado que ni siquiera te has acordado de que hoy es mi cumpleaños. No te lo reprocho, no… ¡Pero me hacía tanta ilusión cumplir dieciocho años!

Caminaban despacio. Él, dado que era más alto, le pasaba el brazo por los hombros; ella lo cogía por la cintura. Entre las ramas de los tilos de la Rambla circulaban frescas oleadas de aire, y los últimos rayos de un sol que ya empezaba a desistir doraban enteramente las ramas.

—Vayamos a mirar las flores.

Pasaba un tranvía y una camioneta de correos: tuvieron que esperar para cruzar. El viento que provocó el paso del tranvía levantó algo de polvo y cayeron briznas de un árbol. Se detuvieron frente al escaparate: un paraíso defendido por el cristal que los reflejaba. Las rosas, las ramas de lila blanca, los lirios morados con los pétalos carnosos manchados con una pincelada amarilla, los ramos de flores de guisante: malva, azul y rosa, vivían sus últimas horas de inmóvil e insultante belleza. Una mano morena con las uñas pulidas surgió de la penumbra de la tienda, detrás de las flores, y cogió dos ramas de lila. Algunas flores blancas cayeron rodando entre los lirios.

—¿Ya?

—¿Qué significa «ya»?

—Si ya las has visto bien.

—¿Yo? Nunca me cansaría de mirarlas. ¿Ves aquella rosa? ¿La que se mece un poco porque la han tocado al sacar las lilas? Es tan oscura que parece negra… ¿Has visto rosas negras alguna vez?

—No sé por qué te gustan tanto las flores… Todo esto… —hizo un gesto con la cabeza, como si quisiera liberarse de algo que le hubieran puesto en el cabello y que le molestara— dura un día. Si las dejaran aquí, en el escaparate, y pasaras por esta acera mañana a la misma hora, no perderías ni un segundo mirándolas. ¿Vamos?

—Espera.

—Me muero de sed.

—¿Sabes qué me gustaría?

—¿Qué?

—Que me regalaras flores, algún día, aunque sólo fuera un ramillete muy pequeño.

—¿No comprendes que eso de las flores está pasado de moda…?

Reemprendieron el paso. El cielo estaba casi blanco, desmayado. El sol lucía detrás de unas nubes muy tenues.

Entraron en un café pequeño, desierto.

—¿Quieres que nos sentemos fuera?

—No: los tranvías hacen demasiado ruido.

Eligieron una mesa arrinconada. Desde donde estaban sentados se veía la cafetera eléctrica: reluciente, coronada por dos columnas de vapor densas y zumbantes. Estar en el café les proporcionaba una sensación de bienestar y de libertad. Todo estaba limpio, era acogedor: el cuero rojo de los bancos pegados a la pared, las botellas alineadas en los estantes de madera clara y barnizada, los espejos que los reflejaban, incluso el paisaje, los trozos de árboles y de fachadas y de cielo, todo parecía recién hecho, menos visto: un mundo distinto y ligero.

—¿Tienes las manos pequeñas, verdad?

Las tenía cruzadas encima del bolso, rojo, con una «A. M.» de metal dorado. Unas manos blandas, pero nerviosas. Con el índice, recorrió las uñas pálidas, de un color blanco rosáceo, indefinible.

—Déjame ver la línea de la vida.

Le cogió la mano izquierda cuya palma empezó a examinar.

—Vivirás más años que yo: «Señora viuda de Ramón Esplà».

—Ya que necesariamente tenemos que morir, lo ideal sería que muriéramos el mismo día.

Junto a aquellas manos, las suyas eran anchas y duras, «de hombre»; un deseo loco de besarlas se apoderó de él, a veces parecían pájaros.

El camarero, apoyado en la columna, los había olvidado. Era gordo y calvo. Contemplaba la calle y, de vez en cuando, se pasaba la mano por la piel reluciente de la cabeza.

—¡Eh, dos cervezas!

El hombre se espabiló. Se volvió: tenía los ojos somnolientos.

—¡Enseguida!

—¿Sabes…? Quisiera pedirte algo…, pero, sobre todo, no te enfades —veía los ojos azules, nítidos, penetrantes—. Estoy un poco preocupada porque se acercan los exámenes y voy algo atrasada. Para poder trabajar deberíamos estar sin vernos al menos durante quince días. Ya conoces al profesor de Historia. Parece que se dirija a un congreso de sabios y no comprende que sólo somos…

—¡Dos cervezas!

El camarero dejó los vasos en la mesa y miró a la pareja con ternura.

—¿Cuánto?

Pagó. Así podrían irse cuando quisieran sin tener que palmotear. El camarero devolvió el cambio, cogió la propina y regresó a su columna.

—¿Lamentas mucho que no podamos vernos durante quince días?

—¿Por qué no podemos vernos?

—Acabo de decírtelo: porque perdemos mucho tiempo paseando y se acercan los exámenes y…

La miró receloso. Ella bebía, con los labios algo salidos entre la espuma blanca.

—Podemos vernos como de costumbre. ¿Por qué buscas excusas? Si no te apetece verme, dímelo claramente.

—¡Ramón…! —suplicó con mirada angustiada. Había dejado el vaso encima de la mesa y repitió—: Ramón…

De repente, él le cogió el bolso.

—¿Por qué coges mi bolso?

—No lo sé. Lo necesito. ¿Me permites un momento?

—Sí, claro…

Un poco desconcertada, vio que lo abría, que registraba su interior y que empezaba a vaciarlo. Tenía un mechón de pelo en la frente pálida de adolescente y las manos le temblaban ligeramente. Dejó el lápiz de labios y la polvera de esmalte verde, con un dragón incrustado en el centro, encima de la mesa. El billetero. La libreta de direcciones que le había regalado hacía un mes, algo vergonzoso porque era el primer regalo que le hacía.

—¿Por qué registras mi bolso?

—¿Te molesta?

En sus ojos había una dureza que ella nunca había advertido en él.

—No, pero…

Leyó las direcciones que ya conocía: la del profesor de inglés, con el número de teléfono y los días de las clases con horarios: martes, jueves, sábado; de cuatro a cinco. La dirección del peluquero y la de dos amigas: Marta Roca y Elvira Puig.

Una vez lo hubo sacado todo, volvió a meterlo dentro. Cerró el bolso, aún lo examinó por fuera y se lo devolvió.

—Ahora tú —se sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta y se la dio—. Registra, registra todo.

—Pero ¿qué te pasa?

Tenía la cartera en la mano y lo miraba un poco asustada.

—Nada, no me pasa nada. Mira todo lo que hay dentro. Todos los papeles.

Algo indecisa, sacó los billetes, las tarjetas, las cartas que ella le envió el pasado año, cuando apenas eran amigos, durante las vacaciones, en Tossa. Una fotografía de ella, tomada en la playa; era una foto muy oscura porque una nubecilla cubrió el sol justo en el momento de hacerla. Encontró un papelito, muy escondido.

—¿También lo guardas?

—Lo guardaré siempre, ya te lo dije. ¿Ves? Yo lo recuerdo y tú no.

Lo desdobló: «Sí, me casaré contigo». Se vio obligada a escribirlo porque cuando él le preguntó si quería ser su esposa se quedó sin voz.

Mientras sacaba los papeles de la cartera notaba que él se iba calmando. Devolvió todo a su sitio y se la devolvió sonriendo.

—Siempre lo haremos —dijo mientras se ponía la cartera en el bolsillo—. Los secretos no deben existir entre nosotros. Nunca. Seremos como dos hermanos.

Salieron a la calle. Los dos se sentían algo desplazados, extraños. El aire era fresco, limpio y estaba lleno de colores.

—¿Y si cuando llevemos años casados te enamoras de otra?

—Calla…

Le apretó el brazo, con ternura y se hubiera echado a llorar, porque todo el paisaje, casas, árboles y calles, le parecía falso e inútil.

INLUNACIÓN

HACÍA MEDIA HORA que habían dejado la carretera y avanzaban por un camino bordeado de hierbas altas y de flores moradas que se deslizaba entre los campos de heno. El sol ya estaba alto y el aire tibio palpitaba. De vez en cuando, algún pájaro alzaba el vuelo chillando, describía un círculo, descendía hasta rozar con el pecho el heno tumbado por el viento, y desaparecía más allá de los campos. Por el camino se acercaba un hombre en bicicleta. Cuando estuvo cerca de ellos, el gendarme le preguntó si la masía de tío Michel estaba muy lejos.

—Detrás de aquellos árboles.

Al atravesar el boscaje oyeron una voz que gritaba: «¡Marcel! ¡Marcel!». Un perro sarnoso bajaba corriendo entre los árboles: se les puso al lado y empezó a ladrar, retrocediendo. Un hombre encorvado por los años pero con la mirada viva, harapiento y sucio, salió de detrás de unas matas atándose los pantalones con una cuerda. El gendarme, que se había asustado un poco con el perro, preguntó al viejo si la masía de tío Michel era aquel caserón que se divisaba más allá de los árboles, a mitad de la cuesta. El viejo lo observó con cierta desconfianza, llamó al perro, lo acarició con una mano seca como un cepo, y, levantando la cabeza con vivacidad, dijo:

—Yo soy tío Michel.

—Le traigo al hombre que pidió.

—¿Qué hombre?

—El que pidió al Grupo de Trabajadores, si no me equivoco… —el gendarme se hallaba un tanto perplejo—. ¿Ha cambiado de idea? —¿Por qué iba a cambiar de idea?

El viejo empezó a andar y el gendarme y el muchacho lo siguieron. El perro, que guardaba una docena de cabras, empezó a perseguirlas y a encaminarlas hacia la casa.

En la fachada, resguardado, había un banco carcomido por los años y combado por las lluvias. El gendarme puso un pie encima del banco, abrió la cartera, se sacó una estilográfica del bolsillo del pecho y dijo al viejo que firmara un papel lleno de letra impresa. El viejo se rascó la cabeza y lo miró de reojo.

—Tengo reúma en una mano… Si con una cruz bastara…

—Si no sabe usted escribir puede hacer una cruz.

—No he dicho que no sepa escribir: he dicho que tengo reúma en la mano.

—Pues, haga una cruz.

El viejo volvió a rascarse la cabeza y miró de arriba abajo al chico que iba con el gendarme y que aún no había pronunciado palabra.

—Es el hombre que pedí, ¿verdad?

—Creo que le será útil; y si no, peor para él.

—¿Qué quiere usted decir?

—Si no cumple lo que le mande, o si lo hace mal, escriba enseguida… o haga escribir a alguien. Pasaré por aquí de vez en cuando —echó una mirada al chico y añadió—: Ya sabe que si no se comporta debidamente le espera una Compañía Disciplinaria.

El viejo hizo una cruz un poco torcida al pie del contrato, la contempló durante un buen rato, pensativo, y devolvió la estilográfica al gendarme.

—Si no me conviene, ¿puedo devolverlo?

—¿Qué significa si no le conviene? El contrato es para seis meses. Y, si trabaja, tiene que aguantarlo los seis meses… Tiene usted unos patos muy bonitos…

La pata pasaba despacio, meciéndose, seguida de media docena de patitos. Iban mojados y se recogieron al sol.

—Pronto tendré otra colección. Será mejor que ésta porque la pata es más grande. Pronto nacerán… si una tronada no los mata en el huevo… ¿De dónde es?

—¿Quién?

—Ése.

—¡Ah!, es español.

—Tengo entendido que son buenos trabajadores, pero éste tiene pinta de holgazán… ¡Marcel!

El perro corría hacia los patos que, asustados y graznando, se habían agrupado cerca del banco.

—Necesito un hombre que trabaje: la tierra es muy baja. ¿Quién le pagará el viaje si he de devolverlo?

—El viaje es lo de menos. Es barato.

—Así, ¿no sabe quién pagará el viaje?

—Déjese de historias, el viaje no lo paga nadie. Es decir, lo paga el Estado.

—¿El Estado? Quiere usted decir mis conejos y mis ocas. Y mi trigo.

El gendarme deseaba marcharse y no le contestó. Se había hecho un poco el remolón para ver si el viejo le ofrecía un vaso de vino, pero al ver que el tiempo transcurría y que el viejo se hacía el despistado, le dijo que los españoles eran buena gente y que tenía la seguridad de que todo iría perfectamente. Se disponía a acariciar al perro, pero el animal le enseñó los dientes. Retiró la mano deprisa y empezó a descender hacia los árboles y los campos.


—¡Vamos!

Fueron hacia la parte trasera de la casa. Por una escalera de madera que estaba arrimada a la pared, subieron a una estancia espaciosa, mitad granero mitad trastero. La escalera tenía tres o cuatro peldaños rotos y, para entrar en el granero, había que ir con mucho cuidado porque la tabla de madera que hacía de umbral estaba medio podrida. Un harapo de saca colgado al sesgo hacía las veces de puerta. En el suelo, había una tendalera de patatas negras, con grillos de color verde tierno, frágiles, y, en el techo, atadas a las vigas —para pasar por debajo era necesario agachar la cabeza—, carreras de cebollas y ristras de ajos. El viejo, al ver que Pere observaba con atención cuanto les rodeaba, movió la cabeza de un lado a otro:

—Es dinero perdido: con la mitad que me hubiera quedado para la siembra me hubiera bastado. Olvídalo.

En un rincón, se veía una cama de hierro pintada de azul, con grumos de pintura, un jergón delgado como colchón y, para taparse, una manta vieja, completamente apolillada. Otra manta hacía las veces de almohada: era de algodón y estaba enrollada y atada con cordeles. Un cuervo acartonado y polvoriento, clavado en la pared de la cabecera de la cama, con un clavo en el extremo de cada ala y otro en mitad del pecho, proyectaba una gran mancha de sombra.

Pere dejó la maleta a los pies de la cama, se quitó la chaqueta y dijo:

—Puedo empezar cuando usted quiera, pero si antes pudiera comer algo… No he probado bocado desde ayer por la tarde.

El viejo torció el gesto.

—Sólo llegar y ya mendigas… ¿Ves? No hay puerta: si cuando llegue el invierno aún sigues aquí, ya trataremos de arreglarlo. Y ten en cuenta que si intentas escapar no lo conseguirás. El perro, gracias a Dios, tiene buena dentadura y duerme ahí abajo. Yo no puedo correr mucho, pero te alcanzaría con una perdigonada… No te rías. No tiene gracia. Te habrás puesto estos dientes de plata para comer mejor, ¿no?

Se levantó el labio con un dedo y mostró la encía desdentada.

—Como más deprisa yo con estas encías que tú con tus dientes postizos.

Mientras se dirigía hacia la escalera, en voz baja, le dijo:

—Deja al cuervo en paz: está muerto y no puede hacer ningún daño. Si fuera necesario, ya hablaríamos del asunto.


Habitación y comedor eran una sola pieza. La chimenea, llena de ceniza y escombros, tenía uno de los bordes hundido. Debía de hacer mucho tiempo que no se utilizaba. Aunque no se veía rastro de cocina ni de fogones, la estancia apestaba a humo. El cubrecama estaba hecho de remiendos, de trozos de tela de varios colores. Herramientas viejas y hierros oxidados se amontonaban en los rincones.

El viejo abrió un armario, hurgó un rato en su interior, sacó un trozo de tocino y, desde el armario, lo arrojó encima de la mesa. Después cogió un pan y cortó dos rebanadas.

—Hale, empapuza. Come deprisa.

Pere iba en mangas de camisa. El viejo se instaló a su lado, le cogió un brazo y estuvo palpándolo unos momentos.

—Estás delgado —dijo—. Te hubiera preferido más gordo. Aquí podrás rehacerte. Si tienes sed encontrarás agua en el pozo, pero no bebas mucha porque te sentaría mal. Baja siempre el cubo pequeño, la cuerda está vieja y podría romperse. El vino —se lo dijo en el oído— no te faltará. Si trabajas, te daré todos los domingos.

Pere seguía masticando el tocino como si nada hubiera oído.

—Te gustaría beberlo a diario, ¿verdad? Cada día, en cada comida y fuera de horas… También a mí me gustaría, y mucho. Pero no podemos cometer locuras.

Se sentó y calló un rato, el que tardaron en comer. Después se levantó, encerró el tocino en el armario, se dirigió hacia la puerta y silbó al perro. Pere se había levantado y se subía las mangas de la camisa. El viejo cogió un saco y le dijo:

—Muy hablador no eres. Mejor así. ¿Has recogido zanahorias alguna vez?

—Si quiere que le diga la verdad, no.

—Tendré que enseñártelo todo, y desde el principio. Quizá salga ganando, así lo harás a mi gusto.


El huerto, pegado a la casa y rodeado de alambres, de zarzas, de cañas secas y de trozos de saco, era muy grande. Por la parte de abajo pasaba una acequia hundida, y, junto a la acequia, casi debajo de un melocotonero cargado de fruta, había un macizo de claveles. Rojos, atrigados, rosa: un puñado de colores sobre el lecho de ceniza de hojas y de tallos.

—A las mujeres les gustan, y tú tienes pinta de irles detrás. Pocas verás por estos andurriales. Es mejor que lo sepas.

El sol pegaba fuerte y la tierra estaba dura, surcada de grietas donde no se había plantado. Pere tiró de una zanahoria y se quedó con las hojas entre los dedos.

—¡Muy bien, hombre! Destrózalas. ¿No ves que les quitas la guarnición? —le dio un empujón y le enseñó cómo debía hacerlo. Apartaba la tierra con los dedos, sin tocar las hojas, descalzaba el pie de la planta y la arrancaba de un tirón seco—. Hay que trabajar con la cabeza, chico, que para algo la tenemos.

Llenaron tres sacos y los llevaron al porche. La sombra de la casa azuleaba, estrecha, y no corría ni un soplo de aire. Las gallinas, en pie junto a la pared, tenían la cresta caída y una lengüeta de color de coral les temblaba en medio del pico abierto. Los patos estaban en la acequia. El calor era casi palpable en el interior de la casa. Para comer, volvió a aparecer el tocino; pero el viejo bebió un vaso de vino y comió un trozo de queso de cabra. Un denso olor a hierbas secas y a tierra caliente, y una franja de sol que parecía de jarabe, entraban desde el exterior.

Por la tarde recogieron hierba para los conejos y serraron cuatro tablas para agrandar la barraca donde dormían las gallinas. El viejo tenía la cabeza llena de planes, de repente dijo que se iba un rato, tardó casi dos horas y volvió con un caballo. Cuando lo tuvo enganchado a la segadora llamó a Pere, que regaba las lechugas del extremo del huerto.

—Hay que trabajar para el invierno y aprovechar el buen tiempo, pasa como un soplo.

Entró en la casa, de un salto, y salió con un haz de alambres oxidados.

—Harás tú las gavillas.¿Has hecho alguna vez?

—No.

—Lo suponía… ¿Cuál es tu oficio?

—Soy…, era cocinero.

—Oficio de holgazanes. Enseguida he visto que tirabas a holgazán. Creías que ganarías la guerra con salsas, ¿eh? Aquí no tendrás muchas ocasiones para lucirte.

—Ya veo, ya.

El viejo lo observó unos momentos, cogió el caballo por el ronzal, escupió al suelo y dijo:

—No sé por qué, pero creo que me gustarás.


—¡Ei! ¡A ver si bajas!

Aún era de noche. Echado, Pere veía, enmarcada por la oscuridad más densa de la habitación, la mancha rectangular del cielo salpicado de estrellas. Hasta él llegaba un gemido amortiguado de ramas y de hojas, el canto de los grillos. De repente, tuvo la sensación de que un insecto corría por su pecho: se restregó la piel: era una gota de sudor resbalando. Los árboles gemían, lejos, como un mar secreto. Los árboles. ¿Por qué no se deslizaban y cambiaban de sitio? ¿Como el agua? ¿Por qué las cosas tenían que ser siempre igual? Le dolían los riñones y las sienes le palpitaban. Había dormido como un leño, pero tenía la sensación de que había dormido sólo la mitad de sí mismo en un mundo de sombras agitadas mientras la otra mitad contemplaba aquel rectángulo estrellado. Ni siquiera se había quitado los pantalones y, de repente, había oído la voz del viejo como si llegara de otro mundo. Apenas veía las agujas fosforescentes del reloj. Se lo acercó a los ojos: eran las tres. A medianoche, cuando regresaban del campo, una luna llena, redonda y lenta, aún lo inundaba todo con una blancura de sal. De las espigas que brillaban como si fueran de acero, de la tierra que quemaba los pies, emanaba un perfume indefinible, denso y macizo, que crecía y disminuía como un suspiro.

Las ancas del caballo, un caballo normando, viejo, rubio, con manchas más oscuras, brillaban al claro de luna, empapadas de sudor. El lomo del caballo era una ola inmóvil. El viejo, como un poseso, no cesaba de gritar: «¡Ohé! ¡Ohé!». El perro corría entre las espigas, iba y venía, se introducía entre las patas del caballo. Todo era un poco irreal, como una pesadilla. De vez en cuando, una ligera sombra cruzaba el trozo segado y corría a esconderse.

—¡Búscalo, Marcel, búscalo! —gritaba el viejo.

De repente, se deslizó una estrella, surcó momentáneamente la noche, y de nuevo se reinstauró aquella gran inmovilidad encendida. Pero la noche llegaría poco a poco a su fin y pronto emergería todo, anclado, sólido, intacto. ¿Y si huyera? ¿Dónde podía ir? Una añoranza oscura e imprecisa lo revolvía por dentro y le subía por el pecho hasta los labios. Se pasó una mano por el rostro y olió ligeramente a heno y a noche de verano. Un olor que le producía ganas de llorar.

Saltó de la cama. Ni siquiera los días que había pasado en el Grupo trabajando en la cantera, cuando iba a llenar cubos de agua al río para los motores y los subía cuesta arriba hasta la máquina, se había sentido tan cansado. Abrió la maleta y sacó un cepillo de dientes, un tubo de pasta, un trozo de jabón que apestaba a grasa rancia y el trapo que le servía de toalla.

El viejo, en cuanto que le oyó bajar, salió de la casa con una lámpara de petróleo y la dejó encima del pozo.

—Buenos días. ¿Ya has dormido?

—Casi no he tenido tiempo… Buenos días.

El viejo se frotó el cuello, se pasó la mano por la cabeza y murmuró:

—Quizá sea un poco pronto, pero así tendremos tiempo para hacer la siesta.

Pere izó un cubo de agua con mucho cuidado, se lavó los dientes y se enjabonó la cara. El viejo cogió el cepillo, lo observó detenidamente, lo hizo girar entre sus dedos y, aprovechando que Pere se estaba enjuagando, se lo pasó por la cara, riendo. De repente, se enfureció.

—Si crees que estás aquí para hacer de señorito o de saltabancos, estás muy equivocado. ¡Como hay Dios! Tengo más de sesenta años y nunca me he lavado los pies adrede, ¿oyes? Y no hace falta que saques más punta a tus dientes, ya los tienes bastante afilados.

Volvió a examinar el cepillo, lo frotó con el dedo y, con gran cuidado, lo dejó encima de la piedra.


Empezaron a trabajar al alba. El cartero llegó por la tarde, mientras azufraban las tomateras. Dejó la bicicleta arrimada a la casa y, desde el otro lado de los alambres y con la mano junto a la boca, gritó: «¿Pere Ferrer?». El viejo se enderezó penosamente, dirigió una mirada a Pere y otra al cartero con expresión desconfiada, como si hubiera descubierto una gran traición. Pere pegó un salto y echó a correr: «Debe de ser el tabaco del Grupo», dijo al pasar junto al viejo. El cartero le dio un paquete, abrió una libreta y le alcanzó un lápiz. «Escriba aquí su nombre.» Mientras Pere firmaba, se echó la gorra hacia atrás y se secó la frente con un pañuelo a cuadros. Era un hombre joven, corpulento, su cara era roja, con unas cejas negras y espesas. No apartaba los ojos del paquete. Pere se dio cuenta, le devolvió el lápiz y la libreta. «Espere», dijo. Rompió el papel externo, abrió uno de los paquetes de cigarrillos, le dio media docena. «Gracias, chico. Con Dios, la compañía.»

Hacía quince días que no olía el aroma del tabaco: al volverse, se encontró frente al viejo. Lo tenía detrás y se le veía malhumorado. «¿Todo este tabaco os dan? ¿Y aún os quejáis…? Déjame ver.»

Cogió los cigarrillos y los olió.

—¿Sabes qué puedes hacer? Guardar los paquetes y cuando vayas al pueblo te los vendes. Te darán el doble de lo que cuestan. Incluso más, si sabes hacerlo. Puedo guardarte el dinero, si quieres…

Pere volvió al trabajo distribuyendo los paquetes en los bolsillos del pantalón. El viejo se le plantó al lado.

—¿Sí o no? ¿Quieres venderlos?

—Por ahora, no.

El viejo rezongaba, sin dejar de trabajar. Al ver que Pere se entregaba a su quehacer, sin prestarle atención, se fue poniendo frenético. De repente, calló. Ya oscurecía, y Pere, que estaba agachado arrancando hierbas al pie de una tomatera, creyó que se había ido a la casa, indignado; al cabo de un rato se dio cuenta de que volvía a tenerlo al lado.

—Vuélvete despacio y mira encima de los alambres… —le dijo en voz tan baja que apenas se le oía—. No te levantes ni hagas ruido.

Pere levantó la cabeza y miró hacia el lugar indicado por el viejo. Había un cuervo, inmóvil, en la valla del huerto.

—Lo que faltaba —el viejo tenía la voz medio ahogada—. Coge una piedra y tírasela. ¡Apunta bien y no falles!

Pere miró al viejo, que se había agachado a su lado y que le cogía el brazo con mano temblorosa.

—Es un cuervo y los cuervos no hacen ningún daño. Déjelo en paz.

—¡Tírale una piedra! ¿Qué sabes tú? Tírale una piedra y, sobre todo, no falles.

Pere apretó los dientes, irritado, y cogió una piedra; se levantó, muy despacio, y la lanzó al cuervo. El pájaro batió las alas, emitió un graznido, dio dos vueltas alrededor del huerto y volvió a posarse en el mismo sitio.

Cuando ya se hubo agachado para coger otra piedra sintió que el viejo tiraba de él.

—Vámonos, vámonos. Es inútil. Creía que tú podrías… Déjalo por hoy.

Se encaminaron hacia la casa, en silencio. El viejo tenía los ojos muy abiertos y se volvió dos o tres veces. Al llegar al pie de la escalera, le dijo.

—Ve a dormir, ve. Mañana es domingo y podremos trabajar tranquilos.

—¿Y hoy no se cena?

—Tienes razón… Sube enseguida, ya te llevaré algo. Pero no te muevas, ¿oyes? No te muevas.


No podía dormir. El viejo le había subido un par de tomates, una rebanada de pan y un buen trozo de tocino. Se lo había comido deprisa y había fumado tres cigarrillos, uno detrás de otro. La cabeza le pesaba como si encerrara una esponja empapada de agua caliente. El sol debía de haberle sentado mal. Sentía un cosquilleo en las venas hinchadas del brazo y sólo pensar en el tocino le producía sensación de vómito. Hacía calor y viento. Un viento cargado de polvo, intermitente, que se anunciaba desde lejos con un gran rumor de hojas y regolfaba de pronto en el interior del granero. Llovería. La noche estaba poblada de nubes densas con blancos ribetes de luna; el viento se las llevaba, las deshilachaba, las recomponía. De vez en cuando, por una grieta, se veía un trozo de cielo azul oscuro, brillante como si fuera de porcelana. La manta apestaba a lana sucia y le quemaba la piel. Se levantó y se dirigió hacia la entrada. Tenía sed, pero no le quedaban fuerzas para bajar y sacar agua del pozo. El viento era cálido. Viento desértico. Un rayo de luna hizo aparecer el grupo de árboles de la parte trasera del corral: el follaje se mecía. Después creyó oír un ruido de goterones en el techo. Se tendió en el suelo, junto al umbral. No podía librarse del mal olor a polvo y a cordero de la manta. Le dolían los huesos, pero la cama, de hecho, también parecía una tabla. Por fin, se adormeció. No habría podido asegurar cuánto tiempo llevaba dormido cuando la presión de una mano en un hombro y un aliento caliente y angustiado en la mejilla lo despertaron.

—¿Qué haces en el suelo? Levántate. Alguien ronda por ahí, hay que ir a hacer una batida.

El viejo estaba muy cerca y apestaba a ajos y a vino; llevaba una escopeta y se hallaba muy excitado. Se puso los pantalones y bajaron la escalera intentando no hacer ruido. Ya abajo, el viejo le dio un garrote que aparecía arrimado a la pared, al pie de la escalera.

—Más vale eso que nada; pero, si se trata de lo que supongo, no conseguiremos que huyan ni con barrotes ni con escopetas… Y, sobre todo, no te hagas el valiente.

Caminaba encogido y con todo el cuerpo inclinado hacia delante. El viento había cesado y un gran silencio rodeaba la casa. Las ramitas crujían bajo sus pies. Una vez hubieron dejado atrás el corral, avanzaron entre los árboles. Pere se volvió: la casa se recortaba tenuemente bajo el cielo oscuro. Un pájaro chilló y se oyó un aletazo entre el quieto follaje.

—Aquí no están…

Cuesta abajo, abandonaron los árboles y empezaron a caminar por el heno. Debía de haber llovido bastante porque Pere notó que los pantalones, empapados, se le pegaban a los tobillos. El viejo se detuvo un instante y escuchó: tenía el brazo estirado a lo largo del cuerpo y con la mano apretaba la escopeta que mantenía en posición horizontal. No muy lejos, un grillo cantaba. La luna surgía lentamente de detrás de una nube y, más allá de los campos, las masas negras de los árboles empezaban a perfilarse.

La voz del viejo cambió tanto que Pere apenas logró reconocerla.

—Entraremos por el huerto. No te quedes rezagado. Quizá lleguemos a tiempo… Atravesaron el campo y el camino. Caminaban uno al lado del otro y Pere sentía el jadeo del viejo en su hombro. Al llegar a la acequia ascendieron entre las matas. El agua, reluciente como la hoja de una navaja, se deslizaba silenciosa, escoltada por el canto de las ranas. La valla de alambre estaba caída y pudieron entrar en el huerto por la parte trasera. Un melocotón maduro cayó al agua y las ranas enmudecieron repentinamente; fue como si el silencio alcanzara otra dimensión. Se hallaban inmersos en el perfume de los claveles y Pere sintió una telaraña en el rostro. Impulsivamente, cogió el brazo del viejo. La luna había desaparecido y el viejo se detuvo en seco.

—¿Qué ocurre?

Pere le soltó el brazo.

—Nada: una telaraña.

—¿Qué significa una telaraña?

—Significa eso: una telaraña.

El viejo calló unos instantes, suspiró profundamente y se apoyó en el melocotonero.

—Si no confías en mí —dijo con voz excitada—, nada conseguiremos. Igual crees que me paseo por placer, o para no dejarte dormir. Como quieras. Ya veremos qué cara pones si te lo encuentras —se iba irritando—. He encerrado a Marcel en casa para que no nos molestara y para que no se asustara. Él los huele de lejos. Deberías ver cómo tiembla, y es un animal… Pero tiene los sentidos más finos que tú.

Pere oía el jadeo del viejo.

—Quizá me haya equivocado, hoy, y no haya nadie. ¿Y qué? Mejor así. Créeme. No hay nadie, ¿ves? —le apretó el hombro con mucha fuerza—. ¡No hay nadie, dilo de una vez!

—¿Quién quiere que haya? Creo que son manías suyas. No hay nadie. Compruébelo.

El viejo le soltó el hombro como si se quemara. Pere cogió un melocotón al azar y lo mordió. Estaba áspero. Estuvo a punto de tirarlo, pero se agachó y lo dejó en el suelo sin hacer ruido. El viejo, con voz más tranquila, preguntó:

—¿Qué has recogido?

—Nada. He dejado un melocotón en el suelo. Mejor sería que nos acostásemos.

—Primero vayamos al cobertizo. Me habré equivocado, o quizá se haya marchado ya… Pero más vale saberlo con seguridad.

La leña para el invierno se hallaba bajo un cobertizo de cañas, al otro lado del huerto, junto a un montón de estiércol. El viejo entró y salió enseguida.

—Bien, parece que no hay nadie. Vayamos a soltar a Marcel.

Hacía más de media hora que rondaban y Pere se dormía en pie. Iba descalzo y le dolían las plantas de los pies.

Bajaron a la bodega a oscuras. El viejo encendió un trozo de vela y lo dejó en un resalte de la pared. Marcel aullaba tristemente en una vieja jaula de conejos.

—Lo he hecho para que no sufrieras…, para que no sufrieras.

Dejó la escopeta en un rincón y abrió la jaula. Antes de desatar al perro, se volvió y señaló uno de los ángulos de la bodega. La luz de la vela apenas lo iluminaba, pero Pere vio una caja de madera larga y estrecha.

—Es la mía —le dijo rodeándole los hombros con el brazo—. Cuando esté dentro, estaré más tranquilo. Dicen que, una vez en ella, ya no tienes nada que temer —se acercaron a la caja y el viejo la tocó con la punta del pie—. La hice yo, y con mucho cuidado; también hice la de mi mujer. Gemelas. Se llevaron la caja, pero ya la había llenado de tierra y ella se quedó para hacerme compañía, que bien que lo necesitaba. ¡Que la busquen!

Se sentó encima de la caja, se pasó la mano por la mejilla y permaneció inmóvil durante quién sabe cuánto tiempo. El perro gemía tranquilo y tenía los ojos brillantes y fijos.

—No sé por qué ha venido hoy. Me refiero al cuervo. Al principio creía que venían por ella, que querían encontrar el lugar. Oyen, y quizá ven, de lejos. Pero vienen por mí. La última vez golpeó el cristal de la ventana con el pico, estuvo golpeándolo toda la noche. Aún no he conseguido atraparlo. Pillar al otro costó menos; se detuvo en el tejado del corral y como yo estaba escondido entre los árboles le di al segundo escopetazo. Tenía una mancha blanca debajo del ala. Es el que está en la cabecera de tu cama. Vienen por mí, no te preocupes —añadió inquieto.

Se levantó, abrió una caja y sacó una botella del interior. Después desató al perro. Pere veía su sombra agigantada en la pared y doblada por el techo. No sabía qué decir. Marcel salió de la jaula y se quedó plantado en medio de la bodega, temblando. El viejo le acarició la cabeza, cogió la escopeta, se puso la botella bajo el brazo, subieron juntos y se encaminaron hacia la casa. Pere se dirigió al portal.

—Bien, yo me vuelvo a la cama.

Volvía a soplar el viento y empezaban a caer gotas espaciadas. El perro olisqueó todos los rincones, permaneció unos momentos en el umbral, con la cabeza gacha y retrocedió hasta los pies de la cama. El viejo lo observaba, muy inquieto.

—¿Qué le pasa a este perro? Aguarda un poco.

El viejo encendió la lámpara de petróleo, colgó la escopeta y, de la botella que había subido de la bodega, llenó medio vaso y se lo dio. Era un líquido transparente que amarilleaba… Pere tragó un sorbo y sintió una furiosa quemazón en la garganta. «Cuida, que es fuerte: hecho en casa…», dijo el viejo, que no apartaba los ojos de él. Después, cerró la puerta y se le plantó delante.

—¿Eres mi amigo, verdad?

Pere parecía tener una llaga viva en la garganta, pero el viejo no esperó a que le contestara:

—Ahora te dejaré ver lo que buscan… Pero antes debes saberlo todo… Se lo decía siempre a mi mujer: déjalos en paz. Y mientras no te toque, déjala en paz. Yo la vi primero que ella. Mucho antes de que ella la viera. Por la noche me despertaba y empezaba a bailar ante mis ojos. Así… ¿Ves? Como si tuviera entendederas. Y yo, quieto. Quieto, como un muerto, para ver si la engañaba. Algunas noches no ocurría nada, y si ocurría no me enteraba. Pero al día siguiente de ver la llama azul, todo me iba mal: o moría una gallina, sin que estuviera enferma, o una vaca se ponía mala… Entonces tenía tres vacas y todas murieron de lo mismo: de un rayo de luz azul en mis ojos. Las cabras cogían paperas. Un día se incendió la chimenea y aún no sé cómo pudo ocurrir; por eso no la he utilizado más. Pero, por aquella época, sólo la veía. Una madrugada mi mujer me clavó las uñas en el brazo: yo dormía. «¿Qué ves?», me dijo temblando como una hoja. «¿No ves algo azul que aparece y desaparece sin parar?» La veía desde hacía mucho tiempo, pero nunca se lo había dicho… Fue de mal en peor. Fue decayendo… Cuando murió, la escondí y se llevaron la caja y la tierra. La abrigué bien. La llama no ha vuelto a aparecer. Ahora vienen ellos: se pasean, buscan… Eres amigo mío, ¿verdad? Espera. Siéntate y no mires.

Oyó que revolvía en el armario, pero no se atrevía a mirar para que el viejo no pensara que lo espiaba. Después, le pareció que levantaba una tabla del suelo.

—No es exactamente esto lo que buscan. Ojalá fuera eso… Primero quieren asustarme y, después, mi esqueleto. El mío y el de ella. ¡Mira!

Esparció un puñado de monedas de oro por encima de la mesa. Con las pupilas dilatadas, miraba ora las monedas ora a Pere.

Sólo tú sabes lo que poseo. Me gustas porque nunca hablas. Porque eres una persona tranquila. Quizás se lo piensen dos veces antes de volver… En caso de que vuelvan…

Recogió las monedas, las envolvió en un trapo y las devolvió al escondrijo. Cuando hubo colocado la tabla deshizo la cama, sacó un jergón de debajo del colchón y lo puso en el suelo.

—Dormirás aquí, a mi lado. Si me muero y vas haciendo todo lo que te diga, no tendrás queja. Cierra bien la puerta.

Pere corrió el pestillo y se disponía a apagar la luz cuando el viejo, que se había tendido en la cama, lo llamó:

—Atiende, ¿cuando te han traído el tabaco has firmado con todas las letras?

—Claro, con todas.

—Así, ¿sabes escribir?

—Sí.

—Y, si sabes escribir, sabrás leer…

—Pues, claro.

—¿Quieres leerme una cosa? —sin esperar respuesta, sacó un libro sucio y viejo de debajo de la almohada—. Sólo un poco; pero empieza por el principio.

Era un tratado de astrología. Pere empezó a leer con voz cansada. El viejo movía la cabeza de uno a otro lado, desasosegado.

—No te entiendo. Lees demasiado deprisa. Demasiadas palabras.

Pere cerró el libro y se dio cuenta, de repente, de que el viejo se había dormido. Lo observó unos momentos, pensativo.

—Parece que lo hayan asesinado… Parece que lo haya asesinado —dijo entre dientes—. ¡Qué historia!

Bebió tranquilamente lo que quedaba en el vaso y encendió un cigarrillo con la lámpara de petróleo. Después apagó la luz y se echó en el jergón.

Al día siguiente Pere advirtió que el viejo lo observaba con desconfianza. Se habían levantado tarde y, mientras dormían, el viento había barrido las nubes. A mediodía el sol lo quemaba todo. La tierra empapada por los chaparrones nocturnos emanaba un vaho mareante. El viejo reparaba la valla de alambre, por el lado del cobertizo de la leña, y no lo perdía de vista. Estaba claro y despejado, y el cielo deslumbraba. Por la tarde, el viejo se llevó las cabras y le dijo que limpiara bien el corral. Cenaron a las siete. Pere, con gran esfuerzo, comió el tocino entre dos rebanadas de pan con tomate y, al ver que el viejo nada le decía, salió.

—Antes de acostarte podrías volver a leerme las primeras páginas del libro.

El viejo estaba en el portal, y Pere, que ya estaba con un pie en el primer peldaño de la escalera, retrocedió a disgusto. Vio que, mientras había estado fuera, el viejo había puesto la escopeta encima de la cama. Cogió el libro y se sentó. El viejo no le quitaba los ojos de encima.

—Ya no están donde estaban ayer, ¿oyes, muchacho? —exclamó de pronto—. Igual crees que estoy en babia y que eres muy listo. ¡Búscalas! Si las encuentras, para ti… Y lo que dije de mi mujer puede ser verdad, pero también puede ser mentira. ¿De acuerdo? Ya puedes leer.

El jergón aún estaba en el suelo y Pere pensó que volvería a obligarle a dormir en él. No llevaba leyendo ni diez minutos, cuando el viejo le dijo que podía marcharse, que tenía sueño.

Pere subió al granero y se tendió en la cama. Podía escribir al Grupo, ir hasta el pueblo a echar la carta. Con un par de horas bastaría. Diría que el viejo estaba loco. Si mandaban a alguien para averiguar qué sucedía no le resultaría muy difícil hacérselo comprender. Volvería a la cantera o al tejar…, no era muy estimulante…

Estaba medio dormido y un chirrido de bisagras lo desveló. Era la puerta de abajo. ¿Otra ronda? Esperaba oír la llamada del viejo, pero oyó un ruido extraño, como si arañaran la pared a la altura de su puerta. Se levantó de un salto y se asomó al exterior. El viejo había quitado la escalera y, a la luz de la luna, vio que la había dejado en el suelo, en posición horizontal. Más allá, vio el rectángulo de color verdoso de la lámpara de petróleo.

—¡Eso se avisa! ¡Si me hubiese visto obligado a bajar me hubiera roto la crisma!

—No tienes por qué bajar.

Lo vio entrar en la casa y oyó el portazo dado por el viejo, colérico. El perro aullaba detrás del corral. Pere volvió a la cama, furioso.

Durante todo el día se hablaron con una especie de ira contenida. El viejo quería arrancar las ortigas que minaban buena parte del huerto y Pere subió al granero a buscar unos guantes viejos, de piel, que un compañero le regaló el día que cruzaron la frontera. Al verle llegar con los guantes, el viejo se congestionó. Dejó el cubo en el suelo y le dijo que se los quitara inmediatamente.

—Si arranco las ortigas sin guantes, luego no podré trabajar porque me dolerán las manos. Déjeme en paz.

—¿Crees que vas de visiteo? Debería hacértelas arrancar con la boca. Quizá no comerías tanto.

Sintió una oleada de rabia en la garganta, pero se contuvo y empezó a arrancar las hierbas. El viejo dio una patada al cubo y estuvo gritando durante un buen rato. Marcel lo contemplaba, sentado sobre las patas traseras, con la cabeza erguida; de vez en cuando, se sacudía la piel del lomo para ahuyentar las moscas. Hacia el atardecer, el viejo se calmó y fueron a devolver el caballo. Las briznas de hierba estaban requemadas. Un vientecillo suave movía las hojas de los árboles, mecía las cañas y rizaba el agua, azul y rosa del ocaso, de la acequia. El asfalto de la carretera estaba blando y ardía.

Cuando regresaron ya estaba estrellado. Después de cenar el viejo dijo que había que sacar la paja del establo y hacer espacio para la nueva. Las gavillas atadas se amontonaban en el campo y pronto tendrían que trillar. La próxima semana volverían a disponer del caballo.

La noche era clara y seca. El aire era dulce, como el de la tarde, algo más fresco, y, de vez en cuando, un vientecillo que apenas se dejaba sentir levantaba una nubecilla de polvo a ras del suelo, delante de la casa. La noche parecía de seda, como un pétalo de lirio. Cuando tuvieron la paja fuera, en el campo, el viejo cogió un saco y dio la horca a Pere. Llenaban el saco y lo llevaban al porche, donde lo vaciaban. Aquella paja un tanto desmenuzada aún serviría para los ponederos. El campo, los árboles, la casa, todo respiraba una paz infinita. Las ranas de la acequia y, a ratos, un largo suspiro de hojas que se iba extinguiendo. Pere se sentía como hechizado por aquella beatitud y trabajaba despacio. Eran días hermosos en su casa —cuando aún tenía casa—, la época de ir a la playa, la época de los paseos nocturnos por la Rambla, con Jaume Arcadi, muerto en el Ebro. La época de las Fiestas Mayores. Los días festivos su madre hacía grandes paellas de arroz. Los langostinos, brillantes, parecían delicados vidrios. Tenían los ojos saltones, negros como un alfiler de cabeza; olorosos, se enroscaban poco a poco mientras se asaban con la carne fibrosa y blanca, de leche. El arroz llevaba trozos de pollo; su madre lo mataba el día anterior y le freía el hígado y la sangre para el desayuno. Llevaba rodajas de congrio y tiras de pimiento rojo y, de vez en cuando, se veía un guisante verde, dulce… Un hambre fabulosa, como si fuera la de todos los hombres que han sufrido hambre en el mundo, le llenó la boca de una saliva insípida, terriblemente líquida. Le pareció que tenía hambre en los dientes, en la lengua, en la bóveda del paladar. Cerró los ojos: sentía las encías tirantes, una arcada en la garganta y rumor de sangre en los oídos.

De repente se dio cuenta de que trabajaba con un inmenso desánimo y se extrañó de que el viejo no le llamara la atención. Lo tenía ante él, de pie, sosteniendo el saco abierto, pacientemente. Sin saber por qué, eso le irritó mucho. A la luz de la luna el viejo parecía una sombra de otro mundo, como los troncos de los árboles, más allá, negros y aéreos, que en nada se parecían a los troncos de los árboles de la tierra. Pero aquel despojamiento de las cosas en el corazón de la sombra que la luna adelgazaba le iba estimulando el recuerdo de los detalles concretos; como si una mano invisible los sacara de las profundidades de un pozo negro y los colocara ante sus ojos.

El tronco del árbol, erguido en el silencio plateado de aquella noche de verano, estaba cubierto, desde hacía tiempo, por una corteza dura, áspera y gris; y la parte inferior aparecía revestida por una masa de musgo a la que el calor prestaba un color de orín… Una fila de hormigas la recorría apresuradamente, se escondía por las hendiduras: eran hormigas grandes, de color de mora, voraces, de mordisco breve, rabiosas. El viejo, pálido como si se levantara del lecho de muerte, salpicado de sal y de ceniza, con la cara vacía, era un cuerpo viviente desde hacía tiempo, con una nariz corta y redonda, roja, como una cereza demasiado madura. Tenía la piel del rostro del color de la tierra, surcada de arrugas profundas y horizontales en la frente; rectas y finas en las mejillas. Cuando el sol apretaba, trajinaba ligero y menudo, con su camisa azul desteñida, remendada en la espalda con una pieza azul marino y rabiosamente nueva.

La horca le pesaba en las manos, y la madera del mango, lisa y bruñida, ardía: «Estoy enfermo», pensó. Las puntas de las púas, oxidadas, centelleaban y, cuando se disponía a hundir la horca en la paja, la luna brillaba en ellas. Empezó a toser. La paja que quedaba estaba sucia y polvorienta, y la nariz y la boca se le llenaban de polvo.

—Cuando terminemos con eso, barrerás.

Detrás de aquella sombra que tenía voz y mandaba, había tanta noche… Y el cielo dulce y terso como un vientre de pájaro, la acequia con sus ranas, el melocotonero cargado de frutas, los patos gordos y tibios. Y, más lejos, algo difícil de expresar…, pero ¡algo maravilloso! Aquella sombra, tan frágil, era como un muro que no le permitía alcanzar la paz, el reposo. «Cuando terminemos con eso, barrerás.» Una oleada de sangre le subió hasta los ojos, tan espesa que sintió vértigo. El obstáculo estaba allí y apenas vivía. Velado por una sombra en mitad de una noche infinita. «¿Qué me ocurre?» Sintió un lametazo de frío en la mejilla. Le pareció que las manos empezaban a vivir por sí mismas, como si se las hubiesen cortado, rígidas alrededor del mango de la horca. Miró al viejo, a la altura del vientre. Más veloz que un relámpago, el viejo levantó una pierna y paró el golpe de la horca con el pie. Gritó de dolor: las púas le habían destrozado la piel y habían penetrado en la carne.


—Quizá tenga el tétanos…

Desde la cama, el viejo hablaba con voz cándida y miraba a Pere de reojo. En el suelo había un reguero de gotas de sangre. Pere las iba limpiando con un trozo de saco.

—Se contraen las mandíbulas, dicen, y duras muy poco. Debo de tener fiebre. Tócame la mano.

Le tocó la mano: no tenía fiebre. Pere prefería la furia del viejo cuando gritaba, mientras le curaba el pie con vinagre, que lo denunciaría a los gendarmes y que haría que se lo llevaran de casa con las manos atadas como un criminal. No sabía por qué, pero entonces le parecía que su acto, al fin y al cabo, estaba justificado. Pero la pasividad del viejo, el tono lastimero de su voz, formaban una telaraña pegajosa que lo iba rodeando. ¿Por qué tenía que gemir aquel hombre, haciéndole sentir que gemía por su culpa?

Como si le adivinara el pensamiento, el viejo calló durante un rato. Había cerrado los ojos y respiraba, tranquilo. ¿Se había dormido? Pero se sentó cerca de la mesa: no sabía qué hacer y no podía pensar en nada. De repente, el viejo abrió los ojos.

—No entiendo por qué lo has hecho —exclamó—. No te decía nada malo… si querías matarme por el dinero… No lo habrías encontrado… ¡Di algo, al menos…!

Pere extendía con el dedo el poco vinagre que había caído encima de la mesa.

—¿Qué quiere que le diga? —hablaba despacio; hubiera deseado justificarse, pero no encontraba palabras—. He tenido la sensación de que iba a caer. Había mucha luna… Me he encontrado mal.

—¿Y te creías que te pondrías bien clavándome la horca? —el viejo había levantado la voz—. ¡Mentira! ¡Todo lo que dices es mentira!

Pere dejó el vinagre.

—¿Qué puedo hacer si no me cree? Avise a los del Grupo…, a los gendarmes… —calló un momento porque advertía que se irritaba de nuevo. Después, en voz baja, añadió—: Si quiere, mañana me iré.

—¿Porque tienes miedo, verdad? —hundió el codo en la cama y se incorporó a medias—. ¡Porque desearías que me quedara aquí, solo, con todas las idas y venidas nocturnas! —lanzó un gemido y volvió a echarse—. Quítame ese trapo del pie: rompe la camisa y envuélvemelo en una manga. Átalo con un cordel…

—Más vale no tocarlo. El trapo que le he puesto está más limpio que la camisa.

El viejo nada dijo. Completamente tendido en la cama, permanecía con los ojos fijos en el techo. Pere no se atrevía a moverse. «Quizá exagera —pensaba— y no le duele tanto como hace ver.» Pero tenía la sensación de que debía hacer algo. Pronto clarearía.

—¿Y la escopeta? ¿Dónde la has escondido?

—¿La escopeta? —Pere se quedó mirándole durante unos segundos, con la boca abierta. Sentía calor en las mejillas, se iba poniendo colorado y se veía grotesco.

—Sí, la escopeta… no te hagas el desentendido… Debías de creer que no te veía… Cuando has salido a buscar el trapo te has llevado la escopeta. No las tenías todas contigo, ¿verdad? Tenías miedo de que, al volver a entrar por esa puerta, te agujereara un poco, ¿verdad? ¡Para quedar igualados!

Se había enderezado de nuevo sobre el codo y estaba tan indignado que se ahogaba.

—¿Crees que soy de esta clase de gente? ¿Crees que llevo la cuenta? Pero quiero la escopeta dentro de la cama. Y cargada, ¿entendido? ¡Cargada! Y no te asustes, sé dominarme mejor que tú. Otras preocupaciones tengo, a mis años… —había hablado deprisa, como si quisiera evitar que Pere le interrumpiera. Se echó y, con la voz cambiada, añadió—: Ponme algo debajo del pie. Algo blando, porque me duele. Muévete.

Pere cogió una manta, la enrolló y la colocó debajo de la pierna del viejo. El trapo se había ido empapando de sangre. El viejo dijo:

—Incendiaremos la casa y nos largaremos.

Dicha idea lo calmó. Cuando volvió a hablar, parecía elegir las palabras con esfuerzo: las soltaba poco a poco, una detrás de otra, con cuidado. Tenía la mirada vaga. «Aquí es imposible vivir…, ya te lo advertí. Creía que tú aguantarías más, pero te han atrapado enseguida… Demasiado pronto. La culpa quizá sea mía. Te he contado demasiadas cosas. Pero bien que te han encantado.»

Se le cerraban los ojos: tenía la mano en el pecho, debajo de la camisa. La otra, algo rígida, en el muslo. Hizo una larga pausa.

—Pero, si quieres, podemos quedarnos… Sería preferible no abandonar. Lamentaría echar a perder todo esto. Si los dos vigiláramos… No tenemos por qué complacerles, ¿comprendes?, ¡al primer tropezón! —se le adelgazó la voz—. Tú has corrido más mundo, debes de haber visto de todo: nunca he salido de estos andurriales. Quizás he trabajado demasiado, y no es necesario… No pienses en mi mujer: está bien donde está. Creo que saldríamos adelante y a la larga nos dejarían en paz…

Mientras hablaba, se fue adormeciendo y, ahora, dormido, respiraba tranquilo. Pere se acercó a la ventana. El gallo cantó. Los cristales estaban sucios y las lluvias los habían dejado cubiertos de caminos transparentes. Miró un rato: después se dirigió hacia la mesa, apagó la lámpara de petróleo y salió.

El sol naciente pintaba la fachada de la casa de color del jacinto. Una mezcla de rosa y oro se iba extendiendo y diluyendo por todas partes. A sus pies, un gorrión alzó un vuelo bajo, se posó sobre el banco de madera, se dio dos o tres picotazos, precisos, en el ala, volvió ligeramente la cabeza y voló de nuevo hacia el suelo. Pere lo observó unos momentos, mientras se picoteaba. ¿Qué haría? ¿Marcharse… y volver a empezar? Sentía una enorme fatiga. ¿Empezar qué? ¿Y dónde? Era mejor no pensar.

Levantó la cabeza y vio a Marcel que lo observaba desde el porche, moviendo el rabo, como si esperara que lo llamara. Un perro sarnoso, vivaz, de mirada tierna, un tanto sorprendida… Pere empezó a caminar hacia el gallinero: detrás del alambrado, dos gallinas lo contemplaban, de perfil, con una pata ligeramente alzada, indecisa. Una vez dentro, se dirigió hacia los ponederos; la vaharada de gallinaza lo obligó a volver la cabeza. En el capacho, la clueca se esponjó, rabiosa, abrió el pico y adelantó la cabeza para picarle. De entre las plumas, salió un polluelo y pió. Salieron más. Tenía diecisiete. Negros y rubios, pasaban el día piando y buscando gusanos. Cogió uno: era una bola cálida y blanda, palpitante, rematada por un pico corto, con unos ojos muy vivos. Lo apretó un poco. «Si apretara mucho —pensó— lo ahogaría; pero todas las cluecas del mundo seguirían empollando.» Dejó el polluelo en el capacho y la clueca le picó en la mano. «No te preocupes, ya te lo devuelvo… Quién sabe de dónde sale, como yo.»

Al volverse, vio que las dos gallinas se le habían acercado y lo observaban desde la entrada del ponedero. Tendrían hambre: tendría que ir en busca del maíz. Marcel lo esperaba fuera, gimiendo. También debería sacar las cabras que balaban en el corral. Los conejos se lo habrían comido todo durante la noche… Empezó a sentirse preso en una pulpa misteriosa. «Quizás alguien me espere, no sé dónde… Pero creo que es demasiado tarde. Será mejor que me quede.» Experimentó una extraña sensación de libertad, como un vértigo. «No logro comprenderlo. ¡Qué mundo este!»

Se hallaba cerca del establo. La voz del viejo lo detuvo. Llamaba desde la cama.

—¿Qué hacías en el gallinero?

—He ido a echar un vistazo a la clueca. Duerma, le conviene.

—No toques los huevos, ¿oyes? Desde que estás aquí escasean y creo que ya sé por qué… ¡Que no te vea rondar demasiado alrededor de las gallinas!

La horca estaba aún en el suelo. Pere la apartó con el pie, cogió la escoba y empezó a recoger el cascabillo.

EN VOZ BAJA

FUE EL ÚLTIMO DÍA. El último. El último día.

Llevaba un vestido azul claro. Un sombrero de alas anchas con tiras de terciopelo negro que le colgaban hasta media espalda. El color del vestido y los lazos de terciopelo es lo que mejor recuerdo porque fue lo último que vi. Aquel color azul. Azul celeste. A veces en verano, el cielo es de un azul como el de su vestido: un azul gris, un azul comido por el sol. Los días más calurosos del verano. Un azul amargo como el de las gencianas.

El vestido azul, sus ojos con las pupilas pequeñas y negras como el terciopelo del lazo, su boca —leche y rosas—. Sus manos, todo, forma y colores, era un reproche, un insulto a mi corrección. «Hay amores tristes y amores alegres: el nuestro es un amor triste», me dijo un día, con una voz gris, monótona, un día, hacía mucho tiempo. Pero me dolió tanto que no pude olvidarlo. «¿Triste? ¿Por qué?» «Porque eres un hombre correcto.» Llevábamos una semana sin vernos porque yo me había visto obligado a acompañar a mi mujer, convaleciente, a un pueblecito de la montaña. Un hombre correcto… Un hombre que vivía de un gesto de ella, rebosante de emoción por todo cuanto procediera de ella, por todo cuanto le perteneciera. Un hombre correcto…

Veo todavía el toldo de la cafetería, aquella mañana, de color naranja, con el fleco que ondeaba al viento, los arbustos junto a la acera, el espejo con el anuncio de un partido de fútbol, y oigo su voz profunda y fría. «Me caso.» Bajó la cabeza y el ala del sombrero le cubrió el rostro. Sólo veía sus labios y la barbilla, sacudida de vez en cuando por un temblor nervioso. Y el azul venenoso de su vestido.

Sólo el vacío existía a mi alrededor. Y en mi interior. Una gruta sin sombras y sin ecos. Viví un período podrido, de una magia ineluctable. Lo que podía hacerme una señal, suscitar una esperanza, se desvanecía repentinamente como si una mano invisible se lo llevara. Como si desistiera.

Después… A los cuarenta años nada acaba. No. Nada acaba… Aquella criatura que nació, que quise, que vivirá cuando yo haya muerto…, el último hijo. Una criatura blanca y ligera como un puñado de flores. Albert fue a verla con el libro de latín bajo el brazo. Su madre le dijo: «¿No te gusta tener una hermanita?». La observó con curiosidad y menosprecio, cejijunto, con los labios salidos, levemente arqueados. Se marchó sin pronunciar palabra; cerró la puerta sin hacer ruido. El último hijo. Lo había deseado oscuramente, desde el fondo de mi soledad, para llenarla, como si deseara hacer revivir aquella dulzura muerta, preservada en el interior de un ser aún incierto, marcado.

Hoy hemos celebrado su aniversario. Ya empieza a caminar, pero aún necesita apoyarse: en un mueble. En la pared. Si para ir de una silla a otra ha de avanzar unos pasos, sola, mira angustiadamente a su alrededor y estalla en lágrimas. Pedí que le hicieran un vestido azul. La he cogido un rato y reía y lanzaba unos gritos alegres, como un pájaro. He centrado mi ternura en esa bola de carne tibia, en esas manos y en esos pies tan menudos. Una ternura acerba. Ha empezado a mirarme con fijeza, repentinamente curiosa, y me ha obligado a cerrar los ojos. Tiene unas pupilas brillantes y negras, rodeadas de una sombra azul celeste.

Tuve un impetuoso deseo de escribirle. «Sólo verte. Aunque sólo sea verte pasar. Si quisieras ponerte el vestido azul… Aquel vestido azul que llevabas el último día.» Rompí la carta en mil pedazos. Sé que preguntó por mí. Debía de preguntar por mí con aquella voz sin color, sin matices: «Ah, ¿ha tenido una niña?». Si al menos pudiera explicarle… «Me caso.» Si al menos hubiera podido decirle: «No quiero». Las dos palabras me empujaron hacia el vacío, y caía y rodaba… «¡Señor, qué joven es!» Qué miedo me daba su juventud… Desde el nacimiento de la niña, mi hijo me observa como si me analizara y noto que sonríe con dureza.

No he podido dormir en toda la noche y ahora la cabeza se me abre. Me he levantado para abrir la ventana de par en par y he vuelto a la cama. La habitación, oscura, poco a poco ha sido invadida por el resplandor de las estrellas. He cogido frío y me he tapado con el edredón. Las hojas del limonero, mecidas por el viento, rozaban los cristales. «Está en Argel», me dijeron ayer por la tarde. «Se marchó hace dos meses.» Toda la noche he visto el mar y un barco. No podía arrancarme del pensamiento el mar y el barco, que se mecía como las hojas del limonero. En cuanto ha empezado a clarear he ido a la habitación de mi hija. La he sacado de su cama casi brutalmente. Ha protestado un poco, pero no se ha despertado. La he tenido en brazos durante mucho rato. Lentamente, la luz ha devuelto forma y color a las cosas. Apretaba aquel trocito de carne con un corazón palpitante. Le habré hecho daño porque, de repente, ha estallado en llanto. «¿Qué le ocurre?» Mi mujer ha entrado, inquieta, atándose el cinturón de la bata. «¿Hace rato que llora?» Entonces me ha mirado: «¡Si vieras qué aspecto de enfermo tienes! ¿Qué te pasa?». He dicho: «¡Nada! No me pasa nada. No me mires así, no me ocurre nada. Te lo aseguro. No me mires así». Ni en los peores días de mis dieciocho años tuve un deseo tan violento de morir.

ÚLTIMOS MOMENTOS

—¿DE QUÉ ES ESTA SOPA?

—Imposible saberlo… Ni el cocinero debe de saberlo.

La camarera acababa de llenar dos cuencos con un líquido amarillento en el que flotaban trocitos de hierbas verdes. Habían dejado la maleta en el suelo, junto a la mesa. Un perro se acercó, la olfateó y se alejó porque en la mesa de al lado una anciana, que llevaba un sombrero marrón con una pluma de faisán, le ofrecía una espina de pescado.

—No me mires, come.

Él obedeció y hundió la cuchara en el cuenco. Al cabo de un momento alzó la mirada y se quedó un rato mirándola.

—¿Qué piensas hacer?

Ella se secó los labios, dudó un instante y contestó:

—No lo sé.

—Lamento que te vayas así, sin saber qué harás.

—Será mejor que no lo pienses —lo dijo mirando el cuenco, en voz muy baja.

—Sí, sí, lo lamento…

—Come.

El restaurante de la estación estaba lleno. Las camareras iban y venían deprisa con la libreta de notas en el bolsillo del delantal y el lápiz colgando de la cintura, en el extremo de una cadenita de metal. La que los atendía era morena. Debía de tener unos cuarenta años, unos cuarenta años marchitos. Se la veía de mal humor y cansada. Llevaba los ojos muy maquillados.

De vez en cuando, él miraba el reloj: faltaban cuarenta y cinco minutos para la hora del tren.

—Di algo.

La camarera retiró los cuencos y les puso el plato. Un plato de porcelana, caliente. Les sirvió un trozo de merluza hervida, cubierto de mahonesa, con dos o tres hojas de lechuga.

—Di lo que quieras, pero di algo.

La camarera volvió a la mesa:

—Perdón, había olvidado servirles los espárragos.

Les puso media docena al lado de la merluza.

—Los cuentan: seis para ti y seis para mí. Estoy segura de que todos los que están cenando han contado los espárragos que les han servido. Seis espárragos. Casi los años que nosotros…

Un tren silbó. Se oían martillazos a las ruedas mezclados con los gritos de los mozos de la estación y con el ruido de los altavoces que anunciaban la salida de los trenes.

—¡Ay!, la copa…

Iba a coger una rebanada de pan y la tiró. La cerveza se extendió por el papel que hacía las veces de mantel, se deslizó hasta el borde de la mesa y empezó a gotear al suelo.

—¡Aparta la maleta!

—Menos mal que no he roto la copa.

Entró un hombre alto y delgado que llevaba un impermeable de color de café con leche. Recorrió toda la sala con la mirada, sacó el reloj del bolsillo del chaleco, comprobó la hora en el reloj de la pared y, poco a poco, salió.

Comían la merluza. Comían maquinalmente: ninguno de los dos tenía apetito.

—Cuando pienso que te marchas sin dinero… Sufriré mucho pensando en ti.

El perro emitió un par de ladridos: acababa de pasar un gato negro y empezó a perseguirlo por debajo de las mesas. Un hombre que comía solo, un poco apartado de donde ellos se hallaban, enrojeció: protestaba con un aspecto muy digno.

—Será mejor que no lo pienses. ¡Ah…!, ¿ves?, olvidaba decírtelo: he dejado las camisas planchadas en el estante superior del armario; los calcetines, en el cajón de la derecha, donde poníamos la aspirina y los recibos de la electricidad… ¿Te gusta esta mahonesa?

—Sí.

—Pues, ¿por qué la dejas en el plato?

—La verdad… no me gusta mucho.

El hombre del impermeable volvió a entrar cargado con dos maletas enormes. Atravesó la sala y se sentó a la mesa que antes había ocupado la mujer del sombrero con la pluma de faisán.

La camarera retiró los platos.

—Para mí, uva. ¿Y tú?

—Uva.

—Dos uvas.

La camarera se acercó al hombre del impermeable, dejó la bandeja llena de platos encima de la mesa y anotó el pedido en la libreta. Entraron un hombre y una mujer. El hombre llevaba el ojo tapado con un parche negro y cargaba con una guitarra. Empezó a cantar con voz ronca y cansada. De vez en cuando, rasgaba las cuerdas con las puntas de los dedos.

—Creía que estaba prohibido.

—¿Qué?

—Eso. La mendicidad. ¿Te apetece fumar?

Le dio un cigarrillo. Él cogió otro y se lo puso entre los labios. El cigarrillo temblaba. Encendió una cerilla y la llama también temblaba.

—Los dos últimos. Te he dado el que estaba bien. El mío tiene un agujerito.

—¿Cambiamos?

—Oh, lo taparé con el dedo.

La manecilla larga del reloj se movió y saltó un minuto. La camarera les trajo la uva y después sirvió el cuenco de sopa al hombre del impermeable. Al mismo tiempo, le sirvió el plato de merluza con las hojas de lechuga, los espárragos y la mahonesa.

—¿A ver si los cuenta?

Empezaron a comer los granos de uva, uno a uno, y, de vez en cuando, fumaban. De repente, rieron. El hombre del impermeable se había puesto las gafas: primero examinó el interior del cuenco, después cogió el tenedor y, poco a poco, separó los espárragos. Movía los labios imperceptiblemente.

—¿Tienes frío?

—No…

—Me ha parecido verte temblar.

—¿Sí?

A través de la ventana se veían las ramas de un plátano, iluminadas por la luz de una farola. Las hojas eran amarillas y un viento de principios de otoño las mecía suavemente.

—Las hojas ya amarillean, ¿te has fijado?

—Pero aún no hace frío.

—Será mejor que empiece a prepararme. ¿Y si llamaras para pagar?

Sacó el lápiz de labios y la polvera del interior del bolso, se pintó los labios, los recorrió con la lengua para extender el carmín y se empolvó. En el espejo, vio su ojos duros, inexpresivos, un poco congestionados aún. De pronto, sintió un cansancio infinito.

El hombre de la guitarra se les había acercado y extendió la mano. Una mano oscura, grande, de dedos muy largos. Él le dio una moneda.

—Más vale que no nos entretengamos.

No contestó. Una mano como la de aquel hombre que pedía limosna empezaba a oprimirle la garganta, suavemente, suavemente.

—¿Quieres que te acompañe hasta el andén?

No, no podía contestar. Era como si se ahogara. La mano le apretaba la garganta. Sentía dos o tres puntos dolorosos en la garganta.

—¿Sabes qué andén corresponde a tu tren? Me da miedo que te pierdas…

El hombre del impermeable había abierto una maleta y sacado una botella de vino. Llenó el vaso y empezó a beber pausadamente. Se había comido los espárragos, enteros.

Él llamó a la camarera.

—Lo lamento, lo lamento mucho. Creo que sin mí te sentirás…

Ya pasaba. La mano no oprimía con tanta fuerza. Aún pudo decir:

—Siempre me ha gustado viajar en tren… De niña ya me gustaba… ¿Nunca te he contado que una vez…? Oh, ahora ya no vale la pena que te lo cuente.

La camarera les trajo la nota. Pagaron. Ella cogió la maleta.

Cuando estuvieron en la puerta del restaurante le dijo:

—No vengas. Será mejor, ¿comprendes? No vengas.

Los ojos se le empañaron. Volvía a notar una molestia en la garganta. Él le cogió el brazo.

—¿Crees que podríamos…, crees que…?

Iba a besarla. Ella volvió el rostro. Notó que se ponía completamente rígida y soltó su brazo.

—Adiós…

Vio, desde lejos, que entregaba el billete al empleado del control. «Nunca más volveré a verla —pensó—, nunca más.»

—¿Me permite?

Era el hombre de la guitarra que no podía pasar. La mujer lo seguía. Era baja, gruesa y llevaba un vestido negro muy usado, deslustrado.

Les dejó paso y salió a la calle.

VIERNES 8 DE JUNIO

—CALLA, POBRECILLO, CALLA.

Dejó el bolso en el suelo, en la hierba. Era un bolso muy viejo, muy sucio. La hoja de níquel que cubría el cierre había ido cayendo encostrada y el latón dejaba un olor metálico en los dedos. Se los frotó con la parte inferior de la chaqueta y, con una mano, se desabrochó la blusa. Tenía el pecho muy blanco, caído, surcado de venas azules, oscuras. El niño empezó a succionar con avidez y, poco a poco, cerró los ojos. Al volver a abrirlos, quedaron fijos, vacíos. Una gota de leche le resbalaba por la barbilla.

Erguida, inmóvil, contemplaba el río. El viento zumbaba entre los hierros del puente alto, rizaba el agua, hacía revolotear su falda, jugaba con las briznas de hierba. El niño se atragantó, dejó el pecho y volvió a buscarlo con un movimiento impreciso de la cabeza, como un gato recién nacido, ciego. Durante todo el rato había mantenido los puños cerrados: empezó a abrirlos muy despacio, como una flor.

El puente traqueteó. La sombra del tren pasaba rauda por encima del agua. Un silbido largo se mezcló con el ruido de los hierros y del viento. Una nube de humo denso se deshizo bajo el puente, río abajo.

Miró con indiferencia al hombre que estaba a su lado. No lo había oído llegar ni sabía de dónde había surgido. A contraluz, el sol aureolaba su vestimenta andrajosa con un polvillo dorado y movedizo. Llevaba un saco medio vacío a la espalda y del zurrón sobresalía el cuello de una botella. Tenía los ojos pequeños y azules, la barba y el bigote muy blancos. El hombre miró al bebé dormido. La cabecita colgaba ligeramente hacia atrás. El trozo de piel por donde se había deslizado la leche brillaba.

—¿Tenía hambre, eh?

Ella no contestó y apretó a la criatura contra su pecho como si deseara protegerla. El hombre no advirtió el gesto. Con un dedo rozó suavemente la piel de la frente rosada.

—¿No crees que está demasiado tierno para pasearlo con ese viento?

Chocó con una mirada dura y oyó la respiración de la mujer contenida entre los dientes prietos. Permaneció un rato allí plantado, dudando.

—Bien, bien, tanto da. Ya veo que no eres muy habladora. ¡Hala, hija, salud!

Cojeaba. Se marchó por un camino ligeramente oblicuo, hacia una viña que trepaba por la cuesta como una sábana verde extendida sobre la tierra árida. Ella lo seguía con la mirada, sin mover la cabeza. Caminaba deprisa. Pronto vio sólo una mancha oscura recortada en el luminoso horizonte.

Dejó a la criatura dormida en el suelo. A dos pasos había una piedra. La cogió y empezó a ovillar con ella un cordel sucio que se había sacado del bolsillo. Tenía el rostro demacrado y dos manchas rojas y febriles brillaban en sus pómulos. El sol arrancaba reflejos azules de sus cabellos, hacía brillar las uñas exangües mientras las manos anudaban el cordel.

Se acercó al niño, se arrodilló a su lado. Poco a poco, le pasó el cordel por la cabeza. El niño gimió y sus manos se crisparon sin que despertara.

—Calla, pobrecillo, calla. Duerme.

Lo dijo en voz muy baja y lo cogió. Hizo un gran esfuerzo para levantarse. Le puso la piedra sobre el vientre y se acercó al agua. Los pies se le hundían en el cieno. Aún avanzó. Miró a su alrededor con los ojos desorbitados. Lo arrojó con todas sus fuerzas.

Se oyó ruido de agua rota. El cuerpo flotó un instante y desapareció de pronto, como si hubieran tirado de él bruscamente. Un vuelo de pájaros cruzaba chillando el cielo rebosante de calma. Eran muchos. Volaban en filas densas y estampaban un camino negro sobre el azul.

Caminaba de cara al viento, un poco rígida, como si tuviera las piernas de madera, por el camino que había enfilado el viejo. Parecía seguir los chillidos de los pájaros.


Más allá se divisaban cuatro casas dispersas. Junto a la carretera, bajo un emparrado de hiedra y de rosas, había algunas mesas con sillas de hierro. Se había sentado en la del fondo. El sol poniente incendiaba el cielo y, a lo lejos, el río formaba un recodo de sangre.

No había andado mucho. Desde el puente al emparrado había algo más de media hora y había pasado algún rato sentada en el suelo, contemplando el río. Pero estaba muy cansada. La espalda y los riñones le dolían: el pecho, hinchado, lleno de leche, le humedecía la blusa. Tenía sed, y una vena le latía en el lado derecho del cuello.

Dos hombres llegaron por la carretera. Dejaron las bicicletas apoyadas en la pared, cruzaron el patio y entraron en la sala.

—Veo que tiene clientes nuevos, señora.

Era un hombre de media edad, con unos ojos negros, brillantes, con las mejillas y la barbilla oscuras, de un pelo que parecía durísimo. Se pasó la mano por la frente llena de gotas de sudor. Tenía la camisa empapada pegada al pecho.

—¿Qué te parece, Belcacem?

Dio un codazo a su compañero en las costillas, un árabe menudo, oliváceo, con una gran cicatriz en la mejilla. El árabe rió. Los dientes le brillaron un instante.

Detrás del mostrador, una mujer vieja, con un pañuelo negro atado a la cabeza, lavaba los vasos.

—Hace casi una hora que está aquí. ¿Qué hacíais en la cantera con tantas barrenas?

El agua del grifo caía violentamente en el fregadero de zinc y salpicaba los bordes con unas gotas grandes, redondas, que enseguida resbalaban. La vieja cogió una botella de vermut. El tapón chirrió.

—El idiota, señora, el idiota —el hombre había cogido el vaso y miraba el líquido a contraluz—. Buenas noches, Violeta.

La criada pasaba el trapo por las mesas. Llevaba un vestido muy corto y, cuando se agachaba, se le veía el remate de las medias.

—Supongo que hoy me darás el sí, Violeta…

El árabe había bebido su vermut y estaba en la puerta mirando al exterior.

—No quiero saber nada con padres de familia.

Tenía las mejillas redondas, inocentes, la mirada un poco vaga.

El que estaba junto al mostrador hizo chasquear la lengua contra el paladar, se pasó un dedo por debajo de la nariz y dijo al que seguía en la puerta:

—¿La oyes, Belcacem?

El árabe se volvió:

—Calla, mira qué hace aquélla…

El otro se le acercó y observaron a la chica a través de la cortina de grano y caña. Estaba sentada bajo el emparrado, inmóvil, con una botella de gaseosa vacía delante. Tenía los ojos cerrados y, con la mano debajo de la blusa, se tocaba el pecho. La vieja había abierto otra vez el grifo. Al oír el ruido del agua abrió los ojos y, aterrada, miró a su alrededor.

—Me ha pedido un anís —dijo la criada muy excitada—. Le he preguntado: «¿Solo o con agua?». Me ha mirado de un modo muy extraño, como si llegara de otro planeta. Aseguraría que está chiflada.

La vieja había salido de detrás del mostrador y también observaba a través de la cortina.

—No debe de ser de aquí. Le he vuelto a preguntar cómo quería el anís y me ha dicho: «Deme una gaseosa». Lo habrá pensado mejor. Cuando ya me iba me he girado porque creía que me decía algo. Pero no era a mí —hizo una pausa, levantó la cabeza y miró a los dos hombres—, hablaba sola —dejó de secarse las manos con el delantal y empezó a reír: emitía chillidos como una rata.

—Yo sabré tirarle de la lengua, señora, ya verá. Servidnos vino. Tú, ven.

Separó las tiras de la cortina. Belcacem lo siguió. Cuando llegaron a la mesa, la chica hizo un gesto de animal sorprendido.

—No te asustes, princesa. Es negrito, pero tiene buen corazón.

Se sentaron a su mesa. Ella los miró con gravedad. Tenía el blanco de un ojo inyectado de sangre, y los cabellos negros, oleosos, le caían a ambos lados de la cara. Se los apartó con una mano descarnada, con los dedos extendidos y rígidos como si fueran de piedra. Un pétalo de rosa cayó revoloteando encima de la mesa. Un olor de aceite quemado llegaba desde la cocina y se mezclaba con el perfume del atardecer y de las rosas.

Violeta dejó tres vasos y una botella de vino encima de la mesa. Regresó al interior y, una vez allí, se quedó junto a la puerta, mirando, toda curiosidad, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Abstraída, se rascaba lentamente el muslo con la mano debajo de las faldas. Las tiras de la cortina chocaban unas con otras y hacían un ruido de bolillos que le impedía oír. Veía que el árabe alargaba un vaso a la chica y que ella negaba con la cabeza. Los dos hombres bebieron y volvieron a llenar los vasos. Entonces, la chica cogió el suyo y se lo acercó a los labios. Parecía que se le hubiera pegado en la boca y que tuviera que quedarse así para siempre. Pero de repente lo vació de golpe, con los ojos cerrados. Belcacem le hablaba al oído.

Al otro, sólo lo veía de espaldas. De vez en cuando, agitaba los hombros, como si riera.

La vieja salió de la cocina y fue detrás del mostrador. Dio vuelta a la llave de la caja y se la metió en el bolsillo.

—¿Así me ayudas a preparar la cena, holgazana? Hale, déjalos en paz, tienen ganas de bromear.

Violeta se alejó apesadumbrada y entró en la cocina llena de humo. Se quitó el delantal blanco, de servir, y se puso uno azul oscuro que colgaba detrás de la puerta. Destapó la sartén y dio vuelta a las patatas. Algunas se habían quemado. A través de la ventana se veía un cielo de color malva con una franja rosada al fondo. El patio empezaba a oscurecerse. La vieja encendió la luz. Los potes alineados en el aparador y los cazos de aluminio colgados en la pared brillaban.

De repente, se oyeron gritos procedentes del exterior y ruido de cristales rotos.

—¡Animal, más que animal!

Violeta salió corriendo y se quedó en la entrada, de pie. La vieja la siguió. El árabe cogía el brazo de la chica con las dos manos y se lo retorcía para hacerle soltar el cuello de la botella rota. Ella se debatía y con la mano libre le golpeaba furiosamente la cara. El otro se envolvía la mano con un pañuelo. Había sangre encima de la mesa y en el suelo. «¡Animal, más que animal!» Por fin, el trozo de botella le cayó de la mano. «Déjala, ¿no ves que tiene el diablo en el cuerpo? ¡Déjala!» —La chica gritó y se quedó jadeante, frotándose el brazo dolorido. Después se marchó, lentamente. Al llegar a la carretera, echó a correr. Violeta tuvo la sensación de que la cabeza le daba vueltas. Pero la vieja le dio un empujón: «¡Anda, limpia la mesa, deprisa!». Al ver de cerca la sangre se le velaron los ojos y se dio cuenta de que oscilaba. Aún pudo oír una voz, muy lejos: «Sólo faltaba esa bruta…». Y ya no oyó nada más.

Estaba tumbada en el suelo, de cara al río, bajo el puente de hierro. Todo estaba oscuro: el cielo y el agua. El aire húmedo extendía una niebla espesa, lenta, que iba sumergiendo las sombras más oscuras en un mar lechoso. Tenía el cabello mojado y las piernas frías. Una luz verde del puente hería el agua casi debajo de sus pies. Sacó un pañuelo del bolsillo, se desabrochó la blusa y se lo puso entre el pecho y la blusa mojada. Experimentó un ligero bienestar y cerró los ojos.

El agua producía un rumor sordo, como una respiración, interrumpido de vez en cuando por un chapoteo secreto. No se oía ningún ruido de insecto, ni un chillido de pájaro. A lo lejos, río abajo, las explosiones de un motor un poco ahogadas por el peso del aire parecían los latidos de las sombras. Desde el otro lado del puente llegaban, con gran nitidez, los silbidos de una máquina de tren que maniobraba y los choques metálicos de los vagones. Parecía que todos aquellos ruidos, que el silencio desnudaba, la vaciaran de su inquietud. Sólo le quedaba una ligera tensión en los músculos del vientre y un sabor ácido en los labios resecos.

Al abrir los ojos vio que, más allá del río, en la profundidad del cielo, un halo rojizo teñía la niebla. Le pareció que volvía a oír crepitar la madera en llamas, que el humo volvía a ahogarla, como aquella noche. Entonces hacía casi un mes que dormía sola en una barraca, al final de un terreno baldío, cerca de la carretera de la base. Se había quedado sin casa y sin trabajo y la lavandera del restaurante donde trabajaba le había prestado la llave. Era una noche de fines de septiembre, también había niebla, pero una niebla fluida, maloliente, que llegaba desde los pantanos, tupida de mosquitos enfurecidos. No oyó entrar a los dos hombres. Debieron de haber abierto la puerta con un alambre y al despertar vio las dos sombras junto a la cama. Los dos le habían pasado por encima, primero uno, después el otro. A uno lo conocía un poco. Al otro nunca lo había visto. Ambos despedían el mismo olor a vino y a aceite de máquina. Discutieron a oscuras quién sería el primero. Habían dejado la puerta abierta y el aire arrastraba la niebla hacia el interior y acercaba el enervante martilleo de la base. Después se fueron. Los oyó rondar un rato por fuera y le pareció que reían. Cuando ya empezaba a adormecerse, una bocanada de humo la hizo toser. Al principio creyó que era la niebla. Un resplandor rojo, indeciso, llegaba del rincón donde tenía el baúl, pero no se dio cuenta de que la barraca ardía hasta que casi no pudo respirar. Tuvo que saltar por la ventana y no pudo salvar nada. Al día siguiente, en comisaría, le hicieron muchas preguntas. El comisario era un hombre joven, algo brusco, y quería saber por qué dormía en la barraca y cómo había conseguido entrar. Al final, tuvo que hablar de los dos hombres. Un inspector la acompañó a la base para ver si lograba reconocerlos. Vio a uno de ellos al pie de una grúa, pero nada dijo. Por el camino, el inspector iba diciendo: «¡Qué aspecto, vaya primor!». Una mañana, al cabo de un par de meses, tuvo el primer vómito de bilis.

De pronto advirtió que el viento había cesado. Oyó ruido de pasos y contuvo la respiración. Al abrir los ojos vio una sombra que se acercaba. El corazón le latía deprisa: unas palpitaciones bruscas desordenadas, de animal acorralado y asustado. El hombre se detuvo delante de ella.

—Si esperas que pase algún tren, aún tienes para rato. El exprés no pasa hasta la madrugada.

Encendió un cigarrillo y le acercó una cerilla encendida al rostro.

—Eres la de esta tarde… Si andas mucho por aquí, cogerás reúma…

Al otro lado del río una franja de cielo había adquirido un color naranja oscuro, como si el aire lo hubiera bruñido. En lo alto, el cielo era de terciopelo negro y compacto. Las explosiones del motor parecían algo cansinas.

—… Yo lo tengo aquí en la rodilla.

Al movedizo resplandor de la luz se le veían los ojillos muy claros, deslumbrados, entre la barba y el bigote blancos, el cigarrillo oscilaba. Se lo quitó de entre los labios, miró si estaba bien encendido y tiró la cerilla: describió una curva roja y aún ardió un instante en el suelo, entre las briznas de hierba. Una oscuridad impenetrable los separó.

—Será mejor que te marches a casa. El niño debe de estar desgañitándose y tú, aquí. ¿Crees que no sé qué esperas?

El viejo dio unos pasos y desapareció. La luna se levantaba, redonda, de un color oscuro, de sangre, como un gran disco de metal candente, a punto de apagarse, perfilada, madura, muerta. Arriba, el armazón del puente empezaba a distinguirse, más negro, de la sombra. El agua del río brillaba tenuemente con reflejos móviles de cobre.

El pecho le dolía y parecía querer estallar. Introdujo la mano debajo de la blusa y se lo tocó: estaba duro como una piedra y el pañuelo ya se había mojado completamente. El viento había limpiado la noche, y la luna, a claros, polvoreaba el cielo con una fosforescencia rosada. Hacía rato que sólo había aquel muro de tinieblas. Pero el muro se iba haciendo transparente y las cosas regresaban, oscuras, impregnadas de sombra, y con las cosas regresaban todos los insidiosos ruidos de la noche. Una angustia lancinante la hizo gemir. Las sienes le latían. Cerca, un ruido intermitente de alas surgía de un arbusto bajo. Las sombras, el espejeo del agua, un ligero ruido de bestezuela entre la hierba, los lagos rosados del cielo, le parecían señales destinadas a alguien más aparte de ella, incomprensibles. Como los gritos de aquel hombre del emparrado y el sabor del vino y los pétalos de rosa que caían encima de la mesa. Como las extrañas palabras del viejo. Señales de otro lado… Clavó un codo en el suelo, inclinó todo el cuerpo hacia delante. Un temblor violento le sacudía el brazo, y se le desorbitaban los ojos. Se mordió la mano, con rabia. Oyó un chapoteo más seco en el agua. Hay peces que saltan, peces que devoran. ¿Dónde estaría? Una masa leve en el fondo del agua, rodeada de sombras aguzadas, silenciosas, que se acercan con una ligera ondulación, se detienen un instante, retroceden. La corriente debió de habérsela llevado. Pero la piedra era grande. Si el pecho no le doliera tanto quizá aún pudiera descansar, echarse, descansar. Le costó mucho levantarse. Jadeaba. Era como si sus piernas fueran de barro húmedo que se fuera secando despacio. Ya en la orilla, las ramillas de una mata le rozaron la mano. La cerró convulsivamente y de un brusco tirón arrancó un puñado de hojas. La palma de la mano le ardía como si se la hubiera herido. Los pies se le hundían en el cieno, el agua fría le ascendía por las piernas, las empujaba, como un viento denso, glacial, enlentecido: un viento negro de pesadilla. Dudó un instante: una grima terrible aceleraba su respiración y un músculo del cuello le tiraba como una cuerda. Aún avanzó dos pasos, con un gran esfuerzo. Una lengua helada le lamió el vientre y el pecho. El agua la arrastraba. Se debatió un momento, con los dientes prietos. Pero notó que algo se cerraba para siempre encima de ella, agua, frío y sombras, y, de repente, cedió.

COMIENZOS

IMPOSIBLE DECIR CÓMO se había manchado de tinta. Mientras esperaba el tranvía se miraba, desolado, el pantalón. Era el único un poco presentable de que disponía. Tenía tres manchas de tinta azul-negro en la rodilla derecha, dos muy pequeñas y una grande, del tamaño de una cereza…, no, mucho más grande que una cereza…, grande ¿como qué? Como una manzana, pensó desesperado. El pantalón era de color de café con leche, y la tinta, que se iba secando, se oscurecía y parecía extenderse.

—¿Se ha manchado de tinta, verdad?

El señor Comes era una antigua amistad de tranvía. Hacían juntos el recorrido, mañana y tarde.

Había que ponerle agua enseguida. Nada mancha tanto como la tinta. Una vez tuve que hacerme teñir un pantalón. Quizá no era tan claro como éste que lleva usted, pero aun así, no hubo otra solución.

No le escuchaba. Aún veía la mirada de la señorita Freixes, la mecanógrafa. Irritado porque había perdido siete fichas, le había dicho, con voz enfurecida: «No hay nada más triste que tener que trabajar con imbéciles». Ella lo había contemplado, sorprendida, con ojos chispeantes, y sólo atinó a decir: «¡Oh…!».

—Aquí está.

Obeso y cordial, el señor Comes señaló el tranvía con un gesto de cabeza. Llegaba lleno y la gente se arracimaba en los estribos. Como siempre, el señor Comes fue el primero en subir. Era su especialidad: se abría camino con los codos, con el vientre, con una sonrisa infantil, y nadie protestaba.

El tranvía arrancó con una tremenda sacudida. Empezaron a desfilar casas, ventanas, balcones… Pasó el Garaje Internacional, la Cooperativa, el Tenis Club… Todo desfilaba según el orden de cada día, fatal, enervante. El tranvía se había vaciado un poco y pudieron sentarse.

—Ya he comprado el billete —dijo el señor Comes con un aire algo misterioso, y le dio un golpecito en el muslo.

Cada mes, desde hacía casi cinco años, compraban un billete de lotería a medias. Nunca habían ganado nada, pero cada mes el señor Comes, con una sonrisa, le decía: «Ya nos vamos aproximando». Al ver que su amigo buscaba en el bolsillo, le detuvo la mano.

—No se preocupe…, ya hablaremos a primeros de mes… ¿Qué tal el niño?

—¿El niño? Mejor, gracias.

Al llegar a su casa se dirigió directamente hacia el comedor; el sol que entraba por la galería acentuaba la vejez de los muebles, el polvo de los rincones, el tono grisáceo de las cortinas blancas. Todo había ido envejeciendo, todo había perdido frescura.

Su mujer iba y venía de la cocina. Acababa de poner la mesa. Le parecía que engordaba un poco. La besó en la frente maquinalmente, se sentó y abrió el periódico.

—¿Qué te has hecho en el pantalón? ¿Qué desastre es ése?

—Sí, ya ves… El señor Comes me ha dicho que lo único que podemos hacer es llevarlo al tinte.

—Todo se junta… Precisamente este mes que tenemos los medicamentos del niño. Y el médico.

—¿Cómo sigue el niño? ¿Alguna novedad?

—No. El doctor Martí ha dicho que mañana podemos levantarlo… Pero ¿qué te ocurre?

«Ya está. Ya ha descubierto que me ocurre algo.» Aquel don de su mujer para comprender sus estados de ánimo le había parecido un bálsamo cuando eran novios. Era una tranquilidad sentirse comprendido, casi adivinado, previsto, poder decir: «Estoy desanimado, sí, no sé exactamente por qué… Quizá porque pienso en los exámenes…». Pero cuanto más tiempo transcurría, aquella intuición infalible más lo angustiaba. Se sentía desnudo, indefenso. Hubiera deseado tener un poco de vida secreta. Y lo que más le irritaba era que a la mínima alusión de su mujer empezaba a contar todo lo que no deseaba decir. A veces había decidido callar, se lo había impuesto como una disciplina, pero la voluntad le fallaba y no podía ocultarle nada.

—Esta mañana he tenido un disgusto. Por eso me he manchado de tinta. Me he puesto nervioso y el tintero ha volado de un manotazo.

Y le explicó la historia de las siete fichas perdidas.

—Le he dicho todo cuanto de desagradable puede decírsele a un ser humano.

Vio que el rostro de ella se iluminaba. Los ojos, grandes e inexpresivos, le brillaban; las mejillas, un poco demasiado chupadas, con la piel de color de cera, adquirieron un tono rosáceo en los pómulos. Tenía los labios delgados de persona preocupada y adusta.

Cada vez que una secretaria nueva entraba en la oficina, vivía un drama. No había conocido a ninguna, porque, decía, «mi sitio está en casa. Yo no soy como esas mujeres que todo el día dan vueltas alrededor de mi marido». Pero se las imaginaba, dolorosamente, a través de las descripciones que, con gran tacto, arrancaba a su esposo.

—Le está bien empleado. ¡Perder siete fichas!… Todas esas chicas que trabajan con hombres es porque algo buscan. Le está muy bien empleado. Así se habrá enterado de que eres un hombre de carácter.

Puso la sopera humeante encima de la mesa y sirvió la sopa.

—¿Cómo se llama?

Él, ya con la boca abierta, levantó la cabeza, y la cuchara quedó inmóvil en el aire.

—¿Quién?

—Ella, la mecanógrafa.

—Ah, Freixes.

—No, me refiero al nombre.

—Eulalia, o Elvira; no sé.

—¿Y es muy joven?

Tragó la cucharada de sopa.

—Creo que sí.

—¿Qué significa «creo que sí»?… Es algo que salta a la vista.

—Oh, ya sabes que no me fijo mucho en esas cosas.

—¿Tiene novio?

—No lo sé.

Hacía una semana que trabajaba en la oficina; un poco tímida, un poco cándida. Se había sentado frente a la máquina de escribir y había esperado a que le diera trabajo. Al día siguiente cogió el vaso que se utilizaba para beber, lo llenó de agua y puso en él unas violetas. Al tercer día ya reía.

Mientras tomaba el café, su mujer entró en la habitación del niño y salió enseguida.

—Duerme como un angelito. Será mejor que no entres; ya lo verás por la noche. Regresa pronto, ¿oyes?

«Me he comportado como un salvaje. Una chica tan joven… aún no habrá cumplido veinte años…, no debí decírselo…, tiene unos cabellos como de seda… y cuando ríe… No debí decirle nada…»

Decidió ir andando hasta la oficina; no le apetecía encontrarse con el señor Comes.

«Es curioso: tantos años pasando por esta calle y hoy me parece nueva.» Vio una ventana con unas cortinas resplandecientes, un rosal florido junto a la reja, unas briznas de hierba muy verdes entre dos losas. Más allá del muro de bojes del Tenis Club oyó a dos chicas que hablaban: debían de estar junto a la red. Se detuvo un momento frente al Garaje Internacional. «Realmente, en Barcelona se hacen cosas importantes.» Una oleada de juventud le subía desde el corazón.

Cerca de la oficina había una floristería. Tras pensarlo unos momentos, superando algo de vergüenza, entró, decidido, y compró un ramo de rosas de pitiminí, rodeadas de hojas verdes con un ribete cobrizo.

—Parecen de porcelana —le dijo la florista, amablemente.

En la escalera de la oficina, envolvió el ramo con una hoja de periódico. Cuando nadie le viera, tiraría las violetas, cambiaría el agua y pondría las rosas en el vaso. Y quizá… Quizá, a media tarde, le dijera: «Elvira, ¿quiere que salgamos juntos esta noche?». Y ya imaginaba el color del cielo y el perfume del atardecer.

NOCTURNO

UN DOLOROSO LAMENTO llenó la habitación: se arrastró unos segundos y de repente se extinguió como si hubiera atravesado las paredes. Parecía el lamento de un animal al que acabaran de herir y aún no hubiera perdido sangre ni energía. Un denso silencio invadió de nuevo la estancia. Transcurrió un minuto y un cuerpo se removió entre sábanas como si, más que el lamento, un eco misterioso del lamento lo hubiera arrancado del profundo sueño. Un gato empezó a maullar en la escalera: el tono y el volumen de los maullidos aumentaban, se hacían apremiantes y penetrantes. Otro lamento hizo enmudecer al gato. Entonces una sombra saltó de la cama, seguida por un arpegio de muelles. Pasos de pies descalzos, dos o tres toses, el ruido del interruptor y la luz inundó la habitación.

El hombre que había encendido la luz volvió a la cama, inquieto, y preguntó: «¿Crees que…?». Una voz cansada surgió de debajo de las sábanas impregnadas de olores de sofritos y verduras hervidas —la cocinilla se encontraba a tres metros—: «Primero pon agua a hervir; después ve a la tienda y pide que te dejen telefonear al médico». «¡Qué pálida!», pensó el hombre. Nunca la había visto tan pálida ni con los ojos tan hundidos. En la escalera el gato reemprendió sus maullidos cargados de deseo. «Orden, orden, orden», se dijo mentalmente para apaciguar un ligero temblor de manos; pero el deseo de dominarlo lo acentuaba. Antes de lograr encender el gas se le apagaron media docena de cerillas: cuando las llamas anaranjadas y azulosas estallaron, la atmósfera era irrespirable. «Tenía que abrir el gas después de encender la cerilla, no antes.» Con un gran jarro azul llenó un pote de agua y lo puso en el fuego.

«¿Y si abriera la ventana un momento?» Le respondió otro grito. Se dirigió hacia su mujer, le cogió las manos sin saber qué decir para darle ánimos. Ella lo miró con angustia, con el rostro completamente perlado de sudor. «Cuatro hijos…» Sintió las manos de ella crispadas entre las suyas. «A nuestra edad…», balbució. De repente tuvo la sensación de que debía acelerar los movimientos: abrir la puerta, precipitarse escaleras abajo, llamar a los de la tienda, coger el teléfono y avisar al médico, que viniera enseguida. Pero permanecía allí plantado, como si los tres hijos que ya había en su vida lo retuvieran: uno, falangista en Madrid; otro, exiliado en Méjico; una hija, seducida por un oficial italiano, en Regio —«mis contradicciones internas hechas carne», solía pensar—. Dieciocho años el último hijo, y ahora el cuarto a punto de nacer. Una sensación angustiosa, como la que precede a la náusea, le recorría por entero; se sentía grotesco. El gas, que durante todo el día llegaba con poca fuerza, ahora, en plena noche, zumbaba. Las llamas erectas trepaban por el pote, oscilaban, encendían reflejos azules, el agua empezaba a hacer ruido. «El abrigo, la escalera, el teléfono…, orden, orden, orden.» «Bajo y vuelvo enseguida», dijo. Antes de irse aún se acercó a la mesa y recogió papeles y libros. Consecuencias nefastas de la verdad. Antiguo profesor de geografía en un instituto de Barcelona, empezó a escribir una obra en el exilio. Al salir del trabajo —lavaba platos en un restaurante de lujo— se rodeaba de libros y se sumergía en el estudio. De tales inmersiones, salía embriagado. Consecuencias nefastas de la voluntad de ser veraz era el título primitivo del libro. Pero había optado por el otro. La verdad como disolvente de todas las relaciones humanas; la verdad como negación de todos los auténticos valores; la salvación por el disimulo sistematizado, aplicado con espíritu radical, podía transformarse en verdad, que el hombre podía llegar a ser veraz a través de la mentira de un modo más real que a través de la sinceridad. Ideas todavía un poco confusas pero que realmente progresaban. «Orden, orden, orden.» Aquel prolijo estudio lo condujo a otro, Hacia la libertad a través de la simulación: Simulo, ergo soy libre. Era el punto de partida de su tesis. «Orden, orden, orden.» Guardó los papeles y los libros, se puso el abrigo encima del pijama, se acercó a la cama, miró a su mujer con tristeza y salió al rellano.

En la escalera había una nauseabunda pestilencia a basuras, a agrio, a algo podrido. Bajó a tientas: desde la guerra no encendían la luz de la escalera para ahorrar corriente. Los peldaños de madera, gastados, crujían bajo sus pies. El silencio de la noche los hacía más sonoros que durante el día, cuando el vaivén de los vecinos y de los niños llenaba la escalera de vida y de bullicio. «Francia —le dijo un día un francés— es eso…, ni París ni el lujo de unos pocos… Las viviendas sin condiciones higiénicas, los regueros de agua sucia por las calles, los digamos eufemísticamente waters bajo la escalera de entrada a disposición de vecinos y transeúntes, el orinal individual y el agua corriente considerada como un lujo. Voilá».

Al llegar al último peldaño respiró penosamente. Entonces, confiado, tropezó con un cuerpo blando. No era la primera noche que un borracho —el barrio era de lo más sospechoso— se dormía sobre las losas del pasadizo. Esforzándose por no perder el equilibrio dio una gran zancada. El obstáculo, ausente en su sueño, gimió con dulzura apenas le hubo pasado por encima.

La calle estaba oscura: enfrente, siete u ocho casas más arriba, una luz roja atraía la mirada. Una sombra furtiva atravesó el resplandor y fue tragada por el portal. «¿Un teutón?» Desde hacía algunas noches, grupos de dos o tres soldados alemanes pasaban por la calle y hacían retumbar el adoquinado con sus botas, como atraídos por aquella luz a pesar del letrero que había en el portal: Verboten.

En lo alto de la escalera estalló una violenta pelea de gatos. Gritaban ferozmente y debían de constituir una confusión de uñas, dientes y lomos erizados. De pronto, uno de los gatos, con mirada encendida, furiosa y enloquecida, le rozó las piernas y cruzó la calle. Se asustó. Se había dejado embrujar por la noche estrellada, por la luna que ponía remiendos de acero en los tejados y en las casas de enfrente. Todo el esplendor de las constelaciones temblaba en aquel cielo oscuro, insultante como un palacio iluminado al fondo de un parque para el mendigo que pasa. No podía seguir extasiándose: tenía que llamar, tenía que hacer un gesto; la puerta estaba al lado… Oyó ruido de pasos. Volvió a entrar en la casa y ajustó la puerta por temor a que el color claro del pantalón del pijama delatara su presencia en la entrada. Por un momento, un capote se perfiló bajo la luz roja y desapareció. Le pareció oír un grito y volvió a la realidad. Tenía que moverse. Tenía que llamar. Salió con cautela, el gato volvió a pasarle entre las piernas, raudo como una maldición.

«Llama», se dijo. La puerta de hierro ondulado vibró, de arriba abajo, aunque había llamado tímidamente, sólo con la palma de la mano. Nada. Dejó transcurrir unos minutos y volvió a llamar, más fuerte. Temió que, bruscamente despertados, los vecinos asomaran la cabeza por las ventanas y lo insultaran con grosería. ¡Atreverse a despertarles de aquel modo, un extranjero! Detrás de la puerta de hierro, una voz enronquecida preguntó: «¿Quién es?», «Su vecino.» «¿Cuál?» La pregunta le desconcertó un poco. Eligió el camino más fácil: «Mi mujer está enferma, ¿podría telefonear?» La voz, airada, respondió: «El teléfono no funciona desde esta mañana».

Regresó a su habitación, indeciso. Al pie de la escalera tropezó con el obstáculo dormido y jadeante; en el segundo rellano se cruzó con el gato rabioso. Oyó voces en el interior. Entró. Allí estaban la vecina de enfrente y la de abajo. Se dio cuenta de que lo esperaban con impaciencia. Tres expresiones decepcionadas acogieron sus palabras: «El teléfono no funciona». «¡Qué pálida, qué pálida!» El vientre abombaba la ropa de la cama. Era como si lo viera emerger desnudo, victorioso y regio, del cuerpo deshecho por los años y por las penas, enmarcado por unos hombros huesudos de color de cera, unas caderas ahuesadas y unos brazos y unos muslos esqueléticos que en otro tiempo fueron su tentación. El grupo femenino deliberaba en voz baja. La vecina de abajo encontró una solución: «Que yo sepa, en el barrio sólo hay otro teléfono». «¿Cuál?», preguntó la vecina de enfrente. «El del número catorce.» El número catorce era el nombre dado por todos los vecinos a la casa de la luz roja. «Y rápido.» «¿Rápido?» «Tendrá que vestirse un poco.» «Sólo el pantalón.» Un espasmo doloroso sacudió la cama. «¡Qué pálida, qué pálida!» Casi sin darse cuenta se encontró detrás del biombo. «Orden, orden.» Una mano enérgica le pasó la ropa indispensable. Y, otra vez, la escalera, la oscuridad, el obstáculo, la noche suntuosa.

Se arriesgó calle arriba. Nunca había entrado en un lugar como aquél. Los conocía, por supuesto, pero por referencias. Cuando era joven todos sus amigos lo elegían como confidente. Sabía escuchar y eso le sirvió para convertirse en inocente confesor de muchachos más temerarios. Había vivido mucho a través de la vida de los demás. Demasiado. A veces, este hecho le producía una tristeza pastosa, sin perfiles, cósmica. «Nadie se interesa por mí, si tengo problemas tengo que resolvérmelos solo: soy un alma abandonada en un erial.» La vida había pasado por su lado, la había tenido al alcance de la mano y, como si de un río se tratara, había captado su rumor y su tumulto, había percibido sus peligros, pero se había quedado en la orilla. Cuando se arrojó en mitad de la corriente, inexperto, lo hizo para seguir a los demás, pero pura contaminación: fue como coger el tifus. La corriente lo arrastró hasta Francia y allí lo dejó, como una rama muerta. Se había casado joven para poder trabajar tranquilo, para sentirse fuerte en un hijo, para no perderse del todo. Una alumna, hacía años, lo condujo al borde del pecado: el simple vértigo lo aterró. Una chica más bregada lo hubiera hecho caer: aquélla, con su encanto, sólo consiguió intercalar unos meses de angustia y algunas noches en blanco entre las dos masas de quietud moral de su vida. Le dejó una inclinación violenta hacia las novelas policíacas y las blusas azules. Íntimamente sólo había conocido a una mujer: la suya.

Una marcha militar surgía del número catorce. Se acercó, decidido. La puerta era vidriada, con cortinillas. Cruzó el umbral: sólo tenía que hacer girar el pomo… Respiró profundamente y entró: pediría el teléfono a la primera persona con la que se encontrara. Se encontró en un pasillo muy reducido, con puertas a ambos lados. La marcha militar salía de la segunda puerta a la derecha. Una oleada de perfume turbó sus sentidos. «Lilas», pensó. A no ser por la música la casa hubiérase dicho desierta como una casa de pueblo recién evacuado, llena del presentimiento del enemigo. Avanzó por el pasillo. Al fondo había una sala burguesa. Encima de un sofá, en un marco dorado, la fotografía de un hombre presidía la estancia: muy proustiano, con cuello de pajarita, gardenia en el ojal, bigote romántico, miraba fijamente la puerta. «Será el fundador.» Nada de almohadones dorados y brillantes; ni cortinas de blonda con lazos rosa, ni los demoníacos claroscuros que siempre había imaginado. En conjunto tenía un aspecto algo fatal, como si fuera la salita de recibir de un especialista de los pulmones provinciano y austero.

De repente, las oleadas de música eran más sonoras: quizás habían abierto la puerta de la habitación. Una carcajada femenina, estridente, que estalló no sabía exactamente dónde, casi le obligó a dar un brinco. Una criada con una bandeja vacía pasó ante él como una exhalación: «Madame, s'il vous plait, el teléfono…». La criada había desaparecido por una puerta pequeña situada más allá del sofá. Oyó pisadas en el piso de arriba: debían de bailar. Algo perplejo, se sentó maquinalmente en un sillón. «Orden, orden, orden.» Alguien se dirigía hacia la sala del pasillo. Desde la habitación de la música, seguramente; habían cerrado la puerta porque la música —ahora un vals lánguido— había disminuido. Se levantó. Un soldado alemán, corpulento, con los cabellos entrecanos y el rostro curtido, en mangas de camisa, se detuvo ante él: llevaba una botella de coñac debajo del brazo y una copa de champán vacía en la mano. Lo saludó con un taconeo y era evidente que realizaba un esfuerzo para conservar el equilibrio. Permanecieron un momento inmóviles. El soldado lo contemplaba con una mirada apacible y él advirtió que del fondo de aquella mirada atenta, casi perceptible como un soplo de aire, emanaba un secreto flujo de simpatía. Con gesto decidido, el soldado lo hizo sentar y llenó la copa. Le pareció no haber oído nunca un sonido tan fresco como el producido por aquel líquido vertido desde lo alto. Parte de él cayó al suelo: separó los pies instintivamente, pero no pudo evitar que diminutas gotas salpicaran el pantalón y los zapatos. El soldado le dio la copa y la botella, se sentó en el suelo, sacó un pañuelo, pronunció unas palabras de excusa ininteligibles y empezó a secarle los bajos del pantalón. Después, levantó la cabeza y estalló en una risa infantil, contagiosa. «Orden, orden, orden»; pero no pudo contenerse y también se entregó a la risa. Con las sacudidas el líquido saltaba de la copa; llovían gotas de oro. Con un gesto, el soldado le indicó que bebiera. Vació media copa de un trago. El otro le quitó la botella de la mano, lanzó un estentóreo brindis y bebió a chorro. Él apuró el coñac que quedaba en su copa. La criada atravesó de nuevo la estancia, huraña, y los miró con encono. «Madame…, el teléfono…», murmuró suplicante, con un hilo de voz. Pero la criada había desaparecido. Otro brindis anuló su decisión. Prosit. No sabía cómo corresponder a las infinitas atenciones del soldado. Pero comprendía que debía decidirse, que era indispensable encontrar un teléfono, hacerlo sonar, despertar a un médico, rogarle, conminarle… Un dulce calorcillo que empezó a sentir en los pómulos se le extendió insidiosamente por todo el cuerpo: debió de deslizársele hasta la oscura región de la voluntad donde, quién sabía cómo, alteraba algún delicado mecanismo. Sintió un ligero hormigueo en las piernas, en los brazos, un inmenso bienestar en el corazón. Con gesto brusco, vació otra copa. ¿Cuántos años llevaba sin probar el coñac? ¿Seis? ¿Siete? Entonces, unas palabras misteriosamente surgidas del alma, vestigio de alguna remota lección de latín, asomaron a sus labios: «Animi hominum sunt divini», dijo en voz baja, y sonrió satisfecho. El soldado abrió desmesuradamente los ojos, asintió con una leve inclinación de cabeza y volvió a llenarle la copa. Se la acercó a los labios, pero un violento hipo interrumpió su gesto. «Orden, orden, o-or-den», repitió varias veces. El soldado se sentó en el brazo del sillón y empezó a palmearle la espalda. Le agradecía cada palmada con una sonrisa melancólica. Después, volvieron a beber y se miraron con mirada de cómplices. El soldado le preguntó: «Franzose?». Antes de contestarle dudó unos segundos: «Barcelone». «Spanier?» «Oui.» Estallaron en una carcajada. «Rotspanier?» «Yes.» Rieron más fuerte y volvieron a beber.

Otro soldado entró en la sala. Llegó sin que lo oyeran: iba descalzo. El que estaba sentado gritó: «Spanier», y pasó la botella al recién llegado. En la foto había dos hombres con gardenias en el ojal y con cuello de pajarita; el marco se desdoblaba muy despacio, pero de repente las dos imágenes se juntaban de nuevo como si las retuviera un terco deseo de unidad. El recién llegado era bajo de estatura, moreno, delgaducho. «Mister, mister…, el teléfono…», casi logró levantarse del sillón, pero una extraña flojedad detrás de las rodillas lo obligó a sentarse de nuevo. El recién llegado, abstraído, no le contestó y empezó a tararear una canción. El otro lo imitó. Llegaron otros dos soldados. Uno de ellos llevaba el cinturón con el revólver colgado del brazo: el otro, una botella de champán en cada mano. Empezaron a cantar todos a la vez. Cantaban serios, con la mirada vaga.

lch hatt'einen Kameraden, einen bessern find'st du nit…

Descorcharon las botellas de champán: un chorro de espuma cayó al suelo. Se las pasaron uno a otro y bebieron todos:

Eine Kugel kam geflogen, gilt es mir, oder gilt es dir?…

En la foto había tres o cuatro hombres. Todos con gardenias en el ojal, de vez en cuando se superponían movidos, quizá, por una afanosa voluntad de confidencias, pero enseguida se separaban con cierto desorden, rodeados de dorados; por un momento hubiera sido posible distinguir seis o siete, un torbellino. Después del champán llegó el coñac, y se reanudó la canción, a intervalos. Entraron dos chicas en pijama; el primer soldado se levantó, furioso, balanceándose, cogió a una de ellas por los hombros y a la otra del brazo y las echó brutalmente: permaneció un rato en la puerta de la sala, de cara al pasillo, y de vez en cuando, con voz ensordecedora, gritaba: «Raus». La estancia se volvía blanda, etérea. Todo era de algodón: las sillas, el suelo, las paredes; todo eran nubes, nieblas. «Orden, orden, or…» Una oleada de optimismo le ensanchó el pecho, le llenó la boca con una gran carcajada. Si hubiera podido habría abrazado al mundo entero: a todos los hombres, a todos los pájaros. «A todas las aves…» Se subió encima del sillón, se concentró un instante y comenzó a recitar unos versos aprendidos de memoria hacía veinte años, olvidados luego, recobrados gracias a aquel momento de alegría:

… ne dolcezza di figlio, ne la pietà del vecchio padre, ne il debito amore lo qual dovea Penelope far lieta

vincer poter dentro de me l'ardore cb'i' ebbi a divenir del modo esperto e degli vizi umani e del valore…

Todo rodaba vertiginosamente por una pendiente de musgo y el hombre del marco se multiplicaba, se multiplicaba por sí mismo: a la tercera, a la cuarta, a la quinta potencia. ¿Cuatro gardenias? ¡Un ramo para mi señora encinta y encarnada! Carpe diem. La última gota, el último…

Ni tiempo tuvieron para darse cuenta. Dos gendarmes con la chapa de metal en el pecho, con casco de acero, emergieron totalmente de la nada, en medio de la sala, como dos torres. «Feldgendarmerie!» Una mujer exuberante, furiosa, señalaba con el dedo el sofá y el sillón. «Les voilá…, maison verboten…, ma maison verboten…, les salauds.» Botas. Cuatro botas: negras, opacas, fúnebres. Docenas de gendarmes. «Sakrament!» Voló una botella. «Orden, or… den.» A su lado, un gendarme arrastraba a uno de los soldados hacia el pasillo. Se precipitó tras él y lo cogió por el cinturón. «Cochon!, vous cochon!» «Wa?» Un fuerte puñetazo lo proyectó contra la pared. Se quedaba solo, desamparado, sentado en el suelo, con un lado de la cara dolorido. Algunos gritos de mujer, pasos precipitados en la escalera, un estallido de vidrios junto a él. Una sombra se inclinó: «Papieren!» «Merde!» Dos manos lo cogieron por las solapas del abrigo y lo pusieron en pie. Una bofetada lo derrumbó… El aire de la calle, qué delicia… Le ardía todo el cuerpo. El aire debía de llegar de las nubes, debían de traerlo las estrellas. Vomitó. «Voyons», gritaba en mitad de la calle una mujer despeinada con la nariz ensangrentada. «Bande d'acrobates!» Pasó por delante del portal de su casa sin verlo. En la esquina lo subieron a un camión. Y con un gran estruendo todo desapareció para siempre, más allá de la calle, tragado por la noche y por el silencio.

LA BLUSA ROJA

OS CONTARÉ UNA HISTORIA de cuando era estudiante.

Mi mesa de trabajo estaba situada junto a la ventana que daba a la calle. Mi campo visual quedaba limitado por la casa de enfrente, y la ventana del tercer piso coincidía exactamente con la mía. Las persianas estaban pintadas de verde, en el pretil de la ventana había geranios y, en una jaula, un pájaro al que nunca oí cantar y que un día se escapó. (Una vecina se lo contó, a gritos desde la ventana, a mi portera.) Una tarde vi bajar camas, sillas, mesas y un plano. Los vecinos de enfrente debían de trasladarse de casa. Un tanto ausente, contemplaba el balanceo de los muebles en el vacío, al final de una cuerda. Los gritos de los hombres que los cargaban al camión de mudanzas y los primeros síntomas de una primavera precoz sumían mi ánimo en la pereza y me llenaban de aquella melancolía cansina que, a los diecinueve años, suscitan las cosas cuando el azar subraya lo que de efímero hay en ellas. En aquel tiempo hubiera deseado fijar cada instante de mi vida, hacerlo definitivo entre las cosas ya establecidas para siempre. ¡Qué sé yo lo que quería! Aquellos muebles polvorientos que descendían, uno tras uno, con paquetes y baúles, empezaban a pertenecer a un pasado que huía de mi órbita dejándome un sabor amargo de inseguridad.

Las tardes eran largas y el sol hacía prever un verano implacable cuando advertí que el piso estaba habitado de nuevo.

La ventana debía de haber permanecido cerrada durante muchos días porque, una tarde, al ver que una chica la abría de par en par, experimenté la intensa sensación del paso ineluctable del tiempo. Poco a poco, descubrí dos hechos curiosos: una chica abría la persiana cada tarde a la misma hora; al cabo de un rato, un muchacho más o menos de mi edad la cerraba.

El día de mi cumpleaños recibí un paquete de mi casa. Mi madre me mandaba ropa y libros; mi hermana, en una caja aparte, media docena de gladiolos rojos, de nuestro jardín, y media docena de cigarrillos de lujo. Coloqué las flores en un jarrón, encima de la mesa —media docena de espadas de fuego— y me dispuse a trabajar con una alentadora sensación de bienestar interior, completamente rodeado de humo.

Las flores debían de gustarle. Quizá yo las había colocado allí adrede. Cuando abrió la ventana se acodó en el antepecho y miró. Era bonita. Decididamente, muy bonita. Color de verano. Una de mis palabras predilectas, al pensar en una chica, es sirena. Después, ninfa. Pero prefiero sirena, junto a las que evoca: océano, marino, nostalgia, liquen, isla, vela, navío, playa. Llevaba una blusa roja escotada. Por aquel entonces, el rojo era uno de los colores que menos me gustaba —influencias de mi hermana, supongo, que lo detestaba—. Era un color que me enervaba, ya fuera para un vestido o sólo para un detalle, y consideraba a quienes llevaban alguna prenda de dicho color como pertenecientes a una clase de gente digna de poca consideración. Y, paradójicamente, una blusa roja, de un rojo rabioso, insultante, habría de proporcionarme muchas noches de insomnio y muchos días de dolorosa angustia.

Pronto sólo viví esperando que la muchacha apareciera en la ventana. Soñaba con ella. Dulce y lejana como una princesa. La dibujaba en los márgenes de los libros, en las libretas, en la mesa con un cortaplumas. Ninguno de los dibujos que hacía se le parecía, lo cual me producía una irritación triste y me impulsaba a intentarlo de nuevo, incansablemente.

Un día se besaron con la ventana abierta de par en par. Me levanté para no verles. ¿Por qué tenían que besarse así —impúdicamente fue el término con el que les condené— delante de mí? Se besaron largamente, como si el mundo sólo hubiese sido creado para presenciar el espectáculo de su felicidad. Decidí cambiar la mesa de sitio. Pero echaba de menos su presencia, me atraía lo que para mí era ya algo morboso, malsano. La imagen de los dos jóvenes, abrazados, me obsesionaba; por la noche, con la habitación a oscuras, evocaba a la chica, la blusa, los besos, sus ojos negros y brillantes de un agua joven, toda aquella ternura que hubiera deseado para mí. Hubiera deseado tener a aquella chica entre mis brazos, desnuda como una flor, con los cabellos sueltos encima en mi almohada. Aquélla, no otra. Me hubiera condenado a cambio de poder sentirla mía, si fuera posible condenarse a los diecinueve años por el pecado de soñar con una chica y quererla con una desesperación infantil.

¡Qué largas y tristes me resultaban las mañanas, con la boca amarga por haber dormido mal, completamente entregado al deseo! Decidí cerrar la persiana para no perderme ni un gesto, ni una sola expresión de su rostro. A través de las rendijas espiaría la más ligera contracción de los músculos de aquel rostro para hacerlo, día a día, más mío.

Me envenenaba. Una tarde, él le desabrochó la blusa. Me marché. Bajé la escalera, furioso, respiraba el aire de la calle como los hombres que salen de una mina tras un accidente. Las calles no me conducían a ninguna parte. Los transeúntes eran como larvas que vegetaban en mi mundo sólo para afearlo. Nadie sabía por qué había nacido ni por qué tenía que morir. Ni muy desdichados, ni muy felices, paseaban indiferentes y, si se conocían, se saludaban. Y yo, único ser viviente en un desierto, estaba solo. Me debatía para no retroceder, para seguir avanzando entre gente y casas y luz. Cansado, me senté en un parque. El sol caía oblicuamente, pero quemaba la tierra, provocaba la sed de las flores que se desmayaban, arrancaba reflejos violentos y fugaces del agua del lago en el que un barquito navegaba. Irritado por la beatitud de los árboles, por los gritos de los niños, por el cielo límpido, por el aire rebosante de vida, me marché. Anduve durante horas y mi nerviosismo se acentuó en un cine donde sólo proyectaban informativos; compré un libro que nunca he leído, y, en el restaurante, dejé la cena intacta en el plato.

Por la noche pensaba: «Mañana abriré la ventana, me subiré a la mesa, cantaré, haré girar los brazos en alto para que digan: "Es un loco". Les interpelaré». Y gozaba sólo con pensarlo, con pensar cómo los inquietaría con mi fingida (¿fingida?) locura.

Al día siguiente, más sereno, abrí la persiana de par en par y me senté. Había colocado un almohadón en la silla para hacerme más visible. «Quizás eso los frene», pensé con odio.

La chica, al verme, pareció un poco sorprendida. El hecho de haber mantenido la persiana cerrada durante unos días debió de hacerles suponer que estaba fuera, de vacaciones. Llevaba la blusa roja. Aquella blusa que le sentaba tan bien. Me invadió, más intensa que nunca, una gran tristeza: por ella y por mí. Una piedad incontrolable, enfermiza.

Pero duró poco. Pronto apareció el chico. No me vio. Empezaron a discutir violentamente, como si reemprendieran una disputa iniciada mucho antes. Desaparecieron, pero aún oía el agrio tono de sus voces; imposible captar una sola palabra. Quizá transcurrió media hora. La chica regresó a la ventana; él pronto se le unió, sumiso. Estaban acodados en el antepecho; cuando miré de nuevo, se besaban. La tarde era calmosa, de tormenta. El aire estaba inmóvil. Fingía leer. De vez en cuando miraba a la pareja que se besaba, esforzándome por no levantar demasiado la cabeza. De repente mi mirada se cruzó con la de ella: no pude evitar la fascinación de su mirada y nos contemplamos mutuamente. Me pareció que su mirada me sonreía, compleja, llena de negativas y de promesas. Como si me estuviera besando a mí. Tuve la sensación de que aquella muchacha se me ofrecía diabólicamente; sin la distancia que nos separaba, hubiera podido cogerla del brazo y me hubiera seguido. El suplicio duró un rato. Ardía como si estuviera rodeado de brasas. Me sentí grotesco, subido en el almohadón de mi silla, paralizado ante aquel ser que me absorbía. Ella era toda besos: se hacía perdonar. El aire era irrespirable. La chica seguía mirándome y yo, literalmente, moría.


Aquel verano mi padre cayó gravemente enfermo. En septiembre debía examinarme de nuevo. Antes, mi padre murió. Fue un verano triste. La repentina muerte de mi padre, a quien quería mucho, me hizo crecer, me envejeció. La melancolía que se apoderó de mí fue tan intensa que el paso de los años no ha logrado atenuarla. Aquel verano supuso un hito en mi vida. Me marcó profundamente. Volví a mi habitación, a mi mesa junto a la ventana, a mi paisaje de estudiante que unos meses de ausencia convirtió en algo extraño. Hacía un tiempo benigno, las tardes eran dulces, menos azules, y los verdes de los árboles más matizados, como si quisieran embellecerse para dormir.

La ventana de mis angustias estaba ante mí con las persianas cerradas. La chica de la blusa roja parecía pertenecer a un remoto pasado. En conjunto, un sueño que la luz despoja de todo el misterio que la noche le prestaba. ¡Qué absurdos se me antojaban mis delirios, mis inquietudes! Tenía que trabajar duro. ¿Por qué tan buenos propósitos si el futuro se me presentaba como algo inaccesible, la vida difícil y todo me parecía inútil? Pero tenía que trabajar duro, abrirme camino, a golpes si fuera necesario, hacer como los demás, ser un apoyo para mi madre, para mi hermana hasta que se casara, crear una familia; y luego, renacer en mis hijos, morir como mi padre, deprisa, un verano radiante, y ser llorado por mi gente.

A pesar de todos los razonamientos, a pesar de la disciplina mental que quería imponerme, debo confesar que, a la hora de costumbre, la ventana de enfrente volvió a obsesionarme. Cuanto más me esforzaba para mantenerme indiferente, más se avivaba mi inquietud. Y todo lo que la noche anterior a mi llegada creía desvanecido renació violentamente. Pero nadie abrió la ventana. Ni al día siguiente. Ni nunca más. Lo consideré una liberación. Me sentaba a la mesa, tranquilo, sin pensar en nada, con el ánimo reposado. Retenía las lecciones, avanzaba despacio, pero seguro, en línea recta. Me sentía sólido, empezaba a estar seguro de mí mismo. El sentimiento de inferioridad que el desastre de los exámenes me había producido se iba extinguiendo. Me sentía exultante.

Cuando ya ni me acordaba, cuando ni siquiera levantaba la cabeza de la mesa, como si la ventana perteneciera a otro mundo, un día advertí que las persianas estaban abiertas y dejaban ver aquel interior que durante mucho tiempo había sido como una prolongación de mi habitación. Pero la chica no estaba. Había otra, con el mismo chico. Y otra chica ya no podía despertar en mí curiosidad alguna. Que abrieran, que cerraran, que se besaran ante mi vista: no me importaba.


Un día, hacia el atardecer, oí que alguien subía la escalera. Conocía los pasos de quienes venían a casa; me bastaba haberlos oído una vez para poder adivinar siempre quién subía a visitarme. Nunca había oído aquellos pasos. «Alguien que se habrá equivocado», pensé, pues vivía en el último rellano del edificio. Pero, acto seguido, me dije: «No, viene hacia aquí; son los pasos de alguien que nunca ha venido; pero se dirige hacia aquí».

Los pasos se detuvieron en el rellano, ante mi puerta. Transcurrieron algunos segundos. La persona que se hallaba ante mi puerta, antes de llamar, dudaba. De pronto oí que alguien bajaba por la escalera. Estaba intrigado. Los pasos se habían detenido en el piso de abajo: un buen rato. Después, se acercaron de nuevo, como cansinos. El curioso visitante había decidido volver a subir. Llamó a la puerta con los nudillos, suavemente, como deseando a medias no ser oído. Si no hubiera oído antes los pasos, quizá no me habría enterado de que llamaban.

Fui a abrir. Era la chica de la blusa roja. Estaba más pálida: lívida. Había adelgazado mucho. Como si nos conociéramos desde hacía años, como si yo supiera que tenía que venir y por qué venía, sin pronunciar palabra, cruzó la habitación y se dirigió hacia la ventana. Desde mi mesa, miraba la ventana de enfrente. Miraba ávida, trágica, sin hablar, sin hacer un gesto. Permaneció así un rato, como si se encontrara sola en mitad del universo. Yo tenía la sensación de que debía hacer algo, apartarla de la ventana, no permitirle mirar. Notaba que sufría, pero un enorme respeto y la irrealidad que se desprendía de aquella situación me paralizaban. Lo que veía debía de haberle proporcionado una felicidad que nunca más volvería a encontrar.

Casi había oscurecido. Me acerqué a ella. Nunca más he vuelto a experimentar tanta ternura como aquel atardecer junto a aquella chica triste que ignoraba cómo se había adueñado de mi corazón. Por qué decidí acercarme, qué palabras pronuncié, todo se ha borrado de mi memoria; sólo me queda, terriblemente preciso, el recuerdo de su llanto desgarrador. Estalló en sollozos entre mis brazos que para ella debían de ser brazos impersonales —como si llorara apoyada en una pared—. Lloraba más dolorosamente que yo cuando murió mi padre. Como nunca más he oído llorar a nadie. Sentía que debía protegerla, como si el destino me la hubiera dejado entre los brazos; que su futuro, de un modo u otro, me pertenecía, como si misteriosamente fuera entrando en el círculo de mis responsabilidades. Excitaba mi tendencia libresca —que no era poca por aquel entonces—. La llevé en brazos como si fuera una niña y la dejé encima de la cama, como si se tratara de algo mío, no cogido: dado, hallado, sacudido por el llanto inacabable, y me quedé arrodillado en el suelo, con mi rostro junto al suyo. Sus lágrimas mojaban mi mejilla.

Transcurrieron horas, varias horas. Sin pronunciar palabra, entre sollozos que se iban espaciando, se durmió como una llama que se extingue. La velé. Fue una noche casta, pero aún recuerdo la suavidad de sus cabellos, el sabor salado de sus lágrimas. ¡Cómo se abandona la mano de un cuerpo dormido! ¡Qué resecos están los labios cuando el corazón sufre! Parecía que tuviera un pájaro muerto en la mano. Debí de quedarme dormido al amanecer. Cuando desperté era de día y estaba solo. Nunca más he vuelto a verla. Pero nunca más he vuelto a vivir unas horas de fervor como aquéllas, una noche de amor más pura.

MUERTE DE LISA SPERLING

MIRA LOS ENAMORADOS… ¿Dónde están los enamorados?

La señora Létard cogió dos píldoras de sacarina, echó una en su taza y se disponía a echar otra en la taza de Lisa Sperling, su realquilada.

—¡No!

Le detuvo la mano con un gesto enérgico.

—¿Le queda azúcar?

—Sí, aún tengo un poco. Hoy tomaré azúcar.

Cogió la taza humeante, dijo buenas noches y entró en su habitación. Cerró la puerta y dio vuelta a la llave muy despacio. Dejó la taza encima de la mesilla, frente a la ventana, y se quedó un rato sin saber qué hacer, sin saber por dónde empezar el trabajo que quería hacer, que quizá no haría.

«Empezaré por la maleta.» La sacó de debajo de la cama y la puso encima. «Cartas…, fotos…, todo es mío y tengo la sensación de que ya es de otra persona…» Tenía los labios delgados, amargos, descoloridos en los ángulos, ligeramente malvas en el centro: los dientes amarillos muy separados entre sí. «Parece la boca de un muerto», dijo una vez una de sus amigas. Cogió la carta de su hijo y se dispuso a leerla por centésima vez. «Querida madre. Hoy nos vamos. Cuando estemos instalados en Minsk, vendrás. Espero que el servicio de ferrocarriles se normalice enseguida. Desearía evitarte las molestias de un viaje largo en malas condiciones. Confía en mí…» Dobló la carta, despacio, y la besó. Después…, después estalló la guerra con Rusia y se quedó sola en Limoges —donde había ido a parar al huir de París—, incomunicada.

Sacó dos fotografías. Una de su hermana: «A mi querida Lisa. Recuerdo de Anna Sperling. Odesa, 1916». Una de ella, a los dieciocho años. Llevaba un vestido de gasa, con un cinturón de terciopelo ancho…, blanco. Un vestido de gasa blanco con el cinturón de terciopelo rojo: el lazo, detrás, le colgaba hasta el borde de la falda. «Yo era más rubia…, ella era la que valía.» ¡Qué lejos estaba aquella chica, qué lejos! Colocó las dos fotos juntas. Anna murió joven, tuberculosa, dejó un diario y algunos poemas. «Ella, al menos, no ha sufrido tanto…» En la tercera fotografía aparecía ella vestida de novia. «Cuántas ilusiones, entonces… Sólo me ha quedado el amor de mi hijo. Mi marido…, oh, no…, él no… Si todos los besos que ha dado a las otras me los hubiera dado a mí…» Volvió a poner las fotos en la maleta y la cerró.

Se quedó en medio de la habitación, de pie. «¿Qué haré, ahora? Ah, sí, los libros.» Encima de la mesa había media docena de libros. Los cogió, uno a uno, miró los lomos, pasó lentamente la mano por las cubiertas. «¿Dónde habré dejado el papel y el cordel?» Los encontró en el cajón de la mesilla y empezó a hacer un paquete.

En la habitación de al lado se oía ruido de vajilla. La señora Létard lavaba los platos. Un gato maullaba.

Escribía en el paquete: «Señor Joan Schuster. 148, Avenida Carnot, Limoges».

«Este invierno creí…; tenía tantas atenciones conmigo… Él también está solo. Sólo era amistad. Soy vieja.» Se pasó las manos por las mejillas: la carne estaba fláccida, porosa, tenía un color terroso. «Carne que ha vivido.»

«La ropa.» Abrió el armario de par en par y empezó a sacar montones de ropa. La elegía y la ponía encima de las sillas. «Las camisas para María; las necesitaba tanto… Estas blusas para…, ¿y los vestidos?» Sacó un renard y lo estuvo contemplando un rato. «El abrigo que llevaba… ¿cuántos años hace…? ¿Quince? ¿Cien? ¿De qué era aquel abrigo? No sabría decirlo aunque me mataran. Si se pudiera retroceder en el tiempo elegiría aquel momento… He olvidado las joyas, Lisa… ¡qué duro era mi padre! Las iré a buscar… Recorrí los ochenta kilómetros en trineo, con soldados. Encontré las joyas en el lugar que mi padre me había indicado. Nunca he vuelto a ver nuestra casa, y nunca la he olvidado. Al salir del pueblo, se oían los cañonazos. El último tren. Salí en el último tren, lleno de pobres gentes con paquetes y cestos… y el frío. ¿Tiene frío? Nos repartimos su comida. Era alto. Y joven, como yo, hermoso con su uniforme de oficial. Permaneció a mi lado durante toda la noche; me descalzó, me calentó los pies con sus manos, me tapó con su pelliza… Tenía la edad que ahora tiene mi hijo… ¿Dónde están los enamorados? decía mi marido, cada día, al entrar en casa. Los enamorados éramos mi hijo y yo. Siempre, siempre juntos. Lo he hecho tal como es…, si todavía vive. Cuando era pequeño le tomaba las lecciones. No iba a ningún concierto sin mí. Mira los enamorados… Y, ahora, nada…» Cogió el bolso y se sentó a la mesa. Lo abrió y lo vació. El carnet de identidad… Leyó su nombre: Lisa… Se había hecho la fotografía en Rouen, antes de la guerra, cuando era encargada del taller de confección. Se marchó dos días antes de la ocupación. En París no pudo encontrar a su hijo: había ido a buscarla aquel mismo día, sin avisarla, y ya no tuvo tiempo de salir de Rouen. Ven, Lisa; tenemos sitio en el coche. No te quedes, es peligroso. Quizá hubiera sido mejor no hacerles caso y haberse quedado en París… Abrió el carnet de identidad. «Israelita.» «Ya hace una semana… ¿Cuándo les tocará a los otros? Cada mes se llevaban algunos…» Entre los papeles del bolso salió un franco. Cogió la moneda y la examinó. Una sonrisa breve, irónica, le arqueó los labios. «Un franco; nunca he sido tan rica. No necesito nada, nada, nada… Madame Gendron puede guardarse sus brillantes de refugiada rica. Se ha sentado encima de la miseria de todos, con sus brillantes…, ¡tan correctamente!, no necesito nada. No quiero luchar más.»

La taza ya no humeaba; el café seguramente estaba frío. La señora Létard debía de estar en la cama porque en la habitación de al lado no se oía ningún ruido. El gato dormía hecho una bola debajo de los fogones. Sólo el silencio parecía existir.

«Lisa… Lisa… Lisa…», pronunciaba su nombre despacio, como si pronunciara el nombre de una muerta. Miró la cama ancha con el cubrecama de puntilla; la repisa de la chimenea con el reloj eternamente parado, en el centro, y las caracolas marinas a ambos lados. Sentía calor: el aire de la habitación resultaba irrespirable. Se dirigió hacia la ventana, la abrió de par en par, con cuidado, para no hacer ruido. Entró un violento perfume de lilas. Junto a la ventana, el aire mecía dulcemente las ramas florecidas. Más allá, detrás de las lilas, estaba el río: el agua se deslizaba silenciosa y oscura y reflejaba las farolas del puente. El cielo era un brasero de estrellas —encendido.

Miró largamente, estática… ¿Dónde están los enamorados? Hace meses que la guerra pasó por Minsk. ¿Dónde estará mi hijo? La guerra, la nieve, los cañones… Cuando bajé del tren, con las joyas, me dio la mano. Reía. ¿Tiene frío? Debieron de matarle. Mi padre dijo: Gracias, Lisa, es todo lo que nos queda. Yo no hubiera regresado vivo de este viaje. Lloraba. Nunca, antes, lo había visto llorar.

Se cogió el cuello con las manos. Una oleada de angustia le subía del corazón. Apretó los dientes: no quería llorar. «Brutal. Qué soledad tan brutal la de este instante… Esta paz, envenenada, furiosa de soledad… Como una puerta abierta…»

Se quitó la alianza y la dejó en medio de la mesa; el franco, en la repisa, junto al reloj. Cogió una hoja de papel y la rompió en cuatro trozos. «Para María.» «Para la señora Létard.» «Para Mónica Werner.» «Para Rosa Ramírez.» Puso un papel encima de cada montón de ropa. «Quemad las fotografías y las cartas.» Este último papel lo dejó encima de la maleta. Sacó dos tubos de veronal de un rincón del armario. Cogió uno y lo vació en el interior de la taza. Tuvo que agitarlo para que las últimas pastillas salieran. Removió con la cucharilla. Aquel puñado de disquitos blancos tardarían en deshacerse. Destapó el otro tubo y también lo vació en el interior de la taza. «Que nunca más despierte.»

Tardó bastante rato en poder deshacer las pastillas. Las partía con la punta de la cucharilla, pero temía hacer demasiado ruido. Empezó a romperlas con los dedos. La taza era demasiado pequeña. Cogió un bol y lo echó todo dentro. Añadió agua. Mitad enteras, mitad deshechas, se lo tragó todo. «Horrible. Horrible. Menos horrible que…» Tuvo miedo, mucho miedo… «¿Miedo de qué, ahora…? ¿Miedo de qué…?»

EL BAÑO

LLEVABA UN VESTIDO DE MUSELINA carmín con una pieza de muselina blanca; un ramillete de nomeolvides recogía unas tablas en el pecho. Calcetines blancos, zapatos de charol negro y un lazo del mismo color que el vestido, como una mariposa, en los cabellos. Tenía la boca y la nariz hinchadas y hablaba con dificultad. El día anterior se había caído de la cama de su abuelo, de un metro de altura —jugaba a rodar—, se había abierto el labio superior y había sangrado abundantemente.

Los padres y el abuelo cerraban puertas y ventanas: la verja de la cocina, el balcón del comedor, la doble puerta de la terraza. La madre había entrado la ropa tendida, un poco húmeda todavía: era más prudente. En aquel rincón de Sant Gervasi, tranquilo y solitario, cuando se dejaba la casa sola por unas horas era como preparar un gran acontecimiento.

En la calle encontraron a Felipet, confuso, con la nariz llena de mocos y la mirada triste.

—¿Te vas ya?

¿Qué haría toda una tarde sin Mercè? Estaba algo cohibido porque aquélla era una Mercè distinta, una Mercè color de llama que se iba a hacer teatro. En el último acto la sacaban, medio asfixiada, de una caja fuerte. «Brazos y piernas muertos, ¿comprendes? Como si estuvieras muerta», le decía el director en cada ensayo, pues ella, sin darse cuenta, se ponía rígida en brazos del hombre que la llevaba.

Felipet contemplaba cómo se alejaban calle de París arriba. Padres, abuelo y Mercè iban empequeñeciendo con el Tibidabo como telón de fondo.

Y la casa cerrada y desierta, aquel jardín tan cuidado con gardenias, camelias y lirios, con el viejo olivo que, en invierno, cuando hacía sol, les servía de barco pirata o de faro que guiaba embarcaciones extraviadas, le parecían una casa y un jardín extraños —como si nunca hubiera entrado en ellos.

Iban a «La Flora». Al Guinardó. Pasarían por delante de la cochera de tranvías de los Josepets, atravesarían el terreno que la chiquillería del barrio utilizaba como campo de fútbol; vería la plaza de las palmeras y aquellos jardines de la Travessera de Dalt con parterres de tulipanes amarillos y rosados, rosales desmayados, con lilas y jeringuillas junto a las verjas, desde donde el viento, de vez en cuando, llevaba, con un hondo rumor de hojas, un perfume muy fresco, de miel, como si un enjambre de abejas fuera mezclando los mil aromas dispersos. La madre de Mercè había bailado en «La Flora» el día del primer traje largo, el día del primer peinado con el cabello recogido en lo alto, el día del primer pretendiente, del primer noviazgo. Los domingos de «La Flora» vibraban de polcas y de mazurcas, de valses y de bailes de lanceros. Las declaraciones de amor, las minuciosas intrigas entre madres de muchachas casaderas creaban una música sorda y patética bajo el clamor del cornetín y la miel de los violines y de los contrabajos. Bailaban sobre una alfombra roja crujiente de cáscaras. En la entrada, una mujer ciega, menuda y obesa, vendía cacahuetes y ramos de pensamientos de cartón en forma de corazón. Se llegaba por una calle de pronunciada pendiente.

—Abuelo, ¿qué será la sorpresa?

Eran inseparables. De los labios del abuelo nunca surgió una regañina dirigida a aquella criatura más bien fea y enclenque, turbulenta como una ventolera de marzo. Lo peinaba cada noche. Antes de acostarse, se sentaba encima de la mesa del comedor con un peine y varias cintas. Si estaba distraído, lo llamaba: «¡Abuelo! Ven, te peinaré». Sentado en una silla, agachaba un poco la cabeza. Sus cabellos eran largos, blancos, delgados. Con el peine, la niña le hacía raya en medio, le hacía trenzas y, al final, las ataba con un lacito. El abuelo, al día siguiente, muy temprano, salía a barrer la acera con aquel peinado. «Cosas de mi nieta…», se lamentaba a los vecinos que pasaban.

—¿Habrá sorpresa?

—Y gorda.

Estaba tan obsesionada por la sorpresa prometida que, a medio acto, salió de escena por las bambalinas y luego no recordó que, cuando la sacaban de la caja fuerte y la llevaban en brazos, asfixiada, tenía que cerrar los ojos. Cuando la llamaron, Ketty, Ketty, no contestó. No recordaba que era su nombre en la obra. Cayó el telón. Y, cuando volvió a alzarse debido a los aplausos, el abuelo irrumpió en escena con el chaqué negro y el pantalón a rayas, que aún olían a naftalina, gordo y jovial, y le puso una gran muñeca en los brazos.

Le llegaba a la cintura. Articulaba las manos, los codos y las rodillas; cerraba y abría los ojos. Al principio, no le gustó. Pero como todos decían que era preciosa y Felipet, al verla, pareció perder el habla, pronto estuvo orgullosa de ella.

Se llamaría Ketty. Todo el vecindario contribuyó al bautizo. Unas viejas cortinas y algunas puntillas arrinconadas sirvieron para hacer el traje del cura y de los monaguillos. El jardín estaba lleno de flores, de alegría, de la calima de las tardes de verano. El abuelo, detrás de la cámara fotográfica, se esforzaba para que todos tuvieran cabida en el objetivo. Mercè era la madre: no llevaba el vestido carmín, sino uno blanco con un gran lazo de satén en la cintura. Todos los asistentes iban endomingados. En un rincón del jardín, encima de una mesa de hierro pintada de verde, rodeada de sillas, dos bandejas repletas de pasteles esparcían olor a crema, a bizcocho, a chocolate y a vainilla.

—Quietos, todos quietos.

Crec.


La muñeca, durante unos días, mantuvo un cierto prestigio. Hablaban de ella en la mesa, los amigos iban a visitarla, la llevaban de paseo por el Turó Park, niños y niñas se volvían para contemplarla, embelesados. Felipet se derretía, pero hubiera deseado jugar con ella a solas: los ojos azules, que se cerraban, y el suave chirrido de las articulaciones despertaban una secreta ternura en su corazón.

—¿Me la prestas para casa?

—No.

Le arreglaba el vestido, le alisaba los cabellos, le limpiaba las manos, le estiraba los calcetines para que no formaran arrugas. Cuando estaba sola con ella, ni la miraba. Era demasiado alta y le producía angustia: como una madre joven que, de pronto, se encontrara con una hija de diez años en la falda. Y, poco a poco, la olvidaron.

Resultaba más apasionante jugar a policías y ladrones, esconderse detrás de la tomatera china, trepar a los granados con las ramas más finas llenas de pinchos. Los árboles estaban en el jardín trasero de la casa. El jardín delantero era el de lujo: alfombrado de arena de mar llena de conchas y de palitos blancos como piñones y rosados como corales. Cada año mandaban traer un metro de arena. Llegaba por la mañana, húmeda aún, y todo el jardín quedaba impregnado de olor a mar.


¿Quién se acordaba de la muñeca ante aquella caja de gaseosas? Felipet y Mercè la descubrieron debajo de la hortensia, oculta por el montón de hojas. No sabían abrirlas: infundían miedo y se necesitaba mucha fuerza en los dedos para conseguir aquel clic violento que producía el gas y la precipitada ascensión de las burbujas. Pasaban horas dudando debajo de la hortensia, plantada en el rincón más umbroso. Se iban apesadumbrados, pero pronto volvían para seguir mirando, inquietos.

Una tarde, Mercè consiguió abrir una con gran esfuerzo. Bebieron un sorbo cada uno y volvieron a taparla. Al irse, el corazón les latía violentamente. Y violentamente les siguió latiendo al día siguiente, cuando regresaron al lugar. Cada tarde abrían una botella y sólo bebían un sorbo. El abuelo, un día muy caluroso, fue en busca de una gaseosa para refrescarse y las encontró todas abiertas y desbravadas. «Esta nieta…»

La muñeca parecía completamente olvidada. Mercè iba a jugar a casa de la señora Borràs: sacaba brillo a los grifos y la ayudaba a secar los platos. Iba a casa de la señora Domingueta, una viuda alta y delgada, con los ojos pequeños y hundidos, un poco tétrica en su vestido de seda negro, que hablaba despacio, en voz baja, con la mirada fija. Le pintaba el palomar. Felipet sostenía el bote de pintura. Lo pintaban de azul oscuro mientras las palomas arrullaban en la barandilla y las golondrinas, que habían anidado en la galería, iban y venían desasosegadas y chillando. Un día robó un crisantemo del jardín de la señora Borràs: era amarillo, como una yema de huevo, grande y desgreñado como una complicada pieza de orfebrería. Estuvo una mañana entera paseándose por delante de la mata: lo miraba de reojo. A mediodía lo arrancó, se lo puso en el pecho, debajo del delantal, y llegó a casa blanca como la cera y jadeando, con la flor arrugada, fea y sin brillo.


Fue un día gris que no se les ocurría a qué jugar cuando, de repente, decidieron bañar a la muñeca. Al final del huerto, apoyada en el tronco de un mandarino, había una bañera de cinc, abollada y vieja, con un poco de agua de lluvia. Algunas hojas secas, medio podridas, flotaban en su interior.

—Primero, la pondremos en remojo —dijo Mercè.

La desnudaron. Las enaguas estaban clavadas en la espalda con dos grapas. Felipet fue a la cocina en busca de un cuchillo para arrancarlas.

Desnuda y rosada, la metieron en la bañera con agua hasta el cuello. Tenía los ojos medio cerrados, de un azul inocente debajo de las pestañas.

—Los pies y las manos es lo que más se ensucia. Sobre todo, los niños pequeños. Y las muñecas son nuestras niñas —dijo Mercè cuando Felipet, frunciendo el cejo, afirmaba que las muñecas no se bañaban.

—¿Qué hacéis? —gritó la madre de Mercè desde la cocina. Se sobresaltaron.

—¡Jugamos! —dijo Mercè.

—Jugamos —repitió Felipet como un eco.

—¿Seguro que no estáis haciendo alguna trastada, tan callados?

Aquel día sólo se les veía ojos: les habían cortado el pelo muy corto y parecían dos animalitos.

—Es la hora de merendar. Venid.


No se acordaron de la muñeca hasta el día siguiente. Por la noche había llovido torrencialmente: el arroyo bajó lleno y los dos jardines estaban alfombrados de hojas doradas. Los tomates chinos, puntiagudos y relucientes, de un rojo apagado, arracimados de siete en siete, se mecían en el aire y lo llenaban de un olor agrio y nauseabundo. Las hojas de los granados aparecían ya completamente amarillas. El cielo estaba límpido.

Encontraron la muñeca sumergida en el agua. La contemplaron desolados. La carne rosada y pulcra estaba llena de grietas: se veía el cartón gris, como llagas purulentas. Sólo la cara de porcelana aparecía intacta, indiferente, con los labios entreabiertos por una sonrisa y las mejillas ligeramente rosadas.

Al cogerla, se le cayó la peluca.

—Calva…

—Como un melón —dijo Felipet, consternado, pero sin poder evitar una cierta sonrisa.

Fueron las únicas palabras que pronunciaron ante el desastre.

A la caída de la tarde, como si fueran a un entierro y aprovechando que la madre había salido a comprar, trasladaron la muñeca al interior de la casa.

—La esconderemos debajo de la cama.

—¿Y si la tirásemos y nos quedáramos la cabeza? —propuso Felipet. Al acabar de decirlo, se le llenaron los ojos de lágrimas.


Al acostarse, Mercè pensaba en la muñeca. La quiso muy poco, pero ahora no podía vivir sin ella. Esperaba a que la casa se quedara en silencio, a que todos durmieran; encendía la luz y se agachaba al lado de la cama. «Ha muerto.» Le acariciaba una mejilla con expresión apesadumbrada.

—¿Qué haces tanto rato con la luz encendida?

—Pipí.

Se metió en la cama de un salto y apagó la luz. Temblaba.

Durante el día, la muñeca recibía la visita de Felipet. Mercè lo acompañaba a verla. En mitad de un juego violento o de la lectura de un cuento, el recuerdo de la muñeca irrumpía, feroz, y entonces iban a mirarla. Tiraban de un brazo o de una pierna y contemplaban aquella masa de cartón deformado.

Hasta que un día fueron descubiertos y los adultos armaron un tremendo alboroto.

EN EL TREN

—... NO, NO, TAL COMO SE LO DIGO, nunca he podido dormir en el tren, me amodorro un poco, pero sigo oyendo ese martilleo de ruedas y maderas y además con ese meneo y esas sacudidas tengo miedo de ir al váter y me asusta pensar que el tren pueda tirarme contra la pared y que pierda el sentido y si nadie tuviera una necesidad durante horas por mucho que gritara no me oirían y a mi edad me encontrarían muerta y no quisiera morir sin tomar los Santos Sacramentos. Cualquiera puede darse un golpe por accidente, pero sería muy triste morir condenado, el fuego no me hace ninguna gracia y el del infierno, por lo que dicen, no debe ser moco de pavo.

—… ¿si tienen sed?, pobres animales, claro que tienen. Con esos picos abiertos y esas crestas desmayadas…, pero no puedo remediarlo. De todos modos, pensemos que pasado mañana los matarán y los asarán porque es Santa María y en casa de mis señores habrá fiesta por todo lo alto, porque, además de ser el santo de la señora, harán la puesta de largo de la niña, de la mayor, que parece una estampa… Cuando lleguemos a Barcelona, me avisará, ¿verdad? No sé leer, ni una palabra, mi hijo sí sabía, como si fuera hijo de marqueses, pero murió del pecho y sin haber cumplido los veinte. Mi marido me dijo: «No llores, así se ha ahorrado la mili». Porque vivíamos en Barcelona ciudad, ahora no recuerdo el nombre de la calle, pero estaba cerca de la Estación de Francia. Mi marido era panadero, estaba muy bien considerado y trabajar con harina no da asco. Siempre se lo decía… Válgame Dios, ahora se nos pone a llover y esos animalitos que se me están muriendo de sed… con ese bochorno, mírelos, mírelos, bien gordos que los crío y ni un piojo…, co-coc, cococ…, titas…, si pudiera recoger un poco de agua… Imagínese, todo el día en libertad. Y sequedad en las patas, procuro que tengan sequedad…

—… creo que fue el año que quemaron los conventos, ¿verdad?, que Dios Nuestro Señor los haya perdonado, en el pueblo hubo un temporal que se llevó toda la cosecha y nos dejó en la miseria, entonces mi marido dijo: «Vayamos a Barcelona, así el chico aprenderá más que si nos quedamos aquí, que un campesino es siempre un campesino y un señor es siempre un señor». Mi hermano, que tenía dinero porque además de ser el primogénito, el heredero, todo le salía bien, eso lo tenía de nacimiento, compró la casa y el campo para mejorarlos, que él podía y nosotros no, total, que al llegar a Barcelona teníamos algún dinero, pero se fue acabando poco a poco, porque mi marido tardó en encontrar trabajo y el chico ya era de poca salud, así que un médico por aquí y otro médico por allá y tararí que te vi el pellizco de dinero que mi hermano nos había dado por la casa y por el campo. Y todo por culpa de la lluvia, porque sin el temporal, que debió de caer por culpa de la quema de conventos en Barcelona, siempre pagan justos por pecadores, y pagamos nosotros porque las tierras estaban cerca del río y formaban pendiente, hacia abajo, en fin, que el agua se lo llevó todo…

—… si gusta puede coger…, la debilidad es mala cosa, ya se sabe que la barriga arrastra las piernas…, con el hambre que hemos sufrido todos… Sí, mire, una tortillica, ¡oh!, los huevos, los huevos son frescos. Cuando vivía en Barcelona cada domingo íbamos al Tibidabo y nos llevábamos la comida, pero a mí los huevos de Barcelona no me hacían ninguna gracia porque eran huevos almacenados. ¿Gusta un poco de jamón? ¿Un trocito? No diga que no, que no sabe lo que se pierde. El jamón alimenta y no llena… Iba a lavar la ropa a casa de unos señores que tenían cuatro criadas, y un criado sólo para abrir la puerta, que se llamaba Julio, el señor era alto y delgado y llevaba lentes de oro; Carmeta, que era la camarera, me contó que era el número uno de un partido y que, de vez en cuando, tenía que huir a Francia sin tiempo ni para preparar el equipaje porque eso del catalán estaba muy perseguido. A veces, al verme pasar con el cubo de la colada, me decía: «Hale, Ramona, hoy le toca la ropa blanca, ¿verdad?… ¿Quiere un melocotón? Son puro zumo y miel. Le quitarán la sed». Sigue lloviendo. ¡Ay, Señor! Y yo sin paraguas, no lo he cogido, seré mema, cómo me aturullo al llegar a Barcelona, como no sé leer, al coger el tranvía sufro mucho y siempre he de preguntar qué nombre lleva escrito. ¿Quiere otro? Es sano, coma, coma… Pues le diré que hacían misa en la mismísima casa, que aún no sé cómo no los mataron a todos cuando llegó la revolución, y el cura, que era amigo de la familia y ayudó a bien morir a la madre de la señora, también se salvó. No sé qué cara tenía porque sólo lo vi dos veces cuando atravesaba el pasillo escurriéndose deprisa como una rata, pero era muy bajito. ¿Dónde estamos? ¡Ah!, Cerdanyola. ¿Qué le parece? En broma, en broma, ya estamos en Cerdanyola…

»… hacía poco que mi marido estaba en huelga y le dije a la señora…, también era alta y delgada, como su marido, vestía siempre de seda y hablaba en voz baja y tan despacio que escucharla me daba sueño, si sabría de otras casas para ir a lavar porque pasábamos por una mala racha y los precios iban subiendo, entonces me dijo si quería ocuparme de la limpieza de la sala China. Todo era chino, con bordados de oro que no ennegrecían, y había unos animales que miraban fijamente cuando una les quitaba el polvo, porque Carmeta, que era muy alocada, hacía saltar las incrustaciones de nácar al frotar tan fuerte y patim patam. Le dije que ya limpiaría despacio y nos pusimos de acuerdo. Pues cuando mi marido estaba a mitad de huelga Carmeta encontró novio, pero ella era muy formal y el día que se enteró de que estaba casado dijo basta, entonces él empezó a rondar la casa y a espiarla cuando iba por la leche, porque era camarera y sólo tenía que ir a comprar la leche por la tarde, él la seguía los días de fiesta que le tocaba salir, y ella ni mirarlo, oiga, que lo volvía loco. Un día se empeñó en ver a la señora y le dijo lo que venía al caso, que sí, que era verdad que estaba casado, pero que no tenía la culpa, que estaba muy enamorado de Carmeta, y que si ella seguía sin dirigirle la palabra, él, sintiéndolo mucho, cometería algún disparate, porque estaba loco, y la señora lo aconsejó bien, le dijo que dejara de pensar en Carmeta, porque era una buena chica y sufría mucho y adelgazaba por su culpa. Él le juró que no haría ninguna locura, pero que dijera a Carmeta que le hablara de vez en cuando aunque sólo fuera una vez por semana, pero Carmeta tenía razón, decía que él debió confesar enseguida que estaba casado, y no quería hablarle nunca más, ni decirle adiós muy buenas quería. Una tarde salió por la leche y ya no regresó porque él la mató con un revólver, la dejó tendida en medio de la calle, Julio y yo bajamos a cubrirla con una sábana… Sí, qué le vamos a hacer, al nacer empezamos a morir…

—… al entrar el médico me miró y me dijo: «Su marido se ha contagiado». Pero nunca lo creí. Parecía que le hubieran echado mal de ojo. Al principio se quedó amarillo y estuvo dos días sin conocimiento y sacando lombrices, y el médico dijo que era la epidemia, pero que la epidemia no era peligrosa, que se curaría porque mi marido era un toro; al día siguiente tiré todos los medicamentos porque le producían mareos y entonces se puso verde. Al tercer día habló, me pidió que le pusiera una cataplasma de cebollas tiernas en el vientre, a la tercera cataplasma el vientre era una llaga, carne viva, gemía sin parar y ya no dejó de gemir hasta que murió, era puro fuego, ardía. Cuando murió ya había República, y no llegó a ser amo, con lo que le hubiera gustado, porque ya llegaba la revolución y el que se cuidaba de la artesa, cuando llegó la revolución, me lo dijo: «Ahora que su marido hubiera podido descansar, porque los obreros son los amos y los amos son los que trabajarán…». Perdone, ¿no es usted de Falange, verdad? Ah, creía…

»… vendí los muebles a la mujer de uno que hacía la revolución y volví sola al pueblo. Mi sobrino, que me quiere como a una madre y de niño había jugado mucho con Miquel —Miquel era mi hijo, que en gloria esté—, me dijo: «No se preocupe, la tierra es para quien la trabaja y ahora todo es mío y siempre tendrá un plato en la mesa». Y me acogió…, pero duró poco porque cuando llegaron los de la boina tuvo que marcharse a Francia y fue a parar al campo del Vernet y tuvo que venderse el reloj, y aún no lo ha recuperado, porque un negrillón, nosotros decimos un negrito, que era soldado y vigilaba el campo, lo engañó. Pero verá lo que ocurrió, mi sobrino tiene muy malas pulgas, y ¿sabe qué hizo? Me lo contó él mismo cuando regresó al cabo de dos años asqueado porque no podía con el francés y lo hacían ir de la Ceca a la Meca y a recoger remolacha… Ay, gracias a Dios que sale el sol, el sol es media vida… ¿A usted le sienta mal? A veces la jaqueca es cosa del estómago… Imagínese usted que el negrito se paseaba arriba y abajo del campo y mi sobrino que, ni corto ni perezoso, lo llama y le dice si quiere comprar el reloj, que era una marca buena y estaba lleno de rubíes, él dice que sí, que de acuerdo, mi sobrino le da el reloj, el negrito se va tan campante y sin darle ni un céntimo, aunque se trataba de un trato hecho. Al día siguiente mi sobrino ve pasar al negrito, por lo visto lo esperaba, lo llama y le dice: «Otro reloj, pero éste aún es mejor, hace tictac, tictac», el negrito reía y se fue contentísimo, y al cabo de un momento, bum, y el negrito a trozos, porque mi sobrino me explicó que el reloj que hacía tictac era una bomba de tanque…

»… tal como le decía, mi sobrino me acogió, pero cuando tuvo que marcharse a Francia, la misma noche, vino a verme mi hermano, el que nos compró la casa cuando el agua nos dejó en la miseria, y me dijo: «Ramona, vente conmigo: yo no me muevo, pase lo que pase; el chico ha hecho una locura, pero yo tengo tierras y son bien mías, no he hecho la revolución, pero si me buscaran las cosquillas tú siempre podrás decir la verdad, y que por la casa y por el campo pagué lo que valían, si se presenta la ocasión me conviene que lo digas, porque como quemaron el ayuntamiento no sé si mi propiedad es válida y las escrituras que guardaba, llegaron los de la revolución, se las llevaron y no he vuelto a verlas».

»… vaya, ya hemos llegado; el tiempo ha pasado volando. Pues lo que quería decirle es que la vida es como una función, pero lo malo es que nadie puede saber cómo termina porque todos morimos antes, y los que se quedan siguen viviendo como si nada hubiera ocurrido. A veces estoy de mal humor, y eso que soy de las que no pueden quejarse. Siempre he tenido buena salud porque soy vividora por naturaleza. Ahora se me ha hinchado mucho el vientre, como si estuviera embarazada, pero creo que sólo se trata de que se me hace agua y no me da ninguna molestia. Cuando pienso en los que no tienen la suerte que yo he tenido, ¡madre mía!, y en las tragedias que sufren, que ponen los pelos de punta… Bueno, yo tengo que coger el tranvía de la Bonanova porque los señores viven en la Avenida de Craywinckel. Gracias, gracias, ya llegaré, ya. Preguntando se va a Roma. Que usted lo pase bien, el gusto es mío.

ANTES DE MORIR

ANTES DE MORIR QUISIERA dejar constancia de los dos últimos años de mi vida, explicar, para explicármelo a mí misma, todo cuanto me han impedido vivir. Una tarde de finales de invierno, tenía tanto frío que entré en un café para tomar un grog. El café se llamaba Cafè dels Ocells. Ocupé una mesa situada junto a la ventana. La gente que pasaba por la calle caminaba deprisa y encorvada. Yo estaba nerviosa; había tenido una discusión con el profesor de pintura: me decía que tenía que suavizar los colores y yo creía que no. Consideraba que era un hombre anticuado, que tenía mal gusto, que resultaba completamente absurdo que se empeñara en no comprenderme, que no aceptara que yo debía pintar como pintaba. Además, estaba de mal humor porque llevaba ya quince días esperando el cheque de mi tío, que no llegaba, y la patrona de la pensión había mandado preguntarme, al salir, por la mañana, cuándo abonaría la nota. Más desastres: la pluma estilográfica se me había caído al suelo y se había despuntado. Pedí pluma y tintero al camarero del café: quería escribir a mi tío enseguida. Mientras sacaba papel y sobre de la cartera, un hombre se sentó a mi lado. Un hombre nada fuera de lo común, cuya presencia no hubiera llamado mi atención si no se hubiera sentado a mi lado con una osadía que consideré indignante, sobre todo habiendo, como había, muchas mesas desocupadas. Entre mis compañeros de clase tenía fama de ser adusta y salvaje, además de persona «fácilmente irritable y con reacciones inesperadas y violentas». Aquel hombre sentado a mi lado, inmóvil como una estatua, la sombra proyectada por la cartera que había depositado encima de la mesa —una cartera de cuero, marrón, de calidad, pero gastada, con los cierres de metal—, me indujeron, casi sin darme tiempo a reflexionar, a echarle por encima el grog que quedaba en el vaso.

—No tiene importancia.

Su voz acentuó mi indignación. Una voz fría, oscura, acompañada de una mirada indiferente. Sacó un pañuelo y se secó tranquilamente el pantalón.

—Ha sido un acto voluntario.

—No creo haberla molestado.

—¿Por qué se ha sentado a mi mesa?

—Ah, no, con perdón le diré que ha sido usted quien se ha sentado a la mía.

Me quedé sorprendida.

—Las mesas de las cafeterías no son propiedad de nadie, son del primero que llega.

—Soy persona de costumbres: vengo cada día a este café, a la misma hora, y me siento invariablemente a esta mesa, tanto en invierno como en verano.


Al día siguiente volví al café. Él entró y fue a ocupar su mesa. Yo me había sentado en el lado opuesto del local. Me miró y ambos reímos. El día anterior, antes de dormirme, pensé en el incidente del grog y lo lamentaba.

Al salir del café, me di cuenta de que me seguía. Al llegar a la puerta de la pensión, me dijo:

—Desearía pedirle algo y conste que, para mí, es importante: que vaya al café, cada día, si puede. Si no quiere, no le dirigiré la palabra. Su presencia me hará bien. Es un ruego.

Acudí cada día al café. Cada cual se sentaba a su mesa, pero salíamos juntos y me acompañaba un rato. Un día me dijo: «¿Nunca ha pensado en casarse?». «No.» Y aquel día ya no dijo nada más. Al día siguiente, me lo preguntó de nuevo. Me dejé dominar por una de mis reacciones. «No contestaré la pregunta. Suba a ver mi habitación.» Parecía que hubiera elegido el día adrede. Todo estaba en desorden, pero qué desorden… «¿Ve? ¿Cree que una chica como yo puede pensar en casarse? Y fumo. Fumo como un loco que fumara alocadamente. Mire esto.» Abrí el armario donde no había una sola prenda doblada: todo estaba revuelto y mezclado. Toallas con medias, potes de cremas y libros con pastillas de jabón y tubos de pintura. «El matrimonio es orden y armonía y yo…»

—¿Ha amado a alguien alguna vez?

—Nunca.

—¿Y no hay algo que despierte en usted un amor especial?

—No.

—¿Las flores?

—No.

—¿La música?

—No.

—¿La pintura?

—No.

—¿Los animales?

—No.

—Las palomas, sí.

—Asadas.

Se echó a reír y se marchó. Lo acompañé hasta la puerta de la calle.

Al día siguiente, un chico trajo a la pensión una jaula con dos palomas blancas. «Para la señorita Marta Coll de parte del señor Màrius Roig.» Al día siguiente lo invité a cenar. Menú: entremeses variados. Pichones asados. Postre: fruta y quesos.

—Lo supuse.

—¿Qué?

—Que estarían ricos.

Tanto o más que de haberle echado el grog por encima del pantalón, me arrepentí de mi crimen. Salimos a dar un paseo. Por el camino le confesé que había pedido a la cocinera que matara los pichones: «Seguramente usted creía que no sería capaz de deshacerme de ellos».


… y al día siguiente no acudí al café. Me quedó una especie de remordimiento extraño. Por la noche no podía conciliar el sueño. Sólo podía pensar en que él debió de estar esperándome toda la tarde. Por la mañana, junto a la taza de café con leche, encontré una carta: «Perdóneme por la ausencia de ayer por la tarde. Me resultó imposible ir al café. No puede imaginar cuánto he sufrido.»

Aunque por la tarde nos encontramos y estuvimos contentos de vernos, por la noche tuve una pesadilla. Viajaba y, por todas partes, en el tren, en las habitaciones de hotel, en todos los países que visitaba, me encontraba con dos palomas blancas con las plumas del cuello ensangrentadas.

Aquella tarde que ninguno de los dos fue al café nos cambió. Éramos distintos. Más amigos. Como si la ausencia de aquel día nos hubiera unido doblemente.

—¿Lamentaría casarse con un hombre desdichado?

—¿Por qué pregunta cosas raras a veces?

—¿Quiere contestar a mi pregunta?

—Sólo puedo dar una respuesta: no lo sé. Nunca lo he pensado. Creo que lo único que le pediría a un hombre es que me quisiera.

—Yo la quiero.


DE MI DIARIO

La tarde que no fui al café experimenté una sensación de vacío a mi alrededor. Terrible. Por fin me he conocido a mí misma. No creo en nada. Pero considero que lo mínimo que puede pedirse a una persona inteligente es que sepa ser feliz, que sepa vivir y aceptar. Al separarnos, ha dicho: «Gracias». «¿Gracias, por qué?», le he preguntado. «Por la confianza que ha demostrado tener en mí desde que nos conocemos.» Me ha besado la mano. Cuando se ha marchado, me he quedado en medio de la acera, mirándole: su sombra, con la sombra de la cartera pegada al cuerpo, le seguía.


Me trasladé, digamos, de casa. Alquilé una habitación en un hotel, con una pequeña cocina. Algunos días se quedaba a cenar y después íbamos al cine. Transcurrieron tres meses. Un día me dijo:

—¿Quiere venir a mi casa?

—¿Por qué?

—¿Se da cuenta de que siempre que le pregunto algo en lugar de contestar dice «¿por qué?» Necesito que venga. ¿Quiere venir a mi casa?

Subimos a un taxi. Me cogió la mano durante todo el recorrido. Su casa estaba situada en una calle céntrica, pero tranquila. Tenía un pequeño jardín con dos acacias en la parte delantera. La casa presentaba un aspecto burgués, con planta baja, primer piso y unos balconcitos de hierro pintados de color de plata.

—Encontrará un poco de desorden… —reímos.

Nos echamos a reír porque ambos recordamos, a la vez, su primera visita a mi habitación de la pensión. En la puerta había una placa de metal: «Màrius Roig. Abogado». Una mujer, ya entrada en años, salió a recibirnos; me la presentó. «Mi familia. Se llama Elvira y hace veinte años que está en casa.» Me presentó diciendo: «Mi prometida».

En el recibidor había un montón de cemento y uno de arena. El cemento y la arena debían de haberse esparcido por el suelo de toda la casa porque, mientras la visitábamos, crujía bajo nuestros pies.

—Le he pedido que viniera porque quería pedirle su opinión…; como puede ver estoy haciendo reformas en la casa y quisiera que usted…

—¿Por qué me ha presentado como su prometida?

—Porque lo es.

—¿Desde cuándo?

—Desde el día del grog. ¡Ah!, ¿le gusta el baño? ¿Lo prefiere con puerta a la habitación y puerta al pasillo o sólo con puerta al pasillo?

—Con dos puertas.

A sus ojos asomó una oleada de felicidad tan intensa que me asusté.

—Es la primera vez que prescinde de su «¿por qué?».

—No, no prescindo. ¿Por qué pide mi opinión?

—¿No lo adivina?

—Sí. Pero creo que todo lo hace sin pensar en mí.

—Al contrario. Lo hago todo pensando en usted. ¿No lo comprende?


DE MI DIARIO

Al salir ya empezaba oscurecer y me ha llevado por unas calles desconocidas para mí. De repente, nos hemos encontrado delante del café. He pensado: «Está cerca de casa». Y he recordado el invierno, aquella tarde de frío y de mal humor, y todo me ha parecido lejano y un poco triste en comparación con el presente. Las flores empiezan a gustarme.

Me ha llevado a un concierto. Nunca había pisado una sala de conciertos. El programa constaba de Chopin, Ravel y Mozart. Cuando interpretaban la última sonata para violín de Mozart, casi me he levantado del asiento. Me ha cogido el brazo y, dulcemente, ha hecho que me sentara. «Te quiero». Me ha tuteado por primera vez.

El universo que me ha proporcionado es límpido y me siento a gusto en él.

—¿Qué dices?

—No te rías.

—Juro no reír.

—Quisiera dos palomas.

Y nos hemos echado a reír.


Me han probado el vestido de novia. Dos horas de pie. Cuando la modista ha dicho: «Listo. ¿Está muy cansada?», creí que me desmayaba. Estaba muy pálida y me parecía que la modista seguía prendiendo alfileres. Me he visto en el espejo, rodeada de tules y blondas, y he pensado: «Un fantasma blanco me mira».


Mi tío me ha escrito una carta excepcionalmente larga. Me da permiso para casarme con un estilo realmente solemne.


Nos casamos a final del verano. Llovía. Las nubes grises, aquella luz cansina, acentuaban la blancura del vestido y de las flores de azahar, y el verdor de las hojas de las plantas que adornaban la entrada de la iglesia. Recuerdo el ruido de la lluvia en el paraguas rojo con el que me resguardaron al entrar en el hotel, negro cuando entré en la iglesia. Dentro de aquel vestido, que hubiera deseado no quitarme nunca más, me sentía otra persona. Una persona muerta, o perteneciente a otra época, muy antigua, de paso por el mundo después de no haber estado en él durante muchos años. Cenamos solos, en casa. En aquella casa que aún olía a cemento y a arena mojada, y a pintura. Había rosas blancas en el comedor y rosas rojas en el dormitorio. Su olor a caramelo me molestaba. Me dejó sola. Abrí la ventana y saqué las flores al exterior. Me senté en un sillón para descansar un poco y me dormí. Cuando desperté, él estaba sentado frente a mí, contemplándome. Sentí un irreprimible deseo de salir, de pasear, de ir por las calles con él, vestida de blanco. La noche era muy oscura. Estábamos en el portal cuando se oyó dar la una; no se veía ni un alma por las calles y, de vez en cuando, un poco de viento hacía caer gotas de los árboles y llevaba olor a tierra y a hierba mojada.

—¿Son acacias?

Nos detuvimos y me abrazó.

—¿Contenta?

—Feliz.

Debíamos de estar a unos quince minutos de casa cuando empezó a llover. Caían unas gotas no muy grandes pero pegadas unas a otras, hermanadas. Atravesaron la seda de mi vestido y se me heló la espalda.


Llegamos, empapados de arriba abajo. Al entrar en casa empezó a llover más intensamente. No puedo explicar con palabras cómo me gustaba aquella lluvia; aquel rumor sordo hacía que me sintiera totalmente en mi casa.

Al amanecer, me pidió: «Dime amor mío».

—¿Por qué?

—¿Quieres decírmelo?

—Amor mío.


Fuimos a Venecia en viaje de luna de miel. Regresamos en pleno invierno.


La casa era grande. Yo reinaba en el piso. Elvira en los bajos, donde estaba, en las habitaciones que daban a la calle, el despacho de mi marido y la sala de espera. El comedor, la cocina y un amplio salón con un piano de cola. Arriba se hallaban los dormitorios, el nuestro, la habitación de los invitados, el baño y una biblioteca grande y bien provista, con dos balcones a poniente: era donde yo pasaba la mayor parte del tiempo.

Aquel invierno Màrius estuvo enfermo. Una gripe que se complicó en bronconeumonía. Entonces conocí a Roger, el médico de Màrius: un muchacho simpático, optimista. Màrius lo consideraba su mejor amigo, por no decir su único amigo. Un día, cuando Màrius se hallaba ya en plena convalecencia, fui a la biblioteca a buscar un libro. Al no encontrarlo, recordé que Màrius lo estaba leyendo y pensé que quizá lo tuviera en la cartera que nunca abandonaba. Volví a nuestra habitación, él estaba sentado de cara al balcón y me pareció que dormía. La cartera estaba allí, en un rincón. La abrí y entre diversos informes vi un fajo de cartas. Unos sobres de color malva, unos treinta quizá. No lo sé. Sólo sé, sólo recuerdo que Màrius se levantó rápidamente, vino hacia mí y me cogió la cartera de las manos.

—¿Qué buscas?

—El libro que leías, que me has pedido y que no he encontrado en la biblioteca.

—¡Qué ocurrencia buscarlo aquí!

Por la noche empecé a pensar en las cartas y en la actitud de Màrius, ¿De quién serían? ¿Suyas? ¿De algún cliente que se las había confiado? Construí una novela alrededor de aquellas cartas. Clareó el día y aún estaba despierta. Desde que conocía a Màrius, es decir, desde el día del café, siempre lo veía en mi recuerdo con la cartera en la mano. Sobre todo en mi recuerdo visual.

Todo cambió. Aquellas cartas… La brusquedad con que me cogió la cartera de las manos… Aquellas cartas significaban algo para él. ¿Qué?

Llegó el día de mi cumpleaños. Roger cenaba en casa. Había estado sola toda la tarde. La pasé preparándome para la noche. Me puse un vestido de seda negro y unas sandalias con piedras verdes incrustadas en los tacones que habíamos comprado en Venecia. Me hice un peinado alto y me maquillé con esmero; me pinté las uñas. Cuando sólo me faltaba poner el vestido, Màrius entró. Había entrado tan silenciosamente que me asusté.

—¿Hoy cumples años, verdad?

—Sí, señor.

—¿Muchos?

—Muchos.

—Es un placer.

—Es un placer.

Me dio un paquete. Enseguida pensé: «Una joya». Desaté la cinta dorada, rompí el papel de seda y, en el interior de un estuche de terciopelo gris, había una paloma de brillantes, con las alas extendidas.

—Recuerdo la vehemencia con que deseabais dos: quizás el próximo año tengáis la otra.

Sé que lo abracé fuerte, fuerte. La habitación estaba en penumbra, con una luz gris que huía, y en voz baja le dije: «Amor mío». Inmediatamente lo noté hostil. Tuve la sensación de que debía de considerar sagradas aquellas dos palabras, reservadas, sólo, para las oscuras horas de la noche. Y me angustió.

Olvidé las cartas durante unos días, pero un nuevo incidente hizo que deseara verlas. Tenía que descubrir de quién eran y qué decían. Apenas sabía nada de la vida de Màrius, nunca me había atrevido a formularle preguntas sobre su pasado, por prudencia y por temor a las decepciones; pero ¿por qué no se había confiado a mí espontáneamente?, me decía. Habían transcurrido quince días desde mi cumpleaños cuando, un día, al disponernos a almorzar, llamaron por teléfono preguntando por Màrius. La cartera estaba allí, en un rincón. No lo pensé dos veces. Si me hubieran asegurado que iba a caer un rayo en la cartera, no habría retrocedido. Pero la cartera estaba cerrada con llave. Me volví: Elvira, de pie, junto a la mesa, me miraba. Me turbé y la odié. De repente, me sentí sola en aquella casa extraña. Todo me resultó extraño y esquivo. Las paredes, los muebles, aquellos dos seres que podían entrar donde yo me encontraba sin hacer el menor ruido y sorprenderme y asustarme…

Mi deseo de poseer las cartas se hizo tan intenso que lo arriesgué todo.


DE MI DIARIO

He hecho algo que no debía. No ha sido útil para nadie y, a mí, me ha perjudicado mucho. He cogido tres cartas. Tal como había planeado, he cogido la primera, la última y la de en medio. La última está fechada seis meses antes de que conociera a Màrius. Se trata de una historia de amor liquidada. La última es una carta de despedida. He quemado las tres cartas.


No era verdad. No las quemé. Las había cogido a medianoche mientras Màrius estaba en el baño y se desnudaba. La cartera estaba a los pies de la cama, cerrada con llave, como la última vez. Pero ya lo había previsto y había pensado que, introduciendo la mano por uno de los lados de la tapa, podría sacarlas. El corazón empezó a latirme violentamente, y también las sienes, con sólo pensar que iba a apoderarme de ellas. Me acerqué a la cartera, iba descalza y, presta, introduje la mano en el interior. Sabía dónde estaban. Saqué una, la primera del fajo. Dado que el espacio era muy pequeño, el sobre se arrugó haciendo ruido. No respiraba. Volví a introducir la mano en el interior y saqué la última. Por fin, saqué una de en medio. Quise levantarme, apenas podía, no tenía fuerza en las piernas y me resultaba imposible pensar. Sólo sentía aquellas tres cartas en la mano, todo daba vueltas a mi alrededor. Las escondí debajo de la alfombra y, haciendo un gran esfuerzo, volví a la cama. Al cabo de un momento Màrius abría la puerta del cuarto de baño de donde salió un abanico de luz que se extendió hasta los pies de la cama.

Hacía ya rato que Màrius dormía; vuelto de cara a mí, oía su respiración. Experimenté un repentino arrepentimiento y, a pesar de los esfuerzos que hacía para contenerme, lloré. Lloraba silenciosamente, pero las lágrimas se empujaban unas a otras y, de vez en cuando, caían en la almohada. «¿Qué te ocurre?» Hubiera deseado desaparecer. Màrius me abrazaba y me atraía hacia él. «Qué nervios…, qué nervios…» Y me pasaba la mano por los cabellos y me besaba la frente. Estuve a punto de confesarle lo que acababa de hacer. Decirle que sufría, que rompiera aquellas cartas, por piedad, que tirara aquella cartera cuya simple visión me impedía vivir en paz. Se durmió de nuevo y yo pasé la noche en blanco. Al amanecer, me adormilé. Cuando Elvira me sirvió el desayuno Màrius ya no estaba. No pude comer. Sentía un sabor amargo en la boca y la lengua espesa. Sólo bebí un sorbo de café, me vestí para salir. ¿Por qué no pude leer las cartas en casa? No lo sé. Una vez vestida, las cogí, las metí en el fondo del bolso y me marché.

Tenía la sensación de que la poca gente que transitaba por las calles me miraba, que todos veían las tres cartas robadas, en el interior de mi bolso. No sé cómo llegué hasta allí, pero me encontré en una estación de metro. Una vez allí consideré que era el lugar más adecuado para leer las cartas. ¿Quién se fijaría en mí, sentada en un banco, entre el ir y venir de coches y de gente ajetreada? Fue entonces cuando vi acercarse a Roger. No sé qué expresión de pánico había en mi rostro, sí recuerdo la alarma que reflejó el suyo.

—¿Está usted enferma?

—No…, pero últimamente tengo los nervios deshechos… y duermo poco —añadí. Sonrió benévolamente.

—Eso significa que tendré que ir a visitarla.

—Cuando quiera.

Su presencia me tranquilizó y lamenté que me dejara.

—¿No sube?

—No. Espero a una amiga.

Desde la ventanilla del vagón me dijo adiós con la mano y yo seguí en mi banco, sin atreverme a abrir el bolso.

Al salir del metro me pareció llegar a una gran ciudad por primera vez. Ni las casas, ni la luz, ni el cielo me resultaban familiares. Me sentía como debe de sentirse un convaleciente después de una larga enfermedad. Caminaba como un autómata. Maquinalmente entré en un café, como solía hacer en mis tiempos de estudiante. Me senté. Saqué las cartas del bolso. Y, como si su contenido me resultara completamente ajeno, empecé a leerlas. La primera decía:

«Querido: aún te veo, en la estación, y oigo tu voz. No debí haber ido. Me obsesiono con nuestro adiós, y la pena tan intensa que me domina se debe a que nunca más podremos vivir como hemos vivido. La felicidad ha sido muy breve. Escríbeme, sobre todo, escríbeme. Si hubieran de infligirme un castigo, el peor de todos sería que nunca más me dejaran saber de ti. Escríbeme a nombre de Eliana Porta y a su dirección: es una amiga de absoluta confianza [le daba la dirección]. Jamás olvidaré los meses que hemos vivido juntos. Recuerda siempre estas palabras: "Jamás olvidaré". Elisa».

La segunda carta era más larga, más triste.

«Amor mío: es todo tan triste que no sé dónde encontrar un poco de alegría. He reflexionado mucho sobre lo que me dices, pero es imposible. No me atrevo a destrozar la vida de una persona que depositó toda su confianza en mí. No puedo. Aun ayer, después de una noche terrible, me levanté dispuesta a plantear la situación. No pude. Quizá porque soy débil… Amor mío… resultaría largo explicarte por qué pasaremos una temporada en X. Nada podía causarme tanto daño. Eliana irá con nosotros. Escríbeme enseguida a su nombre. Una carta tuya de vez en cuando será un consuelo que nadie, quizá ni tú puede imaginar. Es arriesgado, pero si pudieras ir algún día… Sólo una vez. ¿Recuerdas el Hotel de Levante? Es donde nos amamos por primera vez… y es donde nos conocimos. "¿Está en el hotel?" "No. Vivo en un chalet de la Avenida de las Acacias. He venido al hotel para ver a una amiga que se aloja aquí. Ocupa la habitación número 10." "Cuidado con hablar mal de mí a su amiga: mi habitación es la 12." ¿Recuerdas la habitación número 10? El balcón sobre el jardín, los lirios hasta el balcón…, el mar…»

No terminé de leerla. Quería leer la otra. Creí que la otra sería la que más detalles me proporcionaría, la que me aportaría más descubrimientos respecto a aquel fragmento de vida cuyo conocimiento tenía prohibido. Era la que había cogido del final del fajo. Era la última de la historia.

«Amor mío: no nos quedará ni el consuelo de escribirnos. Eliana se va con su familia por una temporada que ni siquiera ella sabe cuánto durará. Entre nosotros no existirá ni el consuelo de una carta. Retazos del pasado, residuos de la memoria… y algunas horas dulces lentamente consumidas. Eres un hombre libre, si te desesperas piensa en mí, en mi sacrificio; piensa, al menos, que sufro tanto como tú puedas sufrir. Y, sobre todo, piensa que has sido y serás mi único gran amor. Elisa.»

El café se había ido llenando y cuando salí a la calle la gente salía de las oficinas. Llegué tarde a casa y Màrius me esperaba. No había querido almorzar solo y estaba inquieto. Al verme me preguntó si estaba enferma. ¿Habría descubierto que le faltaban tres cartas? No hubiera podido asegurarlo, si lo había descubierto lo disimulaba tan bien que nunca podrá saber hasta qué punto se lo agradecí. Estaba enferma. Al anochecer vino Roger.

—Esta mañana he encontrado a tu mujer y le he dicho que vendría a visitarla.

Me recetó un tranquilizante y me recomendó reposo absoluto. Pasé una semana en casa, entre la cama y la biblioteca. Màrius, antes de salir, siempre venía a preguntarme cómo me encontraba. A veces me traía flores y revistas: su solicitud era enternecedora. En cuanto la puerta de la calle se cerraba, sacaba las cartas del bolso —¿por qué no busqué otro escondrijo?— y las leía una y otra vez. Las sabía de memoria. Creo que aquellos días de «reposo absoluto» me sentaron muy mal. Me torturaba pensando en la mujer a la que Màrius había amado. A la que amaba todavía. A la que amaba. De lo contrario, ¿por qué guardaba las cartas y nunca se separaba de ellas? Experimentaba una insoportable sensación de inferioridad. Me sentí como si fuera una insignificancia. ¿Por qué se había casado conmigo? ¿Por despecho? ¿Porque se sentía solo? ¿Qué hacía yo allí, triste y cansada? ¿Qué me ligaba a las cuatro paredes que me rodeaban? Pronto viví obsesionada por una única idea. Conocer a aquella mujer. Saber de qué color era su pelo, de qué color eran sus ojos… ¿Y si aquella historia no hubiera terminado? ¿Y si existieran más cartas? Elvira, cuando entraba en mi habitación, se me antojaba un carcelero. Tenía la seguridad de que, en el fondo de sus ojos pequeños y acerados, veía mi verdad y le gustaba.

El primer día que salí a la calle me sentía fuerte y joven. ¡Oh, sí. Vencería! Pero necesitaba conocerla para saber con qué armas debería luchar. Y, entre la gente, el ruido y la luz de un día radiante, descubrí que amaba a mi marido con locura. Llamé a un taxi y di la dirección de Eliana. Durante los días de reclusión había planeado cómo actuar. Eliana no debía de haber desaparecido para siempre. Decía que se marchaba con su familia «por una temporada que ni ella sabe cuánto durará». Al cruzar el umbral de su puerta tenía las manos frías, como el día que leí las cartas en el café: una sensación de ausencia, de no ser yo quien mandaba, quien decidía, sino alguien que obedecía las órdenes dadas por mí. Subí a pie hasta el primer piso. Las manos heladas me sudaban. Pulsé el timbre. Salió una mujer gruesa, sonriente. «¿La señorita Eliana?» «No vive aquí. Llame enfrente; los vecinos que llegaron cuando ella se marchó quizá puedan darle razón.» Si aquella buena mujer, tan afable, toda a flor de piel, no se hubiera quedado de pie en la puerta esperando a que yo llamara, habría bajado la escalera corriendo, sin respirar. Pero llamé. Salió una niña de unos once años, con un lazo escocés al final de las trenzas y un rostro muy vivo y lleno de curiosidad. «¿La señorita Eliana?» Creí que no me había entendido. «Es decir, la señorita que vivía aquí. ¿Sabes su dirección actual? ¿La dejó antes de marcharse?» La niña echó a correr hacia el interior del piso gritando: «¡Mamá! ¡Mamá!» Transcurrieron unos minutos. La vecina permanecía en su puerta. Enseguida oí voces en el interior de la casa y pasos que se acercaban. Apareció una mujer aún joven, en albornoz y un pote de crema en una mano. Durante todo el rato que estuvo hablando conmigo iba introduciendo dos dedos en el pote de crema y untándose la cara con un movimiento rotativo de la mano. «¿Eliana? Nos dejó su dirección por si llegaba algo para ella, sí. La portera no le tenía mucha simpatía y…, pero hace tanto tiempo que se marchó, que la he perdido. En las casas donde hay niños, ya se sabe, ¿verdad? De todos modos, hable con la portera… Quizá sea amable con usted… Seguro que la tiene.» Cerró la puerta con un «vamos, niña». Las dos mujeres y la chiquilla desaparecieron como si las hubieran sorbido hacia el interior. La portera había salido. Tuve que esperarla un rato. Llegó cargada de paquetes y con un cesto repleto de verduras. «¿Qué desea?», preguntó sin mirarme, mientras dejaba los paquetes encima de la mesa. Después levantó la cabeza y me miró de arriba abajo. «He subido al primer piso para ahorrarle la molestia…» «Diga, diga.» «¿Por casualidad sabría usted la dirección de la señorita Eliana?» «Ah, Eliana. Otra vez Eliana. Esto es el cuento de nunca acabar» «Si es mucha molestia…» «No…, ninguna. Desde que se ha marchado no hay mes que no venga alguien a preguntar por ella o que no traigan cartas.» «¿Cartas?», pregunté, y el corazón me palpitaba con fuerza. «¡Oh!, en ese asunto de las cartas hay gato encerrado…» «En tal caso, usted tendrá la dirección…» «¿La de Eliana? Si quiere puedo darle la de su amiga… Ésa también venía mucho por aquí. Pasaba deprisa por delante de esa puerta y nunca me dijo ni buenos días. ¿Qué se habrán creído esas señoronas? Yo puedo ir con la cabeza bien alta por todas partes…» Sin dejar de rezongar entró y salió con un trozo de papel en la mano. «Aquí está, ¿ve usted? Elisa R. Calle de Tenerife, 26.» Todo empezó a dar vueltas a mi alrededor y tuve que apoyarme en la pared. Se dio cuenta de que me encontraba mal, hizo que me sentara y me dio una copita de licor. Recuerdo un ramo de rosas artificiales en el centro de la mesa y unas copas azules alineadas en el armario del aparador. Al fondo del pasillo había una puerta abierta, se veía un patín y se oía el arrullo de las palomas.


DE MI DIARIO

Un jardín. Un jardín umbrío, fresco. Un jardín sin flores. Una glicina en la verja de la entrada y, a intervalos, un rumor de hojas. Una sala japonesa. Un biombo con ibis rosadas, con las alas extendidas, rodeadas de crisantemos amarillos. Una mesita de laca negra con incrustaciones de nácar. Muchas ramas de almendros. Una suntuosa piel de tigre encima de la alfombra de color champán. Un lujo inusual, un poco asfixiante. Una mujer bastante mayor que yo. De piel blanca, muy blanca. Unos ojos negros más bien pequeños y el arco de las cejas suave. Alta y delgada. Una voz… Sí, sobre todo la voz… Se puede amar a una mujer sólo para oír aquella voz. Inevitablemente, al enfrentarme a ella, he tenido que pensar en esta chica desordenada, morena, fracasada, excesiva. ¿Cómo es posible alcanzar esa dosis de ponderación, esa elegancia…? No sé cómo, he murmurado: «Le ruego que me perdone. No vengo, como le he anunciado, de parte de Màrius Roig, ni está enfermo. Nadie me ha pedido que viniera. La idea ha sido sólo mía. Soy su esposa». Esperaba una palabra, un cambio en su expresión, algo de curiosidad, al menos. Me contemplaba, imperturbable. Si yo no hubiera seguido hablando, seguro que la entrevista habría acabado así. «He venido para conocerla. Ha sido un deseo tan fuerte que no he podido dominarlo.» «¿Qué deseaba saber?» «Nada» «Entonces, ¿qué desea?» «Nada.» «¿Sólo conocerme?» «Sólo.» «¿Ha sido él quien le ha hablado de mí?» No contesté. «¿Ha venido porque nota mi presencia entre usted y él?» «No.» La pregunta era tan humillante que forzosamente he tenido que mentir. «¿Si le pregunto algo brutalmente, me contestará?…, es decir, ¿podrá decirme la verdad?» «¿Qué quiere saber?» «¿Le ama?» Ha sido como si las ibis del biombo se movieran. Ha tardado en contestar, la veía buscar una respuesta para la galería. «Hay cosas que no mueren.» He sentido deseos de aplaudir. Y, a pesar de haberme dado cuenta de que elegía la respuesta como quien elige la flor más perfecta, me ha dolido. Lo ha dicho para hacerme daño y lo ha conseguido. Lo ha dicho con tanta serenidad, tan dueña de sí misma, en un tono de voz tan incisivo… Me ha hecho daño. Pero he conocido la verdad; como si de repente te clavaran en la pared y te dejaran ahí para siempre, durante toda la vida.


Deseé morir. Matarme no, no. Morir. Para matarse se necesitaba voluntad, energía: para morir no se necesita nada. De repente encontré un apoyo en Elvira. Pensar que había visto un enemigo en ella…

«Todavía recuerdo a esa señora, a la tal Elisa, el primer día que entró en esta casa… llena de pieles y de perfumes. Creo que vino por una herencia. Cambió al señorito, lo convirtió en otro hombre. Él, que era alegre, que siempre estaba de buen humor, cómo cambió, Señor… Apenas si me daba los buenos días. Mientras tuvo al marido en el sanatorio, todo fue como una seda. Todo eran visitas y llamadas telefónicas y cartas urgentes…, sí, sí…, estuvo en esta casa. Entraba como si fuera la suya y mandaba como si fuera la dueña. Vino para enamorarlo porque necesitaba un hombre.

Perdone… Hay muchas mujeres así, ¿sabe? ¿Si hicieron algún viaje juntos? Si sólo hubiera sido uno… Imagínese, en cinco años que duró la cosa… Enseguida me di cuenta de que era una egoísta. Mientras, iba visitando a su marido. Iba al sanatorio y a veces se quedaba allí durante una semana. Me enteraba de todo con sólo verle la cara al señorito. Cuando ella estaba fuera, no se movía de casa, triste y sombrío, parecía un animal enfermo. Pero el marido se recuperó y ella inició una marcha atrás y, con muy buenas excusas, dejó al señorito como si fuera un objeto. Pero usted no tiene por qué preocuparse. ¿No ve cómo la quiere? En cuanto la vi a usted me dije: "Con esta chica será feliz". Una buena persona se distingue en el acto. Pero no debe estar triste…, créame; no debe.»

He entrado en contacto con lo que llaman el sentido común.


Esta tarde he salido con Elvira. Hemos ido a visitar a una sobrina casada que tiene un bebé de once meses. El sol quemaba y no corría un soplo de aire. Hemos cruzado un patio; había una imprenta al fondo. Por la vidriera abierta se veía un despacho y se oía el ruido de las linotipias. A la derecha del patio había una puerta vidriera, y, a cada lado de la puerta, una ventana con geranios rojos. Hemos entrado directamente al comedor. Encima de la mesa había un mantel de hule a cuadros blancos y azules. María, la sobrina de Elvira, cosía. En un rincón, aparecía una cuna cubierta con un velo de novia y, al pie de la ventana, una máquina de coser. Hemos merendado. María había preparado bocadillos y una ensaladera llena de melocotones y peras cortadas a trocitos con buen vino y con azúcar. El niño se ha despertado: parecía una nube de nata con unos ojos como estrellas. Lloriqueaba. Debía de tener calor y estaba de mal humor. María le dio el pecho. A las seis ha llegado el marido. Trabajaba en la imprenta. Ha ido a lavarse y a cambiarse de ropa. Cuando ha regresado al comedor iba desnudo de cintura para arriba y llevaba unos pantalones azules. María ha dejado al niño en brazos de Elvira y ha servido la merienda a su marido. Mientras le servía la ensalada de fruta, la ha cogido por la cintura y atraído hacia él. Ella ha dicho: «Quieto». Pero no se ha movido de su lado. Le ha pasado la mano por los cabellos y los ha despeinado. Después se ha sentado, pero los ojos se le han quedado clavados en el pecho de su marido: miraba la piel oscura y reluciente, como fascinada.


A veces, cuando estoy sola, cuando tomo un baño, cuando él se ha dormido antes que yo, pienso: mi marido. Y, cuando duermo, pongo una mano en su costado, siento su respiración acompasada en la palma de mi mano y pienso: mi marido.

La primera reacción fue vulgar: gustarle. Nunca me había preocupado por mi aspecto. Necesité un arma: vestidos. Hacerme admirar. Logré cambiar en tres meses. Vivía pendiente de mí: de mis manos, de su mirada, de mi cuerpo. Roger se enamoró de mí. Sólo conseguí algo que no deseaba. Porque estaba enamorada de mi marido y quería que él estuviera muy enamorado de mí. La devoción de Roger sirvió para que me diera cuenta de lo poco que representaba para Màrius. Había entrado en su vida de un modo natural, fácil, como el sol cuya presencia diaria damos por sentada. Me tenía tan cerca que no advertía mi presencia.

Hubiera deseado irme de aquella casa, irme de su lado. Para realizar tal deseo, necesitaba no haberle conocido. ¿Qué podía hacer? ¿Dónde podía ir? ¿Continuar mis estúpidas clases de pintura? ¿Ir a casa de mi tío, a quien dejé porque no me llevaba bien con él? ¿Y si todo hubiera muerto ya? ¿Si la mujer y los ibis y los viajes románticos estuvieran muertos y enterrados? Si todo hubiera muerto, pensaba, no conservaría las cartas. Eran su tesoro, se habían convertido en su obsesión. La cartera, las cartas en el interior de la cartera. Cartera y cartas siempre a mano. Y la llave en el bolsillo. ¿Había descubierto que faltaban tres? ¿Por qué tuvo que permitir que su pasado se convirtiera en mi presente? ¿Por qué había permitido que mi amor…?

Un día pregunté a Roger:

—¿Màrius hizo un viaje por Italia, verdad?

—¿Cómo?

—No, nada.

Algunos días me sentía sumida en un desánimo absoluto. Levantarme, vestirme, equivalía a un suplicio. ¿Por qué había permitido que un fantasma nos separara? Me dediqué a amarlo desesperadamente para que no pensara en ella, para que no pensara en las cartas. Como si cada noche de amor fuera la última. Cuanto más excitaba mi pasión, más me deprimía pensar en aquella mujer. En la fidelidad de mi marido a su recuerdo, que respiraba quietamente entre nosotros con un jadeo firme y constante.

Un día no pude soportarlo más y planteé la cuestión. Era una tarde primaveral, benigna, una de aquellas tardes que antes tanto bienestar me procuraba pasar a su lado.

—Nunca te he pedido nada… ¿Puedo pedirte algo?

—¿Qué? —me miró alarmado, como si adivinara lo que quería pedirle.

—Las cartas.

—¿Qué cartas?

—Tus cartas: las que siempre llevas en la cartera.

—No sé de qué hablas.

Comprendí en el acto, pero insistí.

—Debería hacer un esfuerzo para ignorarlas, lo sé. Y quisiera hacerlo. Pero es imposible: existen y me hacen sufrir. Rómpelas… por poco que puedas, rómpelas. Te lo suplico.

Se puso la mano en el bolsillo de la chaqueta.

—Toma; esta noche iremos al teatro con Roger. Te conviene distraerte: creo que te gustará —y se marchó. Ya en la puerta, se volvió—: ¡Ah!, referente a lo que me has dicho, nunca más me hables de este asunto. Te lo agradeceré.

Antes de marcharse, siempre me daba un beso en la frente: aquel día no me besó.


Roger, querido Roger, hasta ahora he procurado ser objetiva respecto a lo que he escrito, pero ahora ya no puedo serlo. Había empezado a escribir esta historia para mí, pero la termino para usted. Porque me ha querido. Porque le he hecho daño y no se lo merece. Porque necesito un amigo, necesito sentir que no estoy sola. En estos momentos su recuerdo es positivo y me hace bien. Pero yo nunca le he amado; a pesar del odio que Màrius ha llegado a inspirarme, sólo le he amado a él. Ha constituido el centro de mi vida.

¿Recuerda la representación de Ondina? Si, pasados los años, un día piensa en mí, recuérdeme tal como era aquella noche. Le induje a pensar en cosas que no existían. Perdóneme. Me vestí para usted, le sonreí a usted. Perdóneme. Fue la noche que pensé seriamente en suicidarme. Dicen que el último deseo de un suicida se cumple siempre. Pensé suicidarme para vengarme de Màrius: para hacerlo desdichado, para que me amara más que…

¿Recuerda el vestido? Azul. Me dijo: «Una ola». Y yo deseaba morir. Me senté entre los dos: usted a mi izquierda, Màrius a mi derecha. Prendida en el pelo, llevaba la paloma de brillantes que Màrius me había regalado. Los hombres me miraban. Usted lo comentó. Màrius parecía ausente. «Piensa en las cartas. Piensa en ella. Cuando haya muerto, no pensará más en mí.» Usted me recetó el gerdenal. Quería dos tubos. Al cabo de unos días de comprar el primero, le dije que había perdido la receta. Creía que con uno no bastaría. Y deseaba actuar con seguridad. Deseaba morir. Recordaba a Odette, que seguía un curso de ética en la Sorbona. No había muerto. Yo no deseaba impresionar a nadie viendo a una persona que regresa lentamente de la muerte con el rostro verdoso, en una gran sala de hospital llena de camas alineadas, como vi a Odette.

¿Recuerda el verano en el Pyla? Fue mi último esfuerzo para seguir viviendo. ¿Recuerda aquel olor a pinos, la mancha oscura de las dunas y los líquenes que el mar escupía todas las noches? ¿Recuerda aquella pareja que se convirtió en el tema de nuestras conversaciones? Amantes. ¿Qué misterioso secreto habían descubierto? ¿El alma o la carne?

Sé que soy poco hábil, que debí aceptar lo que me daban. No ver más allá, no adivinar. Quizá la felicidad consista en una capacidad de reducción. Pero yo quiero. Hubiera querido que las cartas dejaran de existir. Y ella. Conseguí olvidar durante unos días. Sólo los pinos, el mar, el sol, el silencio. Mi marido dormido a mi lado. «¡Si me suicido nunca más podrá dormir así!»

Usted dijo: «… una neurastenia algo aguda. Posee un sistema nervioso que un simple cambio de luz ya desequilibra». ¿Comprende, ahora, lo que me enfermaba, Roger? Al regresar, en septiembre, fui a nuestro café. Para revivir el primer día detalladamente, para acabar de envenenarme. Volví a casa de ella: para contemplarla desde el exterior, para sufrir. Los árboles empezaban a dorarse. Volví a la pensión en la que viví, viví de verdad, durante tres meses: sin angustia, sin desconfianza, segura de todo: de él y de mí.


DE MI DIARIO

A veces siento verdadera ansia de que alguien me quiera de verdad y mucho. Pero ese alguien sólo puede ser Màrius en la época en que fuimos felices.


Dije a Elvira: «Esta tarde regresaré tarde, pero en cuanto llegue dígale a Màrius que lo llaman al teléfono». Ya había dejado en la estación mi maleta pequeña con el vestido de gasa negro y los zapatos que compramos en Venecia. Màrius entró. Inmediatamente Elvira le dijo:

—El teléfono, para usted.

—Voy.

Hubiera deseado poder contemplarlo durante un rato largo, pero apenas tuve tiempo de verle de espaldas saliendo del comedor. Sin ningún tipo de escrúpulos cogí la cartera y huí. Todo cuanto he dejado atrás no existe: ni mi casa, ni mi marido. Absolutamente nada.

Estoy en la habitación número 12 del Hotel de Levante. Llegué a medianoche. La habitación no estaba libre. No he podido ocuparla hasta esta mañana. La espera me ha permitido pasear, escribir. Es como si pasara unas breves vacaciones. He visto el paseo de las glicinas y su chalet. Lo he reconocido porque su nombre está escrito con letras doradas, en un pilar, a la derecha de la verja. Antes de morir, tendida en la cama, me esfuerzo por oír las voces del hombre y de la mujer que se amaron en este decorado modernista. Conozco la voz de la mujer, la de él es de las más familiares a mi oído. Ella le decía: «Amor mío». Él me hacía decirlo a mí, a oscuras, para poder imaginarse que era ella quien se lo decía. En el cabezal de la cama, hay dos lirios que se entrecruzan. Dos lirios enormes. En la parte superior del armario de luna también hay lirios, y en el respaldo de las sillas. He tenido la suerte de que, cerca de mí, había un sillón forrado de terciopelo granate, descolorido y con los brazos ligeramente raídos. Me he sentado y he cerrado los ojos. Tengo todas las cartas en mi falda. Todas. Las tres primeras también. Cuando salí a la calle, con la cartera en la mano, me eché a reír. Ahora también tengo ganas de reír, con una risa fresca y sana. Y todo me produce risa: ellos, yo y mi suicidio lamentable, pasado de moda. El hecho de que alguien nos haga sufrir debería precipitarnos a la muerte automáticamente. Estoy sola con las cartas en la falda, entre lirios de madera y un odio casi mayestático. Me he puesto el vestido de gasa negro para morir, y los zapatos que tanto aprecio, con piedras verdes incrustadas en los tacones.

Me he levantado y me he contemplado en el espejo: lo he llenado de oscuridad. Mi traje de novia, vacío, como una nube deformada, seguido de un ramo de rosas frescas, ha cruzado la superficie pulida despacio, muy despacio. Enseguida he reaparecido en el espejo, yo, el verdadero fantasma que soy. El fantasma ha pensado: es una lástima que esta chica muera.

He leído las cartas, una a una, por orden, concienzudamente. Todas ridículas, como el amor. Una habla de Italia, de Florencia, de los sagrados días de Pisa; y de Venecia. Cómo me he reído… Con las mismas ganas que cuando, de repente, atascada en una lección, descubría que el profesor llevaba la corbata sucia o tenía cara de hambre. Mi viaje de luna de miel fue como una peregrinación a Tierra Santa. Milán, el lago de Como. Pisa. Florencia… ¡Oh!, olvidaba Venecia. Señores, el agua, llena de historia, no es transparente, no, señores, es como un ópalo y desfigura los rostros de quienes se contemplan en ella. No hago literatura, señores, vayan a Italia: con la amante, con la esposa…, hay espejos para todos los rostros. El agua, señores, se desliza para todos.

Roger, cuando reciba este manuscrito y el paquete de cartas habré muerto. Devuelva las cartas a Màrius: no falta ninguna. Dígale que cuenta con todo el menosprecio de una chica de veinte años. No. No se lo diga, ya lo sentirá. Sé que estas cartas le quemarán las manos. Es cuanto deseo.

FIN DE
VEINTIDÓS CUENTOS