Las presentes anotaciones corresponden a la transcripción de las páginas manuscritas encontradas en la celda de Diego Martín C. tras el incendio que tuvo lugar la madrugada del 14 al 15 de septiembre de 2011, motivo de la presente instrucción. Se ha contado con la ayuda de un grafólogo forense para descifrar la letra y ser fiel, en la medida de lo posible, al texto original. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que buena parte del manuscrito desapareció en el incendio. Diego Martín empezó a redactarlas probablemente a principios del mes de enero de ese mismo año 2011.
No voy a engañarte, todo lo que has oído sobre mí, y aun lo que no has oído, es cierto: secuestré a Martin Pearce, lo metí en el maletero de mi coche y conduje más de mil kilómetros hasta la Casa Grande. Una vez allí lo torturé durante tres días con sus largas noches y el 11 de noviembre de 2010 lo maté disparándole dos veces en la cabeza. Después llamé a la policía y me senté a esperar.
Pero esa no es toda la historia. Ni siquiera es una parte fundamental.
Lo primero que debes saber sobre mí es que desconfío por instinto de las mayúsculas. Especialmente de la Verdad. Se le suele dar mucha importancia a esa palabra, pero todos juegan con ella como niños con una copa de cristal: la manosean, la comprometen y la traicionan sin comprender ni su fragilidad ni su valor. La mayoría no sabe qué hacer con ella, de modo que fingen que no existe, a menos que puedan cambiarla por otra más conveniente. En cuanto a los que la empuñan y la revelan como si fueran portadores de la Llama Sagrada, me repugnan: se dan golpes de pecho, afirman que contar la Verdad es un acto de generosidad, pero a mí me parece que ofrecer lo que no se ha pedido no es generosidad, es egoísmo.
Dicen que toda historia tiene un principio y un final, cuando en realidad somos nosotros los que elegimos un momento para empezar y otro para terminar nuestro relato. Escribir es una forma de ordenar y de dar sentido a aquello que no lo tiene; acotamos el infinito en unos corchetes de tiempo. Y también en este caso preferimos la versión que nos favorece, aunque deberíamos admitir que pocas historias son realmente extraordinarias cuando se observan desde la perspectiva adecuada; lo que ocurre es que las defendemos con uñas y dientes porque son lo único que tenemos. Somos lo que contamos de nosotros mismos, y en el relato somos mejores que en la vida.
Antes de matar a Martin Pearce, yo era un profesor universitario que acababa de sobrepasar los cuarenta, un tipo gris sin nada peculiar. Mi vida debería haber seguido su derrotero hasta un final anodino, pero en algún momento eso cambió.
Tal vez todo empezó cuando tenía doce años. Mi abuelo Simón se estaba muriendo de cáncer, aunque yo todavía no lo sabía. Me pidió que saliéramos a dar un paseo por el parque de la Guineueta. Recuerdo que hacía frío, y las hojas muertas quebrándose bajo los pies. En el parque había un estanque artificial y en el agua sucia flotaban desperdicios, bolsas de plástico y colillas. No había mucha gente paseando por los alrededores y me pareció un sitio triste. Mi abuelo se apoyó en la baranda que bordeaba el estanque. Parecía fatigado. Lanzó un hondo suspiro y sacó del bolsillo un anillo con una piedra negra engarzada.
—La felicidad nunca es como uno la imagina —dijo.
Estuvo acariciando el anillo un buen rato, y yo pensé que iba a revelarme un gran secreto, pero simplemente lo dejó caer al estanque y me miró con lástima, como si no pudiera ayudarme.
—Espero que no te jodas la vida como hemos hecho todos los hombres de esta familia —añadió. Y luego me dijo que volviéramos a casa.
Ese sería un buen principio.
O tal vez podría comenzar mi historia antes, cuando tenía diez años y mi familia bajó de la montaña para instalarse en la calle de las Torres. Fue la primera vez que vi agua corriente y mi padre estranguló con sus propias manos a mi perro.
También podría buscar un escenario más sofisticado, saltar a los treinta años, en la Ópera de París, el verano de 1998, la noche en que me emocioné hasta el llanto durante el segundo acto de Madama Butterfly y al girar la cabeza para compartir mi emoción descubrí a la mujer de la que creía estar enamorado durmiendo con la boca abierta y un pelo enorme saliéndole de la nariz.
No importa por dónde empiece. Ninguno de estos principios explicará por qué un hombre considerado por todos un tipo realmente afortunado decide secuestrar, torturar y asesinar a un joven de veinticuatro años con el que parecía tener tanta afinidad. Nadie sabe por qué lo hice. Todos esos policías, jueces, abogados, periodistas y médicos son como conejos paralizados en medio de la carretera por los faros de un coche; para ellos no hay un antes ni un después, solo esa imagen de pavor. El asesino. El culpable.
Asesino. Las palabras son eufemismos que ofrecen una imagen difusa de lo que soy. Por eso he decidido utilizar las mías y escribirte, ahora que todavía no existes. Porque llegarán las preguntas y no encontrarás respuestas. Y tal vez estos gramos de papel, todavía sin profanar, puedan ofrecerte un camino, o al menos ser una linterna con la que te adentres en el laberinto llegado el momento.
De todas maneras aquí no hay mucho más que hacer, excepto arañar mi sombra en las paredes.
Quieren convencerme de que esto no es una cárcel. Lo llaman Unidad de Evaluación Psiquiátrica, un lugar en el que te cuidan. Pero el engaño desaparece en cuanto suena el cerrojo.
El cerrojo es una realidad tangible. Quien lo abre y cierra controla tu destino. Esa es la diferencia entre un hombre libre y un hombre preso. Como otros antes, he sucumbido a la evidencia. He dejado de pelear contra lo que hay al otro lado de esa puerta —el mundo, su mundo— en la medida que he entendido que la intimidad es un lujo que ya no me pertenece. Si eres capaz de renunciar a la intimidad, las demás renuncias vienen solas: deja de importarte lo que hagan con tus orificios corporales, respondes a sus preguntas, sonríes cuando se espera que lo hagas y callas cuando se te dice, levantas los brazos, pegas la lengua al paladar superior, te tragas las pastillas, limpias tu cuarto y haces la cama. Esa rendición tiene sus ventajas, una confortabilidad a la que llegas a acostumbrarte. Como un perro atado a la cadena, dejas de luchar para vencer y empiezas a hacerlo para no ser vencido.
Ahora los carceleros y yo nos entendemos mejor. Me llevo especialmente bien con la enfermera Doris, la responsable de la enfermería. Diría que casi siento cariño por ella. No ha sido fácil apreciar su belleza paradójica, poco evidente, su parecido con Martha Graham en su declive. En una ocasión le pregunté si había visto alguna vez bailar a la Graham en Steps in the Street. Era una pregunta malintencionada, evidentemente; solo pretendía burlarme de ella, pero empezó a reírse a carcajadas, mirándome de arriba abajo como si yo fuera la mierda de una paloma sobre su bata azul.
—Oh, hice mis pinitos en ballet, pero mi profesora siempre me recriminaba que tengo la pelvis demasiado débil. Supongo que los cuatro hijos que he parido no estarían de acuerdo con esa afirmación.
La enfermera Doris tal vez no sea una Ruth Saint Denis o una Mary Wigman, pero nadie puede negar que tiene carácter. Es cierto que a veces parece que hablemos idiomas distintos, aunque, a diferencia de muchos necios, la imbecilidad de Doris no es malintencionada. Solo congénita.
Ha sido ella la que me ha convencido de que me ocupe de la biblioteca. Otro eufemismo más. No se puede ser bibliotecario de una biblioteca que no existe. Pero Doris es inaccesible al desaliento.
—Seguro que puedes hacer algo con todo esto.
«Todo esto» no es más que una lóbrega sala, sin luz natural ni ventanas, con unas cuantas estanterías desvencijadas, algunas cajas de libros cedidas por asociaciones o donantes particulares que podrían haber arrojado a la basura sin remordimientos, periódicos viejos, revistas descuartizadas, ratones disecados y manchas de humedad en los plafones del techo. Sin embargo, he hecho algunos hallazgos. Algunos tomos de las obras de Camus y unos ejemplares bellamente encuadernados de una enciclopedia de escritores clásicos. No está mal: Tolstói, Joyce, Pessoa, Milton, Baudelaire... El resto son novelas policiacas, varios diccionarios, guías de viaje, fascículos de historia.
Entre las cajas he dado con una llamativa lámina que recrea a un grupo de hombres mozabíes tomando té con sus típicos pantalones bombachos y sus gorros blancos. Las mujeres, apartadas en un rincón, observan la reunión sin participar en ella, ataviadas con la túnica ibadí propia del valle del M'zab. Se cubren por entero con una tela gruesa blanca en la que solo se permite una abertura en la capucha para el ojo derecho. Desconozco cómo ha llegado aquí, si la pintó algún interno hace tiempo. En cualquier caso, la he colgado en la pared, junto a la mesa que utilizaré como escritorio. Le da cierta prestancia a mi nueva responsabilidad.
Sin embargo, la enfermera Doris no parece muy convencida.
—Esa pintura, con esas mujeres tapadas, resulta más bien inquietante.
—Eso es porque al principio nos inquieta lo que desconocemos. Luego aprendemos a mirar sin prejuicios y entonces podemos apreciar las cosas de verdad... Lleva su tiempo.
A veces Doris me mira como si fuera una de esas mujeres de la lámina que concentran su visión en el único orificio de su capucha.
—Todo eso que dicen los periódicos, los medios de comunicación, no puede ser verdad. No creo que seas esa clase de hombre —dice, pensativa.
Prefiero sonreír, encogerme de hombros y alejarme de esa zona peligrosa. Sus torpes intentos de comprenderme solo terminarían en más confusión.
Le dedico tantas energías a la organización de la biblioteca para escapar de la náusea que siento casi todo el tiempo. Hay mañanas en que no puedo vestirme, ni comer, ni asearme. Soy como un bicho bola cerrado sobre sí mismo. No siento absolutamente nada, no me atraviesa pensamiento alguno, simplemente me quedo sentado tras la mesa de la biblioteca contemplando la lámina de los hombres mozabíes y las mujeres con la túnica ibadí. Solo percibo su presencia, siento su mirada entrando en mi carne como un cuchillo entra en la mantequilla blanda, invadiendo mi mundo.
Sigo preguntándome cómo es posible que mi vida haya cambiado de este modo.
Hay algunas cosas que debes saber acerca de Martin Pearce. Recuerdo un bar, a finales de junio. Estábamos sentados en la terraza. Martin me estaba hablando de una pintora americana llamada Linda Bucklin, y de repente se distrajo con una mosca que hacía equilibrios en el borde de su vaso con dos dedos de cerveza. Con un movimiento rapidísimo se las apañó para tapar el vaso con la mano y atraparla dentro. Sentía el aleteo desesperado de la mosca. «¿Cuánto tiempo resistirá antes de agotarse y caer a la cerveza?», me preguntó con una sonrisa que encerraba una seguridad perversa. La mosca se debatía inútilmente en el vaso porque no comprendía que su estúpida arrogancia, pasearse provocadora en el precipicio, segura de que era más rápida que la mano de Martin, la había conducido a su propia destrucción. «¿Qué opinas, debería apiadarme, dejarla escapar esta vez? Y si lo hiciera, ¿garantizaría su experiencia cercana a la muerte que no volviera a intentarlo? ¿El miedo queda impreso con suficiente nitidez en el cerebro de una mosca?»
Ese era el tipo de cosas que decía y hacía Martin Pearce. El tipo de cosas en las que pensaba. Y yo no veía detrás de la niebla. Me sentía fascinado por él, preguntándome si las moscas tienen traumas o sufren estrés postraumático. Esa clase de preguntas que se asoman peligrosamente a ese abismo, la locura, que hemos mirado todos los hombres de mi familia. La locura que nos acecha como una sombra, siempre a nuestro lado. Puedo llegar a enloquecer si no aíslo los sonidos que me rodean, si no los identifico y los coloco en el compartimento adecuado: la risa grosera del tipo con hocico de jabalí que se orina encima, la voz cargada de flemas del viejo que se pasa el día llamando a gritos a su madre, el llanto del gigante que se muerde las uñas y no las escupe, sino que las colecciona en el bolsillo y te las enseña como un preciado botín.
Todos esos sonidos están pegados a la pared lisa, fijados en el yeso, y es imposible escapar de ellos, dejar de oírlos.
Me asusta convertirme en un ser difuso, ni real ni irreal.
Hay un interno nuevo. Se llama Hernán y arrastra los pies con aire derrotado. Nadie sabe muy bien quién es ni lo que ha hecho para estar aquí. Es callado y eficiente, calcula cada gesto antes de ejecutarlo. Tiene una quemadura llamativa en el lado derecho de la cara. Cuando entra en la biblioteca y me pregunta si puede echar una ojeada, la piel que bordea el cráter de su quemadura se encarna.
—Ten cuidado —le advierto medio en broma—, algunos libros son plantas carnívoras de aspecto inofensivo.
Me mira sin entenderme. Lo dejo curiosear, observándole de reojo. Es cuidadoso al coger un libro, leer el lomo y pasar algunas páginas antes de devolverlo al estante. Un par de veces me devuelve la mirada con una sonrisa tímida a la que no correspondo.
—¿Qué me dice de este? —me pregunta con un ejemplar bastante maltratado de Fausto.
—«Atreveos a hacer cosas que otro tan solo se atrevería a rozar durante muchos años.» —Observo su conjetura prendida en los labios y su mirada, desconcertada—. Es un poco pronto para atreverse con Goethe. Mejor busca otra cosa.
Elige una de esas novelas sobre psicópatas muy inteligentes y despiadados. No puedo evitar entristecerme, imagino mi encierro igual que la Clawdia Chauchat de La montaña mágica en el sanatorio de Berghof. Allí estaban acostumbrados a recibir pacientes de cierta clase y al personal se le exigía un decoro casi novelesco y una cultura libresca. Cualquiera podía ser un personaje de tragedia griega, incluso el camarero más miserable o el encargado de vaciar las letrinas. Aquí, en cambio, me siento igual que una fiera exótica, enjaulado para disfrute de los cretinos que me juzgan sin entenderme. ¡Me entran ganas de morder sus gargantas!
A veces esa sensación de laxitud extrema desaparece, de la misma forma que ha llegado, y entonces me siento otra vez poseído por una energía increíble, me invade una necesidad de actividad que hace que me multiplique: me vuelvo extraordinariamente locuaz, me río con cualquier nimiedad, cambio todos los libros de sitio, limpio obsesivamente los lomos, escribo como si me poseyera un demonio, arrugo folios y vuelvo a empezar. En esos períodos es cuando cuido más la higiene, me cepillo seis, siete veces al día los dientes, me obsesiono con la cera en los oídos o con la suciedad invisible debajo de las uñas, me recorto minuciosamente la barba como solía hacer, incluso me visto como si todavía tuviera que ir a mi despacho en la universidad. Estoy en todas partes a la vez y me acucia la impresión de que me falta el tiempo.
Hasta que vuelve el desánimo anterior, y así cíclicamente. Dicen que soy un depresivo ciclotímico. El doctor Norton y los expertos forenses discuten para dar con un diagnóstico en mi presencia. Usan un lenguaje críptico, como alquimistas, pero no hay nada nuevo en lo que dicen; solo cambia la terminología, del mismo modo en que cada cierto tiempo se remoza el muro exterior de esta cárcel para que parezca menos vieja y más humana. Norton me observa como si padeciera algo semejante a la peste, incurable y definitiva. Hace que me sienta como esas mujeres cúbicas, extrañas y desmembradas de los cuadros de Fernand Léger que también le gustaban a Martin Pearce. Recuerdo lo que me dijo cuando le enseñé la reproducción de Deux femmes tenant des fleurs. Estuvo observando esas figuras mucho rato, muy serio y concentrado. Se volvió hacia mí y movió la cabeza con tristeza.
—Solo somos cristales rotos, ¿verdad? Algo que no puede volver a estar entero.
Hoy ha habido un incidente en la biblioteca. He pillado a un tipo cagando entre las estanterías del fondo. Se estaba limpiando el culo con la primera página de Du côté de chez Swann. Cuando he logrado detenerle ya era tarde: más allá de «Longtemps, je me suis couché de bonne heure», la mierda hacía ininteligible el resto del texto. Y entonces toda esa rabia que aparece cada vez que algo grosero agrede a la belleza me ha enfurecido tanto que he intentado obligar al pobre capullo a comerse a Proust entero, y lo habría logrado si no me hubieran reducido los celadores.
Sí, también soy propenso a la cólera. Como mi abuelo, como mi padre. El menor incidente llega a causarme una insoportable tensión emocional, y entonces aparece este molesto eccema. Suele empezar en el brazo, a veces en el codo o en la muñeca, y no tarda en extenderse por todo el cuerpo, hasta el punto de que, cuando la crisis es más aguda, tienen que atarme las manos para evitar que me haga sangre.
Así es como reacciono ante el miedo o la cólera (a menudo emociones tan ligadas). La primera vez que Rebeca me vio así no se asustó como cabía esperar. Apenas nos conocíamos, era nuestra segunda o tercera cita, estábamos sentados a la mesa de un restaurante del Upper East Side. Rebeca se había presentado con un amigo, un tal Robert, poeta que había sido reseñado en The New Yorker. El tipo, que podría haber sido su padre, me cayó mal desde el primer instante. Arrogante y banal, se creía una simbiosis de Bukowski y Paul Auster. Mientras hablaba de lo humano y de lo divino igual que un oráculo, se concentraba en quitar la gruesa piel de una patata al horno utilizando el cuchillo como un escarpelo. Parecía estar operando a la patata a vida o muerte. Llevaba una camisa a cuadros y debajo una camiseta con la palabra «Lithium». Le pregunté por qué llevaba esa camiseta y me apuntó con el cuchillo, mirándome como si yo fuera un necio. Quería ponerme en evidencia delante de Rebeca, probablemente ella le gustaba y no alcanzaba a entender que hubiera preferido a un profesor español —ni siquiera era capaz de situar España en un mapa de Europa—, aburrido, como yo. Aquel tipo estaba acostumbrado a que le escucharan y no le replicaran. Sus ojos se dirigieron hacia el resto del restaurante, como si los clientes fueran su audiencia: «¿Por qué es una locura aspirar a construir la propia identidad? Nadie está dispuesto a apoyar esa legítima aspiración». Y volvió a pelar su patata con un aire de triunfo apenas disimulado. Entonces empecé a sentir el picor por todas partes y el deseo de arrancarle la cabeza a aquel imbécil.
—No deberías jugar con lo que no conoces, ni banalizar la enfermedad mental —repliqué, sin poder contener apenas el temblor de los labios.
Me di cuenta de que Rebeca me observaba de reojo, me sonrió y me estrechó la mano bajo el mantel. Su mano, firmemente sujeta a la mía, logró tranquilizarme.
Rebeca y yo nos conocimos en un posgrado en la Universidad de Pace en el otoño de 1998. Ella había llegado desde Barcelona para ampliar su tesis sobre Valentin Sokolov y yo era un ambicioso profesor invitado por la universidad para dictar un posgrado sobre Dostoievski. Nos separaban más de una década y todo un mundo de clases y relaciones sociales. Ella era rica y no se preocupaba por el futuro; yo apenas estaba empezando a labrarme el mío y me aferraba a él con fuerza. Pero parecía que ambos habíamos encontrado lo que el otro necesitaba. Yo siempre he deseado lo que no se puede tener y ella era un desafío continuo: inteligente, intransigente, divertida, culta y la mejor amante que había tenido. En cuanto a lo que ella encontró en mí, es difícil de saber. Tal vez se enamoró de los instantes: de las tardes en un café de Harlem, de la plenitud de la nieve sucia amontonada en el embarcadero de Coney Island, sentados los dos en Nathan's con un perrito caliente bajo un cielo denso. Todavía escucho el sonido metálico de la noria Wonder con las cestas vacías cubriéndose de blanco y la montaña rusa Cyclone con su entramado y la sirena del transbordador de fondo. Me gustaba la sensación de frío en las manos, cuando casi no notaba la punta de los dedos y Rebeca me encendía los cigarrillos. Su ropa olía a tabaco Camel (que era lo que fumaba entonces), su aliento a gin Rickey (que era lo que bebía) y su piel ligeramente a Allure Sensuelle (el mismo perfume que sigue utilizando). Esos tres aromas bailaban debajo de mi nariz cuando la estrechaba entre mis brazos y el cuello alzado de mi abrigo rozaba sus mejillas heladas. Le gustaba hablarme en susurros y a mí me gustaba escucharla, me dejaba mecer por su voz tranquila, sin perder de vista los juegos del viento con los copos de nieve, que caían sin prisa y se alzaban violentamente en repentinos remolinos antes de tocar la arena.
Nos casamos un año y medio después, en la casa de veraneo que sus padres tenían en la isla de Formentera. Estábamos profundamente enamorados. Y sinceramente engañados. Rebeca tenía ya una hija de una relación anterior, Ana. Tenía seis años y una mirada tan intensa que era inevitable apartarse de esos ojos que parecían tan prematuramente sagaces. Ana me dejó claro desde el principio que yo no le agradaba, y que debería esforzarme si aspiraba a ganarme su cariño. Nunca supe mucho de su padre. Rebeca solo me dijo que había desaparecido una noche entre las sombras sin vuelta atrás y me aseguró que ni siquiera ocupaba un minúsculo espacio en su memoria. Sabía que me mentía, ella no es la clase de persona que se deja sorprender por la vida, pero decidí creerla. Cualquier cosa que Rebeca decía estaba cargada de significados enigmáticos, y sus palabras eran fruto de una inteligencia y una sensibilidad admirables. A veces era irresistible la tentación de meter la mano en sus bragas mientras le pedía que siguiera hablando de lo que fuera. Su expresión entre el pudor y el deseo me enloquecía.
Ahora, todo eso parece una invención. Algo que le pasó a otro, no a mí. Martin Pearce también me arrebató eso, mi vida. Cuando extiendo la mano y la busco, solo encuentro arena entre mis dedos.