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Unidad de Evaluación Psiquiátrica

De las notas de Diego Martín

Todo hombre tiene un propósito o lo busca. Mi abuelo Simón decía que sin un horizonte al que llegar, el ser humano no es capaz de moverse. Él no hablaba mucho, así que cuando lo hacía todos teníamos la impresión de que decía cosas importantes. Nunca se dirigía a nadie en concreto, lanzaba su frase como si sembrara el aire con palabras y luego se quedaba contemplando cómo caían sobre los demás. Nunca se quedaba a verlas crecer.

No sé cuál fue el objeto de la existencia de mi abuelo, aparte de su Datsun. Nunca supe lo que pensaba de nosotros, o de su esposa, o de sus hijos. Tal vez era como una sombra que necesitaba una pared para existir. Quizá comprendía demasiado bien que la mayoría se siente incómoda con la complejidad de la realidad, que el mundo prefiere soluciones sencillas, principios claros: el Bien. El Mal. La Verdad. La Mentira. El Amor. El Odio.

Una vez lo vi desnudo. Estaba girando la rueda del volumen del televisor. Acababan de asesinar al presidente del Gobierno, el almirante Carrero Blanco, y las cámaras enfocaban la estrambótica posición en la que había quedado el vehículo oficial. La onda de la explosión lo había lanzado por los aires, yendo a caer a la azotea de la casa profesa de los jesuitas. Mil ochocientos kilos. Mi abuelo movió la cabeza. «Un Dodge 3700. Buen coche, lástima.» Recuerdo sus piernas abiertas y la bolsa testicular arrugada, con la toalla al hombro. La piel curtida y oscura, y una terrible cicatriz que le cruzaba la espalda. Debía de tener dolores tremendos, pero nunca expresaba sufrimiento alguno. Si acaso, de vez en cuando, gruñía un poco y tensaba el cuerpo mientras apretaba los párpados. Con ese filo de dureza marmórea suya. «El dolor no es nada. Hay que aguantarlo y seguir siendo algo más que eso.»

Mi padre heredó esa clase de estoicismo. No soportaba el patetismo ni el drama. Solía abroncarme cuando yo llegaba a casa con la camisa rota y un ojo amoratado porque los matones de la escuela me habían acorralado para darme una paliza. «Cómete los cojones y aguanta.» Quería que fuera como él. Un tipo duro, capaz de partirme la cara con cualquiera. «No te metas con nadie, pero si alguien te busca que te encuentre» era su lema, y yo tenía que vivir bajo sus reglas. Él me consideraba un cobarde y me despreciaba por ello, y yo me despreciaba a mí mismo por no ser lo que él quería que fuera. Dejaba que me partieran la cara un día sí y otro también y volvía a casa y me encerraba en el baño para que no me viera los labios amoratados; me enjuagaba la sangre y lloraba sentado en la taza del váter tapándome la boca para que no me oyera.

—¿Quién te ha hecho eso? —me preguntó mi abuelo aquella noche de diciembre de 1973, mientras los bomberos de Madrid buscaban en el amasijo de hierro a Carrero Blanco. Yo tenía cinco años, no debería recordar los detalles con tanta precisión. El moratón en el pómulo. Estuve tentado de decir la verdad. Pero al final dije lo que tenía que decir, que me había tropezado, que me había caído en una zanja llena de zarzas y piedras. Mi abuelo no dijo nada, se rascó debajo de los testículos y se volvió hacia el televisor.

—Barreiros hace buenos coches, pero mejores camiones.

Dos días después yo remontaba la cuesta de la higuera. Estaban allí, los gitanos que me esperaban siempre. Era como el paso de una aduana, no podía sortear la madera y el bidón en medio del camino a menos que diese un largo y peligroso rodeo por el barranco. Tendría que volver a pelear, y al final me darían una paliza y registrarían mi bolsa, como de costumbre. Pero aquel día me dejaron pasar sin mirarme a la cara. Uno de ellos tenía una marca junto a la oreja, como si le hubieran cortado con una navaja.

Mi abuelo limpiaba el capó de su Datsun, silbaba. Todavía no sabía que dentro de poco se moriría la abuela. Me miró de reojo.

—El dolor no es nada. Y un hombre sin coraje tampoco. Cuando encuentres tu misión encontrarás tu valor.

No siempre era así. Casi nunca lo era, en realidad.

De joven, mi abuelo era muy de cinturón, no le gustaba pegar con la mano, y eso que era albañil. Pero albañil de los finos (¡le oí repetir eso tantas veces!), de los que mandaba hacer el trabajo sucio a los peones. Lo suyo era enrollar en los nudillos el cinturón de piel, dejando unos veinte centímetros de vuelo para la hebilla, y dar latigazos de arriba abajo con la zurda. A nosotros ya no se atrevía a tocarnos, pero recuerdo una ocasión en la que cometí el error de colarme en su garaje y sentarme al volante de su coche, el Datsun de color blanco, al que mimaba más de lo que mimó a nadie en toda su vida, incluidos sus fastidiosos nietos. Aquel coche, al que teníamos prohibido acercarnos, era lo más parecido a una nave espacial. Yo me atreví a sentarme al volante e hice sonar el claxon, con lo que llamé su atención. Bajó las escaleras como si hubiera un incendio y me sacó del coche con un tirón que casi me desencajó el hombro. Me dio una bofetada, gritándome una sarta de sandeces e insultos. En aquel momento apareció mi padre y lo agarró por la muñeca con tal violencia que lo hizo caer al suelo. «Si tocas a uno de mis hijos, te mato.» No he olvidado la mirada de mi padre ni la expresión en el rostro de mi abuelo. La mirada de un viejo que ya solo puede ir de derrota en derrota.

El dolor no es nada. Y, sin embargo, es al menos la mitad de lo que nos habita. Creo que al final de su vida estaba convencido de que esas sombras salidas de la cueva del monte Mocho le perseguían; se le aparecían cada noche para recordarle lo que había hecho: aquel chico que había entregado a la policía por la pintada sabiendo que era inocente, aquella mujer con el bebé en brazos, aquellas sombras que se ocultaban en lo profundo de la cueva. Él jamás pedía perdón. Y, sin embargo, suelo pensar que cuando su coche se despeñó en las curvas del Garraf, no se suicidó, ni fue un accidente; imagino que fue el fantasma de aquel muchacho inocente el que giró el volante en la curva del precipicio mientras los otros fantasmas veían impertérritos despeñarse el coche, dando tumbos, hasta quedar con las ruedas girando en el vacío a pocos metros del mar.