10

Unión Soviética, 1941-1943

Los árboles más altos todavía ardían, iluminando la noche como teas gigantes. Algunas ramas estallaban como granos de pus, lanzando esquirlas candentes que caían al agua y se extinguían con un silbido humeante. Detrás de la cerca estaban despanzurrados los animales que no habían podido escapar de las bombas incendiarias: gallinas, perros, un cochino... Todos petrificados, los cuerpos rígidos como si una lengua de lava les hubiera pasado por encima.

—Esto no es cristiano —se santiguó el alférez, besando la estampa bordada de la Virgen que llevaba cosida bajo la solapa del uniforme.

Simón escupió en el suelo y se acercó al prisionero ruso, atado a una estaca.

—A tu jefe no le gusta el olor de carne quemada —dijo el ruso en un español trabado con algunas palabras en italiano.

Simón encendió un cigarrillo y miró de reojo a su jovencísimo oficial. «Alférez provisional, muerto permanente», rezaba el dicho de la tropa. Aquellos oficiales que les mandaban de la SEU tenían mucho entusiasmo, muchas letras, se conocían todos los discursos de José Antonio, podían sumar, multiplicar y hasta construir un puente con sus fórmulas matemáticas, pero no tenían estómago para lo que se les venía encima, y las escasas semanas de instrucción en España y en Alemania no iban a dárselo. El alférez ya podía dejarse barba y encomendarse a su Virgen, o lucir orgulloso el yugo y las flechas en el bolsillo de la guerrera incumpliendo las ordenanzas alemanas, podía leer cada noche su Biblia de Acción Católica y creerse un hijo del profeta Jeremías..., si no espabilaba pronto iban a mandarlo de vuelta a España dentro de un saco.

—Estáis jodidos si esos son vuestros líderes —dijo el prisionero ruso.

Simón le lanzó una mirada de desprecio.

—¿Y quién no lo está en esta mierda? A ti no te va a ir mejor con Stalin, por muy comisario político que seas. De hecho, la mierda te va a llegar a la boca cuando te entreguemos a la policía militar alemana.

De todas maneras, el ruso tenía razón. Ni siquiera en España había visto tanta demencia y tanta crueldad. Allí no quedaba nada justo ni heroico. Todo era sucio y desesperado. Atrás quedaba la euforia de la despedida en Madrid a mediados de julio y el discurso de Serrano Suñer desde el balcón de la sede de la FET, en el que les prometió que antes de Navidad estarían en casa cubiertos de gloria. Incluso el ministro del Ejército, el general Varela, quien tanto odiaba a los falangistas, estuvo allí para arengarlos y recordarles la deuda de honor que España tenía con la historia. El mismísimo Caudillo les envió un mensaje a través de las ondas y su vocecilla, incapaz de emocionar, parecía vibrar al conminarles a ser el orgullo del soldado español y recordarles que España no podía faltar a su destino ahora que el mundo les observaba.

Al principio la campaña parecía ir bien, aunque cuando cruzaron la Francia ocupada hubo gente que escupió e insultó al convoy sin que los soldados alemanes apostados en las estaciones hicieran nada para reprimir esas manifestaciones. La cosa cambió en Alemania, el camino hasta el centro de adiestramiento en Baviera fue un paseo triunfal. Ahí pensó que quizá fuera verdad que aquello acabaría rápido y de la mejor manera. No tenía motivos para arrepentirse, era la primera vez que viajaba al extranjero y todo le asombraba: las aldeas por las que pasaban, las carreteras asfaltadas y kilométricas, el orden de las calles, las fábricas, la radio, los tranvías, los coches, el bullicio de las ciudades. Además, las mujeres alemanas accedían a hacer cosas que en España a un hombre ni se le habría ocurrido pedir —o exigir—, y el hecho de no entender su idioma facilitaba las despedidas. También tenían buenos cigarrillos, y si bien el rancho era repugnante, había más abundancia que en España. Desde luego había que reconocer que, en materia de intendencia, los alemanes sabían hacer las cosas: uniformes de factura impecable, botas bien forradas, armas que funcionaban suavemente y con precisión —como esas MG capaces de barrer a un pelotón entero—, munición, infraestructuras y una organización prusiana. En el bolsillo del abrigo conservaba el manual que les habían entregado en el campamento de Grafenwöhr para instruirlos en los usos del ejército alemán y también para que conocieran a su adversario, el Ejército Rojo. Era un librito lleno de palabrería que Simón no entendía pero en el que quedaban claras algunas cosas: se enfrentaban a un enemigo colosal, y su hazaña sería recordada por la humanidad por los siglos de los siglos.

Aquella era la clase de gloria que había ido a buscar a Rusia. Para eso se había alistado.

Debería haber sospechado que algo iba mal cuando les hicieron bajar de los vagones de transporte en Suwalki, en la Polonia ocupada, para seguir a pie hasta el frente. Una marcha de cincuenta y tres días, mil kilómetros, cargando con treinta kilos de equipamiento individual, arrastrando toneladas de material bélico por caminos embarrados y carreteras heladas en carromatos tirados por caballos. Los pocos vehículos que había, requisados a los civiles, se averiaban a los pocos kilómetros y eran abandonados en las cunetas, para pena y desesperación de Simón, que había soñado que tal vez podría servir, si no como tanquista de un Panzer, al menos como chófer de la plana mayor en un flamante Benz o como enlace en una motocicleta. Ni siquiera le dieron una bicicleta, y los pocos caballos disponibles apenas tenían adiestramiento militar. El grueso de aquellos animales había sido requisado en Serbia y estaban habituados a usos domésticos, muchos eran muy asustadizos y reventaron a causa del esfuerzo. Además, la mayoría de los divisionarios no habían visto en su vida un caballo de verdad y no tenían ni idea de cómo tratarlos.

—En España solo van a caballo los señoritos. Nosotros andamos con mulas.

Los oficiales alemanes de enlace se desesperaban con aquella falta de pericia en el cuidado de los animales, que enfermaban o se lesionaban con pasmosa facilidad. Hubo faltas de disciplina que casaban poco con el carácter teutón, y al cansancio y el malhumor se sumó la tensión permanente del combate: a medida que se acercaban al frente empezaron las emboscadas y atentados en la retaguardia. En Minsk, durante el reparto del rancho, la compañía de Simón había perdido a catorce hombres sin disparar un solo tiro. Alguien pisó una mina oculta en la cuneta causando el caos. Muchos enfermaron, y algunos hombres que excedían la edad militar no pudieron soportar el ritmo de marcha y fueron repatriados.

Para cuando llegaron a Grigorovo, cuartel de la División Azul, los ánimos ya no eran los mismos que al salir de España.

 

 

La guerra que se suponía que iba a durar seis semanas iba ya para el cuarto mes de ofensiva y los rusos no daban señales de hundirse. Al contrario, empezaban a contraatacar cerca de Leningrado. Simón ya se había olvidado de un regreso temprano y triunfal a España. Ahora tenía otras preocupaciones. Para empezar, no tenía ni idea de adónde les había llevado el alférez. Supuso que no andaban lejos de la cabeza de puente, en algún lugar al este del río Vóljov, al norte de Nóvgorod. A pocos metros, el alférez se desgañitaba por radio y consultaba las cuadrículas de un mapa. Ni siquiera sabe dónde tiene la mano derecha, pensó con amargura Simón.

—La noche rusa es larga, ¿verdad? —se burló el prisionero—. Es eterna y terriblemente hermosa. Los bosques se vuelven sólidas amenazas. Cada sombra, un enemigo. La noche rusa se come cualquier esperanza y hay que atarse los pies para no huir. Aunque no hay adónde huir. Lo más probable es que acabéis muertos de frío, ahogados en el río o abatidos por un francotirador.

Simón le dio con la culata del fusil en el hombro.

—Largas mucho en español.

El comisario político se enderezó doliéndose del hombro.

—En vuestra guerra aprendí otras cosas, además del idioma.

—Pues a ver si eres tan suelto de lengua con los alemanes. Sobre todo cuando te la corten y te la metan en el culo, o cuando te arranquen los dientes uno tras otro.

En el cañaveral un caballo relinchaba lastimosamente. Tenía las patas delanteras abiertas y media cabeza abrasada por el fuego, y trataba inútilmente de ponerse en pie. El ruso lo contempló con piedad. De pronto su rostro arisco cobró un aire infantil.

—Remátalo. No hay motivo para que sufra así.

Simón se encogió de hombros. ¿A quién coño le importaba un caballo moribundo cuando todo el campo apestaba por el hedor de los campesinos muertos que flotaban en el canal? A esos no los había matado una bomba o un obús de artillería. Tenían las manos atadas a la espalda y los habían torturado antes de dispararles a quemarropa en la nuca. Posiblemente eran judíos, refugiados bielorrusos, ucranianos o polacos. También habían visto a partisanos ahorcados en los árboles. Eso significaba que las SS ya habían peinado la zona.

—¡Que alguien haga callar a ese caballo! —gritó de repente Marcelo, saliendo de una de las granjas en ruinas, fajando la camisa en los pantalones y con la guerrera abierta.

Simón descolgó con desgana el máuser del hombro y disparó a bocajarro en la cabeza del animal. Se hizo un silencio extraño. Simón y el prisionero ruso intercambiaron una mirada.

—¿Queda alguien vivo? —preguntó Marcelo, con la respiración todavía alterada y un brillo en los ojos que se iba apagando poco a poco.

Simón lo estudió de arriba abajo, negando lentamente, con una mirada de reproche.

—¿Tienes algo que decir? ¿Algún sermón que soltarme?

Simón señaló la cabaña de la que Marcelo acababa de salir.

—No somos animales, Marcelo. Lo que estás haciendo va contra el reglamento.

La circular de campaña de Muñoz Grandes era clara: cualquier acto de brutalidad contra la población civil sería duramente castigado.

—Que venga aquí ese general y me lo cuente. A él no se le están helando los cojones como a nosotros. Él está bien servido en el Cuartel General, pero aquí nos buscamos la vida —farfulló Marcelo.

Simón sabía que era inútil tratar de razonar con él. Solo había que observarle —la botonera de la entrepierna abierta y los arañazos en el cuello— para comprender que las órdenes eran papel mojado. Aquella brutalidad los estaba cambiando a todos. O tal vez solo mostraba lo que cada uno era en realidad. Marcelo tenía los ojos cubiertos de un permanente remolino. Algunos susurraban que se estaba volviendo loco. Sin embargo, contaba con el respeto de la tropa y de los oficiales, incluso los alemanes lo habían propuesto para una condecoración. Nadie negaba su coraje, a veces suicida, y todo el mundo procuraba estar a su lado cuando las cosas se ponían feas. Incluso el alférez le cedía la iniciativa a la hora de atacar una trinchera o de defender una posición y hacía la vista gorda con abusos como el que acababa de ocurrir en la granja derruida.

Simón tampoco era el mismo. Seguía luchando y cumpliendo órdenes con la ejemplaridad de antes, no se mostraba cobarde ni rehuía el peligro, pero al pasar por algunas ciudades había visto aquellas columnas de muertos andantes, los judíos; había visto cómo los trataban los guardias, cómo los apaleaban hasta matarlos, jugaban con ellos, los torturaban de un modo miserable. Cerca de una ciudad se había cruzado con una de aquellas caravanas de espectros, y cuando quiso dar de beber a una mujer de su propia cantimplora se produjo un altercado con los alemanes. Hubo insultos y amenazas mutuas, y la discusión se solventó por la vía expeditiva: el oficial alemán al mando de los judíos le descerrajó un tiro en la cabeza a la mujer que había bebido de la cantimplora, manchando la guerrera de Simón con sus sesos. Se encontró también con las columnas de esclavos en las carreteras, seres infrahumanos, prisioneros polacos y rusos que trabajaban hasta la extenuación sin una pizca de esperanza o de piedad. Simón no era un idealista y nunca se había hecho ilusiones sobre lo que cabe esperar de un ser humano, pero aquella violencia extrema y cotidiana tenía algo que iba más allá de la guerra. Era puro odio y ponía a prueba la cordura de todos.

Fue a quejarse ante el alférez. Aquello no estaba bien. Los civiles no tenían por qué pagar las consecuencias de una guerra que no habían pedido ni empezado.

—Si los tratamos como botín de guerra, no somos soldados, somos piratas. ¿Su Virgen no tiene nada que decir al respecto?

En aquel paisaje desolado, el alférez parecía un espectro.

—¿Acaso quiere usted dar parte? Aquí no hay sitio para los bocazas. Se mueren muchos con una bala perdida y nadie hace preguntas.

Simón no era un héroe.

—No quiero dar parte, mi alférez.

—Pues vuelva a lo suyo, Simón. Marcelo es un héroe, ¿entiende? Necesitamos hombres como él para ganar esta guerra.

A fin de cuentas, Marcelo era el espíritu que encarnaba al hombre entregado a su tiempo, lejos del futuro y sin pasado. Presente y nada más. El siguiente pueblo, la siguiente trinchera, el próximo ataque. Marcelo se guiaba por esa desesperación del aquí y ahora, luchando con los enemigos con golpes, disparos a bocajarro, mordiscos y patadas. Una lucha feroz en el fango, del que emergía como un dios de la guerra, terrible y poderoso. No quedaba ni rastro del amigo que Simón había conocido en el frente de Andalucía en las primeras semanas de la guerra de España, cuando pensaba que alistándose en las JONS cambiaría el mundo, pues se creía aquella patraña de que a un país solo lo mueven los poetas y un falangista es a la vez soldado y monje. Una especie de cruzado en la reconquista de Tierra Santa.

Simón nunca se tomó muy en serio aquellas monsergas joseantonianas, pero se sentía decepcionado. Cuando no crees en nada es bueno saber que alguien cree por ti. Ahora no le quedaba más remedio que buscar sus propias creencias. Apagó el cigarrillo que estaba fumando y con un gesto deliberadamente lento aplastó la colilla bajo la bota. Clava ahí la mirada, en el barro, y sigue andando, pensó.

El alférez le ordenó hacer la primera guardia con el prisionero. Simón buscó una especie de cobertizo que todavía humeaba y empujó al soldado dentro.

—¿Y ahora qué va a pasar? —preguntó el ruso.

—Que nos vamos a estar calladitos y quietos hasta que amanezca, a no ser que quieras que además de atarte las manos te ponga una mordaza.

El viento silbaba a través de los tablones carbonizados del granero y la lumbre que Simón había encendido con mucho cuidado era débil y amenazaba con extinguirse. Olía a patatas podridas, y en un capazo cubierto de gusanos encontró un par de manzanas viejas. Las peló con el cuchillo y las cortó en trozos muy pequeños. No tenían sabor ni carne. Era como comerse la cara de una momia.

—Podrías dejarme marchar —dijo el ruso, sentado con las piernas cruzadas y las manos atadas a la espalda. Quizá tenía treinta años, o tal vez cien. En aquella guerra todos eran viejos.

Simón le siguió el juego:

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—Porque te da igual. Tú eres de esos: luchas sin causa. Luchas porque no sabes estar en paz.

—¿Eso lo aprendiste en la escuela política?

El ruso guardó silencio, mirando fijamente las llamas azules. Simón escupió el pellejo seco de un pedazo de manzana.

—No importa, ya se lo contarás a los brutos de la Feldgendarmerie. He oído que les gusta colgar a los prisioneros de las axilas mientras les machacan la columna vertebral.

—Lo dices como si tú no tuvieras nada que ver.

Simón se puso a escarbar con la punta del cuchillo en la tierra.

—¿Y tú a cuántos has dejado en silla de ruedas? ¿Cuántos interrogatorios has dirigido sin piedad? Ya sabes lo que dicen, amigo: «quien a hierro mata...».

—Tú no lo entiendes —dijo el ruso en su propia lengua. Simón entendía algunas palabras—. Nosotros luchamos por algo, por la liberación del obrero.

Simón lanzó un silbido cargado de ironía:

—Y la mejor liberación es el cementerio, ¿verdad?

—No deberíais haber venido. No entendéis dónde os habéis metido.

Simón asintió.

—Vosotros tampoco deberíais haber ido a España. Error por error. Ninguno de nosotros debería haber estado donde no debía. Pero aquí estamos.

—Pero somos dos hombres y estamos solos. Cuando esto termine tendremos que responder ante nuestra conciencia.

—¿De qué conciencia hablas? Mira a tu alrededor, hombre. Aquí solo hay locura.

—Lo que hagas esta noche no cambiará el curso de la historia, pero te cambiará a ti. Puedes salvar una vida.

—Bonito discurso... Ahora, cierra la boca.

Simón se puso en pie y pisó fuerte contra el suelo para entrar en calor. El hedor a podrido le estaba asfixiando. Necesitaba salir a respirar. Arrastró al prisionero hasta uno de los soportes del granero que seguía en pie y lo ató por el cuello y por la cintura.

—Voy a cagar, no te vayas sin despedirte.

Nevaba. Y lo que la lluvia no había logrado lo estaba haciendo la nieve: el fuego que resistía en el bosque se extinguía lenta pero inexorablemente. El fragor de la artillería soviética iluminaba el cielo con resplandores intensos y lejanos. Era hermoso y trágico. Habían ido allí para morir y era lo que estaban haciendo. El ruso tenía razón: ¿qué pintaban ellos en aquella orgía? Nadie los había invitado y no le importaban a nadie.

La luna se abrió paso a través de las nubes y el cañaveral se tiñó de un tono azulado que hacía que los muertos que flotaban en el canal parecieran más pálidos y más muertos. Uno de los caballos de servicio soportaba estoicamente la nevada atado por la brida a la rueda de un carro. Simón podía ver el humo de su respiración resignada. Se acercó pisando la nieve blanda y acarició la crin húmeda del animal. Aquella no era una buena vida para nadie. Buscó un lugar para aliviarse, detrás del carro, se bajó los pantalones y se puso en cuclillas. Mientras lo hacía se fijó en el rostro de piedra de un muerto congelado a pocos metros. Tenía los ojos petrificados. Alguien iba a echarle de menos, una mujer, una madre, un amigo. Nada dura para siempre, ni la noche, ni la nieve, ni el frío. Solo aquella muerte azulada en los labios entreabiertos.

De regreso al granero se detuvo frente a la granja en ruinas donde dormía Marcelo. Había luz dentro, una hoguera con la nieve arremolinándose sobre las llamas. Vio las botas de su amigo y el máuser apoyado en la pared. Marcelo dormía como si no tuviera culpas que soportar. Vio a la muchacha junto a él. Estaba tumbada de lado y medio desnuda. Lloraba sin hacer ruido, y cuando vio a Simón sus ojos se abrieron al mismo tiempo que su boca con una expresión de horror. Eran unos ojos enormes en una cara que casi había perdido toda la carne, del mismo color que Simón había visto en el lago Ládoga a principios de octubre, cuando todavía no se había helado la superficie: gris, profundo. Simón chistó para hacerla callar. Era casi una niña, tenía el pezón de un pecho herido y unos cardenales enormes en el vientre y en las piernas, tan delgadas que parecía imposible que pudieran sostenerla en pie. Tenía las manos atadas.

Habría que haber limpiado todas las capas de sangre y mugre para descubrir en aquella criatura a un ser humano con una historia como tantas otras, alegre y triste, caprichosa y generosa. Quizá antes de la guerra era una muchacha enamoradiza, bonita a su manera, con el pelo del color de la paja, y probablemente las cosas nunca habían sido sencillas para ella en aquella tierra tan difícil, pero al menos debía de tener algo a lo que aferrarse, algún sueño, alguien que le hacía tener esperanzas, alguna voz amable, puede que alguna caricia. Ahora no le quedaba nada, excepto desear la muerte para dejar de sufrir. Marcelo se removió en su sueño y se rascó la entrepierna con sus uñas negras. Tenía la pistola en la cartuchera, a mano. Probablemente la ejecutaría al amanecer, antes de que la patrulla se pusiera de nuevo en marcha.

Simón no podía cambiar las cosas. No conocía a aquella muchacha, no le debía nada. Ni siquiera compasión. Dejó caer la manta que hacía las veces de puerta y contempló la noche, el caballo bajo la nieve, el muerto congelado a escasos metros de donde había cagado, el cobertizo en el que el prisionero ruso anticipaba lo que le esperaba. Camina, Simón. Mira al suelo y sigue caminando.

Entonces oyó la voz de Marcelo. Se había despertado. Y volvió a oír gemir y llorar a la muchacha.

Simón lo intentó, se tapó los oídos, empezó a alejarse. Piensa en otra cosa, olvídalo. Pero apenas dio dos pasos sobre la nieve blanda. ¡Qué coño! Se detuvo, dio media vuelta y volvió a entrar en la cabaña con la bayoneta en la mano. Marcelo estaba encima de la chiquilla. Simón no sopesó sus opciones ni calculó las consecuencias. Solo actuó: le agarró por el cabello y le hundió la bayoneta hasta la empuñadura en el cuello. Antes de que Marcelo se diera cuenta de lo que le estaba pasando ya estaba muerto.

Simón se miró las manos, apenas manchadas de sangre. Un trabajo limpio, de asesino conocedor del oficio. Le habían enseñado bien: ni siquiera temblaba, no sentía emoción alguna. Matar a un hombre cuando se ha matado a muchos deja de ser algo extraordinario. Limpió la hoja de la bayoneta en la pernera del pantalón y se volvió hacia la muchacha. Le sorprendió que el miedo hubiera desaparecido de su rostro, incluso le pareció que ella le ofrecía el cuello, como si comprendiese que era su turno y se sintiera, por fin, liberada.

Al ver a la muchacha ofreciéndose a su propio sacrificio con esa mansedumbre y ese abandono Simón sintió lástima por el hombre en que se había convertido, por el hombre que podría haber sido. Por el hombre que nunca sería si lograba salir con vida de aquel infierno.

Buscó en los bolsillos y en la mochila de Marcelo algo de valor. El muy cabrón se las había apañado bien: latas de conservas, raciones del Ejército, un paño con embutido y un buen fajo de marcos alemanes y rublos soviéticos manchados de sangre seca. También encontró un anillo con una piedra negra engarzada. Se guardó el anillo en el bolsillo y los marcos alemanes. A continuación, cortó la cuerda que maniataba a la muchacha, la envolvió en una manta y sin decir una palabra la alzó en brazos y la sacó de allí. Casi no pesaba. La muchacha se abrazó a su cuello y apoyó la cabeza en su hombro.

—No te mueras ahora, chiquilla.

Ella no respondió. Solo lo miraba con sus grandes ojos lacustres.

El caballo no se espantó al verle. Solo cabeceó un poco cuando Simón liberó la brida de la rueda del carro y puso encima a la muchacha. Ella se quedó sentada muy quieta en las tablas del carro, mirando a aquel soldado fijamente mientras él colocaba el caballo en el tiro con gestos expertos y rápidos. Solo cuando Simón le puso entre las piernas la comida empezó a respirar con más fuerza. Él le ofreció las riendas y señaló el camino que se adentraba en el bosque. La muchacha dijo algo en ruso con voz suplicante. Tal vez le rogaba que no jugara con sus esperanzas, que no la torturase de un modo tan cruel.

—No te entiendo, muchacha. Solo lárgate de una puta vez, antes de que me arrepienta.

Y entonces ella comprendió que viviría un poco más, y que tal vez, con mucha suerte, años después aprendería a olvidar. Simón palmeó los cuartos del animal y este se puso en marcha mansamente. Durante unos metros Simón contempló las huellas de las ruedas en la nieve, luego regresó deprisa al cobertizo donde esperaba el prisionero. No vio que la muchacha envuelta en la manta se volvía hacia él antes de que el carro se perdiera en el bosque.

Simón entró en el cobertizo con el capote cubierto de nieve y una expresión en el rostro que alarmó al prisionero. En la mano derecha tenía la bayoneta.

—¿Qué vas a hacer?

—Lo que tengo que hacer.

Simón liberó al prisionero y le señaló la puerta. El ruso titubeó con desconfianza.

—¿A qué viene esto?

Simón refunfuñó.

—Estoy harto de esta mierda. Tienes una oportunidad. En el bosque están los partisanos, ellos te llevarán a tus líneas.

El prisionero dudó todavía unos segundos, pero Simón le empujó por el hombro.

—¿Prefieres correr o las porras de los alemanes?

El ruso avanzó cautelosamente hacia la puerta y observó el campo cubierto de nieve, un espacio de unos cientos de metros le separaba de la espesura segura del bosque. Podía lograrlo si corría con ganas. Se volvió un instante, Simón seguía sin moverse, con el cuchillo en la mano y el máuser colgado del hombro.

—Gracias, camarada.

—Que te den por culo... Yo no soy tu camarada. Más vale que corras.

El ruso echó a correr. Una carrera desesperada y dificultosa, saltando por la nieve. Al principio le empujaba el pánico, estaba expuesto, cualquier guardia podía verle. Tropezó y cayó un par de veces, pero se puso en pie y siguió corriendo sin apartar la mirada del bosque, cada vez más cercano. Y metro a metro el pánico se convirtió en euforia y en desesperación; había visto la tortura y la muerte que le esperaba como destino inevitable y ahora, de repente, era libre. ¡Seguiría viviendo para volver a luchar!

Y entonces sonó el disparo. Una fuerza brutal le partió el espinazo y le atravesó el corazón. Antes de caer de bruces sobre la nieve ya estaba muerto.

Simón siempre había sido un buen tirador.

Se acercó sin prisas pisando las mismas huellas que el ruso, se arrodilló para comprobar que estaba muerto y le puso en la mano derecha la bayoneta con la que había degollado a Marcelo. No hizo falta que diera la voz de alarma; el alférez y los soldados de la patrulla ya venían a la carrera.