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Gavà Mar (Baix Llobregat, Barcelona), agosto de 2010

La casa estaba vacía. Rebeca tenía una reunión de trabajo y Ana seguía en el instituto. Diego respiró con fuerza, jugando con las llaves entre los dedos, y dejó la maleta en el suelo. Había regresado con el firme propósito de volver a ser el mismo de antes. Se acabaron las escapadas culpables con estudiantes, los excesos con el alcohol y los pensamientos que le conducían inexorablemente a callejones sin salida. Quería recuperar cuanto antes su vida y sus rutinas. Pero ahora, en el vestíbulo de su propia casa, comprendía que no iba a ser tan sencillo. Apenas había pasado fuera una semana, y se sentía como Ulises al volver a Ítaca. Todo lo que antes le era familiar le resultaba de repente ajeno, la casa misma, el sillón en la biblioteca, los cuadros, los muebles, incluso los sonidos habituales, el mar, el viento en la pineda.

¿Cuántas vidas cabían en una sola vida? Trataba de disimular esa extrañeza haciendo encajar todos aquellos personajes opuestos: por un lado, el hijo afligido por la muerte de su padre, por otro, el profesor y esposo obligado a cumplir con sus rutinas profesionales y familiares, el hombre fiable y un tanto anodino que todos conocían. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que todas aquellas personalidades entraran en conflicto? ¿Cuál se acabaría imponiendo?

Fue al dormitorio, deshizo la maleta y guardó en la caja fuerte el sobre que Teresa le había entregado en el Pueblo y la pistola del tío abuelo Joaquín. No había abierto el sobre, pero tampoco se había decidido a dejarlo en la Casa Grande o a quemarlo. Aplazar las cosas, esconderlas bajo llave. Eso se le daba bien.

Y luego estaba la pistola. Aquel objeto le fascinaba de un modo perverso. Le ofrecía certezas que no existían fuera, la muerte como verdad irrefutable. Incluso llegó a acercarse el cañón a la sien. No es que hubiera pensado en apretar el gatillo. Quería sentir el tiempo, la impresión de haberse concedido una prórroga o de ofrecerse una salida.

La puerta de la habitación de su hija Ana estaba entornada. Entró a echar un vistazo. En la estantería blanca estaba la colección de peluches que ella se negaba a tirar, aferrada a un último vestigio de su infancia. Diego olió esos peluches buscando el tiempo que no volvería. Registró los cajones de la ropa interior con cuidado de no mover las bragas y los sujetadores, las camisas y las faldas. Repasó la biblioteca —escasa y sin valor— y los cajones del escritorio. El último estaba cerrado con llave. Ana no sabía que él tenía una copia.

Las cosas que un padre no debería saber estaban ahí. Una bolsita de hierba, tres preservativos y una libretita negra con las contraseñas de seguridad de sus perfiles de internet, de acceso al ordenador y de una cuenta secreta de correo. También encontró una caja metálica redonda de bombones. Diego giró la tapa y en interior encontró doscientos cincuenta euros y una tarjeta de crédito a nombre de Ana. También encontró una tarjeta plastificada de color negro con unas letras grabadas en color plata y un número de teléfono. Diego marcó el número en su móvil. En aquel momento oyó el motor del coche, las puertas de la cancela que se abrían y las voces de Rebeca y de Ana.

—¿Diga? —preguntó una voz.

Diego colgó y salió aprisa de la habitación de su hija.

 

 

Visitar a Liria era la única posibilidad de continuidad. Los días pasaban iguales por su hermana, sin dejar rastro ni huella aparente. Diego se sentaba frente a ella y le hablaba, o simplemente la contemplaba sin decir nada. Liria parecía unas veces una marioneta que representaba su papel de muñeco arrojado sobre una silla y otras se asemejaba a un testigo que observaba con mirada escrutadora cada movimiento de él. Diego hubiese querido que le mirase, que respondiera a la presión de sus dedos, que le sonriera como solía hacer antes del accidente. Pero no lo hacía. Todos los expertos coincidían en que el estado de su hermana era irreversible y que jamás volvería a ser la que había sido. Pero él había seguido yendo allí una vez al mes durante los últimos quince años. Le contaba cosas de su vida, sus rutinas en la universidad, los problemas con Ana, los silencios con Rebeca. Le hablaba de todo como solían hacer cuando eran niños y no tenían secretos el uno para el otro. No le importaba lo que dijeran los médicos; sabía que su hermana estaba ahí, que no se había ido del todo. Solo se había escondido en la oscuridad y él tenía que ayudarla a encontrar el camino de regreso.

—El viejo ha muerto, Liria. He estado en su entierro. Ya no puede hacernos daño. No tienes por qué seguir encerrada ahí dentro.

Sostuvo el rostro de su hermana entre las manos como si recogiera un chorro de agua que llevarse a la boca. Había algo diferente en ella desde la última vez, un tono de color distinto en sus ojos, como una luz que se adivinaba muy al fondo y que antes no estaba ahí. Una antorcha en lo profundo de una gruta. El pulgar de Diego se manchó ligeramente de carmín y el pelo... estaba peinado de una forma distinta, más alegre y juvenil.

No solo ella parecía distinta, más viva. También la habitación. Vio las flores en el jarrón, lirios. Y un cojín de color malva junto a la almohada. Sobre la mesita, al lado del vaso de agua y la medicación, vio un libro de tapas duras con las letras grabadas. El paraíso perdido, de Milton. Las cortinas estaban descorridas y la estancia parecía tener una luz azulada y limpia. Abrió el armario y en la percha colgaba una camiseta de The Who. En el tocador había un cepillo con cabello de su hermana y un vaporizador que al apretarlo exhaló un aliento fresco con un fondo de vainilla.

—¿Qué ha pasado aquí?

En ese instante se abrió la puerta. Diego se dio la vuelta y vio a un joven sonriente que puso cara de sorpresa. A Diego le gustó su bata bien planchada, el trazo de su barba pelirroja bien cuidada y la limpieza de sus ojos azules. Tenía unos brazos fuertes y la musculatura dispuesta para el esfuerzo, pero al mismo tiempo sus manos eran delicadas y las movía con sobriedad. Avanzó con decisión y se presentó, estrechando la mano de Diego con firmeza.

—Usted debe de ser el hermano de Liria. Soy Martin, y cuido de su hermana.

Charlaron sobre Liria. A Diego le pareció que aquel nuevo enfermero tenía un talento único para levantar el ánimo, incluso en los momentos más sombríos.

—Le aseguro que está mejorando. Incluso parece que sonríe.

Diego quería creerle, buscaba en su hermana esos síntomas de mejoría, dispuesto a interpretar cada parpadeo, cada matiz de la mirada, cada brevísimo movimiento de uno de sus dedos, no como lo que eran, espasmos involuntarios, sino como lo que él quería que fueran, indicios de un despertar próximo.

 

 

Diego empezó a visitar a su hermana más a menudo. Bajaba a la piscina y observaba la devoción con la que Martin le colocaba a su hermana las manos en la columna vertebral y cómo la ayudaba a flotar y a deslizarse en amplios círculos sobre el agua templada. Por las tardes, cuando la temperatura era más agradable, los acompañaba en los paseos por el jardín. Martin acercaba a Liria a las rosas y los jazmines para que pudiera olerlos, rozaba la piel de sus brazos con las margaritas, le enseñaba los altos cipreses.

Una de aquellas tardes, Martin le mostró con timidez un ejemplar del libro que Diego había escrito en 2003, Un estudio crítico de «Los hermanos Karamazov».

—Espero que no le importe, he estado investigando un poco por mi cuenta y he encontrado este título. Querría que me lo dedicase.

Diego se dejó acariciar por la soberbia, aunque sabía perfectamente que aquel ensayo era una lectura demasiado árida.

—¿Hace mucho que te interesa Dostoievski?

—Desde que una profesora solía leerme párrafos en privado cuando tenía trece años. Digamos que se convirtió para mí en una voz quebrada que me susurraba lo que necesitaba oír.

Diego pensó en el viejo Dostoievski, su rostro cerúleo, las uñas duras y sucias, el aliento apestando a medicinas y caries, enfrascado en la escritura.

—¿Cuál es tu novela preferida?

Martin no lo pensó demasiado. Se decantó por Los hermanos Karamazov.

—¿Por qué?

—A primera vista parece que en esa novela Dostoievski hable del parricidio, y reconozco que en aquel momento de mi vida matar a mi padre era una idea tentadora. —A Diego le sorprendió el comentario, pero Martin le restó gravedad con una risa y un encogimiento de hombros—. Sin embargo nos está hablando de un infanticidio, ¿verdad? Ese diálogo entre dos de los hermanos, no recuerdo los nombres, cuando el mayor dice que renunciaría al paraíso si tuviera que entregar a cambio la vida de un niño inocente...

Diego observó atentamente al joven. Era una reflexión inteligente, y en el brillo de sus ojos creyó ver algo más que el deseo pueril de agradarle.

—Freud dijo que Los hermanos Karamazov es uno de los grandes tratados sobre el parricidio, junto con Hamlet y Edipo Rey. Y es cierto que Dostoievski quedó marcado por la relación con su padre y con su muerte violenta a manos de sus siervos. Pero también lo es que, muy probablemente, esa conversación entre Iván y Aliocha a la que te refieres sea fruto de la muerte del propio hijo del escritor, Alexéi, a los tres años.

Desde entonces, solían hablar de literatura, de conceptos como la estética, la belleza... Martin se entregaba a una profusión de justificaciones en las que predominaba la improvisación y un exceso de conceptos e ideas, ninguna de ellas original. Pero Diego no le dio mayor importancia, solo era un joven que quería impresionarle y demostrar su perspicacia. Le gustaba realmente aquel muchacho. Admiraba su vitalidad y su abnegación. Cierto que había sombras, como aquellos comentarios sobre su padre, o sobre algunos episodios de su pasado a los que se refería de forma fugaz, pero cualquier sospecha, cualquier contradicción, se diluía ante la determinada energía de aquel joven pelirrojo que había logrado ganarse el cariño de los pacientes y el respeto de sus compañeros y de sus jefes. Todo el mundo alababa su entrega, su empatía y su profesionalidad.

—¿Qué hace un joven de Rochester tan lejos de casa?

—Me enamoré de una gaditana que conocí en Londres y la seguí hasta España; sin embargo, ella tenía demasiado Levante dentro, no aguantaba mucho tiempo sin moverse. Se cansó de mí, pero yo me quedé en España. No me quejo, sabía a lo que me arriesgaba enamorándome del viento.

Aquella respuesta hizo enarcar las cejas a Diego.

—De modo que, además de auxiliar de enfermería, tenemos aquí a un poeta.

Unos días después de esa conversación, Diego se dio cuenta de que Liria tenía un rasguño en el cuello. Martin Pearce le restó importancia, probablemente se había arañado al hacer el ejercicio en la piscina, o tal vez una rama del rosal la había rozado al pasar. Diego no pudo evitar recordar lo que su madre decía cuando su padre le preguntaba por sus arañazos, pero apenas se notaba la herida en la piel de Liria y la explicación de Martin Pearce era perfectamente lógica.

—Liria debía de ser una mujer extraordinaria —dijo Martin de repente. Estaban en la habitación y él acababa de acomodarla en el sillón frente a la ventana.

—¿Acaso no lo sigue siendo?

Martin Pearce sonrió y acarició el cabello de Liria. Fue algo espontáneo y por ello mismo un tanto extraño.

—Me refiero a todo lo que se adivina detrás de su inmovilidad. Hay algo especial.

Cuando llegó la hora del baño, Diego recordó el barreño de plástico en el que su madre los bañaba los sábados por la tarde y los bocadillos de jamón dulce y mantequilla delante del televisor. Liria queriendo jugar y él apartándola sin hostilidad porque le distraía de lo que pasaba en la televisión: Los hombres de Harrelson, Furia, La frontera azul. Su madre le había dicho que cuidara de su hermana, pero Diego estaba tan absorto en la televisión que no se dio cuenta de que ella había metido la cabeza en el barreño de agua sucia para llamar su atención. Aquel día Diego se llevó una buena paliza de su madre. Así no olvidaría que cuidar de Liria era su obligación y que ella debía ser en todo momento su prioridad.

Contempló a su hermana, con una camisa blanca, las mangas dobladas a la altura de los codos, el cabello recogido, el leve tono de carmín. Todo lo que era y lo que podría haber llegado a ser convertido en un simple destello del sol en sus ojos verdes. Toda su belleza, y su dolor, y sus recuerdos felices.

Martin Pearce se dio cuenta del modo en que Diego la miraba.

—¿Puedo preguntarle algo?

Diego parpadeó como si saliera de un trance.

—Perdona... Sí, claro.

—¿Qué le pasó a Liria? ¿Por qué está aquí?

Diego apartó la mirada. Se puso en pie y se acercó a la ventana.

—Le pasó la vida por encima —dijo, tragando saliva.

 

 

Habían pasado casi cinco años desde que se había celebrado el juicio. De vez en cuando Liria aparecía por casa de Diego tras largas temporadas sin dar señales de vida. Él todavía vivía en un pequeño apartamento de soltero. Su hermana aparecía en la puerta con su mochila cargada hasta los topes, con el cabello revuelto y la ropa sucia como si llegara de una travesía por el desierto. Tiraba la mochila en el sofá y se iba al baño, dejando su ropa por el camino mientras hablaba sin parar, como si ella y su hermano se hubieran visto el día anterior. Diego la seguía y se quedaba en el umbral con la puerta entreabierta y observaba su cuerpo cada vez más delgado lleno de magulladuras, estudiaba las vértebras visibles de su columna, los huesos de la cadera, su bonito culo que se estaba quedando sin carne, las uñas largas y sucias de sus pies. Le dejaba toallas limpias y, a modo de invitación, unas tijeras. Luego le preparaba la cama y calentaba algo de cena, que Liria apenas probaba. Solo bebía y fumaba hasta caer redonda en el sofá. Dormía diez, doce, catorce horas. Unas veces le pedía algo de dinero, otras se quedaba un par de noches, tres, hasta que un día al regresar Diego encontraba la casa vacía, con el rastro de su olor en el baño y el hueco dejado por el televisor o el equipo de música que se hubiera llevado para malvenderlo.

Pero aquella vez, la noche del accidente, fue diferente. El 12 de octubre de 1995. Estaban sentados en la cocina, habían bebido bastante y Liria le ofreció a su hermano un poco de coca. Estaba especialmente excitada, dijo que había conocido a un tío, un poeta urbano, un artista que la entendía de verdad.

—Me quiere, Diego. Y además no le da miedo lo que soy; él dice que no estoy enferma, que lo que me pasa es una oportunidad, un don. Que yo puedo ver el mundo como nadie más lo ve... Incluso me ha hecho un regalo, mira...

Se acercó a la ventana de la cocina y le mostró a su hermano un viejo Volvo aparcado con una rueda encima de la acera. Siguió hablando con esa euforia que Diego conocía y temía: iban a mudarse a Berlín, pensaban vivir en una fábrica abandonada con otros artistas, solo creando y comiendo lo que encontraran, sin más preocupación que el arte.

—Es la única manera de desembarazarnos de lo que somos, ¿verdad? Solo así podemos dejar de arrastrar las alas por el barro.

Diego la escuchaba sin decir nada, calculando qué tendría que hacer cuando Liria volviera a caer en el pozo como tantas veces. Intentaba poner orden en su vida, quería acabar la tesis doctoral, y la perspectiva de un contrato en la Universidad de Pace le insuflaba esperanza. Pero sabía que necesitaba soltar lastre, dejar atrás todo lo que le había estado dificultando el derecho legítimo que tenía de ser feliz. Se repetía una y otra vez que debía pensar en sí mismo, que no era egoísta sentir esa necesidad de olvidar el pasado, aunque el pasado incluyese a Liria. Así que reaccionó con tibieza al entusiasmo de su hermana, y le sugirió que en el futuro no podría seguir abusando de su confianza. Ya no pensaba seguir persiguiéndola por medio país para solucionar sus problemas, ni iba a insistirle en que moderara sus excesos y tomase la medicación.

—Ya eres mayorcita. Si quieres ir de un sitio a otro, de un cuerpo al siguiente, no puedo impedírtelo.

Ella apenas escuchaba, solo hablaba, pero en alguna de sus pausas para tomar aire el significado de lo que Diego dijo debió de penetrar en su mente. De pronto se quedó callada, estrujando con una fuerza innecesaria la boquilla del pitillo que acababa de encender, mirando a su hermano con una desesperación repentina.

—Así que tú también vas a pasar de mí. Tú también crees que soy una loca sin remedio.

Diego trató de tranquilizarla y suavizó lo dicho, pero fue inútil. Conocía los arranques melodramáticos de su hermana, sus gestos histéricos, y sabía que no había manera de controlarlos. Solo podía soportarlos. Se preparó para ver cómo salía volando la botella y se estrellaba contra la pared, para sus gritos y sus golpes contra la mesa, pero no ocurrió nada de eso... Liria temblaba como si toda esa energía se estuviera acumulando en sus músculos, como si fuera a estallar, pero lo que hizo fue levantarse lentamente, desabrocharse ante los ojos de su hermano la blusa, botón a botón, y mostrarle las tetas.

—¿Esto es lo que quieres? Si te lo ofrezco, ¿te quedarás?

—¡Vístete, por favor!

Obedeció con una calma pasmosa, inquietante. Sin dejar de mirarlo.

—Todos me han dado la espalda, nuestra madre, nuestros hermanos. Para no mancharse las manos, como si no hubiera pasado, porque es lo que les conviene creer. Pero tú... Tú eres el peor de todos y lo sabes.

—¿Qué es lo que yo sé, Liria? —preguntó Diego, exasperado, deseando que Liria se marchase de su vida.

—Dilo, Diego. Solo quiero que lo digas... Nunca te lo he oído decir. Di que me crees.

—¿Acaso no te defendí en el juicio? ¿Qué más quieres de mí?

—Quiero que me creas. —Estaba llorando, lágrimas como gruesas piedras deslizándose por sus mejillas delgadas—. Quiero oírte decir que me crees. Que crees de verdad que él me violaba.

Diego la miró fijamente. Pero no dijo nada. No fue capaz.

 

 

Recordaba esa última imagen de su hermana, con la mirada ida, tambaleante, la mochila abierta con su ropa desparramada en el suelo del salón que se puso a recoger en silencio. Diego se arrepintió al instante, quería detenerla, pedirle que lo perdonara, prometerle una vez más que siempre acudiría a su rescate, que no pensaba dejarla sola. Pero se quedó sentado, viendo cómo se marchaba. Su coleta alta, sus piernas delgadas, su mochila en el hombro derecho. Igual que vio marcharse a Octavio, años atrás. De un modo u otro, Diego siempre dejaba en la estacada a los que debía proteger. También en eso se parecía a su padre.

 

 

Dos horas después recibió una llamada de la Guardia Urbana. El Volvo de Liria se había estrellado contra la estatua ecuestre de un antiguo general. Estaba en el hospital, muy grave. Según todos los indicios había rebasado la mediana de forma voluntaria y había acelerado antes del impacto.