12

Unidad de Evaluación Psiquiátrica

De las notas de Diego Martín

Cita con el doctor Norton. Tercera o cuarta entrevista.

En el ala administrativa los pasillos son largos y el suelo es de madera cálida, y detrás de una de esas puertas se escucha la Tercera Sinfonía de Brahms. Es elegante y va bien con las tardes nubladas. Al traspasar esa puerta hay una sala de estar con una lámpara de mesa junto a una pila de revistas. Parece la consulta de un doctor en la parte alta de la ciudad. Sobre la pared pintada de un color verde manzana cuelga una lámina de El paso de la laguna Estigia de Joachim Patinir. Habrá quien piense que es poco apropiado tener semejante imagen en una sala de espera. Yo no; creo que entiendo el significado, la propuesta de mirar con naturalidad aquello que nos trastorna, de lo que nos negamos a hablar. Encontrar incluso en los detalles estéticos la belleza de un acto inevitable. Una forma de serenidad. A fuerza de observar esa imagen de Caronte, de concentrarme en las pinceladas, en los modelos casi líquidos, el realismo de la escena alcanza una especie de surrealismo que me permite estar dentro y fuera del cuadro al mismo tiempo. Soy el alma que va en la barca y soy el hombre que estudia una lámina. Alguien que soporta a regañadientes la armonía de la música, el color de las paredes, la pulcritud de la sala.

Una puerta se abre y aparece el doctor Norton. Mi juez. El que decidirá mi suerte. Estudio su fisonomía, su mirada. Tengo ante mí a un hombre al que le gustan Brahms y Patinir y eso debería inspirarme confianza. Pero no me gusta que esconda las manos en los bolsillos de una bata innecesaria, ni el nudo demasiado grosero de su corbata estridente; y mucho menos tolerable me resulta esa manía suya de sorber el aire como si bebiera un refresco gaseoso. Por lo demás es la clase de hombre que te puedes imaginar. Un psiquiatra que siente que no está en el lugar que le corresponde por sus méritos. Esa frustración se transmite a través de su falta de entusiasmo, de su cordialidad burocrática y de su manera de jugar con el bolígrafo entre los dedos mientras hace preguntas cuyas respuestas no le importan.

El doctor Norton escucha pero no me cree, está convencido de que no me pasa nada, clínicamente hablando, y de que todo responde a una estrategia para confundir al juez que debe decidir sobre mi suerte. Está convencido de que soy plenamente responsable de mis actos y de que, por tanto, debo pasar el resto de mis días en una cárcel. ¿Y quién puede reprochárselo?

Me mira de manera aviesa. Es una fórmula extraña mirar de manera aviesa, poco común en el lenguaje coloquial y mucho más recurrente en los libros. Casi siempre encontraremos algún personaje con esa clase de mirada o con una sinónima (perversa, malintencionada) en algún párrafo de alguna novela. Pero el doctor no es perverso ni malintencionado, ni cruel, ni maligno. La descripción correcta es esa. En sus ojos hay una mirada aviesa. Hay hombres que podrían ser inmortales porque el tiempo carece de sentido para ellos. En esos hombres desaparece toda curiosidad, todo concepto de ética o de moral. Concentrados únicamente en el hecho inevitable de su propia existencia se vuelven inhumanos. Dioses infalibles y sin piedad.

La luz del exterior tamiza el despacho de un tono rosado. Imagino al buen doctor cuando está solo aquí, sentado y mirando al cielo mientras el sol le acaricia los párpados fláccidos, sin sobresaltarse con el ruido de las cancelas o el aldabonazo de un cerrojo. Norton, el Inmortal, solo siente calor cuando acerca la mano a uno de los viejos radiadores. Cruzar la estepa de su corazón es como caminar descalzo por el hielo. Pero tal vez haya algún destello del pasado, un momento en el que sufrió o disfrutó de algo verdaderamente, y ese recuerdo le hará sentirse vivo y notará una especie de espasmo de felicidad, sin ruido, sin mover un solo músculo.

—La enfermera Doris me ha dicho que está escribiendo. ¿Qué escribe, sus memorias?

—Una de ellas, al menos. La que he elegido y la que necesito.

Parece interesarle.

—De acuerdo con esa lógica, reduce sus recuerdos a cifras y porcentajes. ¿Con qué finalidad?

—Trampas dialécticas.

—¿Y qué lugar ocupa en sus trampas dialécticas Martin Pearce?

Martin Pearce también era perfecto en su inmortalidad, disfrazada de ligereza juvenil, de inocencia y bondad.

—Martin era una imagen, como sus fotografías.

—¿A qué se refiere?

—Hay algo en los hombres fotogénicos, perfectos, que me inspira cierta ternura. Sienten pavor a que les roce la suciedad de la vida. Se descomponen como maniquíes bajo las llamas en cuanto intuyen una sombra de imperfección. Me pregunto por qué un hombre así decide destruir lo que le rodea. ¿Qué espera encontrar en los pozos humanos, sino suciedad, oscuridad y aguas fecales?

—He leído el informe de la autopsia, Diego. ¿Quería vengarse, esa es la justicia a la que se refiere? ¿Al instinto desatado? Creía estar legitimado para hacerlo.

El buen doctor parece que no quiere comprenderlo. Hay formas de impartir justicia que nos destruyen al mismo tiempo que nos curan.

—Martin Pearce tenía una forma peculiar de alzar la cabeza, ¿sabe? Como usted, que lo hace sin darse cuenta. Se asemejaba a esos bustos de hierro y cobre del César de las plazas de Roma. Sin culpas, sin remordimientos, porque solo importa esa mirada desafiante dirigida a la propia grandeza.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Sé lo que cree, doctor. Sé en qué casillero me ha colocado ya. Sociópata, psicópata, delirante... Pero, en contra de lo que los detalles escabrosos de la autopsia afirman, yo no me abandoné al torbellino de pensamientos ofuscados y de pasiones desatadas. Ni siquiera me dejé arrastrar por esos bajos fondos de las entrañas cuando empecé a experimentar con el hierro candente en su cuerpo indefenso. No fue venganza. Fue generosidad. Convertir a un dios en un ser humano, hacerle sentir, por una vez, la dulce amargura de lo que significa estar vivo, sentir dolor, sufrir. Un dios mortal, ¿comprende?

El doctor Norton me observa acumulando silencio. El hoyuelo de su barbilla, del que debe de sentirse ridículamente orgulloso, se hace un poco más profundo. Seguro que le han dicho que se parece a Kirk Douglas, y él lo ha creído con fingida indiferencia.

—¿Lamenta lo ocurrido? ¿Piensa al menos en ello alguna vez?

Pienso en Liria corriendo descalza por un campo de amapolas, tan bonita, tan loca ya, tan libre con todas esas hojas y ramas con las que se había hecho un sombrero. Me veo corriendo detrás de ella, con el sol de frente que me obliga a entornar los párpados. Con la botella de vino y las copas entrechocando en la cesta, temiendo que se rompan y que mojen el pan de los bocadillos. Pienso en el viento que corre entre las ramas de los pinos y en la soledad de nuestro instante perfecto. Pienso que ella no tendría que haber nacido porque este mundo se le queda pequeño, miserable, podrido para entender un alma como la suya. Solo yo era capaz de tocar, muy de vez en cuando, apenas con la punta del dedo, una cuerda de su alma y sentir la vibración. Detrás del dolor, del sufrimiento, toda esa bondad, todo ese amor sincero.

—Me arrepiento de no haber sido capaz de cazar a los dragones, fascinado como estaba por su monstruosidad.

Percibo que al doctor Norton le gustaría reprenderme por no asumir con la compostura adecuada la situación. Ya he visto esa reprensión antes, en los policías, en los abogados y en los jueces. Aparece cuando no entienden ni encuentran respuestas, cuando no ven la lógica de los actos que otros cometen y ellos interpretan. Aquellos que dicen querer escuchar deberían hacerlo poniendo en juego toda su inteligencia, su paciencia, su ternura y, por qué no decirlo, toda su compasión.

—No siento remordimientos, si es lo que me pregunta.

¿Qué me queda, entonces? El silencio. Siempre fue ese mismo silencio, lleno de rebeldía, de gritos y palabras atropelladas, de gestos de locura y actos violentos, de camaraderías ruidosas, batallas campales, risas y canciones. Esperando una ayuda que no llegó.

 

 

Todo el mundo miente y todo el mundo dice en algún momento la verdad. ¿Por qué no iba a creer, entonces, a Martin Pearce? Decidí creerle porque no existía razón alguna para mentirme. Ahora comprendo mi error al dar por supuesto que solo se miente cuando existe un motivo para ello. No me daba cuenta de que todas las mentiras se sostienen sobre una ambigüedad calculada, revestidas de una intensidad que anula cualquier posibilidad de análisis minucioso. El efecto del bosque y los árboles. Todo lo que hacía y decía Martin Pearce se sostenía sobre su mayor virtud de carácter, la seducción. Sus ojos se fijaban en su interlocutor y lo forzaban a creerle, le abrían por dentro y le sacaban lo inconfesable; con aquel rostro bondadoso invitaba a una familiaridad que en realidad nunca era tal. Yo también sucumbí a su encanto, y la vía de agua que él explotó no se limitó a Liria, sino a algo menos evidente que percibía con una astucia y una sagacidad impropias de alguien tan joven.

Intuyó con rapidez qué clase de persona soy. Cuál era mi debilidad.

 

 

He estado toda mi vida desdoblándome entre la permanencia y la ausencia, buscando una verdad que me parecía fundamental, incluso antes de ser capaz de formularla: el joven seducido por la filosofía que se encerraba horas en la biblioteca leyendo lo que encontraba sobre Schelling, Hegel, Nietzsche, Husserl o el mismísimo Heidegger, empachado de filósofos idealistas a los que apenas alcanzaba a comprender; o tal vez el aspirante a poeta que buscaba en las librerías de lance viejas ediciones de René Char, de Aragon, de Breton, creyendo que la única verdad posible estaba en los versos de Les fleurs du mal de Baudelaire. Puede que fuera el militante en la utopía embrujado por los artilugios literarios de Victor Hugo, Malraux, Camus, Dostoievski, Primo Levi, Solzhenitsyn... Devoraba libros porque no podía vivir. Cuando mi madre se marchaba a trabajar limpiando la mierda de los ricos en la ciudad, yo recogía a mis hermanos y remontábamos la cuesta desde el colegio hasta la pequeña biblioteca. Allí debíamos quedarnos hasta que apareciera mi madre con el rostro cansado, malhumorada, para llevarnos a casa. Pero yo nunca quería irme, prefería seguir parapetado allí, en la pequeña sala de plafones, en aquel barracón, leyendo, huyendo en realidad. Porque allí no entraba el Mal, no había más dolor del que se pudiera soportar, sino vidas mágicas, viajes, esperanzas. Y por supuesto ella, la bibliotecaria de ojos pardos que se posaban sobre mí como el ala protectora de un águila imperial. La mano de mi madre arrastrándome fuera de aquella pequeña biblioteca era la aguja que pinchaba la burbuja cada anochecer. Y yo me sentía desamparado.

¡Tantos libros leídos! ¡Tantas palabras acumuladas!, todas esas experiencias prestadas, para llegar a la única conclusión posible, desalentadora: no todo puede ser explicado ni, mucho menos, comprendido.