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Unión Soviética, 1943–1944

Estaba tendido en la nieve. Tenía la barriga abierta y el intestino se alargaba fuera del cuerpo hasta terminar en un charco de sangre reciente. Alrededor se distinguían decenas de huellas de animales. Huellas furiosas.

—¿Lobos? Dicen que los lobos aquí son enormes y que no se asustan con facilidad. El hambre los vuelve osados y se arriesgan a salir del bosque.

Simón se tocó la punta de la nariz por encima de la bufanda para comprobar que seguía en su sitio. Como las orejas y los labios. No sentía la cara. Alzó la cabeza hacia el principio de la columna de prisioneros y se preguntó hasta dónde pensaban llevarlos aquellos cabrones de guardias rusos. Probablemente no iban a ninguna parte, los harían caminar hasta que reventaran bajo la ventisca, los matarían de cansancio en aquellas largas marchas sin sentido, disfrutando cada vez que alguno caía desplomado, desgajándose de la columna como las uvas del racimo. Cuando eso pasaba, los guardias se acercaban y le daban un par de patadas al prisionero. Si no se levantaba le disparaban a bocajarro. A veces ni siquiera eso, lo dejaban tirado en la nieve para que los lobos, los perros salvajes o cualquier otro bicho lo destripara. Seguramente era lo que le había pasado a aquel desgraciado. Confiaba en que el frío hubiera acabado con él antes de que las fieras lo hubiesen descuartizado.

—Es español —dijo el alférez, señalando la insignia bordada en el hombro de la guerrera destrozada y dura como la piedra.

Simón se encogió de hombros. Españoles, alemanes, ucranianos, serbios, rusos, polacos, italianos, húngaros... Aquella tierra inmensa tenía sitio para todos los muertos.

Un soldado ruso le dio con la culata del fusil, obligándole a avanzar. Simón gruñó como un perro y el soldado, apenas mejor protegido contra el frío que él, joven y asustado, retrocedió indicándole con la punta del fusil que se sumara a la columna de prisioneros. Simón cargó con el alférez a la espalda y se puso en marcha. El oficial apenas se quejó, como un gato enfermo. Sus pies, protegidos del frío con unos harapos sucios, se balanceaban en el aire. El hedor a podrido traspasaba la bufanda de Simón.

—Aguante, alférez. Pronto pararemos. Estos hijos de puta también necesitan descansar y comer.

Solo quedaban ellos dos de una compañía entera. Y pronto solo quedaría él. Aun así se negaba a abandonar al alférez. Simón se había librado del pelotón de fusilamiento tras la muerte de Marcelo gracias a él. Nadie se creyó la patraña de que el prisionero ruso hubiera escapado después de apuñalar al cabo primero en aquella aldea. De no haber sido por el testimonio del alférez, que juró por su honor que todo lo que había declarado Simón era cierto y que él mismo lo había presenciado, habría acabado en el paredón o en un tren rumbo a un juicio sumarísimo en España. El alférez y él nunca volvieron a mencionar el asunto, bastante tenían con mantenerse a salvo, pero desde entonces Simón se había convertido en su ángel guardián. La lista de veces que le había salvado el pellejo era larga: Nogovórov, Krasni Bor, Volkov, el lago Ilmen... Hasta que los hicieron prisioneros, tres meses atrás. La suerte se les había acabado.

—Mejor prisionero que morir aplastado por un tanque ruso en un agujero de tirador o caer en manos de los partisanos. Seguro que nos putean un poco pero nos acaban devolviendo a España.

El alférez estaba demasiado cansado para responder. Su respiración se hacía más ligera a medida que el peso de su cuerpo se hacía más pesado en los riñones de Simón. Se estaba abandonando.

Al final de una durísima jornada de marcha por caminos nevados en los que el cuerpo se hundía hasta las rodillas, por fin se detuvieron en los arrabales de una ciudad pequeña que también había sido segada por la mano de la guerra. Era difícil saber si los edificios derruidos y los civiles muertos entre los escombros eran obra de los que avanzaban o de los que retrocedían. Todo era confuso aquel invierno, excepto que los rusos estaban ganando y los alemanes estaban perdiendo. Todos comían las mismas ratas y sufrían el mismo frío.

Había un granero inmenso con el techo tocado de muerte, pero todavía en pie. A golpes y empujones, los soldados rusos hicieron entrar allí a los prisioneros. Lo peor que podía pasar era que el techo se viniera abajo con ellos dentro. Al menos así podrían descansar definitivamente, se dijo Simón, forcejeando por un rincón junto a la pared más alejada de la puerta en la que tender el capote para dejar con cuidado al alférez. Al cabo de veinte minutos trajeron algo parecido al rancho: una sopa sucia con mondas de patata sobre la que se arrojaron los prisioneros en cuanto los guardias se retiraron. Simón peleó con desesperación por su ración y la del alférez y consiguió volver al rincón con medio cazo humeante y un mendrugo de pan.

—Tome un poco. Le sentará bien.

—Son meados, los guardias se mean en las perolas.

—Aun así, el meado ruso es más nutritivo que el alemán.

A media noche la respiración del alférez era tan débil que casi ya no se le oía, ni siquiera cuando tosía. Simón lo puso de lado para que estuviera más cómodo. Lo tapó como pudo y se quedó a su lado, vigilando que nadie le robase los pocos harapos que le quedaban.

De repente, el alférez tendió la mano abierta, buscando la de Simón.

—Lo hemos hecho bien, ¿verdad? En casa no podrán recriminarnos nada. Lo hemos hecho bien...

Simón no dijo nada. Solo estrechó aquellos dedos con las puntas congeladas, preguntándose qué clase de ingeniero, abogado, médico o notario habría sido aquel hombre. Nunca lo sabría nadie.

El alférez tosió un poco de sangre y Simón la limpió sin soltarle.

—¿Crees en Dios, Simón?

—Qué más da, si Dios no cree en mí.

El alférez estrechó su mano con más fuerza, cerró los ojos e inspiró con dificultad.

—Mauricio era un animal; sé lo que hizo en la cabaña con la chica. Los oí toda la noche...

—Eso ya no importa, alférez.

—Los oí, pero no quería oírlos. No me atrevía a impedirlo, no cumplí con mi deber.

—Su deber es mantenerse vivo y regresar a casa.

—Se lo merecía, se merecía lo que le hiciste.

Pasó la noche, y poco antes del amanecer el alférez dejó de respirar. Apenas hubo diferencia, pero ya estaba muerto cuando Simón se liberó de sus dedos rígidos. Lo cubrió con el capote y se quedó en la oscuridad observando los bultos amontonados de aquellos hombres que ya no lo eran. Todos eran cadáveres andantes, semillas negras que irían sembrando los campos nevados, unos tras otros hasta que no quedase ninguno. Buscó en el forro de su bota el anillo con la piedra negra engarzada que había logrado esconder cuando los atraparon. Tal vez valía una fortuna o quizá no valía nada. No se podía comer, no servía para encender fuego, no podía abrigarse con él. Se le ocurrió que podía sobornar a un guardia para que hiciera la vista gorda mientras se escabullía. Había visto a pocos kilómetros una línea férrea y los trenes siempre llegaban a alguna parte. Tal vez al oeste. Después de un rato desechó la idea; si lo intentaba, seguramente el guardia lo asesinaría y se quedaría con el anillo.

Unas horas después el granero se vació y la columna reemprendió su zigzagueo de lombriz gris bordeando la ciudad en ruinas. En el suelo del granero quedaron decenas de cuerpos, entre ellos el del alférez.