A 4.105 kilómetros del frente soviético, el Guadiana se deslizaba bajo el puente romano de Mérida como una mancha oscura y silenciosa. Un penacho de niebla emergía del agua, como si el río respirase. El camión avanzaba despacio por el empedrado y la caja en la que viajaba el niño daba bandazos, obligándole a sujetarse para no ir de un lado a otro. Una fina calina le empapaba la ropa. Los faros del camión alumbraron una parte de la muralla, pintarrajeada con frases soeces y dibujos pornográficos. Alguien dormía en un pórtico, entre la basura, y un perro huyó hacia las sombras. Las palmeras se agigantaron un instante antes de desaparecer en la noche. El camión viró hacia los silos. Por la bajada ya empezaban a verse siluetas de hombres que fumaban esperando frente a la verja de la fábrica. Del otro lado, un par de guardias vigilaban sin acercarse. El camión se abrió paso entre bocinazos. Ya dentro del recinto, el conductor y el capataz saltaron de la cabina e hicieron bajar al niño.
—Más vale que te espabiles solo, chico —le dijo el hombre que le había tendido el brazo—. Este no es un trabajo para débiles. Hay mucha gente con hambre que cogerá tu sitio en cuanto te despistes. —Fuera de la verja se habían quedado una veintena de hombres con las gorras entre las manos. Algunos vociferaban tratando de llamar la atención del capataz. Querían trabajar. Los guardias los mantenían a distancia. El niño se concentró en esos hombres, jóvenes y viejos, algunos con la cabeza afeitada y bolsas al hombro; la piel del rostro rajada por el sol les daba una apariencia fiera, resaltaba la oscuridad de sus ojos y perfilaba sus mandíbulas.
Al otro lado de los silos se extendían como dedos nerviosos los ramales de vías cruzados por traviesas de madera. Una locomotora dormía apartada en una de las vías, unida a viejos vagones de madera que se morían junto a ella, con el acueducto romano de los Milagros como testigo mudo al fondo. Más allá de esas ruinas romanas se acercaba lentamente la claridad del día, todavía lejana. El niño se preguntó adónde llevarían aquellas vías, dónde terminaba el camino de hierro. Hacia el este. Donde estaba su padre, luchando contra los comunistas.
—Los sacos no van a cargarse solos. Espabila.
El niño asintió y se puso a cargar frenéticamente en la carretilla sacos que otros peones lanzaban desde los vagones del tren. Los peones trabajaban a destajo, pero el niño no aflojaba el ritmo. Al cabo de un rato tenía las manos en carne viva y sudaba hollín por cada poro de la piel, pero el capataz ya no le gritaba con hostilidad, sino que lo observaba con un poco de inquietud.
—Afloja un poco, chico. Ya lo has cogido. Si sigues a este ritmo vas a reventar como un caballo.
Pero él no aflojó. Nunca aflojaba.
Al terminar la jornada y subir de nuevo a la caja del camión que lo devolvía al Pueblo, se tumbó como pudo entre otros hombres tan cansados como él, sin importarle que apestaran a pies, a intimidad humana, a tabaco. Tampoco le afectaron la estrechez, los pisotones y los alientos pesados. Se quedó profundamente dormido. El capataz que le había ayudado a bajar del camión por la mañana lo reconoció debajo de la capa de suciedad y de la ropa ennegrecida. Puede que incluso sintiera algo parecido al cariño al quitarse la chaqueta y cubrirle los hombros mientras el camión se ponía en marcha.
—Sin Dios y sin amo. Nosotros y nuestras fuerzas —murmuró con la mirada perdida en el Guadiana y sus meandros.
El padre Mateo marcó la página con el índice.
—Otra vez, desde el principio.
El niño repitió, con muchas dificultades:
—«Platero es pequeño, peludo, suave...».
El hijo mayor de Alma Virtudes no estaba destinado a ir a la escuela. Sin embargo, el sacerdote veía en él algo que los demás no sabían apreciar. Tal vez su inteligencia tuviera más de instintiva que de racional, y desde luego no confiaba en que llegase a alcanzar alguna forma de erudición, pero el chico tenía cualidades que bien encauzadas podrían darle un futuro; era perspicaz, aprendía rápido, más por orgullo que por deseo, y poseía una voluntad de hierro. Ya tendría tiempo para romperse la espalda en la aceituna, en la vid o en el andamio. Quería que el chico estudiase y le habría gustado recomendarle en alguna escuela y más tarde, quién sabe, tal vez al seminario menor de Badajoz. Pero eso no era posible, Dios no estaba en el corazón de aquella familia y en la Casa Grande necesitaban manos para el trabajo, y allí no se discriminaba por la edad. Rodrigo lo había dejado bien claro:
—Me da igual si tiene doce años o cuarenta. Si puede acarrear un balde de agua me es útil.
Aun así, el padre Mateo logró arrancarle el compromiso de que cada noche, al acabar las tareas en la finca, le enviaría al niño durante un par de horas. Esperaba poder enseñarle al menos algunas nociones básicas de lengua, de historia, las operaciones simples de matemáticas y un poco de caligrafía. El chiquillo llegaba puntual y silencioso y se sentaba detrás de un mapamundi de cuando España era más grande que toda Europa. Con paciencia infinita le enseñaba a coger bien la pluma, corrigiendo su tendencia a hacerlo con la mano izquierda, y a mojar la punta en un tintero. Luego le guiaba dibujando las vocales al tiempo que las pronunciaba en voz alta muy despacio, a la velocidad a la que iban apareciendo en el papel con trazo titubeante. El chico se equivocaba, a menudo echaba a perder el preciado papel blanco, pero el sacerdote nunca se desesperaba. A veces se subía en la escalera y bajaba de los estantes más altos de su biblioteca algún libro con ilustraciones para enseñarle lo que era un volcán, dónde estaba Santiago de Cuba, o por qué un papel podía quemarse reflejando la luz del sol en un cristal. Con un juego de plantillas estudiaban los ríos y los sistemas montañosos. Cuando el chico se rascaba bajo la camisa y mostraba sin querer algún moratón, se adueñaba del sacerdote un humor extraño y le interrogaba con insistencia sobre su madre, Alma Virtudes, si la trataban bien en la Casa Grande, y preguntaba si se ocupaban de él y de sus otros hermanos como era debido.
El niño se quedaba callado. El sacerdote carraspeaba y sonreía.
—¿Por dónde pasa el Guadiana? —preguntaba, volviendo a la ventana con las manos en la espalda.
Al cabo de unos meses, el chico dejó de ir a clase sin dar explicaciones. El padre Mateo trató de hacerle volver, pero fue imposible. Era otro caso perdido. De todas maneras, se dijo, bastante tenía con ocuparse de los asuntos espirituales de la familia Patriota, de la parroquia y de la educación de la primogénita de don Rodrigo. Bea era una fuerza de la naturaleza que requería de toda su energía para mantenerla en la vereda.
—Beatriz, estás despistada. ¿En qué piensas?
—En nada.
Bea no sabía en qué pensaba. O mejor, no sabía expresarlo. La primera nevada del invierno había llegado y cesaron los cánticos de las lavanderas en el pozo y las voces de los chiquillos dejaron de oírse en los corrales. Desde la ventana veía las ropas negras de los jornaleros punteando los prados blancos. Le gustaba el invierno con la gente ahí a lo lejos. Parecían cuervos caídos de las ramas. Cuando terminó la tediosa clase, el sacerdote le permitió abandonar la biblioteca. Bea cogió al vuelo la bufanda y corrió afuera. La nieve le parecía un milagro fascinante. Se descalzó y caminó unos pasos con los pies desnudos. Pisaba despacio, escuchando el crujido de la nieve bajo su peso. Era agradable pese al frío en los tobillos y entre los dedos de los pies. Abrió mucho la boca para beber los copos que caían mansamente. Su aliento exhalaba tibias bocanadas, parecidas a las del ganado que soportaba estoicamente la nevada en el prado. Alzó la vista hacia el segundo piso de la casa. La ventana del dormitorio de su abuela tenía echadas las cortinas. Pero Bea sabía que ella estaba allí, sentada en el sillón, mirando. Decían que estaba así desde la muerte del abuelo Benito, al principio de la guerra, y que su muerte lo había matado todo alrededor.
Bea echó a correr campo a través. Correr sobre la nieve le calentaba la sangre, el corazón le latía con más fuerza y casi no sentía dolor en las piernas. Se exaltó, se sentía ligera como si fuera a salir volando. Hasta que una rama se enganchó con la bufanda y la lanzó hacia atrás contra el suelo. Cayó de espaldas y se quedó muy quieta. Le dolía el golpe, y se le ocurrió que tal vez se había partido la espalda y que si se quedaba allí tumbada nadie acudiría en su busca, la nieve la enterraría poco a poco y solo la encontrarían días después, convertida en un cadáver momificado. Eso la consolaba un poco, imaginar cómo se sentirían los demás al descubrirla. Así que ensayó el modo de perecer: cruzó los brazos sobre el pecho y se decidió a mantener los ojos abiertos. Ese detalle le pareció importante: cuando la encontrasen sus ojos tendrían que ser como la superficie verde y helada de un lago. Pronto sintió la humedad traspasando la fina tela del vestido y absorbiendo el calor de su piel; empezó a temblar, pero estaba decidida a no moverse.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
Era el hijo mayor de Alma Virtudes. Estaba envuelto en una manta andrajosa a modo de capa y llevaba unas polainas de piel que le cubrían hasta las rodillas. Se soplaba las manos, cubiertas con unas gruesas vendas. Bea se alegró de que al menos él estuviera dispuesto a no dejarla morir en la nieve.
—Ensayo mi propia muerte.
—Haces cosas muy raras.
—¿Podemos ir a la cabaña?
El hijo de Alma Virtudes la observó con inquietud. A veces la sensatez le hacía parecer más viejo de lo que era. Dobló una rodilla en la nieve y se inclinó sobre Bea. Sin decir nada empezó a quitarle briznas y hojas del cabello. Sus manos describían cada vez una curva ligera. Cuando la hubo limpiado se quitó el andrajo y la cubrió antes de obligarla a levantarse.
—Está lejos y hay mucha nieve. Mañana. Nos vemos allí a mediodía.
—¿Lo prometes?
El chico lanzó un gruñido por respuesta. Pero al día siguiente la esperaba en el camino.
La cabaña era su lugar secreto, en sus límites simulaban ser dos salvajes al abrigo de una pequeña hoguera. Allí se entregaban al tiempo, no se detenían a pensar en las diferencias que los separaban ni se cuestionaban la naturaleza de su amistad. Bea quería al hijo mayor de Alma Virtudes con facilidad, como se quiere a un perro o a una yegua. Él también la quería, aunque de un modo más complejo; a veces ese sentimiento le hacía sentirse eufórico y otras veces muy triste.
—Tu padre y tu abuela me han advertido: no quieren verme merodear cerca de ti.
Bea sonrió con malicia.
—¿Eso haces? ¿Merodear como el zorro en el gallinero?
El muchacho tensó las mandíbulas.
—Si nos descubre alguien, mi familia acabará en las cuevas del Mocho.
La sola mención de ese lugar hizo bajar los párpados a Bea. El muchacho había cometido la insensatez de llevarla allí una vez para que viera con sus propios ojos lo que otros contaban. Pensó que Bea se espantaría y que querría marcharse enseguida, pero lo que hizo ella fue entrar en la cueva más grande, la de la antigua carbonera. Cuando salieron estaban comidos por los piojos. La prudencia no era una de las virtudes de la única hija de don Rodrigo. Con ella, los límites se convertían en una línea arbitraria que avanzaba o retrocedía según su deseo, y era imposible hacerla desistir. En una ocasión oyeron los lamentos de un cachorro en el fondo de un barranco y ella insistió en bajar a pesar de lo peligroso del descenso, de modo que el muchacho se vio forzado a improvisar.
—Bajaré yo primero y tú esperarás.
Bea sopesó la cuestión con aire solemne.
—¿Y si no subes?
—Entonces sabrás que no tienes que bajar.
Cuando Bea cometía errores no se excusaba, ni él se lo reprochaba. Simplemente seguían adelante, como si no hubiera pasado nada. Aquella tarde, los dos sabían que corrían un riesgo innecesario y que no deberían estar en la cabaña juntos, pero allí estaban, pegados el uno al otro y tapados por la misma manta, tiritando del mismo frío. Mirando el mismo mundo.
—¿Estás triste por la muerte de tu padre? —le preguntó ella de repente.
El muchacho negó lentamente.
—Nadie sabe si está muerto. Mi madre dice que ha habido muchos heridos y prisioneros en Rusia y que mi padre puede ser uno de ellos. A lo mejor está vivo.
—Mi abuela dice que tu familia está envenenada por el odio.
—¿Y por qué no nos echa, entonces?
—Ella dice que tenéis una deuda por lo que hizo tu tío en la guerra.
El chico tensó el cuello e irguió los hombros. Desenredó la venda que le cubría una mano y le mostró las ampollas.
—Tu familia ya se cobra con creces el favor de dejarnos estar aquí.
Bea cogió aquella mano en carne viva y la colocó en su regazo.
—¿Por qué ya no estudias en la casa parroquial con el padre Mateo?
—No se puede enseñar a hablar a un burro.
Bea le observó con gravedad.
—No digas eso. Tú no eres ningún burro.
—Sí, lo soy. Un burro de carga.
Bea notó algo extraño, una rabia en los ojos del muchacho que no había visto antes. Él escupió una brizna de yerba que llevaba rato masticando. Apartó la mano y volvió a envolverla en la venda.
—Es tarde. Tenemos que volver.
Bea contemplaba la llama de la débil hoguera, absorta. No entendía por qué la gente hacía cosas que no quería hacer.
—Yo no quiero volver. Quiero quedarme aquí, contigo.
—Eso no puede ser.
El niño empezó a liar un cigarrillo con picadura. Bea lo miró con sorpresa.
—No puedes fumar. No eres un hombre.
Él estiró el cuello como si quisiera alzar su estatura para desmentir aquella verdad. Miró de modo desafiante mientras arrimaba una brasa al pitillo y soplaba haciendo saltar pavesas.
—Si puedo partirme la espalda como un animal, también puedo fumar.
Bea le quitó el pitillo y le dio una calada sin tragarse el humo. Le pareció algo repugnante. El chico se echó a reír y ella le dio una patada. Terminaron revolcándose por el suelo, como siempre.
Mientras volvían hacia la Casa Grande no hablaron. El muchacho estaba concentrado en sus pasos, caminaba con la cabeza agachada y las manos en los bolsillos.
—Van a mandarme a Madrid —dijo Bea—. Con una tía de mi madre. Pero yo no quiero ir. Dicen que tengo que convertirme en una señorita. Que soy una fiera salvaje. En el internado me enseñarán modales para cuando me case. Pero yo no pienso hacerlo. Casarse es aburrido.
Él se negó a mirarla. No quería que ella le viera la cara.
—Lo quieras o no, tendrás que casarte. Te irás de aquí, a Madrid o a Barcelona, tendrás hijos y ya está.
Bea saltó como un resorte.
—No pienso casarme, ni tener hijos.
—Da igual lo que pienses, Bea.
La hija de don Rodrigo pateó con furia la nieve.
—Me escaparé cada vez que me lleven. Y vendré a la cabaña y tú estarás esperándome.
El chico no dijo nada.
—Tendrás que estar aquí, esperándome —insistió ella—. Me lo tienes que prometer.
Él alzó la cabeza con calma. Atardecía y volvía a nevar, aunque ya sin fuerza. Algo se estaba despertando en su interior. Una voz o un destino que todavía no era capaz de comprender bien. Pero sabía que le llevaría lejos de allí. Seguiría las vías del tren hasta donde le llevaran. Eso haría. Algún día.
—Tienes que prometerme que estarás aquí cuando vuelva. Que me esperarás —insistió Bea.
El hijo mayor de Alma Virtudes se limitó a gruñir. No le gustaba hacer promesas falsas.