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Barcelona, agosto de 2010

Una chica que parecía drogada flotaba boca arriba en la piscina de fondo turquesa. Los brazos quebradizos y las piernas sin musculatura. Tenía la piel sonrosada y humeaba como si el agua de la piscina hirviera. El cabello flotaba como los tentáculos transparentes de una medusa. Un tipo barrigudo la sujetaba por las vértebras y al hacerla girar causaba ondas que llegaban hasta los zapatos de Diego. Era como si el tipo ofreciera a la chica en una bandeja.

¿Qué mierda de sitio es este?, se preguntó, con la tarjeta negra con letras doradas en la mano. Diego no podía explicarlo, pero apenas traspasada la puerta, custodiada por dos porteros trajeados y enormes, había sentido ese olor, a rosas muertas, del que a veces hablaba su abuela Alma Virtudes cuando presentía alguna desgracia.

Se acercó al jardín, junto a un porche muy grande. La terraza estaba llena de gente bien vestida; bebían alrededor de mesas altas, esnifaban rayas en tubitos plateados, bailaban una música repetitiva, hipnótica. Era una mezcla extraña, hombres mayores y mujeres jóvenes, algunas muy jóvenes. Dio una vuelta y entró en la casa. En el interior la oscuridad teñida de destellos lilas apenas dejaba entrever las siluetas de la gente, algunos bailaban y otros se besaban en los sofás y en las escaleras que subían a la planta superior. Una camarera con poca ropa le llevó una copa de Jameson sin pedirla y le preguntó si necesitaba algo más.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Diego.

Ella irguió su generoso busto.

—¿Cuántos quiere que tenga?

Diego desvió la vista hacia la escalera.

—¿Qué hay ahí arriba?

La camarera esbozó una media sonrisa.

—Algo reservado a los que tienen una tarjeta vip.

Diego le mostró la tarjeta que había encontrado en el cuarto de Ana.

—¿Una como esta?

La camarera cambió de actitud.

—Si tiene esa tarjeta, debería saber lo que pasa ahí arriba.

 

 

Una hora más tarde, Diego intentaba concentrarse en el trabajo. Esas estrategias de fuga le habían ayudado en el pasado, refugiarse en la comodidad del presente: el despacho en la universidad, las notas para preparar las clases, los trabajos de los estudiantes, las tutorías. Su mundo de límites conocidos. Pero aquella tarde no lograba ser él mismo. No podía quitarse de la cabeza lo que había visto. Se deslizaba sobre sus obligaciones sin penetrar en ellas, perdía el hilo, se ausentaba. Una alumna que había ido a pedirle un aplazamiento de su evaluación se dio cuenta de que no la escuchaba, un colega del claustro le pidió su opinión sobre las próximas elecciones y Diego respondió con una vaguedad molesta, en clase se sintió incómodo, incapaz de una disertación clara. Al final optó por pedirles a los alumnos que leyeran en voz alta textos de El Hombre rebelde de Camus mientras él se evadía mirando por la ventana.

Ni siquiera se percató de que la hora había pasado hasta que oyó el tumulto de sillas y ruidos al final de la clase. Almorzó solo en la cantina, fingiendo leer un libro. El rostro concentrado y el bolígrafo en la mano eran suficiente armadura. Pero apenas probó la comida, pasó una página del libro y no anotó más que algunas frases sin sentido.

Aquella casa de la parte alta de la ciudad y lo que ocurría en las habitaciones del piso superior ocupaba todo su espacio mental. Entre las páginas del libro tenía la tarjeta que había encontrado en la habitación de Ana. Ahora ya sabía lo que significaba ese lugar, Class, y sabía por qué su hijastra tenía la tarjeta de un sitio así. Ahora tenía la certeza de una verdad intuida, pero no sabía qué hacer con ella. O peor aún, lo sabía, sabía lo que debía hacer. Pero no se atrevía.

¿Qué clase de hombre eres? ¿Qué padre abandonaría a sus hijos para ponerse a salvo? ¿Qué clase de hombre eres, Diego? Un hombre que aplasta la patata hervida con el tenedor hasta hacerla un puré digerible, el hombre que aparta en el borde del plato con desagrado la zanahoria hervida y que mira de reojo el escote de las estudiantes de la otra mesa.

Alzó la cabeza como si le dolieran las vértebras del cuello, rotó a derecha e izquierda la cabeza.

Si se daba prisa encontraría a Orlando fumando en el patio.

 

 

A su jefe no le hizo ninguna gracia que Diego le amargara su pitillo del café. Y mucho menos que lo abordara de aquella manera, improvisada y chapucera.

—Esto es cosa tuya, ¿verdad? No me engañes, he preguntado, sé que eres un habitual. Sé a quién llevas allí, y lo que hacéis. ¿Por qué tiene Ana esto?

—No es el momento para hablar de esto, y tampoco el lugar —dijo, con la tarjeta que Diego acababa de darle, mirando alrededor para asegurarse de que nadie se había dado cuenta.

—Esto es demasiado, incluso para ti, Orlando. Ana es mi hija, y solo tiene diecisiete años. ¡Joder! ¿Cómo se te ha ocurrido llevarla a un sitio así?

Orlando se guardó la tarjeta con una mirada de preocupación. Sin embargo, esbozó una sonrisa irónica cuando se aseguró de que no había peligro.

—Haz el favor de bajar la voz. No te va esta clase de escena, Diego. Tu hija tiene casi dieciocho, y es mucho más capaz de tomar sus propias decisiones de lo que imaginas. Yo solo intento... guiarla.

—¿En un club de intercambios? ¿Obligándola a follar con otros mientras miras? ¿Qué clase de hombre eres?

Orlando clavó en él una mirada que se cerraba como un puño.

—Desde luego uno menos hipócrita que tú. ¿Crees que no sé lo que haces con tus alumnas? Hay rumores circulando por el campus. Y no son muy honorables. Me pregunto qué diría Rebeca si se enterara de que orinas en la boca de chicas de veintidós años, qué le parecería conocer las cosas que les pides a esas amantes tuyas: ¿que te introduzcan un consolador, que te aprieten con una goma los testículos, que te peguen?... Tienes problemas, Diego. Serios problemas, ya que sacamos el tema.

Diego sintió el picor que crecía en los codos, detrás de las orejas, en el cuero cabelludo. Luego pensó en los testículos viejos de Orlando golpeando rítmicamente las nalgas firmes de su hija.

—¿Por qué lo haces, Orlando? Es mi hija, eres nuestro amigo. Cenas en mi casa, trabajamos juntos. Ella no merece esto.

El rostro de Orlando se suavizó. Incluso llegó a parecer desvalido; desde luego solo lo fingía. Tal vez, en el fondo todo aquello le divertía. Quizá le gustaba comprobar hasta dónde sería capaz de suplicar y rebajarse su subordinado.

—Vamos, Diego... Somos personas civilizadas. ¿Has hablado con ella? No, claro. Te preguntará cómo lo has averiguado, descubrirá que la estás espiando, ¿no es cierto? Y lo más probable es que te diga que hace lo que hace porque le gusta. Y eso, amigo mío, es terrible para un padre.

Diego apartó la vista. A su derecha crecía un insípido laurel con las raíces atrapadas en un tiesto de terracota donde los fumadores aplastaban sus colillas. Al otro lado del claustro cruzaba un grupo de ruidosos estudiantes, futuros poetas, escritores, profesores. Casi todos futuros fracasados, personas que se debatirían con sus imposibilidades hasta consumirse en rencores y agravios contra la vida y contra sí mismos. Quería desentenderse de todo, sería un alivio.

—Te lo pido por favor, búscate otro capricho. Deja a Ana en paz.

Orlando sonrió con ganas. Su pelo canoso brillaba. Diego observó sus cejas pobladas, su nariz. Esa nariz en el coño de su hija, husmeándola.

—Eso no depende de ti ni de mí, me parece. Será mejor que no volvamos a hablar de esto, es incómodo y desagradable. A menos que quieras hacer algo al respecto... ¿No? Ya me parecía. Ahora, si no te importa, tengo cosas que hacer.

 

 

Al regresar al despacho, Diego encontró una nota encima del escritorio. Alguien le había llamado. Bajo el número con prefijo de Madrid estaba el nombre: Beatriz Patriota.

Una voz arrugada, como de niña despertada de la siesta, respondió a la llamada.

—¿Diga?

—Soy el profesor Diego Martín.

Siguió una pausa, como si al otro lado alguien masticara el aire.

—Gracias por llamar tan rápido. Supongo que sabe quién soy.

—La nieta de Benito Patriota. La hija de Rodrigo.

Se escuchó una risita.

—Entre otras cosas, así es. Tengo entendido que es usted el heredero de la Casa Grande.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Tengo mis recursos. ¿Querría venir a verme a Madrid, profesor? Creo que tenemos que hablar.