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Madrid, agosto de 2010

Beatriz Patriota vivía en un apartamento modesto de Getafe, no muy lejos de la estación de tren, en compañía de un yorkshire terrier que la seguía a todas partes y que parecía tan viejo como ella. Estaba sentada en un extremo de un sofá de piel sintética que crujía con un sonido desagradable cada vez que se movía. Se dio cuenta de que su invitado examinaba los muebles, las cortinas, el color de las paredes, y sonrió con cierta ironía.

—Mi padre logró una proeza casi imposible. Destruir en una sola generación la fortuna que mis antepasados crearon en doscientos años.

Ciertamente, costaba imaginar que aquella anciana era la última de una estirpe que durante siglos controló con mano de hierro la vida y el destino de miles de personas. Y, sin embargo, en los detalles se adivinaba la urdimbre de esa historia: el apartamento era limpio, estaba muy bien ordenado, reinaba en él una elegancia construida con pocos recursos, algunos muebles buenos, un jarrón chino, dos cuadros, lo poco que se había salvado del naufragio, como si Beatriz Patriota se resistiera a borrar del todo ese pasado esplendoroso. Aunque vestía modestamente, todo en ella era armónico, los colores de la blusa y el elegante pantalón, el camafeo en la solapa, los pendientes pequeños y bonitos, la empuñadura del bastón que había dejado junto al brazo del sofá. Conservaba ese aire que demostraba que había sido una auténtica dama, una mujer acostumbrada a la pleitesía y las atenciones: el mentón un poco altivo, los labios tan pequeños que apenas se abrían para mostrar una dentadura intacta. La frondosa cabellera blanca, bien peinada y a la moda, le daba el toque final de distinción. Sus manos, pálidas, estaban surcadas por unas finas venas de tono azulado que se ramificaban desde las delgadas muñecas. Sufría temblores en una rodilla, en la mano izquierda, en el párpado, pero se esforzaba en contenerlos.

Le preguntó a Diego si le apetecía tomar café y se sintió aliviada cuando él rechazó el ofrecimiento. Seguramente la alteraba cualquier cosa que la hiciera salir de su rutina —¿dónde estaba el tarro del café?, ¿dónde las tazas buenas?, ¿dónde el azúcar?—. Diego apostó a que lo único que tenía en la nevera era un par de yogures y unas piezas de fruta; Beatriz Patriota parecía alimentarse únicamente de aire y agua.

—Supongo que es usted un hombre muy ocupado, así que no le robaré mucho tiempo. A mi edad, los rodeos son un derroche imperdonable. Sé que su padre ha muerto y que usted ha heredado la propiedad que perteneció a mi familia. No dispongo de muchos recursos pero tengo unos ahorros, y por lo que sé la finca ya no tiene gran valor. Doy por supuesto que para usted es una carga y que no le interesa conservarla. Así que quiero hacerle una oferta, modesta pero justa, para recuperarla.

Diego ladeó un poco el cuello, observando a la anciana con mayor atención, como si estudiase una pintura desde un ángulo poco evidente.

—¿Por qué ahora, después de tantos años?

La anciana acarició el pelaje gris de su perro.

—Una de las cosas más extraordinarias de la muerte que se acerca es que te ofrece un último instante de lucidez. Puedes poner a un lado lo que te ha importado en la vida, dos o tres cosas, no son más. Ese lugar es la patria de mi memoria. Intenté recuperar la finca varias veces, pero su padre siempre se negó a vendérmela, aunque era evidente que para él no valía nada.

—Pensaba que eran amigos. Que se apreciaban, al menos.

Ella soltó una risita. Diego pensó en un ratón saqueando una despensa.

—Lo fuimos cuando éramos niños —empezó diciendo, como si se aprestara a contar una vieja historia—. Nos criamos juntos en la Casa Grande, eso es cierto.

Diego se inclinó hacia delante. La piel del sofá crujió y el perro de la anciana se acomodó junto a ella sin dejar de vigilarle.

—¿Cómo era? ¿Cómo lo recuerda usted?

Ella alzó la cabeza y miró a Diego con una sonrisa sincera, comprensiva.

—Ya era orgulloso, callado y testarudo desde niño. ¡Esos ojos oscuros y determinados! ¡Esas cejas pobladas y esa mandíbula siempre apretada!... Usted se le parece mucho... Aunque transmite algo distinto, tal vez más frialdad. Más control sobre sus emociones. Lo que más recuerdo de él no es algo concreto, sino más bien una emoción. Toda esa excitación, el deseo de estar juntos en la cabaña, de compartir secretos, la melancolía sin nombre cuando ya no podíamos vernos a todas horas, las reprimendas del padre Mateo porque me distraía en las clases esperando el momento de verle asomar al final del camino.

Se quedó callada, sin mirar nada concreto, acariciando mecánicamente la cabeza del perro. El labio inferior tenía una gota de saliva y brillaba tanto que Diego tuvo que apartar los ojos para controlar el impulso de limpiársela.

—¿Sabe qué es lo que más recuerdo de mi niñez? A mi abuela en la ventana. Se llamaba Laura María. Era una mujer soberbia en muchos sentidos. Lo era su belleza y también su carácter. No la recuerdo por entero, es más bien como una fotografía. Pero pervive su silueta detrás de la cortina, que apartaba ligeramente para espiarme mientras yo jugaba en el jardín. La leyenda familiar cuenta que Laura María llegó en un barco desde Colombia, donde mi abuelo, un Benito Patriota joven y ambicioso, la encontró en las murallas de Cartagena de Indias vendiendo chucherías y plátanos secos. Dicen que se enamoró de ella nada más verla y que intentó comprarla a sus padres, pero como estos no cedieron, la metió en un barco rumbo a España a la fuerza. Al parecer Laura María lloró durante todo el viaje y no consintió que aquel arrogante español la tocase. También dicen que intentó varias veces escaparse, pero que mi abuelo siempre la encontraba. Y entonces construyó para ella una galería en la Casa Grande y dejó que plantase allí mangos y rosas de olor sumamente dulce. También trajo a sus suegros desde Colombia para que murieran en paz junto a su hija.

—Parece una novela.

—Lo fue, desde luego. En la versión menos dura de la historia, se dice que mi abuelo la respetó hasta que ella estuvo preparada para admitirle en su cama, y que eso le costó a mi abuelo años de paciente y devota espera. Pero conociendo el carácter de los hombres de mi familia, es posible que nada de eso sea verdad, o que solo lo sea en parte. En cualquier caso, siempre los imaginé como dos jóvenes trágicos; ella no tenía nada, y él no tenía nada porque no la tenía a ella.

Diego asintió. Si la anciana había elegido una historia con aromas de García Márquez para contar la de sus abuelos él no tenía derecho a arrebatársela.

—Después de la muerte de mi abuelo en 1936, Laura María vagaba por la casa como si fuera un fantasma, con las cortinas echadas y en un silencio que asustaba. Los criados hacían cuanto podían, pero mi abuela no salía de ese pozo de dolor. Todos creyeron que con el tiempo aprendería a sobrellevar la pena, pero pasaron los años y nada cambió. Sus hijos eran ya mayores y tampoco es que pudiera consolarse conmigo. Fui una niña rebelde, descastada. Y además le tenía miedo. Siempre vestida de negro, encerrada, callada, con la mirada dura. Como si le ofendiera mi alegría de niña. No toleraba el canto, ni las risas, y se ponía histérica si me oía corretear por la galería.

—La historia de mi familia es menos novelesca, bastante más cruda, pero también está vinculada a esa casa y a todo lo que sucedió en ella.

Beatriz Patriota acarició el pomo de su bastón.

—Esas son viejas historias, rencores que deberían haber quedado enterrados pero que acabaron afectándonos a todos.

—Nunca entendí por qué su padre, don Rodrigo, no quiso que mi familia se marchase de allí después de lo que mi tío abuelo Joaquín le hizo a don Benito.

—Yo no tengo respuestas para todo, pero creo que el padre Mateo tuvo mucho que ver en esa decisión. Recuerdo verlo pasear y hablar con mi abuela a menudo; ella confiaba en aquel cura, que llegó a convertirse en una especie de consejero espiritual. Además, el padre Mateo se interesaba por Alma Virtudes, por su bienestar y por el de sus hijos. Esa atención aumentó cuando Simón se marchó a Rusia. Tal vez convenció a mi abuela de que perdonar era el acto de heroísmo más difícil que ella podía hacer.

Diego tenía una visión menos amable. Durante años oyó historias en casa sobre las mil humillaciones a las que su abuela Alma Virtudes fue sometida, limpiando la mierda de la bacinilla de la vieja, recibiendo bofetadas por cualquier pequeño descuido, porque una sábana tenía una arruga invisible. Obligada a dormir y comer con los animales, en una porqueriza. Puede que en ocasiones la matriarca de los Patriota sintiese remordimientos, que aquel cura le hiciera ver sus errores de orgullo y tratase de ser justa. Pero la mayor parte del tiempo la rabia y el dolor debían de adueñarse de ella; veía a la criada y en sus rasgos reconocía al asesino de su esposo y la castigaba, derramaba en ella su odio porque no tenía nada más.

La anciana asintió lentamente.

—Nosotros, su padre y yo, éramos almas libres. No nos importaban ni las amenazas ni las advertencias. Nos creíamos únicos. Yo me negaba a entender que éramos unos niños, y que el tiempo nos separaría, como así fue. No fue mi abuela, ni mi padre. Fue el tiempo el que hizo su trabajo, ¿entiende? Los niños crecen, los sueños cambian, los caminos se separan y se dibujan con claridad. Y eso es exactamente lo que pasó. Me enviaron a Madrid y allí estuve a cargo de una tía de mi madre, rica, soltera y muy religiosa, amiga personal de Mercedes Sanz-Bachiller, la viuda de Onésimo Redondo, el cofundador de las JONS. Mi tía me obligaba a participar en campañas de Auxilio Social como voluntaria, convencida de que necesitaba ser disciplinada. —Una risita maliciosa asomó bajo sus párpados y recuperó algo de vigor—. Pero, contrariamente a lo que pretendían mi tía y sus amigas del café Colón, aquellas experiencias no me hicieron más piadosa, sino más bien todo lo contrario.

Beatriz Patriota se había levantado del sofá. Se movía muy despacio ayudándose con el bastón y su perro revoloteaba alrededor.

—«Quien no sabe vivir no merece vivir.» Eso decía su padre, pobre ingenuo.

Diego sonrió con ironía.

—Se le daban bien las frases concluyentes. Un filósofo de bar. Eso era mi padre.

Beatriz Patriota ladeó la cabeza y miró a Diego con dureza.

—No sea tan severo con el pasado, joven. Lo que le pasó a su padre fue atroz, atroz, sí...Y él nunca quiso perdonarme, no entendía que no fue culpa mía y que no pude evitarlo. Solo era una chiquilla estúpida y malcriada que pensaba que todo era un juego. Ocurrió en el verano de 1947, durante mis vacaciones. Era cuando yo regresaba a la Casa Grande. Acababa de cumplir los dieciséis años, me sentía importante, pero nadie reparaba en mí en el Pueblo, todos estaban sumidos en su propio mundo, y pensé que sería un largo y aburrido verano. Me dedicaba a pasear por la finca a caballo, iba hasta el puente romano y al monte Mocho, charlaba por las tardes en el cenador con el padre Mateo, leía y escribía cartas a mis amigas del internado quejándome amargamente de mi aburrimiento... Y entonces lo vi. A su padre.

El rostro de Beatriz Patriota adquirió una tonalidad de piel más pálida y su cuerpo esquelético parecía haberse encogido.

—Ahora me doy cuenta de que él solo era un pobre muchacho, apenas debía de haber cumplido los catorce años, pero a mis ojos aburridos, ansiosos de algún estímulo, se había convertido en un muchacho realmente guapo que destilaba algo distinto. No tenía esa mirada perruna que yo veía en los otros chicos, no se quitaba la gorra al saludar ni bajaba la cabeza. Miraba con dureza y orgullo. Sentí una punzada de tristeza al pensar en la vieja cabaña, que ya no existía, y en nuestras correrías de la niñez. Egoístamente, y por simple divertimento, empecé a hacerme la encontradiza. En ocasiones le pedía que me acompañase al Pueblo y le invitaba a tomar un café. Su padre miraba aquel líquido del mismo modo que un minero desarrapado miraría una pepita de oro. Me intimidaba, y al mismo tiempo me atraía. Nunca manteníamos largas conversaciones y él estaba casi siempre enfadado; ya no trataba de complacerme cuando le pedía que hiciéramos algo divertido como antes. La mayor parte del tiempo yo le hablaba, le contaba cosas de Madrid, del internado, de mi tía y sus amigas beatas, a veces solo para hacerle reír, pero él apenas me escuchaba, y cuando lo hacía me lanzaba indirectas que me incomodaban, como si yo tuviera algo estropeado que debía arreglarse... Pero un día me dijo que quería enseñarme una cosa. Caminamos un buen rato por el monte, entonces me dijo que iba a vendarme los ojos. Me inquieté un poco, pero también me excitó la situación. Me guio durante unos metros y por fin me quitó la venda.

Dibujó una sonrisa antigua, bonita y envuelta en paños viejos.

—¡Había reconstruido la cabaña en el árbol! Tal y como yo la recordaba. Incluso había tendido una manta y encendido unas velas. Tenía dispuestos platos y cubiertos, dos copas buenas, una botella de vino, queso, jamón... No quise preguntarle de dónde había sacado todo eso y tampoco quise detenerme en el escudo de mi familia en los platos y en los tenedores. Estaba tan contenta que al regresar a casa no me di cuenta de que el padre Mateo me esperaba con el rostro serio. Me hizo preguntas incómodas, me acosó y me previno acerca de su padre. Dijo que él había cambiado, que andaba con gente peligrosa. Por supuesto, no le hice caso. Yo solo quería volver a verme a solas con él en la cabaña. Ingenuamente pensaba que allí había algo para mí, una realidad que podía aprender y una forma de rebeldía contra mis propios padres, que me ignoraban; contra mi abuela Laura María, que solo tenía sitio en su corazón para la oscuridad y la nostalgia; contra la beatería gris de mi tía, e incluso contra esa actitud resignada del padre Mateo.

La anciana se quedó callada. De repente alzó la barbilla y miró al techo, como si buscara aquel árbol y la cabaña entre las ramas más altas.

—Podríamos habernos quedado allí, como cuando éramos niños, a salvo. Pero él quiso llevarme a aquella bodega y yo no supe negarme.

—¿Una bodega?

—Cerca de la estación de los autobuses que cubrían el trayecto entre Mérida y Sevilla. Allí se reunía su padre con esas compañías peligrosas contra las que me había prevenido el padre Mateo: hijos de otros jornaleros, huérfanos de las cuevas y un par de chicos de un pueblo vecino. No recuerdo sus caras ni sus nombres, y tampoco sus voces. Pero me acuerdo de lo que se hablaba en el sótano de aquella bodega. Tampoco es que estuvieran conjurados para una misión secreta o que pretendieran ir más allá de su pequeño mundo. Ni eran revolucionarios ni pretendían subvertir orden alguno. Simplemente compartían cigarrillos, bromas, pesares y, sí, de tanto en tanto críticas contra la familia Patriota, amenazas que no se transformaban en algo concreto, principalmente contra el capitán Ochoa y sus guardias. Sí, es cierto que robaban cosas en las casas, y que luego compartían el botín. Pero no eran más que unos críos, unos rateros sin peligro.

Debió de ser excitante para aquella jovencita de buena familia deseosa de experimentar sensaciones fuertes entrar en aquel espacio mal iluminado, traspasar una cortina y una pared de cajas apiladas que mal disimulaba la escalera que bajaba al sótano, iluminado con bombillas cubiertas de grasa aceitosa.

—¿Qué hacía mi padre en aquellas reuniones?

Beatriz Patriota movió la mano con desasosiego.

—Nada en particular. Hablaba poco, se sentaba en las cajas del fondo, fumaba y asentía a lo que los otros decían. De vuelta a la finca solía fanfarronear un poco, decía que él mismo se encargaría algún día del capitán Ochoa. Lo decía para impresionarme, yo lo sabía y no me importaba; al contrario, me resultaba excitante haber recuperado nuestra amistad, más que eso, volver a ser su centro de atención. No era más que un juego. Incluso robé algunas cosas del despacho de mi padre para él, una caja de puros, un abrecartas. Él lo repartía con sus amigos. Solo estaba interesado en impresionarme y en seducirme.

—¿Y lo consiguió?

Beatriz Patriota movió la mano como si barriera el tiempo.

—Éramos unos críos, sobre todo él, pese a su apariencia. Fueron dos besos, unos revolcones con las manos por encima de la ropa. Eso fue todo. Nada memorable, nada que mereciera todo el revuelo que causó. Pero nos vio el padre Mateo, o creyó vernos, cuando en realidad solo presenció el acaloramiento de dos adolescentes saliendo del pajar con la ropa un poco revuelta y unas briznas de paja en el cabello. Nunca olvidaré su mirada, fulminándonos.

Estaba tensa, y sus huesos crujieron de un modo desagradable al mover las piernas. Sus bonitos dientes se escondían tras el muro de los labios firmemente cerrados.

—Esa noche mi abuela me hizo llamar a su cuarto. Se había dejado el cabello suelto sobre los hombros y observaba el juego de luz y penumbra de la lámpara de mesa sobre el retrato de mi abuelo. En el gramófono sonaba Fiestas galantes, la pieza musical de Debussy. A mi abuelo Benito le encantaba. «Ven, dame un abrazo», me dijo. Tendió la mano y me hizo un gesto para que me acercara. Me aterró lo desnuda que estaba aquella mano. En otro tiempo lucía bonitos anillos y collares que brincaban en su pecho cuando se reía a carcajadas, pero aquella noche no llevaba ni siquiera unos tristes pendientes. Me dejé abrazar con rigidez. ¿La tristeza olía tan mal, a dejadez y sudor seco? Entonces me apartó, evaluándome de los pies a la cabeza.

Los ojos de la anciana brillaban. Buscó un pañuelo arrugado en el bolsillo y se secó con pequeños toques en el párpado, como si le diera de comer a los gorriones.

—«¿Te he educado para que seas una puta?» Eso es lo que me dijo, y sentí que el suelo se hundía bajo mis pies. Intenté explicarle que el padre Mateo había malinterpretado lo que había visto, que su celo le había jugado una mala pasada. Pero mi abuela cruzó los dedos bajo la barbilla, centrando su atención en el retrato de la pared, como si le pidiera consejo a su esposo, aunque tenía muy claro lo que debía hacer. Me preguntó si él me había forzado, si me había arrinconado en el pajar utilizando la fuerza. En realidad, más que preguntarlo lo afirmaba, como si sus palabras hubieran salido de mi boca. Lo negué escandalizada, pero mi indignación encontró escaso eco en ella.

La anciana se puso el puño en la boca y negó con fuerza. Diego pensó que todo aquello estaba yendo demasiado lejos.

—Como usted ha dicho, es el pasado. No hace falta volver allí si le duele tanto.

Beatriz Patriota extendió la mano pidiéndole un poco de tiempo. Llevaba demasiados años con aquello dentro, quizá no había podido sacarlo a la luz nunca y ahora, a pesar de lo que le dolía, no quería callarlo.

—Entonces me preguntó por los amigos de su padre y por lo que hacían en la bodega de la estación. Sabía que robaban casas, y que bebían y fumaban allí, incluso repitió palabra por palabra las amenazas que su padre hizo contra el capitán Ochoa. Era como si alguien la hubiera estado informando, como si uno de aquellos muchachos fuera un Judas. Nunca supe quién fue. Dijo que su padre era un canalla, un delincuente. Que yo era una golfa, amiga de los habitantes de las cuevas del Mocho, y que allí era donde iba a mandarme. Me sentía atacada por todos los flancos, y lo más desesperante era la frialdad con la que mi abuela me interrogaba. Todavía intenté defenderle, dije que él nunca me había obligado, que solo eran un puñado de chiquillos quejándose de la vida perra que llevaban... Y entonces mi abuela perdió la paciencia y me abofeteó. Me acusó de ser una roja, de que me gustaba follar con un pordiosero, me echó en cara lo que le había contado mi tía de Madrid, que cuestionaba su autoridad, que era respondona, que no hacía más que criticar a los ricos pero me aprovechaba de los privilegios de serlo. No había pasado frío, ni hambre, ni había tenido miedo por algo que valiera la pena nunca en mi vida... Dijo que era hora de que eso cambiase. Tal vez el internado en Madrid no bastaba, quizá debía mandarme unos años a su patria, con sus hermanos, a vender plátanos secos en las murallas de Cartagena, limpiar tronchas con los bananeros, recoger estiércol de los guarros y dormir en un zaguán entre ratas y piojos. Yo estaba realmente aterrada. Dije que mi padre no lo permitiría, pero me gritó que mi padre haría lo que ella le ordenase.

Diego intentaba entenderla, y le apenaba ver que, después de tanto tiempo, siguiera con aquella carga a cuestas:

—Y entonces cedió, ¿verdad?

Beatriz asintió.

—Conté lo que ella me dijo que debía contar: que el hijo de Alma Virtudes me llevó al granero, que me toqueteó y que me resistí. Que me sujetó por las muñecas y que grité. Que gracias al cielo el padre Mateo estaba cerca y pudo impedir lo inevitable... Sí, Diego; dije que su padre intentó violarme. Y esa mentira cambió su vida para siempre.