Las noticias llegaban con cuentagotas, pero ni siquiera la censura podía ocultar el desastre de la División Azul en el frente ruso. La lista de bajas era escalofriante, y en la última de ellas el nombre de Simón estaba entre los desaparecidos. Eso significaba que podía estar vivo, muerto, prisionero o que había desertado. Y cada cual en el Pueblo eligió una opción. En lo que todos coincidían era en que probablemente jamás volverían a verle. Y mientras en el tablón del ayuntamiento se colgaba esa lista y se convocaban actos en memoria de los caídos —solo para los caídos a ciencia cierta—, el padre Mateo subió en su coche al hijo mayor de Alma Virtudes y lo llevó más allá del puente romano, hasta una de las laderas del monte Mocho.
Anduvieron a buen paso otra media hora, giraron y volvieron a girar hasta que el niño terminó desorientándose y, por fin, el cura se detuvo en un pequeño claro entre peñas. Desde la altura se veía, muy a lo lejos, el Pueblo apiñado en un pliegue del valle, con sus tejados y campanarios.
—Aquí es —dijo, agachándose y apoyando la palma de la mano sobre la tierra—. Estoy casi seguro de que los Patriota enterraron aquí a tu tío Joaquín.
El chico reaccionó con temor. Su tío Joaquín era un nombre maldito que no podía ser pronunciado, salvo para insultarle o inspirar miedo como si se invocase al hombre del saco.
—¿Por qué me ha traído aquí?
El padre Mateo le cogió por los hombros y le miró fijamente. Sus ojos tenían fiebre. Le temblaba la voz.
—He hecho algo terrible, Diego, y me arrepiento. Algo que no sé si podré perdonarme. Pero ahora tienes que escucharme: van a ir a buscarte, y tienes que marcharte de aquí y prometerme que jamás volverás.
El chico dudó.
—Yo no he hecho nada. Esta es mi tierra. ¿Por qué iba a irme?
El padre Mateo le apretó con fuerza el hombro.
—Si quieres a tu madre, si me respetas, tienes que hacerlo. Un día, cuando pasen los años, volverás aquí; recuerda este lugar. Cava un agujero hondo. Porque aquí están tus raíces. ¿Lo entiendes?
El chico entendía el miedo, lo veía en los ojos de la gente, en su madre cada vez que se cruzaba en la Casa Grande con un Patriota, en sus propios ojos cuando Bea y él se escapaban a la cabaña del árbol, en las madres, padres, esposas y hermanos que iban a buscar en el tablón del ayuntamiento el nombre de sus hijos, esposos o hermanos entre los caídos en el frente ruso. Veía ese miedo en los habitantes de las cuevas del Mocho, en los jornaleros que se quitaban la gorra y enseñaban el cogote cuando los amos iban de inspección a los campos. Veía el miedo en las miradas al cielo si no llovía, en los rostros ceñudos que observaban las nubes negras cuando diluviaba, en los animales que iban al matadero, en los perros que veían aparecer por el camino a las cuadrillas de huérfanos con sogas y piedras y palos. Veía ese miedo en quien regresaba de la cárcel provincial, lo sentía en su propia carne cada vez que se topaba con Ochoa. Tal vez no entendiera los motivos del cura, pero sabía que debía guardar el secreto. Y lo haría, porque si quería a alguien incondicionalmente en esta vida, era a su madre. Nunca, bajo ningún concepto, ni aunque le arrancasen la piel a tiras, la pondría en peligro.
—Se lo prometo por los clavos de Cristo. Pero, dígame, ¿de qué debo tener miedo?
El padre Mateo le regaló una de aquellas sonrisas que parecían caérsele de la boca.
—No blasfemes, y guárdate de que te vea por la finca alguien de la familia Patriota.
Regresaron por el mismo camino. En algún momento el padre Mateo se detuvo y encendió un cigarrillo. Apuntó hacia un pino que sobresalía entre el resto, por encima de la trocha. Entre las ramas más gruesas se adivinaba la cabaña donde el chico y Bea escondían sus secretos.
—Ten cuidado con alimentar sueños inalcanzables porque la caída será dolorosa —dijo sin mirar al muchacho—. Ahora corre a casa, no hables con nadie, recoge lo poco que tengas. Yo te esperaré con el coche en el camino y te llevaré a Mérida.
Pero ya era demasiado tarde.
Durante muchos años se hablaría con vergüenza y miedo de lo que pasó aquella tarde en la Casa Grande.
Alma Virtudes estaba en la porqueriza. Su hijo la miraba sin saber si contarle lo que le había dicho el cura. Apenas tuvo tiempo de oír el ruido a sus espaldas. Enseguida notó un fuerte golpe en la sien. Aturdido, se tambaleó, pero logró ponerse en pie y dio un paso atrás. Su madre forcejeaba con alguien. Con la mirada borrosa, mareado, intentó protegerla. Un segundo golpe lo derribó. Los oídos empezaron a zumbarle y enseguida sintió la humedad de la sangre cubriéndole la mejilla. Una bota le pateó las costillas, forzándole a expulsar el aire de golpe y a encogerse para proteger el estómago.
No reconoció a Rodrigo Patriota hasta que este se puso en cuclillas y levantándole la cabeza por el cabello se encaró con él.
—La has cagado, hijo de puta. A mi hija no se la toca.
Los empleados de don Rodrigo lo arrastraron fuera, lo desnudaron y lo ataron al tronco de un olivo. De nada sirvieron las protestas ni las súplicas de Alma Virtudes. Beatriz estaba presente, junto al padre Mateo. Dio un paso al frente y juró que el hijo mayor de Alma Virtudes la había besado en la boca con la lengua dentro y que le había metido los dedos ahí abajo en contra de su voluntad.
El muchacho no podía dar crédito.
—¿Por qué mientes, Bea?
Temblando de rabia, Rodrigo le dio un fuerte puñetazo en la cara. Nadie esperaba que mostrase clemencia, nunca había sido un hombre paciente con los quebrantos de los criados y trabajadores. Sin embargo, jamás había ido tan lejos como aquella tarde infame. Durante interminables minutos retumbó en medio de un silencio espectral el silbido de la vara.
Solo cuando el chico ya apenas reaccionaba alguien se atrevió a detener la mano del patrón, susurrándole al oído que ni siquiera él podría librarse de la ley si lo mataba. Sudoroso, con la cara y la camisa salpicada de sangre, Rodrigo arrojó la vara lejos.
—Descolgad a ese cerdo y llevadlo al cuartel de la Guardia Civil. Que Ochoa haga con él lo que quiera.
El padre Mateo se apresuró a soltar a su antiguo pupilo y lo sostuvo en sus brazos acompañándole hasta el suelo, limpiándole la cara. El muchacho tenía que tragar saliva para poder hablar. Uno de los golpes le había partido el labio y otro le había causado un fuerte hematoma en el ojo derecho. Veía al cura como una presencia fantasmagórica.
—¡Lo siento, lo siento mucho!
—¿Dónde está mi madre?
—Rodrigo la ha mandado con tus hermanos a las cuevas... Te advertí que pasaría esto.
El muchacho buscó con la mirada a Beatriz. El padre Mateo le sostuvo la cabeza con tristeza.
—No la busques. No volverás a verla jamás. Ahora van a llevarte al cuartel. Allí te curarán. Tienes que confiar en Dios.
De repente, los ojos profundos y oscuros del muchacho se cubrieron de dolor, de rabia y de asco. Ese día aprendió que la única línea divisoria entre la bondad y la maldad es la propia voluntad.
—Es usted un farsante. Ojalá se pudra en el infierno.
Mientras el carro en el que lo custodiaban los guardias se alejaba dando tumbos, aún tuvo tiempo de volver una vez más la cabeza hacia atrás. La Casa Grande y Beatriz Patriota en lo alto del camino, como una sombra delgada y solitaria. Perdiéndose para siempre.
El capitán Ochoa creía en dos cualidades: la paciencia y la persistencia. Ambas se parecían, pero no eran exactamente iguales. La paciencia no era el acto pasivo de quien confía en que todo acabará ocurriendo; se necesitaba determinación, acción continua para alcanzar el propósito deseado. Y una buena memoria. Quería tomarse su tiempo, hacer las cosas bien. Primero se afeitó con calma, poniendo especial atención a las partes que se resistían al paso afilado de la hoja. Usó la loción que Ángela le había traído de Badajoz, se peinó con atención, reduciendo el mechón rebelde del flequillo con una generosa dosis de cera. Se puso una camisa nueva, tensó los tirantes que le sujetaban el pantalón, comprobó la raya rectilínea de la pernera, se ajustó la guerrera y movió los hombros hasta que se sintió cómodo dentro. A continuación abrochó el ceñidor con la cartuchera. Solo cuando se dio el visto bueno en el espejo salió del cuarto de baño. En el cuerpo de guardia se preguntaron, medio en broma y medio en serio, si se esperaba la visita de un ministro. Hacía mucho que el capitán no se dejaba ver por el cuartel, ahora andaba con los peces gordos en Badajoz.
—¿Está abajo? —preguntó Ochoa, descolgando el manojo de llaves de los calabozos.
En el pasillo había una gotera. Olía a mierda y a alguien se le había ocurrido tapar el charco parduzco con un cartón que había absorbido el agua. Ochoa pensó en una galleta deshaciéndose en el café con leche. Su mujer no podía tener queja: café, leche, galletas, loción, perfumes, medias y carne fresca; todos los días. A lo mejor por eso no cumplió su amenaza de marcharse a casa de su hermano en Sevilla. No porque le tuviese miedo o porque de repente hubiera vuelto a enamorarse de él otra vez. Ochoa tenía muchos defectos, pero nunca se engañaba sobre su matrimonio: Ángela se había quedado por el café con leche y las galletas. En cuanto a sus propias razones para seguir con ella, eran difíciles de entender. Desde luego había que salvar las apariencias y el matrimonio lo era para siempre. Pero no se trataba únicamente de eso. Muy a su pesar quería a Ángela desde que era una niña. Y aunque se esforzase, no era capaz de odiarla. Las putas no funcionaban, no se le empinaba con ninguna otra. Amenazarla con el abandono era inútil, y jamás le había puesto, ni le pondría, la mano encima. Él no era de esos cobardes. Lo suyo era buscar a los amantes recurrentes, arrinconarlos en algún lugar oscuro y desierto y molerlos a palos, meterles la pistola en la boca para espantarlos como los buitres que eran. Al final Ángela acababa por olvidarlos. A todos menos al cabrón de Simón. Sabía que Ángela pensaba en él, podía verlo en sus ojos cuando follaban, lo notaba cuando ella se quedaba ensimismada haciendo cualquier cosa. Seguía pensando en ese andrajoso tantos años después.
En la pared colgaban las porras, de diferentes tamaños y formas. Él no solía usar esos métodos tan rudimentarios. En la sede del SIPM había aprendido a ser refinado, a rodearse de cierto aire de magia y misterio. La tortura sin ciertos preparativos le parecía demasiado áspera y él prefería saborear sus victorias de un modo más litúrgico, investirse de la serenidad y la satisfacción que podía transmitir, por ejemplo, un sacerdote que estuviera en contacto directo con Dios. Ofrecer esa suerte de consuelo a los interrogados resultaba gratificante, y así podía, además, jugar a su antojo con los anhelos, excitar o atemperar sus miedos y sus dudas; dosificaba sus silencios y permitía que las sombras se alargaran antes de acudir al rescate con una frase definitiva. Jugar a ser Dios era algo digno de saborearse.
El chico sudaba de miedo a pesar de sus esfuerzos para mantener la entereza. Desde su calabozo oía los chillidos y los golpes, que le ponían los pelos de punta. Reconoció algunas voces; eran sus amigos de la bodega. Bea los había delatado a todos. Pero a él no iban a cogerlo vivo. No podría soportarlo, cagarse patas abajo, derrumbarse y echarse a llorar. Se concentró en el barrote de la ventana más alta. Se quitó los pantalones. Si conseguía anudar una pernera en el barrote, con la otra alrededor del cuello bastaría para ahorcarse. Durante toda su vida su madre le había inculcado que para sobrevivir en el mundo de los poderosos había que ser dócil, cumplir con tu cometido y no meterte en líos. En el Pueblo solo se podía ser dos cosas: un hombre atrapado en un surco o un vencejo. Y bien sabía Dios que lo había intentado. Ser uno más, sentarse en una silla en la puerta al volver del trabajo y mirarse las manos con aire pensativo, recostar la nuca en la fachada y contemplar el vuelo de los vencejos. Pero ya se había cansado. No servía para ser un cordero ni una oveja.
Los guardias lo atraparon por las piernas justo cuando estaba encaramándose al barrote. Tuvieron que aplicarse a fondo para reducirle y arrastrarlo hasta la sala de interrogatorios.
—El muy capullo iba a colgarse en el calabozo.
Lo sentaron en una silla que estaba manchada de sangre reciente. El cuarto era pequeño. Olía a vómitos y sudor. Alguien se había cagado encima, literalmente. Sobre la mesa había unos grilletes y una porra rígida.
Ochoa fumaba con las piernas cruzadas en una de las esquinas.
—¿Eso es verdad, chico? ¿Tienes muchos huevos o eres un cobarde?
El muchacho no contestó. Ochoa se puso en pie y sin mediar palabra le apagó el cigarrillo en la mejilla.
—¿Sabes quién soy, mierdecilla? Me han dicho tus amigos que vas diciendo por ahí que vas a matarme y no sé cuántas cosas más... Bueno, pues aquí me tienes.
El chico agachó la cabeza. Quería aguantarse, pero no pudo evitar que se le escapase el meado. Apretó muy fuerte las piernas pero enseguida notó el chorro caliente pierna abajo.
—Vaya, un mierda, como tu padre. De casta le viene al galgo, ¿verdad?
El muchacho ya estaba acostumbrado a esa clase de puyas. Ochoa lo había martirizado con ellas desde que su padre se había marchado a Rusia. Cada vez que el capitán iba a visitar a los dueños de la Casa Grande procuraba evitarle, pero Ochoa se las apañaba para dar con él, o con su madre, o con sus hermanos, e ideaba alguna forma nueva de amedrentarlos o de humillarlos. Los hombres cobardes son débiles con el fuerte y fuertes con los débiles. Y de todas las clases de cobardes, Ochoa pertenecía a la peor: los que se esconden detrás de normas, poder y agravios.
El capitán puso delante del muchacho una lista mecanografiada con varios nombres. Dos de ellos estaban subrayados.
—Estos dos son los líderes de vuestra banda, ¿no es cierto?
El muchacho no había oído esos nombres en su vida, ni los conocía.
—No somos ninguna banda, solo un grupo de amigos. Y nadie es el jefe.
—Anarquistas, ¿eh? Sin jerarquías. Como tu tío Joaquín. Apuesto a que si te dieran un martillo me machacarías la cabeza como hizo él con don Benito.
—No voy a firmar nada. Y si quieres ver lo que hago con un martillo acércamelo y desátame las manos, cabrón.
El guardia de la puerta le soltó un manotazo en la nuca. Iba a repetir el golpe cuando la mirada de Ochoa lo detuvo.
—¿Te parece que conmueves a alguien con esa dignidad? Vamos a ver cuánto aguantan tu madre y tus hermanos en las cuevas del Mocho. ¿Entiendes lo que digo o prefieres que hable más despacio?
El muchacho tragó saliva amarga.
—¡Firma, coño!
Confabular. Conspiración. Rojos, agentes extranjeros, agitadores. Palabras que Ochoa repetía una y otra vez. Golpes, insultos. Persuasión, sonrisas. Gritos. Mucho tiempo, hasta que perdió la noción de cuánto. Con los nervios destrozados y quebrantado físicamente, cedió. Ochoa le puso en la mano una pluma y le indicó el lugar en el que debía firmar.
—Esos nombres de la lista... ¿qué les va a pasar?
Ochoa inspiró con fuerza y le dijo que eso ya no era asunto suyo.
—Ojalá no lo sepas nunca. Ahora, preocúpate por lo tuyo.
Aquella noche, sentado a la mesa, el capitán Ochoa escuchaba la radio y veía a Ángela pasar con los platos. Se miró las manos. Aunque se había lavado y frotado con fuerza, tenía sangre debajo de las uñas. Cerró la mano para esconderla. Entonces pensó que un día todo eso se acabaría, las detenciones, las falsas acusaciones, las palizas, el miedo de la gente. Pero él y Ángela seguirían allí, sin hablarse, tan solos. Con sus recuerdos y sus remordimientos. Se levantó y se acercó a la cocina. Ya nunca cogía por detrás a su mujer, notaba que ella le tenía miedo y eso le dolía.
Cogió un trapo y se puso a secar los platos que ella fregaba. A su lado, sin decirle nada. Ángela lo miró de reojo.