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Barcelona, julio de 2010

El calor era insoportable en el ático de la calle Muntaner. Parecía que el mundo hubiera empezado a arder a las ocho de la mañana. El peor día de la peor ola de calor de los últimos años. No dejaban de repetirlo en la radio, en los periódicos, en la televisión, y eso acrecentaba la sensación de que por fin la raza humana iba a extinguirse en un apocalipsis de fuego.

Diego no lograba mitigar la impresión de estar derritiéndose, ni siquiera desnudo. El sudor le resbalaba por el vientre, bajo los testículos, entre las nalgas. Tumbado boca arriba en el suelo tenía la perspectiva del insecto Gregorio Samsa, una cucaracha con las extremidades en el aire: observaba las patas desconchadas de la mesa, las migas de pan de debajo de la cama, la bola de polvo de detrás de la puerta, las hormigas que merodeaban de manera suicida alrededor del desagüe de la ducha. Los pies de la chica... ¿Cómo se llamaba? ¿Beatriz? ¿Diana? ¿Gloria?... Había olvidado su nombre tan rápidamente como los anteriores. Ahora ella canturreaba enjabonándose en la ducha y algunos cabellos rubios quedaban atrapados en una pompa de jabón que se deslizaba muy lentamente por los azulejos. Diego miró al techo. Las aspas del ventilador giraban a una distancia inalcanzable y con una lentitud exasperante, como si en vez de batirse con el aire tuvieran que vérselas con densas oleadas de aceite. Su mente convertida en una gotera se preguntó qué estaría haciendo su esposa, mientras él la engañaba con una chica que podría ser su hija. Quizá regaba los arriates o tomaba café en la terraza del restaurante del Torreón, contemplando el mar.

La chica salió dejando un reguero de gotas y las huellas de sus pies en el suelo. Buscaba su ropa entre las sábanas revueltas. Estaba en su curso de Semiótica. Se sentaba al fondo, cerca de la salida. Entre los pliegues de la camisa abierta asomaba un pecho de piel sonrosada y pezón pequeño. Sin el maquillaje de la noche anterior y sin la audacia del alcohol, se mostraba como era; una joven apenas unos años mayor que Ana. Oficialmente ya soy un cliché, pensó Diego.

—¿Has visto mis bragas?

Diego señaló bajo los pies de la cama. Eran unas bragas sin embrujo, casi virginales, y eso le hizo sentirse peor. Deseó que la chica se marchara, como deseaba que se marcharan todas después de haber deseado meterse entre sus piernas. Ella se dio cuenta y le dedicó una mirada burlona.

—¿Remordimientos? —preguntó con una risita irónica que rodó como una canica hasta el oído de Diego.

Él negó con la cabeza, sin despegar la espalda del suelo. No eran remordimientos, era el deseo que una vez satisfecho repugna, el vacío que viene después de la limosna. Solo decepción. Cuando se ha conocido lo extraordinario, el castigo de la ordinariez es insoportable.

—¿Nunca te has preguntado por qué la felicidad es menos soportable que la infelicidad?

La chica le dirigió una mirada inquieta.

—Solo hemos follado, y tampoco ha sido algo memorable. No te pongas trascendental.

Diego sonrió con cansancio.

—Eres demasiado joven para regalarme tu condescendencia. Será mejor que te largues.

La chica terminó de vestirse apresuradamente y se volvió hacia Diego antes de marcharse.

—Estás muy mal de la cabeza, ¿lo sabías?

—Es parte de mi encanto.

—Eres un gilipollas.

Diego respiró aliviado cuando la puerta se cerró de un portazo. Desde luego que lo era.

Ahora empezaría el ritual de siempre, el asco hacia sí mismo, la culpabilidad y el firme propósito de enmendar su vida y dedicarse a ser un buen esposo para Rebeca, un buen profesor para sus alumnos, un buen padre para Ana. Necesitaba orden, estabilidad, objetivos claros. Hacer algo de ejercicio, fumar menos, dejar de beber y ponerse de una vez por todas con ese ensayo que llevaba meses aplazando. Sabía que no cumpliría ninguno de esos propósitos. Lo suyo era la demolición. Su abuelo tenía razón, la felicidad nunca es como uno se la imagina. Es frágil y volátil. En cambio, la infelicidad se le daba bien, era una roca negra y fiable. Era un infeliz vocacional.

Encendió un pitillo y observó el ascenso del humo, mientras la ceniza caía en el hueco de su pecho. Escuchaba el rumor del tráfico a través de la ventana abierta. Un poco de brisa movió la cortina, pero fue un simple espejismo. Pasaron los minutos. Tenía que ponerse en pie o la tentación de quedarse soldado al suelo sería demasiado cautivadora. Buscó el teléfono y llamó a Rebeca. Contó las mentiras de siempre, con naturalidad, sin entusiasmo sospechoso. Se suponía que había pasado el fin de semana en un congreso en Cádiz. Inventó algunas anécdotas que la hicieron reír, preguntó por Ana y dijo que iba camino del aeropuerto de Jerez. Si no había retrasos, llegaría a media tarde. En realidad estaba a menos de veinte minutos de casa y debería vagar por la ciudad hasta esa hora.

—Recuerdas que esta noche tenemos cena, ¿verdad? Vienen Orlando y su nueva novia.

Diego lo había olvidado, la maldita cena de cada mes.

—Llegaré a tiempo, tranquila.

Dejó el teléfono sobre la cama y entró en el baño. Contempló su reflejo en el espejo manchado de salpicaduras de agua y jabón y tuvo la sensación de estar ante un rostro solo vagamente familiar. No se sentía concernido por esa boca, esa nariz o esos pómulos, no atribuía ninguna cualidad a sus rasgos. Un hombre que podría ser cualquier otro, sin nada destacable. Se lavó los dientes frotando con fuerza para quitarse el sabor de un coño que ahora estaba en las encías, en la lengua y en la garganta, acusándole. No paró de cepillar hasta escupir sangre. Después se arañó la piel con una esponja bajo la ducha fría durante media hora.

 

 

Mientras bajaba en el ascensor volvió a sonar el teléfono. Le sorprendió ver el nombre de su hermano en la pantalla. Octavio nunca le llamaba si no era por algo importante. Y en los últimos años no había habido nada importante que quisieran compartir. Descolgó con precaución:

—Cuánto tiempo, Octavio.

La voz de su hermano sonaba a mil kilómetros de distancia. Podría haber estado en la luna, así de lejana sonaba. Parecía cansado. Se oían murmullos de fondo, el volumen de la televisión y el ladrido de un perro. Respiraba con fuerza, con la boca pegada al teléfono.

—Te llamo porque papá ha muerto esta noche.

Diego se quedó mudo.

—¿No vas a decir nada?

Diego no sabía qué decir. Era extraño recibir la noticia de la muerte de alguien que llevaba muerto veinte años para él.

—¿Cómo ha sido?

—Un derrame cerebral. Lo ha encontrado el guarda de la finca esta mañana a primera hora, tirado en medio del pasillo. En cuanto lo he sabido, he llamado a los demás. Estamos todos aquí, en la Casa Grande.

Ese «todos» le excluía a él, por supuesto. Diego imaginó a sus otros hermanos, Alberto y Gloria, con sus respectivas parejas e hijos, sobrinos cuyos nombres y edades había olvidado. Su madre no estaría con ellos, aunque la habrían avisado, por las apariencias. Los pueblos pequeños son muy jodidos para estas cosas. En cuanto a Liria, ni siquiera se les habría pasado por la cabeza decirle nada. Ella dejó de existir para la familia hacía mucho tiempo.

—¿Vendrás al entierro? —le preguntó Octavio sin mucha convicción.

Diego se preguntó qué harían con el cuerpo del viejo. Meterlo en la caja con su mejor traje, de tres piezas, americana con chaleco y corbata, y unos zapatos sin rozadura en la puntera. Con el doble nudo en los cordones, que hacía como nadie. «Como alas de mariposa, así tienen que quedar los cordones.» No sabía si últimamente se había vuelto a dejar barba o si había decidido afeitársela. Su peor época fue la del bigote —un mostacho espeso y oscuro que le hacía parecer el malo de una película mexicana—, pero pasó pronto. Le gustaban los trajes de color gris con un poco de brillo, a la antigua usanza, holgados y cómodos. Octavio se ocuparía de maquillarle para darle un poco de tono a las mejillas, quitarle los pelos de las orejas, arreglarle las uñas y recortarle y peinarle las cejas. A fin de cuentas, su hermano se dedicaba a adecentar muertos. El viejo no podía estar en mejores manos.

Su padre era, sobre todo, un disfraz. Hubo una época en la que le gustaba toda esa quincalla: las cadenas, los nomeolvides, los sellos y los relojes con la pulsera dorada. Luego cambió. Algunos no saben hacerse ricos, pero él se había estado preparando toda la vida. Se volvió más fino, empezó a comportarse como si la elegancia le viniera de cuna. Solo usaba camisas con puños de gemelos, pañuelos de seda italiana, aguja de oro y buenas corbatas. Era convincente en su nuevo papel; en su caso parecía que el hábito hiciera al monje.

—Diego, ¿sigues ahí? Necesito saber si contamos contigo.

Se miró en el espejo del ascensor y vio el eccema que asomaba por encima del cuello de la camisa.

—Tengo que pensarlo, Octavio. Volveré a llamarte.

 

 

Barcelona se desplegaba sobre calles vacías, autobuses vacíos, terrazas de bares vacías, aceras vacías, paradas de taxi vacías. Persianas cerradas, semáforos fantasmagóricos y un camión del servicio de limpieza municipal que regaba el asfalto caliente, esparciendo partículas cristalinas de agradable frescor. Toda la ciudad parecía haberse marchado de vacaciones aquel domingo de verano. Le gustaba ese estado de espera, los balcones con las orfebrerías oxidadas, las flores de corazón metálico, los maceteros de plástico, las alturas coronadas con antenas y palomas y el mar muy a lo lejos; un mar de mentira, sucio y portuario. Un viejo buscaba la sombra de los plataneros para refugiarse del sol. Arrastraba a un chucho pequeño que insistía en olisquear cada árbol. El viejo aparentaba estar desconcertado. Se detuvo y miró hacia el cielo haciéndose visera con la mano. Tal vez hubiera oído el rugido de un meteorito o sentido el aleteo de un presagio. Una mata de pelo blanco le salía de la camisa abierta, empapada de sudor.

Diego pensó en su padre. Lo imaginó en su última noche, levantándose de madrugada y arrastrando las zapatillas por el pasillo oscuro desde el dormitorio hasta el baño para vaciar la vejiga. Solo en la Casa Grande, como un rey abandonado por sus súbditos, espantando fantasmas y gritándoles a las sombras. Podía oír el suspiro de alivio y el sonido del chorro de su orina cayendo en el váter, salpicando el borde y manchándole los pies, con el antebrazo apoyado en las baldosas, la frente en el antebrazo, la mano derecha sujetando el colgajo. Sin saber que cuando volviera a la cama las venas de su cerebro iban a explotar una tras otra.

No sabía cómo sentirse. Entre su padre y él nunca estuvieron claros los sentimientos. El viejo era déspota y caprichoso, imponía su voluntad casi sin manifestarla, no toleraba la disidencia. Su frase preferida era: «Esto es así porque lo digo yo». Era Dios quien hablaba y no cabía más que obedecer. Y a pesar de ello era capaz de recurrir sin reparo al chantaje emocional, podía embaucarte con abrazos y elogios, y sabía modular la voz para resultar cercano y amable si le convenía. Eran incontables las veces que había caído en su trampa. Como cuando Diego consiguió su primer trabajo como camarero en un bar durante las fiestas del barrio, con catorce años. Su padre solía acercarse a media tarde, se sentaba en una de las sillas de plástico de la terraza y encendía un puro, desafiante y señorial; a continuación pedía un gin-tonic, y cuando Diego se lo servía, no dudaba en ridiculizarle públicamente: «No sabes coger la bandeja, falta hielo en la bebida, la mesa está sucia, el cambio está mal». Despreciaba esa clase de empleo para un hijo suyo, pero no tuvo reparo alguno en pedirle prestado el dinero que había ahorrado con él. Dijo que quería hacerle un regalo a su madre. Solo eran unos miles de pesetas, pero Diego se las entregó. No podía negarle nada. Su madre jamás supo de regalo alguno y probablemente aquel dinero se perdió en el bingo o en las carreras de galgos.

Y, sin embargo, no todos sus gestos encerraban una intención egoísta. Podía ser cálido, divertido y cercano. Casi feliz. Diego lo recordaba en calzoncillos en medio de la sala de estar, haciendo pesas con Octavio colgado de uno de sus brazos y él del otro, como un forzudo de circo, mientras Liria chillaba y saltaba con una risa rara en el sofá y palmoteaba en braguitas, el ombligo fuera y el babero sucio de papilla. Su padre se reía, Octavio y Diego se reían. Su madre contemplaba la escena, sonreía y movía la cabeza. Sí, alguna vez tuvieron que ser felices. No pudo ser todo mentira.

 

 

Recogió el coche en el aparcamiento y condujo hacia la Ronda de Dalt. Al llegar al nudo de la Trinitat vio el castillo de Torrebaró, en lo alto de la colina. Semejante al capricho de un loco, en realidad no era ningún castillo, sino algo más modesto, una torre de vigilancia de aspecto medieval.

El centro de su geografía emocional, el paisaje de su infancia. Decidió subir hasta allí arriba. Hacía muchos años que no pisaba el barrio, pero quizá el pasado fuera un refugio seguro. O puede que solo necesitara certificar un fracaso, el de su padre, y el propio.

La estrecha carretera ganaba altura con rapidez. Más arriba el asfalto se volvía irregular, y pronto aparecieron los pinos raquíticos, los cipreses antiguos y las chumberas. Desde la cima de la colina se disfrutaba de una vista privilegiada de toda Barcelona. Corría un poco de aire entre los matorrales. Todo estaba en silencio, solo se oía el trino de los pájaros, el ladrido hueco de un perro muy lejos y el rumor de la ciudad a sus pies. Bajó del coche y observó las escaleras de cemento que bajaban hasta el barrio de Roquetes, donde empezaba la civilización, y le pareció ver a su padre cuarenta años atrás con el mono de trabajo, el cabello y los brazos manchados de yeso y cemento subiendo por aquellas escaleras, cargando con un inodoro al hombro. Ya no tendrían que ir a cagar al campo, ni a la caseta de la fosa con aquella sucia madera con un agujero en el centro en la que había que hacer puntería. Un cagadero de verdad, como la gente de la ciudad. Lástima que su padre no fuera fontanero. Sin cisterna y sin cañería de desagüe, aquel váter se convirtió en poco menos que un asiento para no cagar de pie.

Era difícil precisar a qué momento de la memoria de la ciudad pertenecía ese barrio escondido en los pliegues de la montaña. Torrebaró. Pocas cosas habían cambiado desde la llegada de su abuelo Simón y de su padre en 1950. Había datos en los libros: quién era el alcalde entonces (el barón de Terrades), cuántos habitantes tenía la ciudad (1.321.878, sin contar a su padre y a su abuelo, ni a los cientos de andaluces, murcianos y extremeños invisibles que vivían en ese cerro), qué acontecimientos deportivos sucedían (la Copa del Mundo de Fútbol en Brasil, la final de la Copa del Generalísimo de rugby en el campo de la Foixarda, la victoria de Emilio Rodríguez en la Vuelta Ciclista a España), qué espectáculos había en las carteleras (Agustina de Aragón, Surcos, El capitán Veneno, El amor brujo, Las mocedades de Hernán Cortés), qué contaban los periódicos, la radio y el NODO (las tropas comunistas cruzando el paralelo 38 de Corea, el fusilamiento de Manuel Sabaté, la inauguración del tren Talgo)... Pero todo eso no significaba mucho. Diego no sabía si las ciudades están dotadas de una identidad propia que existe al margen de sus habitantes, si es posible atribuirles cualidades y defectos humanos, si enferman y envejecen o si son eternas hasta que desaparecen. Resulta ocioso imaginar ese osario infinito sobre el que se erige el presente de cada ciudad.

¿Qué era, entonces, ese paisaje que se extendía a sus pies? Una palabra: charnego. Era una palabra del pasado pero que seguía clavada como una astilla en alguna parte de su memoria, escupida con desprecio hacia los recién llegados por los que se consideraban dueños de la tierra, los que siempre estuvieron aquí, aunque todo el mundo venga de alguna parte. Sinónimo de harapiento, muerto de hambre, el dedo que señalaba a su abuelo, a su padre, a él durante mucho tiempo.

Barcelona nunca tuvo nada para ellos. Si pensaban llegar a El Dorado, lo que encontraron su padre y su abuelo al llegar del pueblo fue un suelo blando que la lluvia transformaba en torrentes de agua sucia que arrastraba colina abajo toda clase de inmundicias. Todo iba a parar a la parte baja convertida en un vertedero que daba la espalda a la verdadera ciudad. Allí se sedimentaba la miseria, capa sobre capa, año tras año, fosilizando cuadros de bicicletas, botes de detergente, carcasas de radio, zapatos sin cordones. No era la tierra de los hombres, aunque los hombres la habitaran, disputando el territorio a las palomas cojas, los perros sarnosos y las ratas negras. Un mercado que visitaban ocasionalmente las gaviotas y donde aparecía de tanto en tanto algún cadáver sin historia.

Y, a pesar de todo, Diego experimentó una alegría inesperada al contemplar las casas apiñadas en la vertical de la montaña. Ya no eran simples chabolas levantadas con todo tipo de materiales como en la que se crio él. Ahora había asfalto en las calles, alumbrado público, hasta un autobús que llegaba a la parte alta del barrio. Edificaciones sólidas, coches y motocicletas, un camión que repartía bombonas de gas butano, antenas parabólicas en las azoteas. Torrebaró ya no era el albañal que encontraron su abuelo y su padre, y tampoco las calles que Diego recorría arriba y abajo seguido de Octavio y Alberto, con un palo a modo de lanza. Sin embargo conservaba la misma quietud de lazareto, solo que ahora sus habitantes tenían otros nombres, otro color de piel y otras costumbres, que convivían, mal que bien, con los que no habían podido o no habían querido marcharse de allí.

Descendió por el estrecho sendero que llevaba hasta el castillo. Se sentó en una piedra sobre el depósito de aguas y encendió un pitillo. Sentado en ese mismo lugar, su padre vio por primera vez las islas de edificios del Eixample, la Sagrada Familia, las torres de la térmica de Sant Adrià y los miles de antenas y tendederos de las edificaciones que se derramaban desde allí hasta el borde mismo del Mediterráneo. Todo esto te daré si me adoras, debió de tentarle el diablo, y su padre le creyó. Podría decirse que la batalla entre la ciudad y su padre tuvo tintes épicos, como el asedio a Troya. En cierto sentido, esa había sido también su historia con la ciudad. Una relación de amor y de odio. Diego y su padre, dos memorias del mismo paisaje, dos niños en épocas distintas garabateando símbolos extraños en la tierra con una rama, los ojos entornados, ofreciendo el rostro al sol, con la misma sonrisa feroz, decidida, suicida. Con la certeza absoluta de que no hay más destino que el que uno se labra.

Intentó localizar su antigua casa, pero no lo logró. Se veían las azoteas y las sábanas tendidas en cuerdas de color verde, mecidas por la brisa, que traía el aroma de los higos maduros, el sol cegador sobre las baldosas del suelo, donde la ropa goteaba y dejaba surcos húmedos que se evaporaban al instante. Era como si todavía pudiera ver a su madre con la nuca morena y el cabello recogido en un moño alto, las pinzas de madera en la boca, sus brazos delgados y sus manos pequeñas tendiendo la colada mientras murmura alguna canción de José Luis Perales. En la esquina de ese recuerdo había un niño, él mismo a los siete, ocho años, con la barbilla apoyada en las rodillas muy juntas, abrazadas, que no quitaba ojo del surco amarillento que el jabón no había logrado borrar de una de las sábanas. Anticipaba lo que iba a pasarle y empezaba a rascarse obsesivamente, sin darse cuenta de que se estaba haciendo sangre. De niño, Diego se orinaba en la cama todas las noches, hiciera lo que hiciese. Era inevitable, por más que intentase mantenerse despierto o que en un acto de desesperación se acostase todas las noches con una doble vuelta de goma de pollo alrededor del prepucio.

Inspiró con fuerza. Ya no era ese niño, de modo que no debía asustarse. Y, sin embargo, sentía un peso en el pecho que le ahogaba. Aquel cerro era el esqueleto de su memoria. No importaba adónde fuera, ni cuánto se alejara; seguía ahí. Como una verdad sobre todas sus mentiras.

Jamás había mencionado el barrio entre sus colegas de la universidad o entre sus amistades, ni le había hablado a Rebeca de esas viejas historias, como si se avergonzara de sus orígenes. En algún momento de su vida decidió inventarse de nuevo, desde la nada. Renunció a sus raíces, inventó otra historia que contar, tejió una tela de araña donde se confundieran la fabulación y la realidad. Una versión breve y compacta que los demás pudieran tolerar y aplaudir, la del chico de origen modesto hecho a sí mismo, una historia de éxito. En ese relato, su padre era una ausencia recurrente, sus hermanos recuerdos difusos y su madre una señora un poco loca que leía las cartas del Tarot. Y su infancia solo era un tablón sobre el que cruzar deprisa para llegar a la orilla del hombre adulto sin mojarse los pies. Por supuesto, todos desconocían la existencia de Liria.

Seguro que alguien se daba cuenta de las incoherencias, pero para qué indagar. A fin de cuentas era un profesor universitario sin nada especial, excepto el hecho de estar casado con una mujer bellísima y muy rica. De modo que todo el mundo aceptaba que Diego era quien parecía ser: un buen tipo al que la vida le había sonreído sin haber hecho mucho para merecerlo. Las amistades se maravillaban cuando pisaban por primera vez su casa frente al mar, la biblioteca, la colección de pinturas que incluía grabados de Lucian Freud y obras de Nicolas de Staël. Los tabiques transparentes y el mobiliario de cristal y acero creaban una sensación diáfana y luminosa, una invitación al optimismo, un espacio higiénico, sano, que alimentaba la ficción de que Diego sabía lo que hacía y de que lo hacía bien. «¿Cómo has conseguido todo esto?», le preguntaban esas miradas con el brillo turbio de la envidia en los ojos.

Miró el reloj. Era hora de regresar a la función.

 

 

Diego condujo por la autovía del aeropuerto hasta encontrar la costa y se desvió en el camino de arena prensada que desembocaba en la lujosa urbanización en la que vivía. La playa empezaba a quedar vacía de bañistas y recuperaba un poco de la calma que le gustaba, las dunas, la vegetación salvaje, los pinares. Activó el mando de la cancela y recorrió la senda de grava hasta el garaje, bordeando la piscina y la caseta que utilizaba cuando trabajaba con su motocicleta.

Durante unos minutos se quedó en el coche con el aire acondicionado encendido, escuchando la Cantata 147 de Bach, mientras observaba las sillas alrededor de la mesa de madera en el jardín y anticipaba con fastidio la noche que le esperaba. Orlando, su jefe en la universidad, y su nueva novia, otra velada de conversaciones jactanciosas. Rebeca se había ocupado de todo, velas, copas de cristal, buen vino y ornamento floral. Era la perfecta anfitriona. Orlando nunca se cansaba de alabar su belleza e inteligencia, lo divertida e ingeniosa que era; a veces, Diego pensaba que su mujer era la fantasía húmeda de su jefe. Lo que nunca podría comprar con sus novias-muñecas.

Lo cierto era que Rebeca podía seducir a cualquiera sin proponérselo. Era eficaz defendiendo o criticando algún buen libro, atenta y perspicaz, con la pregunta adecuada en el momento preciso. Sus cenas eran famosas y todo el mundo codiciaba ser invitado a aquellas reuniones selectas, medio frívolas, medio intelectuales, con mujeres que querían parecerse a Frida Kahlo o ser modelos en una pintura de Hopper, y hombres acobardados que se fingían desenvueltos en su compañía. Rebeca dominaba con naturalidad el espacio y la escenografía en cualquier reunión, lo preparaba todo para jugar con ventaja y nadie se daba cuenta de su esfuerzo estratégico. Quién se sentaba con quién, qué música de fondo sonaría, qué vino se debía servir primero. Se le daba admirablemente bien controlarse, pero todavía mejor controlar a los demás, deslizarse a través de un guion estudiado de antemano, sin sobresaltos. Incluso cuando estaban solos interpretaba su papel, apropiadamente recogida en un lado del sofá, las rodillas dobladas, con esa forma estudiada de sostener el pitillo entre los dedos y el numerito de las gafas: las buscaba entre los cojines del sofá, se las colocaba con una calma teatral y ponía esa expresión de terapeuta lacaniana, fingiendo ese aire de intelectual un poco trasnochado con el que se disfrazan las mujeres neuróticas en las películas de Woody Allen.

Hubo un tiempo en el que Diego se divertía con esa escenografía, pero ese tiempo había pasado hacía ya mucho.

La cantata de Bach llegaba al final del décimo movimiento, el aria para soprano. Era su momento preferido. Bach alcanzaba su apogeo: toda esa belleza artística convertida en algo inteligente y profundo. Lo que de modo inevitable le arrastraba a las lágrimas. Jesus bleibet meine Freude.

¿Qué habría pensado su padre de la vida que su hijo mayor había alcanzado? «Siempre te creíste mejor que nosotros, con tus libros y tus discos y tus pinturas. Tú ibas para rico y se te torció el carro.»

 

 

La velada fue como Diego se temía. La débil luz de la guirnalda de bombillas adelgazaba los rostros alrededor de la mesa y dejaba en penumbra el resto del jardín, excepto por el fulgor de los focos en el fondo de la piscina, que proyectaba un espectro de luces azules y verdes sobre el parterre. Hacia el final de la cena habían aparecido los cigarrillos y las copas de licor y la conversación se había vuelto coral, elevándose ligeramente por encima del susurro del agua de la piscina. Orlando relataba una anécdota y su compañía de aquella noche asentía embelesada. Desde que se había divorciado de Cristina, su mujer durante más de cuarenta años, Orlando corría de una mujer a otra como un pollo sin cabeza. La nueva parecía haber adelgazado a marchas forzadas y le sobraba piel en los brazos y en el cuello. Apenas había hablado durante la cena, limitándose a sonreír cohibida o a hacer algún comentario poco arriesgado cuando era inevitable. Diego la había estado observando atentamente. La penumbra era benevolente con ella, disimulaba las arrugas y permitía especular sobre su edad, sobre el verdadero color de su pelo y sobre el collar que lucía en el generoso escote. Lanzaba miradas arrobadas hacia Orlando, sin creer la suerte que había tenido.

Ni siquiera se daba cuenta del coqueteo patético que el viejo chivo estaba intentando mantener con Ana. Rebeca tampoco parecía percatarse. Pero Diego sí se había fijado. Era la segunda vez que su jefe posaba la mano en la pierna de su hija con una familiaridad poco inocente. Ana parecía sentirse más que cómoda con la situación, hasta que se topó fugazmente con la mirada seria de Diego y arrugó la nariz, como si viviera con un cubo de basura podrida dentro de casa.

Las razones por las que Ana odiaba a Diego eran diversas, pero básicamente le odiaba porque existía, con esa clase de crueldad que ejercen los adolescentes sobre sus padres sin un verdadero motivo. Tal vez porque la crueldad se sirve bien aunque sea gratuita. La mayor parte del tiempo Diego trataba de ignorar esos desplantes y vivía con Ana una drôle de guerre, con Rebeca en el agotador papel de mediadora. Pero de vez en cuando los conflictos eran inevitables.

Aquella noche Ana disfrutaba provocándole con aquel juego insensato, riéndose tontamente con las bromas de Orlando o permitiendo que este le susurrase algo al oído. Diego empezó a sentir un picor intenso en las manos y en la entrepierna. Trató de disimular, fingió interesarse en algo que decía Rebeca, se sirvió un poco de ginebra, encendió un pitillo, se esforzó en no mirar a Ana, en sonreír. Pero al final estalló con una sonrisa fría y una mirada imperturbable dirigida a su jefe:

—Pronto será tu cumpleaños, Orlando. ¿Has pensado cómo vas a celebrar los sesenta? Es algo que merece la pena. Nosotros tendremos que ir pensando en cómo celebrar los dieciocho de Ana.

Algo cambió en la atmósfera de la velada. Incluso el borboteo del agua de la piscina resultaba molesto. Ana elevó con orgullo la barbilla, desafiante, y durante unos segundos pareció que el enfrentamiento entre ella y Diego era inevitable. Sus ojos centelleaban, furiosos.

—Creo que voy a marcharme ya. He quedado con unos amigos para bajar a la playa —dijo, conteniendo apenas la rabia.

La relación entre ellos no siempre había sido así. Aunque los principios fueron difíciles, llegaron a hacerse inseparables, y su unión era tan natural como la del árbol y sus raíces. Ana le contaba todo a Diego y él sabía escucharla, guiarla, darle seguridad y amor. Un amor que ni siquiera Diego podía sospechar que era capaz de dar. Aquella niña de ojos pardos y gesto serio era todo lo que deseaba, todo lo que se atrevía a esperar, hasta el punto de sentir una dulce punzada de dolor cuando ella se le colgaba del cuello. Podía amarla con una intensidad increíble al mirarla mientras Rebeca la bañaba o al llevarla de la mano hasta la puerta del colegio. Pero todo eso cambió, no de un día para otro sino de forma paulatina. Sin saber cómo, la fue perdiendo. Ana discutía cualquier decisión por intrascendente que fuera, empezó a dedicarle aquellos gestos y miradas de desprecio y asco, a ocultarle las cosas. Ahora solo había suspicacia y hostilidad entre ellos.

El resto de la velada fue un desastre a pesar de los esfuerzos de Rebeca.

—¿Qué ha sido eso, en la cena? —le preguntó cuando estuvieron solos; se estaba desabrochando la blusa frente al tocador y buscaba a Diego a través del espejo.

—¿No te has dado cuenta? Orlando y tu hija se traen un juego de lo más inquietante.

Rebeca se había pasado un poco con la bebida. Diego se puso en alerta al ver el modo en que ella le miraba mientras se quitaba los pendientes: cuando eso ocurría, la noche se complicaba.

—No digas bobadas. Orlando es nuestro amigo, tu jefe. Y podría ser el abuelo de Ana.

Diego no respondió. Tal vez sí, quizá era un paranoico que veía algo sucio en todas las intenciones. En cualquier caso, no deseaba iniciar una discusión que de antemano sabía que perdería. Su cabeza estaba en otra parte. En el Pueblo y en la Casa Grande, donde sus hermanos velaban el cuerpo de su padre.

—¿Qué tal ha ido el congreso? ¿Has tenido mucho público en tus ponencias?

Diego volvió la cabeza con urgencia, escapando de esa mirada. «Me he acostado con una de mis alumnas, la he follado por el culo y me he corrido en su boca. La verdad es que no era mucho mayor que nuestra hija, lo que me convierte en un hijo de puta hipócrita. ¿Que por qué lo he hecho? Sinceramente, no tengo ni puta idea. Es el vacío, el hastío de los días, ¿comprendes? La verdad es que ya no te quiero, Rebeca, aunque todavía te quiero. Todo parece perder su sentido... ¡Ah!, casi lo olvidaba... Mi padre ha muerto.» Durante unos segundos las palabras quisieron salir de su boca, pero las devolvió al fondo de las entrañas.

—Aburrido, como todos esos congresos.

Rebeca se acercó en ropa interior, contoneándose de un modo que basculaba entre lo erótico y lo etílico. Acarició la nuca de Diego y acercándose al oído le susurró:

—Solías decirme que siempre harías crecer flores en mi pecho...

Ya casi nunca hacían el amor y al intentarlo Diego se sentía ajeno, ridículo. Aun así, Rebeca le desabrochó el pantalón y le bajó los calzoncillos, le lamió los testículos mientras le masturbaba para ponérsela dura. Diego quería estar allí con ella, pero no lograba sacudirse la sensación de irrealidad. Tenía que concentrarse, pero no alcanzó una erección duradera, de modo que le quitó las bragas y le comió el coño a oscuras, mecánicamente, sin pasión, hasta que sintió el temblor de los muslos de Rebeca apretándose contra su cara y oyó el leve gemido de un orgasmo pequeño. Eso era todo lo que podía ofrecerle.

Esperó a que se quedara dormida y bajó al garaje sin hacer ruido. En lo alto del armario guardaba una caja en la que había escrito con rotulador negro «Recuerdos». No era una caja muy grande ni pesada, como si su vida hubiera discurrido ligera y sin esencia. Dentro guardaba papeles antiguos, diplomas, pruebas editoriales, agendas de años pasados, una lámpara de mesita rota, un viejo teléfono con la pantalla agrietada y, en el fondo, la vieja cazadora de piel de su padre, hecha un ovillo, acartonada y polvorienta. No lograba explicarse cómo aquella cazadora había sobrevivido a media docena de mudanzas y a otras tantas vidas. Debía de tener más de treinta años. La sacudió y se la puso. Pesaba mucho y le venía grande; nunca tuvo cuerpo para rellenarla, su padre siempre había sido mucho más ancho de espaldas y de hombros que él. Era una cazadora de color marrón con muchas cremalleras y hebillas. Diego metió las manos en los bolsillos, que tenían el forro agujereado. Esperaba que conservara en parte el olor del viejo incrustado en el cuero. Pero no olía a nada.

—¿Qué haces con eso puesto? Pareces un fantoche.

Diego se dio la vuelta, sorprendido. Ana le observaba desde la puerta del garaje con los brazos cruzados, alta y espigada, con el maquillaje de fiesta un poco corrido, las pupilas dilatadas y una carrera en la media bajo la minifalda. Su cuerpo todavía estaba rompiendo sus límites y parecía un árbol desmadejado que necesitaba una buena poda. Diego se quitó la cazadora y la dobló cuidadosamente antes de volver a colocarla en la caja.

—No es nada..., un viejo recuerdo.

—¿El recuerdo de un mendigo?

—El recuerdo de un fantasma...

Ana soltó un bufido hiriente y enarcó una ceja.

—Un fantasma, ¿eh?... Eres muy raro. Lo sabes, ¿verdad?

Diego asintió. Era la segunda vez que se lo decían ese día.

 

 

Por la mañana le despertó el aroma del café recién hecho. Rebeca estaba en la cocina, radiante y fresca. Ana apenas alzó la mirada, cogió su taza y pasó junto a Diego apartándose para no rozarle.

—¿Tengo una enfermedad infecciosa? Esta cría cada vez me lo pone más difícil.

Rebeca le dio un beso que apenas le rozó la mejilla.

—Se le pasará. Ahora necesita esa clase de ostentación, reafirmarse... Por cierto, me ha dicho que anoche te sorprendió con una cazadora andrajosa en el garaje.

La palabra sorprender hizo sonreír a Diego. Como si fuese un ladrón en su propia casa, o como si le hubieran pillado haciendo algo realmente vergonzoso.

—Era la cazadora de mi padre. Lo único que me queda suyo.

Rebeca estudió con curiosidad a Diego.

—Pensaba que tu padre estaba muerto para ti desde hacía veinte años.

Diego encogió levemente los hombros.

—Bueno, pues ahora lo está de verdad. Para mí y para el resto del mundo. Me llamó ayer mi hermano Octavio para decirme que se ha muerto de un derrame. El entierro será en la Casa Grande dentro de dos días.

Rebeca lo miró perpleja.

—¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora? Anoche soportaste toda la cena, podría haberla anulado.

—Bueno, como dices, llevaba muerto mucho tiempo para mí.

Rebeca siguió los movimientos metódicos de los dedos de su marido deshaciendo la montañita de migas que había levantado pacientemente en la mesa.

—¿Qué vas a hacer? ¿Irás?

—Sigue siendo mi padre. Al menos hasta que le echen la tierra encima.

Rebeca reaccionó lentamente.

—Podemos salir mañana a primera hora. Solo tengo que arreglar algunas cosas en la agenda.

Diego negó con la cabeza.

—Prefiero ir solo, si no te importa. Estarán mis hermanos y mi madre, querrán que visite a mis primos, a los amigos. Será engorroso. Además, tú detestas el Pueblo.

Rebeca observó los ojos nerviosos de su esposo. Se movían como si quisieran escapar de ella.