La muerte se reparte de manera bastante general por todas mis vidas, como una mancha aceitosa. La muerte en una perífrasis. Pero, aunque sea de un modo aproximativo y discutible —estoy vivo, lo sé—, intuyo que estoy en un sueño. Mi abuelo hablaba de un francés que recitaba desnudo en medio de la nieve Les feuilles mortes mientras otros prisioneros lloraban emocionados. Como si supieran francés. Decía que no ser culpable no te convierte en inocente. Hablaba de aquella Maldad como si fuera una parte del cuerpo, un brazo o una pierna. Al final hacemos lo que tenemos que hacer, pero el mundo nos juzgará sin entendernos. Como la Bondad, la Maldad es una elección, podría haber elegido lo contrario y sus razones serían igualmente insustanciales. En realidad, siempre se espera que exista un motivo, una razón para todos los actos de crueldad. Pero esperar sin verdadera esperanza es llenar el estómago de aire, ver cómo resbalan las horas fuera de uno mismo sin consistencia, sumirse en un encogimiento de hombros hasta que el mundo se deshace con un soplido.
Él nos contaba que dormía para no pensar, pero que incluso en los sueños seguía estando allí, y al despertar nada había cambiado. Solo el tono de la luz en la nada. Un día recuerdo que vimos una gaviota arrancándole la cabeza a una paloma. Mi abuelo contemplaba el festín. Había consultado la esperanza de vida de una paloma urbana:
—La Columba livia no vive más de seis años, una vida corta y no sé si muy feliz.
A mí me daban miedo las palomas. Por eso nunca cruzábamos la plaza de Cataluña. Yo tenía siete u ocho años y mi abuelo me llevaba de la mano. Si estaba de buen humor se detenía en medio de la plaza y me preguntaba si quería darles de comer a las palomas. Yo no quería y él lo sabía, pero de todas maneras compraba unos canutillos con pienso, me ponía un puñado en la mano y me decía cómo tenía que lanzarlo. Parecía un campesino sembrando el campo. Las palomas acudían por decenas, voraces. Me arañaban la mano con sus garras de ratas aladas, aleteaban a mi alrededor dejando caer una nieve de plumas grises y de cagadas. Al final solo podía librarme de ellas si tiraba el canuto de pienso y me echaba hacia atrás. Mi abuelo se reía. Le fascinaban esas aves canallas, tan diferentes a los vencejos y a los gorriones huidizos que había conocido en el Pueblo, a las cigüeñas, que solo podían verse al atardecer en los nidos de los campanarios y de las torres.
En otro recuerdo tengo once años. Me acaban de pillar robando cosas de las mochilas de los otros alumnos mientras estaban en el patio. El botín —lápices, gomas de borrar, un compás, dos cuadernos de páginas pautadas— estaba expuesto sobre la mesa del director, que había dejado de hablar y me observaba con un fondo de tristeza en la mirada. O decepción. Mi abuelo no decía nada. Estaba sentado a mi lado, la espalda recta en el respaldo de la silla, las piernas separadas, las manos como martillos apoyadas en las rodillas. Me miró y me dijo que saliera, que tenía que hablar con el director. Al levantarme vi su nuca irritada por encima del cuello de la camisa; la piel estaba llena de granitos, como si el barbero le hubiera pasado una cuchilla para afeitarle la pelusa. Al cabo de quince minutos salió del despacho del director. Puso su mano en mi hombro sin hostilidad y me condujo hacia la salida.
—Van a expulsarme.
—Nadie va a expulsarte.
—¿Vas a pegarme?
Su mano apretó un poco más mi hombro.
—Nadie va a pegarte... Y a tus padres no les diremos nada de esto, ¿queda claro?
Me llevó a desayunar. Mientras tomaba el café con leche y untaba una rebanada de pan con mantequilla me observaba atentamente, sin decir nada. El humo del cigarrillo le velaba un poco la mirada y se interponía entre nosotros.
—¿Por qué lo has hecho? —me preguntó, por fin.
No tenía una respuesta. No necesitaba aquellas cosas, pero necesitaba lo que los otros tenían y yo no.
—¿Soy mala persona?
Vi su nuez moverse arriba y abajo al tragar saliva. Tendió la mano con la palma hacia arriba y los dedos abiertos. Como un cáliz, algo que todavía podía retener lo que fuera que nos quedase. Deslicé los dedos sobre su palma y cerró la mano guardando esa frágil llama dentro, protegiéndola.
—No eres mala persona. No existen los santos ni los monstruos. Tomamos decisiones y aceptamos las consecuencias. Así que debes elegir bien. ¿Entiendes lo que te digo? Ahora, acaba tu desayuno.
Lloré amargamente. Él no trató de consolarme. Solo estaba allí.
Mi abuela decía que confesarse ante Dios era bueno. Por eso nos obligaba a ir a misa los domingos y, al menos una vez al mes, al confesionario. Yo preparaba con antelación la lista de pecados confesables. Mi padre y mi abuelo sentían aversión por cualquier cosa que oliera a sotana, aunque en mi casa no solía mentarse a Dios si no era para cagarse en él o en su santa madre. Mi abuela Alma Virtudes era la única que practicaba una fe pequeña, de detalles como santiguarse cuando pasaba junto al cementerio, peinarnos bien los domingos para mandarnos a misa —aunque ella no acudía— y conservar una pequeña cruz de madera en el cajón de la cómoda. Su fe también se teñía con algo de magia, de superstición y de creencias antiguas, como la de que las calamidades llegaban precedidas del olor de las rosas muertas. En cuanto a mi madre, Dios estaba en el universo, ella siempre veía su mano en el azar y le rezaba a una fuerza telúrica, sobre todo cuando estaba asustada. Probablemente en tiempos peores ambas habrían acabado en la hoguera.
Por lo que a mí respecta, Dios siempre ha sido una incógnita. Un deseo más que una certeza. Me acuerdo de la voluntad con que tomé aquella oblea que no podía masticar en mi lengua, bajo peligro de cometer un pecado horrible, y que debía conservar con la boca cerrada hasta que la lengua la disolviera. Me gustaban el olor de los bancos de la parroquia, los cepillos de hojalata negra junto a las velas, la música y los cánticos de aquellos curas que tocaban la guitarra y nos enseñaban himnos de Víctor Jara. En cambio, temía la oscuridad de los confesionarios, sentir que le mentía a Dios cuando me pedía que le abriese el alma y yo solo refería faltas menores y ocultaba las más terribles. Me disgustaban las monjas del catecismo y me asustaban los encapuchados de la Semana Santa y sus cirios. No entendía al Jehová del Antiguo Testamento y nunca tuve tampoco la sensación de que el Cristo del Nuevo Testamento fuese mi amigo.
Al pensarlo con detenimiento, me doy cuenta de que era un no creyente que hubiera querido creer con todas sus fuerzas.
He investigado un poco sobre aquel misterioso sacerdote, el padre Mateo, pero sus huellas no han dejado un surco profundo. Como el Guadiana, su rastro aparece y desaparece intermitentemente hasta perderse en el olvido. Pero su existencia en la vida de mi familia es demasiado importante para dejarlo en la indefinición. Mi abuela Alma Virtudes lo mencionaba a veces, y siempre con una ternura discreta: «Me salvó la vida de maneras que no se pueden contar». Creo que fue él quien escondió la pistola de Joaquín en el mismo lugar en el que se suponía que le enterraron los Patriota, ese mismo lugar al que llevó a mi padre siendo niño, después de arrepentirse como Judas de haberlo vendido. Imagino que mi padre recordaba el lugar, que cuando se hizo dueño de la Casa Grande hizo lo que le pidió el sacerdote, volvió allí y cavó un agujero buscando sus raíces para encontrar un puñado de huesos y una pistola envuelta en un trapo podrido.
No hay fotografías suyas, ni relatos en los que se le describa. Permanece como un borrón difuso en la niebla. Intento dibujarlo como un personaje de Unamuno o de Ramón J. Sender, o como esos curas obreros que conocí en la década de los setenta, que subían a los barrios de chabolas y encabezaban las manifestaciones, organizaban talleres nocturnos y se encargaban de los papeleos para lograr ayudas municipales o amparo ante la justicia para aquellos que no tenían los medios de hacerlo por sí mismos. Muchos de aquellos curas que conocí terminaron colgando el hábito, se casaron y tuvieron hijos, otros entraron en política o se marcharon a Latinoamérica siguiendo la teología de la liberación del franciscano Leonardo Boff. Fue gracias a uno de ellos, el padre Tomás, que yo pude haberme convertido en otro hombre mejor. Si no lo hice no fue culpa de aquel cura catalán que hablaba castellano con un fuerte acento del interior.
Me pregunto por las motivaciones de aquel padre Mateo con respecto a mi abuela Alma Virtudes. ¿Por qué la protegía con tanto empeño? ¿Y por qué mintió de un modo tan horrible para condenar luego a mi familia? Es muy tentador, pero aventurado y presuntuoso, pretender comprender las motivaciones de alguien que solo he conocido a través del relato de terceros, a quien solo he podido intuir bajo fríos documentos, páginas que languidecen en el fondo de los archivos diocesanos.
Mi padre me contó que años después de aquello, él y mi abuelo se cruzaron por casualidad con el padre Mateo en las calles de Sevilla. Ya era secretario del obispo, al parecer usaba unas gafas de lente gruesa y tenía andares de fatiga. Fue él quien los vio primero y los llamó desde lejos. No solo eso, cruzó la calle y fue a su encuentro, confiado, con una sonrisa abierta de par en par. Su mano tendida se topó con la frialdad de mi abuelo. Se miraron, mi abuelo fijamente y el sacerdote desconcertado. Mi abuelo le escupió en la cara.
Imagino el rostro congestionado del cura, la saliva resbalando por la lente de sus gafas, buscando avergonzado un pañuelo para limpiarse.