Aquella tarde, al salir de la clínica después de visitar a su hermana, Diego se topó con Martin Pearce tratando de arrancar su viejo ciclomotor. El muchacho sudaba tras un esfuerzo inútil.
—Yo bajo a la ciudad. Si quieres puedo acercarte.
—Se lo agradezco.
Martin Pearce viajaba recostado en el asiento del copiloto. Contemplaba el paisaje con aire distraído. Diego le observó de reojo, llevaba puesta una camisa recién comprada que todavía tenía la arruga del pliegue, pantalones tejanos sin marca y unas botas camperas con la parte interior del tacón desgastado. Podía escuchar el trasiego de sus pensamientos.
—¿Qué te gustaría hacer en el futuro, Martin?
Martin Pearce parpadeó y alteró su respiración tranquila. No pensó demasiado la respuesta, como si la tuviera siempre en la recámara, dispuesto a usarla.
—Me gusta lo que hago. Es un buen trabajo. Estoy en contacto con la gente y me siento útil.
Diego pensó en la tinta de un calamar gigante. Esa tinta oscura que se desplaza por el agua y que sirve para que el calamar escape de sus depredadores o para tender una emboscada a sus presas. Solía pensar eso de la gente con intenciones altruistas.
—¿Ningún sueño aplazado?
Martin Pearce adoptó una expresión de inocencia y movió las manos como si se defendiera.
—Le parecerá una tontería, pero a veces pienso en el tañido de una campana en un pueblo de la montaña. Querría hacerme con una casa vieja en un pueblo abandonado y montar algo, tal vez un pequeño hotel rural, una explotación agrícola en la que vendería mis propios productos ecológicos, o quizá un refugio para excursionistas. Suena pueril, pero cierro de vez en cuando los ojos y veo las vacas que pastan detrás de unos carrizos y que me miran desde el prado. A lo lejos se escucha el ladrido de un perro, el rumor de un arroyo, se huele el aire rancio de la madera podrida.
—¿Y hay algún proyecto de familia?
Martin Pearce cambió de expresión y desvió la mirada.
—No, nada de eso. No creo que sirva para eso. Yo y el concepto de familia no cuajamos, ¿entiende?
Diego sintió que había llamado a una puerta cerrada con llave. Pero no preguntó más.
Estaban llegando a la ciudad. Martin Pearce vivía en un pequeño apartamento en la Ronda de San Antonio. Diego observó el edificio, sucio, destartalado, con estrechos balcones en los que se veían bicicletas, ropa tendida y bombonas de gas butano.
—Conozco bien estos barrios, mi padre solía traerme. Todo ha cambiado, pero tal vez de un modo más lento que otras partes de la ciudad.
—Me gusta esta ciudad. No hace preguntas. Es cosmopolita, tiene vida. Respira.
—Antes era muy diferente.
Estaban los cafés del Paralelo, en los que nunca se sentaba, los puestos de periódicos, los trileros, el metro con las escaleras llenas de basura, los autobuses rojos, los taxis, las camisetas de tirantes, las mujeres con pantalones de campana a las que silbaba su padre, los conciertos callejeros.
—Algunas veces, mi padre y yo bajábamos hasta el mar. Era un mar distinto al de ahora, sin rascacielos ni hoteles de lujo, sin cruceros ni turistas. Allí dominaban las gaviotas, sobrevolando los cables del teleférico de Montjuïc. En el rompeolas viejo la gente iba a contemplar el atardecer, pero mi padre se cansaba pronto. No tenía un espíritu contemplativo.
Lo que Diego no le contó a Martin era que su padre prefería las luces de los teatros de varietés, las mujeres que salían a fumar por las puertas traseras con poca ropa y miradas descaradas. Le atraían los callejones de sombras furtivas, los intercambios rápidos de mano en mano, las chaquetas de piel, los botines de cremallera, los pantalones que marcaban paquete y las navajas automáticas escondidas en el calcetín. Y cuando volvían a casa en el metro su padre le hacía prometer que no le diría a su madre dónde habían estado. Diego cumplía su palabra. Siempre la cumplía. Le gustaba ser el guardián de sus secretos, se sentía orgulloso de que su padre confiara en él. En aquella época no entendía la diferencia entre un secreto y una mentira. Como cuando aquellos tipos le dieron una paliza a su padre al salir de un garito cerca del Apolo.
«No sé qué haría si te mueres», le dijo Diego cuando salieron del ambulatorio. Su padre tenía un pómulo hinchado y el brazo en cabestrillo. En la camisa rota todavía quedaban rastros de sangre. Su padre le sonrió y le besó en la coronilla. «Seguir viviendo, es lo que hace la gente que se queda.» Diego le preguntó quiénes eran aquellos hombres que le habían atacado y su padre desvió la conversación. «Fantasmas del pasado.» Y a continuación se puso muy serio: «A tu madre ni una palabra de esto».
—¿Cómo era su padre? ¿Cómo lo recuerda?
Diego sonrió.
—Ante mis ojos de niño, era el hombre más fuerte del mundo.
Como la noche que oyó gritar a la vecina y tiró la puerta abajo de una patada sacando a rastras al desgraciado de su marido que la estaba golpeando. Le desfiguró la cara a puñetazos hasta que llegó la policía; el tipo perdió tres dientes, pero no se atrevió a presentar una denuncia. O la vez que saltó una tapia y cortó el cable que estaba asfixiando a un perro, atado por sus dueños a un coche abandonado. Nunca oyó a su padre hablar con tanta ternura, moverse con tanto tacto. Cortó el cable y llenó un cubo de agua y se quedó en cuclillas acariciando la cabeza del perro, examinándole las heridas del lomo y aplastando con las uñas las garrapatas que tenía enganchadas debajo de las orejas. Aquel perro vivió con ellos cuatro años, cazaba las ratas que se colaban en casa y las traía muertas a la puerta. Se volvía loco cuando le veía llegar. El viejo se dejaba lamer la cara y se lo llevaba a dar un paseo por los senderos del Pico del Águila, lo dejaba correr y ser libre. Cuando bajaron del cerro para vivir en la ciudad, en aquel diminuto piso en la calle de las Torres, él mismo se lo llevó al bosque para estrangularlo. Cuando Diego lo vio aparecer con la cadena en la mano supo lo que había pasado. Se lanzó contra él con los puños cerrados y los ojos arrasados de lágrimas. Su padre lo sujetó por los hombros mirándole fijamente a los ojos. «Aprende a vivir con renuncias.»
—Espinas y corazones siempre van de la mano —dijo Diego, ausente por un momento, con la mirada posada en el recuerdo.
Martin lo miró sin comprender lo que quería decir.
—¿Quiere subir? ¿Tomar una cerveza? —le preguntó repentinamente.
Diego parpadeó, moviendo la cabeza. ¿Por qué no? Entrar en la casa de alguien es entrar también un poco en su mente, en su corazón.
El apartamento de Martin era poca cosa, el típico lugar de paso, con ventanas de madera y tuberías de plomo pintadas de blanco, con muebles desparejados y de estilos diferentes. Olía un poco a moho y en el patio interior se escuchaban las voces de los otros inquilinos. A Diego le sorprendió la austeridad, la ausencia de libros, cuadros, fotografías o recuerdos personales. Lo único que colgaba en la pared desnuda era un gran panel de corcho con varias columnas de pósits, cada una de un color distinto, y un mapa de la ciudad con multitud de alfileres.
—¿Qué es todo esto?
—Fotografío la Ciudad. Es mi pasión, por así decirlo. La fotografía y el vídeo. Me gusta tener mi tiempo y mis proyectos bien organizados. A veces los alfileres cambian de posición o un pósit de color, y con ese baile muta también la realidad. Lo que ayer era seguro hoy es un desastre, lo que era una intuición es un acierto, lo que iba mal se convierte en un éxito inesperado.
Diego no supo cómo replicar a eso. Si aquel panel de corcho era el mapa del tiempo libre de Martin, se podía llegar a extrañas conclusiones. Cementerios, antiguas casas de salud mental, lugares en los que se había cometido un atentado, un asesinato, una violación. Esos eran los sitios que le gustaba fotografiar o grabar.
Martin le pidió que se sentara mientras iba a buscar las cervezas. En la mesita bajera, bajo el mando de la televisión y un cenicero con colillas y una pipa de marihuana, había varios papeles; facturas y extractos bancarios en su mayor parte. A la derecha había una cómoda. No debería haber abierto un cajón al azar ni curiosear. La situación habría sido bochornosa y ridícula si Martin le hubiera descubierto. Pero lo hizo. La gente siempre esconde lo que es en los cajones.
Lo que encontró le hizo fruncir el ceño: decenas de fotografías en blanco y negro de mujeres de todas las edades. Ninguna de ellas posaba, parecían instantáneas captadas espontáneamente, desde lejos, furtivamente, con un potente teleobjetivo. Cada una tenía un número escrito con rotulador, una fecha y algún título tipo: «Mujer en el supermercado», «Anciana tendiendo la ropa», «Viuda en el parque»... Algunas eran turbadoras, como la de la mujer de párpados arrugados y una traqueotomía que fumaba con la mirada ausente en la puerta de una iglesia. Otras eran inquietantes, como la de la anciana con la peluca ladeada en la marquesina del autobús que lloraba por alguna razón, observada de cerca por un joven con perilla y una cazadora tejana. Todas contaban una historia, la de las cosas que pasan aunque no quieras que pasen. Gente solitaria y enferma, gente que no sabe controlar sus impulsos, como esa mujer que gritaba con una ceja ensangrentada, esposada por dos policías, o esa otra con aspecto de drogadicta que les enseñaba el pubis a los peatones en un semáforo.
A Martin Pearce le extrañó encontrarlo de pie, dispuesto a marcharse. Llevaba una cerveza en cada mano. Diego se excusó.
—Lo siento, pero me acaban de llamar. Tengo que ir a la universidad.
Cuando se quedó solo, Martin vio el cajón mal cerrado y comprendió. Había sido descuidado, no debería haber invitado a Diego a subir a casa sin más. Había sido una estupidez, un momento de debilidad. Por suerte, había tenido la precaución de guardar en otra parte las fotos y las grabaciones de Liria.