Simón avistó las alambradas y los barracones que se diseminaban por el campo rodeado de bosques albinos. La mina lanzaba espesas columnas de humo negro. Aquel era su destino. El final del viaje. Algunos hombres cayeron de rodillas y lloraron de alegría, como si por fin hubieran llegado a un hogar. Terrible, seguramente infernal, pero al menos un lugar en el que dejar de vagar como fantasmas por los caminos. Las ilusiones de un hombre se construyen con aire, pensó Simón.
Lo registraron como albañil y le pusieron al frente de una cuadrilla a hacer canalizaciones, reparar graneros, levantar techos y rebozar muros. Catorce horas al día, siete días a la semana, sin apenas pausas para tomar una sopa extraña y, muy de tanto en tanto, lujo increíble, un huevo crudo o un poco de carne cuyo origen prefería no conocer. Al poco tiempo descubrió, sin embargo, que existía un mercado negro bien organizado en el campo; a veces eran los guardias los que intercambiaban favores, o los aldeanos con los que tenía contactos los que le proporcionaban una ración extra de pan, algunos cigarrillos, e incluso en una ocasión una compota de manzana. Si aprendía rápido, si se adaptaba, podía encontrar resquicios para sobrevivir: los alemanes eran los expertos en joyas, los serbios en armas, los italianos se las ingeniaban para tener la mejor comida. Con los húngaros uno podía encontrar cigarrillos, algo de ropa y calzado. Para otras cosas, como el alcohol, había que buscar a determinados guardias. Por supuesto, todo eso estaba prohibido y de tanto en tanto se ordenaban requisas, se daban palizas y escarmientos. Era una manera de volver al equilibrio de poder, hasta que poco a poco todo volvía a comenzar.
Por las noches, molido y hambriento, se tumbaba en el barracón que compartía con otros veinte o treinta hombres y acariciaba a escondidas la piedra negra de su anillo. Trataba de acordarse de alguna de las canciones que cantaba Matteo, el italiano, pero se cansaba pronto y se quedaba dormido.
De vez en cuando estallaban peleas en el barracón, la gente se destrozaba y consumía las pocas energías que le quedaban intentando robarse un trozo de cuero, unas gafas rotas. Algunas veces aquellas trifulcas acababan trágicamente, pero los guardias no solían intervenir; les divertía el espectáculo, hacían apuestas. Simón se quedaba en su tablón tumbado, con una astilla que había afilado y envuelto en un trapo a modo de empuñadura a mano. Normalmente le dejaban en paz, pero cuando tuvo que utilizar aquella arma casera lo hizo sin contemplaciones.
Fue en el segundo año de encierro. Había un alemán que venía de Krasnoyarsk. Era un tipo alto, de aspecto muy duro. Todos le llamaban Kapo. Tenía una cicatriz que nacía en la comisura derecha del labio y que ascendía profundamente hasta la cuenca vacía del ojo, que se cubría con un precario parche de tela. Controlaba parte del mercado negro y se las apañaba para tener buenos cigarrillos y ropa seca. Cuando se sentía generoso, compartía algunos pitillos. Tenía una sonrisa desagradable, y no solo por el efecto que causaba su cicatriz.
Aquella noche se acercó a Simón y le ofreció un Nazionale.
—Cigarrillos italianos.
Simón sabía que nadie regalaba nada sin un motivo, pero aceptó el cigarrillo y la conversación, manteniendo a mano su cuchillo casero, oculto entre la ropa. Kapo apestaba a un alcohol casero que algunos campesinos elaboraban hirviendo patatas y añadiendo un poco de combustible. Su único ojo, verde intenso, se derretía poco a poco por culpa de esa bazofia que destrozaba el cerebro. Tenía el habla pastosa, pero lograba hacerse entender.
—Los españoles luchasteis muy bien en el frente de Leningrado.
—Perdimos y ahora estamos aquí.
Kapo soltó una risotada peligrosa. Simón observó sus manos, grandes y amenazadoras. En Krasnoyarsk había coincidido con algunos españoles. Pocos, pero fiables.
—Uno se quedó dormido en la fábrica de madera mientras cortaba y perdió la mano. Pero yo me ocupé de él. Entre camaradas hay que cuidarse.
Simón intuyó una intención funesta detrás de esa generosidad.
—¿Cómo te hiciste eso? —preguntó apuntando a la cicatriz para desviar la conversación.
—Me lo hicieron en Krasnoyarsk unos presos comunes rusos del gulag.
—Somos prisioneros de guerra, no pueden mezclarnos con delincuentes comunes ni con civiles.
Kapo soltó una carcajada demasiado exagerada, casi enloquecida. Su enorme mano derecha se posó con increíble suavidad en la mejilla de Simón.
—Pueden hacer lo que les dé la gana. Es el derecho del vencedor. Allí hay más hambre, frío y enfermedades, la malaria, las diarreas que te consumen. El viento de las estepas, el burán, levanta olas gigantes de nieve en invierno y de arena que quema en verano. Se te mete en la boca, en la nariz, en los ojos. No puedes ver ni oír nada, no puedes respirar. Es imposible salir de los barracones y la gente enloquece. Comparado con aquello, esto es un palacio y vosotros sois unas señoritas.
La mano de Kapo se deslizó por el torso de Simón y no se detuvo hasta llegar a su entrepierna.
—Yo puedo cuidarte. Me gustan los españoles. Son gente que hace lo necesario para sobrevivir.
—Quita tu puta mano de mi polla.
Kapo apretó con fuerza.
—¿Y si no lo hago?
Simón no se lo pensó. Le asestó a Kapo tres puñaladas con la astilla en la yugular. Solo se detuvo cuando se partió, dejando la punta incrustada en el cuello del gigante, que retrocedió dos pasos, gorgoteó sangre y se desplomó. Durante varios minutos estuvo ahí, tendido entre las hileras de tablones donde dormían los prisioneros. Se convulsionaba, pedía ayuda con una voz muy baja y se desangraba. Nadie se la prestó. En lugar de eso saquearon sus pertenencias. Simón se conformó con algunas cajetillas de Nazionale.
En primavera empezaron a correr rumores.
—Parece que la guerra se acabará pronto. El Ejército Rojo está a ciento veinte kilómetros de Berlín y los americanos están cruzando por el oeste. Dicen que ya solo luchan viejos y niños y los SS más recalcitrantes. Al parecer es una matanza.
Gregori era un buen hombre. Con los meses Simón le había tomado verdadero aprecio. Kraskovo no era como los otros koljoses en los que había trabajado. El campo de prisioneros era en realidad una caballeriza con un centenar escaso de recluidos, entre ellos unos pocos españoles con los que Simón no tenía demasiada relación. La mayor parte del tiempo la pasaba con Gregori, el granjero a quien le habían asignado para las tareas en el campo, y su familia, esposa y dos chicos de ocho y nueve años. Aquella mañana de finales de abril era hermosa en Mordovia. A Matteo le habría gustado aquella tierra, el aire que se respiraba, la gente que la habitaba.
—Volverás pronto a casa, Simón. Todo se olvidará.
Casi todos los días comía a la mesa con ellos, y a veces le hacían olvidar que estaba allí en contra de su voluntad. Los chicos le habían pedido que les enseñara algunas palabras de español y a cambio se habían empeñado en hacerle hablar el ruso correctamente. Se divertían gastándole bromas a cuenta de los malentendidos lingüísticos. Ivana, la esposa de Gregori, era amable con él, incluso cuando recordaba en voz alta a su hijo Ilya, muerto en el asedio de Stalingrado. Tenían un retrato suyo con su gallardo uniforme de paracaidista presidiendo la estancia.
—Lo mató una bala en el corazón; quién la disparó es lo de menos. Quizá un muchacho tan asustado como él que disparó su fusil con los ojos cerrados.
—¿No sientes odio hacia sus asesinos?
Ivana sacudía su cabello opaco, casi siempre recogido bajo un pañuelo blanco. Con el cuchillo entre sus manos rudas, dejaba de pelar patatas con el cubo de las mondas entre las rodillas. Entonces miraba hacia el campo donde trabajaba Gregori con una camiseta de tirantes y observaba los juegos de sus dos hijos pequeños con el perro. Entonces tenías la impresión de que la superficie de sus ojos, de un azul profundo, se iba a resquebrajar.
—Si esperas lo suficiente, el odio se cansa de morderte las entrañas. Se va secando poco a poco. Y luego se marcha a otra parte. No quiero que mis hijos crezcan con el corazón pequeño.
Por fin llegó la noticia. Alemania había capitulado.
Sin embargo, no hubo grandes explosiones de alegría, ni siquiera entre los vencedores. Era hora de hacer recuento de los millones de muertos, de contemplar el paisaje desolado, que tardaría décadas en ser reconstruido. Había que empezar a olvidar, pero todos sabían que nada volvería a ser como antes. Entre los prisioneros cundió una especie de dolor alimentado por la esperanza. Muchos se habían convencido de que jamás regresarían a casa y habían adoptado una especie de resignación que los ayudaba a seguir adelante. Habían decidido borrar a sus familias, sus hogares, su pasado. Algunos se habían enamorado de mujeres del pueblo, deseaban ser parte de la comunidad, construir una nueva vida; otros simplemente habían agotado sus fuerzas y solo se habían dedicado a esperar la muerte en un lugar sin nombre. Pocos, muy pocos, habían seguido resistiendo, confiando en que la guerra diese un último giro. A todos ellos, de repente, se les abría una nueva posibilidad: ser repatriados. Esa esperanza, débil aún, acabó con sus nervios. Nadie sabía cuándo pasaría, qué encontrarían al volver a sus ciudades y pueblos, ahora ocupados por el enemigo, cuántos de sus familiares habrían muerto, cuántos seguirían vivos, cuántos habrían rehecho sus vidas al darles por desaparecidos. Cada día esperaban noticias o una visita de la Cruz Roja, pero las repatriaciones eran muy lentas, se hacían con cuentagotas. Primero trasladaron a los italianos, luego a los letones, serbios, húngaros; de dos en dos, de tres en tres. Empezaron a circular rumores, se decía que a algunos no los entregaban a la Cruz Roja, que los mandaban más al este, a Siberia, o que los ejecutaban en el traslado para que no pudieran contar lo que habían vivido en los campos.
Gregori rechazaba esas teorías.
—No somos nazis. La guerra ha terminado. Para todos.
Simón quería creerle, deseaba pensar que los cientos de miles de viudas, las madres y los padres sin hijos, los hijos sin padres, no albergaban deseos de revancha, que eran como Gregori e Ivana, que solo querían volver a ver crecer sus cosechas y engordar a sus animales en paz. Pero era difícil mantener la fe.
Pasaban los meses, llegó 1946, y los guardias se mostraban cada vez más severos, ya no era posible ir a la aldea sin vigilancia como antes y cada pocos días los concentraban en un granero y soportaban durante horas los discursos cargados de reproches y de amenazas de comisarios políticos llegados desde las unidades que habían combatido en la toma de Berlín. Entre el reducido grupo de españoles, cuatro o cinco, cundió el desánimo. Al parecer, no iban a devolverlos a la España de Franco. Pensaban mandarlos a los campos de Kazajistán o más lejos todavía.
—Quieren vengarse, por nuestra guerra contra los rojos en España.
Pero nadie sabía nada con certeza.
Fue en marzo cuando un guardia fue a buscar a Simón. Abrió la puerta de la casa con sus pesadas botas cubiertas de barro y frunció el ceño con disgusto. Simón estaba sentado a la mesa con los hijos pequeños de Gregori, intentando escribir sus nombres con el alfabeto ruso.
—Sal afuera, prisionero.
Todo el mundo comprendió lo que aquello significaba. Los niños empezaron a protestar, Ivana le gritó algo al guardia, que la apartó sin contemplaciones y agarró por la camisa a Simón, empujándole fuera. Lo subieron a un camión. El piso de tablones tenía manchas oscuras recientes, salpicaduras que alcanzaban la altura de la lona. Había ropa agujereada y una bota rota. Simón nunca había rezado, no creía que Dios fuera a ocuparse de él ahora. Y aun así se persignó. Vio alejarse la casa de Gregori, con los niños en la puerta sujetados por su madre, los campos helados, las nubes bajas y grises. Sintió la brisa fría en la cara y cerró los ojos. Le hubiera gustado fumarse un último cigarrillo.
El camión se adentró en lo más lo profundo del bosque, y se detuvo media hora después frente a una cabaña de madera. El guardia le obligó a entrar y esperó fuera. El interior estaba oscuro, solo se veía el cerco de luz de la chimenea. Un oficial con el distintivo de las unidades de partisanos en la hombrera fumaba, ensimismado con el fuego.
—¿Para qué sirve un fuego que no calienta? —se preguntó el oficial sin mirar a Simón.
Tenía el pelo muy corto y una cicatriz, o varias que se juntaban en una, cuyo nacimiento se adivinaba bajo la camisa y que subía por el cuello y parte de la barbilla. Era joven, aunque tenía mirada de viejo. La piel quemada por la nieve, las manos en los bolsillos del pantalón.
—Me han dicho que has estado aprendiendo nuestro idioma, así que entiendes lo que te digo, ¿verdad? Dime, ¿tienes miedo de morir?
Tenía una voz extraña, demasiado suave.
—Entiendo tu idioma y no tengo ganas de morir. Pero tampoco puedo impedirlo.
El oficial seguía junto a la chimenea, su rostro se escondía entre las sombras y resplandecía cuando se avivaba una llama. En el lado derecho del cinturón tenía una cartuchera vacía. Simón miró alrededor; la pistola estaba en la mesa, a medio camino entre los dos.
—Ha sido difícil dar contigo, Simón. Te llamas Simón, ¿no es cierto? No tenemos a muchos de los vuestros; según los registros de la GUPVI no quedáis más de trescientos. Eso debería haberme facilitado las cosas, pero la guerra es un caos y la burocracia lo hace todo más difícil. Llevo buscándote desde Krasni Bor, cuando me enteré de que varios españoles habíais caído prisioneros. Pero no conocía tu nombre ni tu unidad, así que me ha costado bastante encontrarte.
Simón calculó las posibilidades que tenía de alcanzar el arma. Era una trampa. Conocía a sádicos así, les divertían esos juegos. Ofrecerte una posibilidad por remota que fuera, tentarte para luego arrebatártela. Ni siquiera valía la pena intentarlo. No iba a salir vivo de aquella cabaña.
—¿Qué quieres? Yo no soy nadie.
—En eso te equivocas. Para mí eres importante.
El oficial avanzó hacia él, saliendo de las sombras.
—¿No me reconoces? Mi nombre es Olga, Olga Vodiánova. Tenía dieciséis años cuando me salvaste la vida.