He encontrado un libro muy viejo y bastante maltrecho sobre los viajes de Ibn Battuta. Es una edición de finales de los sesenta donde se relata que el sabio recorrió el mundo mucho antes que Marco Polo, que vivió entre piratas, conoció los secretos del imperio mongol, vistió de seda, cruzó desiertos con largas caravanas, de Tánger a La Meca, y vivió grandes aventuras en un viaje de veinte años cuyas peripecias dictó al erudito granadino Ibn Yuzay. Sin él, todo se habría perdido. Por suerte siempre hay alguien dispuesto a relatar la historia de otros. La mayor parte de ese viaje de miles de kilómetros se hizo a pie.
Me pregunto qué habría escrito en sus crónicas Ibn Yuzay de haber conocido a mi abuelo.
«Ya caminé bastante en Rusia.» Era una frase recurrente que utilizaba cuando se negaba a acompañarnos de excursión por la montaña o a salir de compras con mi abuela Alma Virtudes. Mis hermanos y yo solíamos burlarnos de él a sus espaldas, decíamos que era un viejo gruñón y que estaba averiado, y nos parecía ridículo que utilizara su Datsun para ir a cualquier parte, estuviera cerca o lejos. También nos resultaba cómico que siempre anduviera cerca de la estufa, y que se quejara del frío aunque nosotros ya fuéramos en manga corta. También me parecía particularmente repulsiva su manera de comer; no esperaba a nadie y engullía casi sin respirar, con el antebrazo en la mesa a modo de parapeto protegiendo su plato. La nevera siempre tenía que estar llena, doble o triple de todo, y si bajaban las reservas de la despensa se ponía furioso con mi abuela.
No conocíamos demasiado de su historia en Rusia. Muy ocasionalmente dejaba caer algún nombre: Cherepovéts, sobre todo, Chaika, Makarino, el lago Ládoga... Nombres que le oscurecían la mirada. En las rarísimas ocasiones en que estaba de buen humor se aventuraba con alguna canción donde mezclaba palabras rusas y alemanas, y me decía, con aire melancólico, que en el río Sheksná los inviernos son largos, helados, que nieva siempre y que el sol nunca traspasa la niebla, pero que al mismo tiempo es uno de los lugares más hermosos de la Tierra.
Los años que pasó en Rusia, entre 1941 y 1947, la mayor parte de ellos en cautiverio, y su huida hasta llegar a España siguen velados por esa misma niebla que cubre permanentemente el afluente de la orilla izquierda del río Volga. Entrar ahí, en ese tiempo, es como adentrarse a ciegas en la superficie helada del Ládoga. No se ven las orillas, el principio ni el final, no se ve el suelo resbaladizo, no se oye nada. Únicamente el hielo crujiendo bajo los pies, rodeado por la niebla y el silencio más espantoso. Es imposible imaginarlo, comprender cómo pudo lograrlo. Las cosas que tuvo que hacer para sobrevivir, lo que vio, lo que sufrió. Supongo que por eso callaba casi siempre, lo guardaba muy adentro, porque no hay palabras, porque todo lo que se dice es simple relato.
Incluso colocando un mapa en la mesa y uniendo los puntos con un rotulador, parece ya una empresa titánica. Miles y miles de kilómetros, la mayoría a pie, en un territorio hostil, devastado por la guerra, aterrorizado, sin entender bien la lengua, sin apoyos, sin comida, sin abrigo, escondiéndose de día y viajando de noche. Robando, mendigando, haciendo lo que hiciera falta. El peregrinaje como prisionero por los campos de la GUPVI cuando lo apresaron en Krasni Bor en febrero de 1943: de Kolpino a Cherepovéts, de allí al campo 158 de Makarino, luego a la comuna agraria de Kraskovo, en Mordovia, donde empezó su huida sin esperanza; cientos de aldeas y koljoses, acosado como un perro, a veces ayudado también por desconocidos, hasta llegar a Járkov, Minsk, Odesa. La angustia y la espera en el puerto, el viaje clandestino hasta Estambul, la travesía hasta Barcelona, el viaje en tren hasta el Pueblo. Los últimos metros hasta la Casa Grande. El camino hasta las cuevas del Mocho para recuperar a mi abuela y a mis tíos. El autobús hasta el reformatorio de menores para rescatar a mi padre. Enfermo, roto para siempre por dentro, pero vivo. Nadie puede lograr algo así, solo ocurre en las películas y en las novelas. Es imposible. Pero él lo hizo. Mi abuelo Simón sobrevivió.
Habría sido imposible sin esa Olga Vodiánova que el tiempo se ha tragado. Ni una fotografía, ni un recuerdo. Existió una Zoya Kosmodemiánskaya. Aparece en una fotografía de archivo rodeada de soldados alemanes caminando por la nieve. Ninguno va armado, pero son multitud; entre ellos se ve la imagen de un niño que la observa con curiosidad, sin atreverse a acercarse. Zoya va sin ropa de abrigo, a diferencia de los soldados, tiene el cabello corto, mantiene la mirada baja y se adivina una herida en sus labios. Lleva colgado un gran cartel escrito en ruso y en alemán: INCENDIARIA DE HOGARES. Son los instantes previos a su ejecución en la horca. Dicen que murió sin miedo, gritándoles a sus verdugos: «¡Somos más de doscientos millones! No podréis colgarnos a todos». También hubo una Zinaida Portnova, que aparece en un retrato escolar con media melena y unos lazos detrás de las orejas. Era una de las exploradoras de la unidad de Kliment Voroshílov, el amigo de Stalin; su aspecto inocente y su belleza indiscutible le permitían infiltrarse en los cuarteles alemanes. En Óbol envenenó la comida de toda la guarnición. Capturada, logró disparar a varios soldados con el arma del oficial que la estaba interrogando. La atraparon tras una breve fuga, la torturaron salvajemente y más tarde fue ejecutada en el bosque.
Hay muchos otros nombres de mujeres partisanas, pero ninguna Olga Vodiánova. Pudo ser cualquiera. Como muchos jóvenes del Komsomol, puede que también Olga llevara consigo un recorte de Pravda con la imagen de Zoya, o que escribiera cartas a los padres de Zinaida para demostrarles su apoyo y el cariño del pueblo. Si existió, debió de formar parte del destacamento partisano de Serguéi Lazlo, que operaba en los bosques de Rjev y que obligó a los alemanes a movilizar un total de cinco divisiones. Los partisanos de esa zona fueron masacrados en la Operación Seydlitz, pero quizá ella sobreviviera y se las arreglara para seguir combatiendo hasta el final de la guerra. Quizá recibiese la medalla de la madre Rusia con la banda verde y la doble efigie de Lenin y Stalin a los héroes guerrilleros, y puede que eso la librase de las purgas que sobrevinieron tras la victoria sobre los nazis, o quizá acabara sus días en el gulag cortando leña.
Puedo imaginarla sobreviviendo al siglo XX, alcanzar a ver la caída del Muro, la glásnost, tal vez reconocida, finalmente, hacia el final de sus días en un pequeño apartamento del suburbio sur de Moscú, concediendo algunas entrevistas, mostrando algunas viejas fotos. Tal vez mencionando a un soldado español que la libró de la violación y la muerte segura. Nunca lo sabré. Olga Vodiánova es parte de la memoria inventada, de un relato sin el cual es imposible entender cómo Simón logró llegar hasta Odesa y embarcarse rumbo a Turquía y luego a España. Un fantasma. Y, sin embargo, tuvo que ser real. Tuvo que existir. Esa mujer joven con el recuerdo de la explosión de una granada en su cuerpo, el pelo muy corto, los ojos grises, la mirada fría, decidida.
Y de alguna manera siguió viviendo dentro de mi abuelo cada vez que escuchaba la Kalinka, cuando el frío helaba la ropa en el tendedero y la escarcha cubría el parabrisas de su coche, cuando se cruzaba con una mujer de ojos grises.
Sé que es imposible que dos personas que solo se han visto durante unas horas vuelvan a encontrarse años después en el caos de una guerra recién acabada. La guerra no une a la gente, la separa. Es difícil pensar que esa muchacha, guerrillera dura, que había combatido con fiereza durante años hasta la liberación de su patria, que había padecido penurias, dolor y muerte, tuviera la perseverancia y la voluntad suficientes para buscar a un soldado anónimo que le salvó la vida. ¿Por qué iba a arriesgarse a ayudarle a escapar? ¿Cómo había dado con él? Me pregunto qué pasó después de aquel encuentro en la cabaña, si mi abuelo sintió algo al reconocerla. Probablemente, él la había olvidado. Olvidar es lo que se hace en una guerra, tanto lo bueno como lo malo, es lo que permite seguir sumando días a las semanas. Si mi abuelo hubiese sido otro hombre y esta otra historia, habría sido posible imaginar que tuvieron un breve pero intenso romance aquel invierno de 1947, que la cabaña en el bosque fue su lugar de encuentro, que se quedaron ahí tumbados mientras oscurecía después de hacer el amor, exhaustos, fumando, sin hablar, solo tocándose la piel. Quizá mi abuelo quiso regalarle a Olga aquel anillo que llevaba consigo desde el principio de la guerra (y que arrojó en el estanque cuando yo tenía doce años) y ella sonrió con ternura y le dijo que debía conservarlo. «Así me recordarás cada vez que lo mires.»
Si mi abuelo hubiera sido otro Simón, sin el estigma de los suyos, y si el mundo en el que les tocó conocerse a él y a Olga hubiera sido un mundo posible, podría haberse quedado allí, en Rusia, vivir en el bosque, cambiarse la identidad, casarse con ella o vivir juntos sin más. Sin historia, sin pasado. Otros lo habían logrado. Encontrar la única felicidad que les estaba permitida, pequeña, frágil, pero suficiente.
Los lugares comunes también pueden ser hermosos, aunque los hayamos visto mil veces en las películas o leído en los libros.