Martin Pearce se acercó a uno de los grandes ventanales del invernadero, desde donde podía ver el parque ajardinado. Se fijó en ella porque estaba algo apartada, junto a un parterre. Llevaba ropa cómoda, de corte masculino, pantalones y zapatos planos. Estaba trabajando con un lienzo sobre un caballete y examinaba el resultado con aire de abandono, como si no viera lo que tenía delante y su mente se proyectara mucho más lejos. Sus cabellos cortos y mal peinados le tapaban la frente y apartaba el flequillo de los ojos con un gesto mecánico. Ya no era joven, tenía arrugas y los párpados caídos, pero parecía que los años, lejos de vencerla, hubiesen restituido algo que le había sido arrebatado en la juventud. De repente se movió como si buscara un matiz de la luz.
—Eso es... Muéstrate.
Martin enfocó el teleobjetivo de su cámara y disparó una secuencia rápida de fotografías antes de volver a ocultarse.
Apuró el café pensando que había sido un buen día. Había salido de casa sin muchas esperanzas, el día era plomizo, lloviznaba a primera hora y la luz no era demasiado buena. Después de andar sin rumbo arriba y abajo por el paseo de San Juan y el Arco del Triunfo, había decidido probar suerte en el umbráculo. Le gustaba ese edificio modernista, bastante olvidado pero con un aire romántico que le sugería siempre bellezas estáticas. Su intuición no le había fallado, y al cabo de un rato había visto aparecer a la pintora callejera. El pulso le latía acelerado. Podía notar los espasmos en el cuello. El aire había enrojecido en el interior, como si el sol reflejara el color de los ladrillos del edificio, y solo se escuchaba el sonido de las cotorras.
Volvió a asomarse discretamente a la ventana. La pintora estaba recogiendo sus bártulos.
No fue difícil seguirla hasta el metro, averiguar dónde vivía, especular con su vida. Probablemente madre soltera o divorciada, tal vez de un par de gemelos de unos diez años, debía de frecuentar un bar sin nada particular donde se reunía con un par de amigas. Apostó que bebía cerveza negra y que compraba precocinados en un súper regentado por unos pakistaníes a los que conocía por el nombre. Tal vez trabajaba en casa o quizá podía permitirse el alquiler de un modesto taller. Después de un par de transbordos, la pintora bajó en la parada de Penitents, caminó calle abajo, se detuvo ante el escaparate de una librería, recogió sin interés un folleto publicitario que le ofrecieron, sacó dinero en un cajero automático y habló por teléfono mientras caminaba hasta el portal de un edificio feo, con balcones estrechos de cemento y ladrillos sucios. Allí se entretuvo un buen rato buscando las llaves en el bolso.
Martin Pearce le hizo las dos últimas fotografías.
De vuelta en su apartamento, mientras revelaba las imágenes en el cuarto oscuro, se sintió excitado. La gente se sentía a salvo y esa era una ventaja que él podía aprovechar. Fotos en las redes, tarjetas de crédito, números de teléfono. Todos estaban expuestos, confiando en un coche patrulla de la policía que pasa una vez al día por el barrio, reconfortados porque todas esas bombas, esa violencia y esas hambrunas suceden muy lejos, dentro de la pantalla del televisor, o en otra ciudad, en otro barrio, en otra calle. Confiados. Porque la confianza es la única manera de no volverse paranoico, de no ir armado hasta los dientes y dispararle al primer desconocido que se acerca a preguntar la hora. Convencerse de que lo malo solo puede pasarles a los otros. Hasta que comprendemos el error. Cuando sale la bolita negra ya es tarde. Ya nos está pasando.
Había decidido que Liria sería su obra perfecta. La reclinó hacia delante y colocó una mano en cada brazo de la butaca. Para que el conjunto resultase perfecto faltaba algo. Buscó alrededor.
—Ya lo tengo.
Le desabrochó la camisa y le colocó un lirio. El efecto era extraordinario, como si las flores le nacieran del pecho. Luego le pintó las uñas de azul, un color atrevido, sin duda, pero nadie iba a verlas fuera de la habitación. Más tarde las limpiaría con acetona antes de marcharse y abriría la ventana para que no quedase rastro del olor. En la boca carmín, rojo chillón, un poco como los payasos, un poco para resaltar —y deformar— esa boca preciosa pero inútil. Boca muda, boca sin voluntad que se dejaba hacer, donde podía meter el índice y el pulgar y explorar la lengua, el paladar superior, avanzar hasta la garganta. Un poco de colorete, sombra oscura, rímel en las pestañas.
—Los pantalones los pondremos después. Y esas horribles botas de montaña. Lástima que escondas esos dedos tan bonitos. ¿Sabes que yo odio que me toquen los pies? Siento verdaderos escalofríos.
Y ahora... ¡música! Bajito. Para que no la oyeran fuera. Nadie lo entendería. Que la levantase en vilo, sosteniéndola con una mano bajo las nalgas y la otra en el cuello.
—¡Colabora, Liria! No es difícil, solo tienes que dejarte llevar, intenta no arrastrar los pies. Siente la música. George Michael. Esta versión de Roxanne es increíblemente sensual. ¿No notas nada entre las piernas?
Mientras giraba seguía disparando la cámara. Luego la colocó en la cama y retiró un tirante carmesí del sujetador con un dedo.
—Hay que ser un experto para soltar el cierre de un sujetador con una sola mano. Bonitos pechos. Nacen arriba, como el Everest. Una vez vi un reportaje: la gente subía hasta la cima y se encontraba una montañita de piedras, banderines, mensajes escritos en cajitas de madera. Decían que habían conquistado la montaña, pero era falso. Solo subían allí unos minutos, el tiempo de hacerse la foto y largarse rápido, antes de que la montaña se cabrease. Nadie puede conquistar lo inconquistable. Están solo de paso, apenas son tolerados.
Retratar un desnudo sin caer en la vulgaridad de lo obvio era su objetivo. Nada explícito, solo la belleza extendida de un cuerpo separado de la mente. La pose de Liria era fundamental, colocarla bajo la iluminación adecuada, sacarle los sentimientos y las emociones que veía en sus ojos, en su boca entreabierta, en sus orejas. Volumen y contraste, alejada del lenguaje soez de lo directo, juegos de sombras, penumbras. Convertirse en un Edward Weston, con esas mujeres de cabello recogido que ocultan el rostro en el antebrazo, que muestran un codo perfecto; o en Horst Paul Albert Bohrmann, con las cinturas encorsetadas, los senos tras las cuerdas de un arpa. Alcanzar la sutileza amorosa de Helmut Newton, repleta de glamur y sofisticación, tacones de aguja y abandonos frente a los espejos.
La belleza perfecta, la integridad de un conjunto, la consonancia, la nitidez. Liria lo tenía todo y Martin se ahogaba de emoción al desvelarlo. Odiaba lo feo porque es incompleto, lo que carecía de proporción y lo difuso. Y Liria era bella porque sentía dolor. Esa experiencia personal e intransferible la hacía única. Cuanto más sufría, más bella era.
—El mundo no puede entender a gente como tú y como yo —murmuró Martin, abriéndole las piernas y colocándolas de modo que solo se adivinaba la sombra del pubis—. Aunque intentásemos explicarnos, hacerles entender nuestro peregrinar interior, siempre sería el dolor del otro y es inútil tratar de explicarlo. Nadie es capaz de explicar de modo convincente el hecho de que la fealdad se apodere de las personas hasta apagar cualquier atisbo de luz, sumiéndolas en la más profunda y definitiva oscuridad.
Para alcanzar esa belleza que Liria poseía, y que él deseaba, era necesario disciplinarla, desinfectarle las ampollas del alma, ver cómo se le caían una tras otra las capas de piel muerta de sus vidas pasadas, presenciar su llanto cuando sentía que cada fibra se desgarraba. Nadie entendería por qué Martin la castigaba de ese modo, con tanta determinación. Convertir cada gesto, cada movimiento en una tensión continua para, durante apenas un segundo, en un breve pas de chat, en un cabriolé, sentir esa sensación gaseosa. Etérea. Lo que él quería era liberarla, dejar abajo el cuerpo y hacer emerger su esencia más pura. Solo él podía verla y reconocer la verdad sin dramatismo, el ligero temblor de sus piernas, siempre una décima de segundo antes que los demás. Y sabía que ella lo quería también, entregarse a él, y no hubiese consentido la más mínima indulgencia. Gracias a él, el cuerpo no seguiría atrapándola un día tras otro; como un maître de ballet, Martin la llevaría a la excelencia. Aunque tuviera que romperla por dentro para recomponerla.
Orlando le pidió a Ana que no se moviera. Quería retener esa imagen: su espalda perfecta, los antebrazos en el escritorio, las bragas en los tobillos, rodeada de exámenes y libros tirados por el suelo. No le importaba si alguien llamaba o, peor, si abría la puerta sin avisar y los encontraba así, medio desnudos, sofocados todavía. Oliendo a sexo.
Ana soltó una carcajada y empezó a vestirse.
—¿Qué van a pensar tus alumnos?
Orlando se secó el sudor con un pañuelo.
—No me importa lo que piense nadie. Cundo estoy contigo pierdo el sentido de la prudencia.
Ana puso esa cara que ponía cuando él la intrigaba.
—¿Y si quien apareciera fuera mi padre?
A Orlando le excitaba esa expresión, la mirada curiosa y la manera de morderse un poco el labio.
—Quiero proponerte algo. Dentro de unas semanas tengo que viajar a Japón, para un congreso. Dispongo de dos billetes, en primera clase. Me gustaría que me acompañaras. Podríamos visitar el monte Takao y dormir allí. He oído que la mejor época para ver la floración de los cerezos es entre finales de marzo y principios de abril, pero aun así valdrá la pena.
Ana soltó una risa nerviosa, incrédula:
—¿Te das cuenta de lo que dices?
—Lo digo completamente en serio, estoy enamorado de ti.
Ana sintió algo parecido a la compasión, o la ternura, o la tristeza. ¿Era cruel besar a un hombre que decía quererla, aunque ella supiera que no le quería? ¿Era injusta la tiranía que domina un corazón con una simple mirada equívoca? Era inconsistente, frívola y merecedora de ciertas acusaciones. Ramera era la menor que había oído en los pasillos. Te crees mejor que el resto, zorra pretenciosa; de eso se trata. Sus pretendientes tenían que armarse de valor para abordarla y lo pasaba bien observando lo fácil que era desconcertarlos. Todos esos hombres tan seguros de sí mismos, pijos o artistas trasnochados, ecologistas comprometidos o funcionarios... Se comían el mundo y, sin embargo, parpadeaban confundidos o tartamudeaban ante un simple gesto suyo. No obstante, lo único que ella quería era coger la vida a manos llenas. ¿No era una pretensión legítima? Aprenderlo todo, conocerlo y sentirlo todo. Pero hasta ahora solo había obtenido de esos hombres egoístas, asustadizos y mentirosos fantasías y temblores que la apartaban de lo que le pertenecía por derecho, su libertad y sus ganas de vivir sin las reglas de los demás.
—¿Por qué me propones algo que sabes que no vas a hacer? Yo no necesito esa clase de promesas.
Orlando comprendió la estupidez de su propuesta. Sabía que se estaba poniendo en ridículo, que se estaba exponiendo a perderlo todo, pero no podía parar. ¿Por qué ahora? ¿Por qué todo esto? La cena de la otra noche en su restaurante preferido, los regalos, el dinero. ¿Qué había cambiado? ¿Qué tenía ella, aparte de ser la hija de sus amigos y de tener edad de ser su propia hija? Orlando no lo sabía, pero era como si hubiera retrocedido veinte, treinta años. Tenía miedo, miedo de que fuese solo una racha de felicidad pasajera, y la abrazó. Era placentero sentir aquello, el encaje de sus cuerpos, la sensación de su columna, de sus vértebras, el relieve del sujetador, la solidez de sus músculos. La estrechó con más fuerza. Quería contárselo todo.
—Tu padre lo sabe, Ana. Vino a verme la semana pasada, encontró la tarjeta del club. Me ha pedido que deje de verte. En realidad, me ha amenazado con tomar represalias si no lo hago.