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Sahara Oriental, 1954-1962

El Aaiún era uno de esos lugares erigidos como un monumento a la tozudez humana, en el cauce de un río seco a treinta kilómetros de la costa, asomándose a lo más inhóspito de una tierra sin concesiones. Un puesto de vigilancia ante la inmensidad. Era la capital del Sahara español en la región del Saguia el Hamra. Había colegios españoles, cafés regentados por expatriados, un cine llamado Oasis, donde pasaban películas en español, una mezquita y una iglesia con ínfulas de catedral. La ficción de una ciudad moderna con quince mil españoles y el doble de saharauis donde los dioses de unos y otros se miraban de reojo y procuraban ir a lo suyo. Y sobrevolando la vida de la ciudad planeaba la sombra omnipresente de la Legión: los uniformes, la parafernalia militar por todas partes. En algunos muros había todavía impresiones con las efigies de Franco y de Millán Astray, como si años después del fin de la guerra civil su espíritu siguiera allí latente y vigilante.

Apenas aterrizado en ese nuevo mundo, al hijo de Alma Virtudes le impresionaron dos cosas: lo asquerosa que era el agua potable (sabía a sal) y lo hermosas y frías que eran las noches cuando tenía que salir de guardia a las alambradas exteriores del asentamiento. Luna le contaba las cosas terribles que les hacían los marroquíes y los saharauis de Basir a los legionarios novatos que se quedaban dormidos cerca de la valla. Historias del hombre del saco.

—Las patrullas de reconocimiento se encuentran a los centinelas que se duermen clavados en las alambradas con las tripas abiertas.

Decía esas barbaridades para divertirse y para espantar su propio miedo, pero al joven no le parecía que los autóctonos fueran tan hostiles y era capaz de imaginar que tal vez aquella tierra sería su lugar para siempre. Admiraba la fiereza del siroco cuando batía el cuartel con las tormentas de arena, disfrutaba metido en una jaima tomando té y charlando con viejos lugareños que añoraban los tiempos de la guerra, cuando Franco se los llevó a la Península y los devolvió con el trabajo hecho, una paga, unas pocas medallas, un carnet de identidad español y la promesa de un viaje a La Meca pagado por el Estado. No le temblaba la sangre para degollar un camello ni le hacía ascos a la carne seca de una cabra comida por las moscas. Disfrutaba de las noches en el desierto, patrullando el valle que abría el cauce muerto del Saguia el Hamra, Luna y él embozados en mantas que olían a cientos de cuerpos anteriores, fumando con los dedos asomando unos centímetros fuera de la manta, lo justo para llevar el tembloroso pitillo a los labios amoratados, los fusiles apoyados en un saliente, la lumbre que no lograba calentarle la puntera de las botas. El olor de las judías en la perola y el silencio absoluto. Ese silencio se le metía en el cuerpo más que el frío, era como una droga: tenía que tumbarse y mirar las estrellas y dejarse llevar a donde ellas quisieran llevarle. Fuera del cerco de la hoguera todo era oscuridad. Una oscuridad tan densa que los obligaba a cagar uno al lado del otro por miedo a perderse y a los guerrilleros. Combatía el miedo pensando que el desierto era demasiado grande para que dos hombres pudieran encontrarse y matarse si no querían hacerlo. Estaban lejos de todo y llegado el caso de cruzarse con alguien, cada cual podría seguir su camino y no rendir cuentas después. Las reglas de los hombres no valían nada allí.

Se sentía libre.

—¿Te sientes libre en la unidad más disciplinaria del Ejército? —se burlaba Luna.

Pero en el fondo estaba de acuerdo. Aquella vida no tenía nada que ver con la de la mayoría, el desierto te llevaba al límite y en esa frontera había algo salvaje y auténtico.

Cuando amanecía se veía todo de color rojo, la arena, las dunas, las piedras, el cielo. El hijo de Alma Virtudes se miraba las manos y también eran rojas, como si se fundieran, y sabía que iba a morirse de calor antes de que el sol apuntase al mediodía.

—Mi padre estuvo en la División Azul. Allí se morían de frío. Qué rara es la vida.

—Si estás en la nieve tienes frío. Si estás aquí te mueres de sed y de calor. Y en un sitio u otro haces lo que puedes, te adaptas y sobrevives o te rindes y mueres.

—Mi padre no se rindió. Estuvo seis años allí, le hicieron prisionero, se escapó y recorrió miles de kilómetros hasta llegar a casa.

El orgullo con el que dijo eso le sorprendió. Nunca lo había expresado en voz alta, y ni siquiera sabía que lo sentía. No quería reconocer que una parte de él admiraba aquella gesta de su padre y que era una de las razones por las que estaba allí. Construir su leyenda, poder volver un día y mirarle a los ojos para decirle: «Soy igual que tú. No eres mejor que yo». Y cuando imaginaba ese momento, veía en el fondo de los ojos de su padre un brillo de reconocimiento, una palmada en el hombro, unas palabras: «Yo también estoy orgulloso de ti, hijo».

Luna tenía contactos entre los suboficiales y con los traficantes de hachís y no tardó en organizar una pequeña red de tráfico y de contrabando. Armas, suministros militares, tabaco. Cualquier cosa podía venderse y podía comprarse si se pagaba a las personas adecuadas. El hijo de Alma Virtudes le ayudaba, cogía su parte y hacía planes. Él no pensaba en montar un rancho a la americana como Luna, no le interesaban los caballos ni el ganado. Lo que él tenía en mente era otra cosa:

—Pienso volver un día al Pueblo y echar de la Casa Grande a la familia Patriota.

Luna le escuchaba con una media sonrisa. Cada cual tenía derecho a los sueños que fuese capaz de soñar, por descabellados que fueran.

—Uno acaba siendo lo que cree que es.

Solían servirse para sus trapicheos de un chiquillo marroquí. Era espabilado y nervioso y tenía muchas ganas de crecer. El hijo de Alma Virtudes le tenía cariño porque le recordaba a él cuando tenía su edad. Nunca se arrugaba y miraba con fiereza con sus grandes ojos marrones. Andaba pululando como un perro sin dueño por las calles, pero era listo y se las apañaba bien. Los legionarios le llamaban Manuel porque su nombre árabe era difícil de pronunciar.

—¿Cuántos años tienes, Manuel?

El chiquillo contaba con las manos. Luego se quedaba pensativo y encogía los hombros.

—Suficientes.

—Trae a tu cuadrilla, anda. Vamos a hacernos una foto.

El hijo de Alma Virtudes y Luna posaron con el fusil al hombro, rodeados de chiquillos, algunos en cuclillas, como un equipo de fútbol. Pretendía ser una imagen alegre y desenfadada, pero había en ella algo oscuro y sofocante. Las risas de los niños eran forzadas, especialmente las de las niñas: daba la sensación de que estaban ahí en contra de su voluntad, miraban a la cámara con desconfianza, y las manos de Luna posadas sobre los hombros de una de las chiquillas no parecían obedecer a un gesto amistoso, más bien parecía que la sujetaban para que no saliera corriendo.

Se acordó de lo que contaba su padre sobre aquellas bandas de niños que atacaban a los prisioneros en Rusia y sintió un estremecimiento. Los niños deberían ser niños.

El niño Manuel era una buena ayuda, conocía cada palmo de la ciudad y de los alrededores, aunque nunca había llegado más allá de los arrabales, donde empezaba el verdadero desierto. Lo sabía todo de todo el mundo: quién estaba con el hachís, con la prostitución, con las armas, y se ganaba un dinero extra con lo que robaba, recogía o trapicheaba. Andaba con sus pies descalzos por un fino alambre, en un peligroso equilibrio, pero siempre se las apañaba para caer de pie.

—Un día se te va a acabar la suerte —le advertía el hijo de Alma Virtudes.

El chiquillo le enseñaba los dientes y se encogía de hombros.

—No sé qué es la suerte.

Fue Manuel quien le habló de las peleas clandestinas que organizaba el Gordo. Mucho dinero, mucha sangre y pocas reglas.

 

 

La casa era grande y bonita. Tenía puertas y ventanas que estaban abiertas para que circulara el aire, patios amplios y muchas habitaciones. En el patio delantero había palmeras muy altas y una fuente de la que algunas veces brotaba un caño que caía sobre una pequeña alberca. Dos grandes mastines se paseaban bajo la sombra de las arcadas mientras una brigada de saharauis rastrillaba la grama, remendaba el muro o pintaba las ventanas. Había niños por todas partes. Lo raro era que en una casa llena de niños no hubiera risas ni juegos. Al menos no risas ni juegos infantiles.

El hijo de Alma Virtudes sabía lo que ocurría, pero fingía no verlo.

El Gordo era en realidad un tipo raquítico, de poco más de uno sesenta y cinco de altura, con unos brazos largos y huesudos y un rostro muy pálido que protegía con gafas de sol y un sombrero de paja. Era un exmilitar francés, un oficial desertor de la Légion étrangère que siempre se quejaba de dolor en los dientes. Y era verdad que los tenía casi todos podridos. Se decían cosas horribles de él, de la crueldad de sus métodos para controlar casi todo el mercado ilegal entre El Aaiún y la frontera con Argelia. Pero el hijo de Alma Virtudes tenía prisa, poca paciencia y menos escrúpulos. De modo que no hizo caso a su instinto, que le decía que no se acercara a un tipo como ese.

Al parecer, al Gordo le gustaban las cosas caras, el buen whisky, los cigarrillos de importación, los relojes de oro y las escapadas a las playas del norte. Era un sibarita. También le gustaban los vicios que nadie más podía permitirse. Niños a los que él llamaba siniestramente mes fleurs.

—¿No es esa la naturaleza del verdadero poder? ¿No sentirse sometido por ley alguna, ni ética, ni moral? —dijo observando al hijo de Alma Virtudes de arriba abajo, calibrando a cuánto le salía la libra de carne. Los mastines husmeaban alrededor del legionario y del niño Manuel. El Gordo sonrió mostrando sus dientes enfermos—. ¿Es tuyo? Podrías vendérmelo —dijo, acariciando la cabeza del chico.

Todo el mundo había oído hablar de las bacanales en la casa bonita y de lo que allí sucedía, a veces durante días y noches consecutivas, cuando llegaban ciertos personajes venidos desde Marruecos y desde la Península, gente de negocios con la que el Gordo tenía tratos. Los niños bañados, peinados y vestidos como principitos marineros y las niñas vestidas y peinadas como la muñeca Mariquita Pérez para que cada uno de los invitados pudiera servirse a la carta.

—No puedo venderte lo que no es mío. Puedo hacerte ganar dinero con las peleas, pero al crío ni se te ocurra tocarlo.

El Gordo paseó la lengua por sus encías enfermas y escupió un grumo oscuro de saliva.

—Ya veremos...

Las peleas se organizaban en la parte trasera de la casa, al menos una vez al mes. En el centro de un cobertizo se formaba un círculo con bidones llenos de arena. Una vez se entraba en el interior no había límites. La única norma era que no se permitían armas. Solo manos, codos y piernas, hasta que uno de los contendientes se rendía o quedaba noqueado. La única forma de salir de allí de pie era venciendo.

El hijo de Alma Virtudes sonrió la primera vez que vio el círculo de arena rodeado de bidones y a su contrincante, un guineano enorme. Desde que era niño le habían enseñado a esconder su fuerza y a contener su carácter, como un perro sujeto con una cadena. Pero ahora, por fin, podía liberarse, dar rienda suelta a su ira, a su resentimiento, aplastar a todos los fantasmas que seguían sujetándole a aquel olivo de la Casa Grande. Avanzó a grandes zancadas y percibió la duda en los ojos del contrincante. Lanzó un aullido salvaje, que le nacía en las entrañas. Nunca había sentido esa alegría feroz, el latido desbocado del corazón. Se concentró en su oponente y lo embistió con todo.

Diez peleas.

Quince peleas.

Todos caían, duros y muy duros, altos y bajos. Algunos respondían con su misma fiereza, pero ninguno tenía su determinación. Al final, cuando se daban cuenta de la locura que anegaba su mirada se quebraban, se rendían o simplemente caían machacados. No tardó en labrarse buena fama y se convirtió en un activo valioso para el Gordo, que lo exhibía como a un gladiador frente a sus invitados en las famosas y tenebrosas veladas de su casa. No tardaron en llegar los privilegios en el cuartel, donde el Gordo tenía influencias; menos guardias, menos maniobras, mujeres a mano y todo el hachís que pudiera fumarse.

No tardó en perder la noción de la realidad, pese a los esfuerzos de su amigo Luna.

—¿No te das cuenta de lo que está pasando? El Gordo te está cebando como un cerdo antes de llevarte al matadero.

Pero él solo contaba el dinero que escondía en un lugar secreto, acariciaba la cabeza de Manuel, que se había convertido en su sombra, y se tomaba una cerveza fría.

—Todavía no ha nacido el hijo de puta que me haga doblar la rodilla.

Las apuestas cada vez eran mayores y siempre a su favor. Poco importaban los pómulos hinchados, el dolor en los nudillos, las costillas rotas. Se tumbaba en la camareta, se recuperaba y volvía a pelear sin pestañear. En ocasiones era tan temerario en sus ataques que Luna sospechaba que en realidad su amigo pretendía suicidarse.

—No tienes intención de salir vivo de aquí. Pelearás hasta que te destrocen. ¿Es eso?

El hijo de Alma Virtudes se reía, se llevaba con cuidado un cigarrillo a los labios partidos y estrujaba cariñosamente el cuello del niño Manuel.

—No lo entiendes, Luna. Aquí soy alguien, me respetan. Me tienen miedo. Y no hay jefe que valga. Estoy yo y está el tipo que tengo delante. Es sencillo. Me gustan las cosas sencillas.

Luna seguía a su lado, cuidaba sus heridas, trataba de protegerle de lo que se avecinaba. Pero sabía que tarde o temprano ocurriría lo peor.

Y ocurrió.

 

 

Era un senegalés al que le faltaban la mitad de los dientes. No especialmente fuerte, ni de aspecto fiero. Más zorro que león. O una hiena.

—Con este tienes que perder.

El hijo de Alma Virtudes miró con desprecio al Gordo.

—¿Y eso por qué? Que se lo gane él si puede.

El Gordo le regaló una sonrisa podrida.

—Te crees invencible. Un tipo duro de verdad. Los demás se mean encima cuando te ven y eso te gusta. Se te pone dura. Machacar cabezas sin importarte los golpes que recibes a cambio. Eres joven, te recuperas rápido. Y tienes más pelotas que cerebro.

—Te hago ganar dinero, ¿cuál es el problema?

—La gente se aburre, las apuestas bajan. Quieren carne fresca. Y este es mi negocio. Te digo que hoy tienes que perder. Y vas a hacerlo sin rechistar.

—¿Porque tú lo dices?

El Gordo inspiró y frunció el ceño, como si oliese carroña. Uno de sus mastines movió la cola nervioso. El otro empezó a ladrar.

—Vas a perder porque mis perros están deseando arrancarte la chulería a mordiscos. Y porque si no pierdes te quito a tu mascota.

El Gordo señaló hacia los dos hombres que sujetaban al niño Manuel. El hijo de Alma Virtudes se volvió con rabia hacia el francés, pero Luna se interpuso.

—Hazle caso, joder. Solo es una pelea. Habrá otras.

—No hay otra pelea si se pierde una sola sin luchar. Esa clase de derrota es definitiva y quien la sufre nunca se recupera.

 

 

Al dejarse vencer aquel día, perdió mucho más que un combate. Volvió a ser el hijo de Simón subido en el andamio, el hijo de Alma Virtudes atado a un olivo para que Rodrigo Patriota lo humillase ante todo el mundo. Volvió a ser el chico asustado frente al capitán Ochoa. El resquemor le seguía a todas partes, malhumorado, vacilante, ensimismado. Además, después de aquel enfrentamiento, el Gordo no volvió a darle más peleas y se acabaron los privilegios. De nuevo las guardias nocturnas, las patrullas por el perímetro exterior, los convoyes de escolta al coche correo de Villa Bens, los partes disciplinarios y los arrestos.

Luna evitó decirle que ya se lo había advertido.

—Podría ser peor —trataba de animarle—. Podrían habernos desterrado a Echedeira.

Pero él no era de los que siguen adelante sin más. Por las noches revivía la pelea con el senegalés y le atormentaba cada paso atrás que había dado, cada guardia baja, cada golpe que había reprimido. En su mente volvía a empezar de nuevo el combate y hacía las cosas de manera distinta, no se despistaba mirando de reojo hacia los hombres que sujetaban al niño Manuel, no escuchaba los ruegos de Luna ni se dejaba amedrentar por las amenazas del Gordo ni por los ladridos de sus mastines. Aplastaba sin compasión al senegalés. Y volvía a respirar. Luego despertaba y le parecía que en el cuartel murmuraban a sus espaldas, que se burlaban de él, que cada mirada con la que se cruzaba estaba cargada de significados humillantes, y de nuevo se sentía carcomido por dentro y lleno de rabia.

Quizá el paso del tiempo habría jugado a su favor si aquel mundo cuartelero no hubiese sido tan cerrado y pequeño. Era fácil ver al Gordo por la ciudad, oír hablar de él, de sus chanzas y sus fanfarronadas. Y lo mismo sucedía con su nuevo juguete, el senegalés. Solía encontrarle en un tugurio en el que Luna tenía sus tratos. No se hablaban, pero al hijo de Alma Virtudes le quemaban las miradas y la media sonrisa del senegalés, sobre todo cuando había otra gente delante.

Todo se precipitó la víspera de Nochevieja de 1958.

Habían pasado meses desde la pelea y nadie lo vio venir. El hijo de Alma Virtudes y Luna bebían en una de las mesas, el niño Manuel iba y venía entre soldados y civiles vendiendo cigarrillos. El chiquillo se acercó imprudentemente al grupo en el que estaba el senegalés y este lo estuvo zarandeando un rato antes de echarle de una patada, provocando la risa de sus compañeros. El hijo de Alma Virtudes acuchilló al senegalés con la mirada. Tal vez si no se hubiera sentido arropado por sus compinches, todos hombres del Gordo, el africano no habría caído en la provocación, pero cometió la imprudencia de encararse con él.

La cosa duró poco. El hijo de Alma Virtudes descargó en tres o cuatro golpes toda la ira que había estado acumulando dentro mientras Luna mantenía a raya a los demás con un taburete. El senegalés usó una navaja y él una botella rota. Cayeron al suelo y forcejearon. Y cuando el hijo de Alma Virtudes se puso en pie su uniforme estaba empapado con la sangre del otro, que se sujetaba la garganta abierta con las manos.

Lo detuvieron inmediatamente.

 

 

Pasó tres largos y oscuros meses encerrado en un agujero con un cubo para hacer sus necesidades, sin apenas ver la luz del sol y con las visitas prohibidas, pero Luna se las apañaba para acercarse a la puerta del calabozo y darle nuevas del mundo.

—El senegalés no ha muerto, pero el Gordo está moviendo hilos. Ahí fuera te esperan con ganas. Dicen que hace días que no da de comer a sus perros.

Pero él tenía cosas más inmediatas de las que preocuparse. La justicia militar se había puesto en marcha y las posibilidades de salir bien de aquello eran escasas. Se hablaba de seis años en una cárcel militar. Finalmente se decidió destinarle a Echedeira, pero eso solo suponía un ligero alivio. En Echedeira no había nada, solo desierto, un campamento castrense de cincuenta desgraciados azotado día y noche por las tormentas de arena, una caldera con temperaturas insufribles, arañas del tamaño de un puño y pocas o ninguna esperanza de ser auxiliados en caso de un ataque enemigo. Allí la gente enloquecía de soledad, muchos se autolesionaban disparándose en un pie o rajándose la mano con la bayoneta con tal de que los sacaran de allí.

Un año allí era suficiente condena.

 

 

Cuando regresó a El Aaiún, ya no era el mismo. Venía de un mundo lejano, endurecido y silencioso, concentrado y frío. Ni siquiera Luna logró arrancarle una sonrisa cuando se abrazaron después de tanto tiempo.

—¿Es tan duro como dicen?

El hijo de Alma Virtudes soltó el petate, se sentó en la litera y empezó a liar un cigarrillo.

—Es peor —fue cuanto dijo.

Luna le observó allí sentado con las piernas abiertas, los antebrazos en los muslos y la cabeza baja rozando el pecho con la barbilla y no se atrevió a preguntar más.

El único que fue capaz de devolverle una sonrisa fue el niño Manuel.

—¿Cómo te las has apañado sin mí?

El chiquillo se había estirado, su voz sonaba ahora como un cascarón vacío y encima del labio superior le asomaba la sombra de un incipiente bigote. Sus ojos oscuros tenían una gravedad también diferente. Juntos, retomaron algunas viejas costumbres, como sentarse por las tardes en la terraza del viejo café español a ver pasar a los transeúntes, compartir un buen estofado con garbanzos en la taberna de la andaluza o merodear cerca de la zona de alambradas, desde donde las puestas de sol sobre las lejanas dunas ofrecían un espectáculo que invitaba a la contemplación.

Se sentía bien allí. Era el único lugar que podía ofrecerle paz y ausencia de pensamientos, sin expectativas, sin futuros inciertos. Estar allí era estar vivo, pegado a la arena, siendo parte de la brisa fría del anochecer cuando el sol se iba y aparecían las primeras estrellas. Algunas veces sacaba una cuartilla y un lápiz y le escribía a su madre unas cartas muy breves y esforzadas en las que le decía que estaba bien. Intentaba describir lo que sentía ante las puestas de sol, en lo alto de una duna, pero le faltaban palabras, no era capaz de expresarse bien y terminaba tachando esas partes. Muy de tanto en tanto recibía correo de casa; casi siempre era su hermana Amparo la que le escribía contándole que todo seguía más o menos igual, que le echaban de menos. De vez en cuando mandaba algo de dinero.

El niño Manuel se sentaba a su lado y le veía escribir sujetando el lápiz de un modo raro, con el dedo corazón y el pulgar, girando mucho el papel.

—¿Cómo es España?

Él se quedó pensativo. Se acordaba de las plantillas con las que el padre Mateo le enseñó los ríos y las montañas.

—Hay agua, ríos llenos, y bosques y montañas con nieve. Y ciudades enormes como Barcelona o Madrid. Hay coches y autobuses y catedrales.

El niño Manuel entornaba los ojos tratando de imaginar algunas de esas cosas que nunca había visto. La nieve, las montañas escarpadas, los bosques de castaños o las ciudades con grandes catedrales.

—¿Me llevarás contigo cuando te vayas?

El hijo de Alma Virtudes se dejó caer sobre la arena. El calor era todavía pegajoso a pesar del viento, que apagaba continuamente los cigarrillos. Pronto empezaría a bajar la temperatura y lo haría muy rápido. Saldrían las primeras estrellas que a él le gustaba contemplar tumbado aunque no conociera sus nombres. No pensaba en volver, aunque sabía que en un momento u otro lo haría.

—Te llevaré conmigo.

Cuatro días después de aquella promesa un niño muy pequeño se le acercó en el mercado del cine. Tironeándole de la manga el niño le dijo que le mandaba Manuel y que le esperaba en la antigua casa de correos. No quedaba muy lejos. Intuyó algo raro pero el chiquillo que le había llevado el mensaje se había perdido entre los puestos de fruta.

La antigua casa de correos era un edificio abandonado. Allí solían hacer intercambios Luna y él con estraperlistas. Era un lugar húmedo con grandes estancias vacías donde dormían los mendigos y los soldados iban a drogarse o a acostarse con alguna puta. Aquella mañana estaba vacía. Extrañamente vacía. Comprendió lo que estaba pasando demasiado tarde. Cuando escuchó el gruñido de uno de los mastines del Gordo.

—¿Pensabas que me iba a olvidar de ti?

Intentó huir, pero uno de los perros le alcanzó la pierna y lo hizo rodar por el suelo. El otro animal se lanzó contra su cara y apenas tuvo tiempo de protegerse con el antebrazo. Un grupo de hombres le rodearon y empezaron a patearle.

Justo antes de perder el conocimiento pensó en su madre, la vio sentada en la puerta de casa mirando el paso de las nubes con la palangana de patatas en el regazo y un cuchillo en la mano.

 

 

Abrió los ojos. Le dolían la boca, el brazo derecho, la entrepierna, el pecho. Le costaba respirar y tuvo que rodar para colocarse boca abajo. Tardó un buen rato en lograr ponerse en pie. Todo le daba vueltas. Estaba completamente desnudo y olía mal. Le habían robado el uniforme y meado encima, además de masacrarle a palos. Pero todavía estaba vivo. Se dio la vuelta despacio, tanteando en el aire como si buscase un asidero en la estancia vacía.

Y entonces vio al niño Manuel. Colgado de un travesaño, sus pies desnudos casi rozaban el suelo. Antes de ahorcarlo le habían atado las manos a la espalda. Le faltaba un trozo de oreja y los perros se habían cebado con sus piernas.

Le habían colgado un cartel: AHORA PODRÁS LLEVÁRTELO A ESPAÑA.

El hijo de Alma Virtudes arrastró los pies hasta el cuerpo y lo estuvo mirando mucho rato antes de alzarlo en vilo y descolgarlo. Lo depositó con cuidado en el suelo y encontró unos cartones con los que taparlo. Debajo de los cartones asomaba la mano inerte de Manuel. Cogió los dedos, los acarició. Volvió a esconderlos bajo el cartón y apoyó la espalda en la pared. Al final de la estancia vacía estaban las ventanas sin cristales. Se oía el rumor de la vida fuera.

Cerró los ojos y escuchó la lluvia que empezaba a caer.