«No hay gente como tu padre cuando es bueno y tampoco hay otro igual cuando es malo.» Así hablaba Luna de mi padre. Hacía ya mucho que habían quedado atrás los años en El Aaiún, cuando eran dos tipos sin mucho futuro buscándose la vida. Ahora andaban en el asunto de los fraudes de seguros, las corbatas, los maletines y los trajes caros. Yo no conocía nada de su vida anterior. El señor Luna, así le llamábamos, era un antiguo amigo de mi padre y ahora era su socio. Así solía dirigirse a mi padre, socio. A veces aparecía por casa y se quedaba a dormir en el sofá unos días, nos compraba cosas, era cariñoso con nosotros. Le recuerdo sentado en la mesa del comedor con mi padre, los dos fumando con unas cervezas, la mesa llena de papeles con números y el señor Luna haciendo sumas con una calculadora. Él era el teórico, el que ideaba las triquiñuelas y los engaños para sacarle el dinero a las amas de casa, a los jubilados y a los incautos. Mi padre era el que acompañaba, el que llegado el momento cerraba el puño. Los teóricos no son nada sin los hombres de acción.
—Con lo que tú eras —se burlaba a veces mi padre de Luna con cierto desdén.
—Soy más viejo que tú —replicaba él, medio en broma.
Al señor Luna le gustaba la buena vida: los coches caros, los puros Cohiba, las putas de altos vuelos y los billetes de tren en primera clase. De su época en la Legión conservaba únicamente el tatuaje. Tenía una barba roja bien recortada que se mesaba cuando hablaba, como si se tratase de un filósofo griego. Más alto y espigado que mi padre, con unos profundos ojos y una sonrisa pícara que te convertía sin darte cuenta en cómplice de cuanto decía. Le gustaba cocinar paellas, comprarnos regalos que no podíamos permitirnos y fingir que éramos su familia. También bebía mucho y, a diferencia de mi padre, que cuando se emborrachaba se cerraba como un bicho bola, él se volvía locuaz y sobón. Nos hacía confidencias a mis hermanos y, sobre todo, a mí, que era el mayor y su preferido (creo que él sabía lo que me pasaba en casa y que le daba lástima). «Si vas de malo tienes que ir hasta el final o los malos de verdad se darán cuenta. Y tu padre siempre va hasta el final de las cosas.» Yo miraba a mi padre cuando cogía a mi madre en volandas con un solo brazo delante de los vecinos (y de las vecinas), no para demostrar que la quería sino para mostrar su fuerza. Mi madre chillaba y fingía enfadarse, pero en el fondo, menuda y poca cosa, le gustaba.
El señor Luna solía hablar de lo que pasó en África, de las razzias con los moros, del tráfico de hachís, del mercado negro y de aquel episodio oscuro, la muerte de alguien, en la que estuvo implicado mi padre. Cuando se acercaba a ese tema, nunca de manera directa, mi padre ponía mala cara y le decía que cambiase el disco.
Fue el señor Luna, y no mi padre, quien me abrió los ojos al desierto. Se notaba que lo echaba de menos. Aunque uno imagine el desierto como un horizonte sin relieve, tiene valles, y pueblos, y carreteras, y arroyos y estaciones de ferrocarril. En él hay hombres y mujeres que huyen de la opresiva soledad y que se apelotonan en un lugar, levantan edificaciones, abren comercios y escuelas. Son como los erizos con sus púas. Prefieren herirse juntos que morir solos. Y donde hay aglomeración de hombres y mujeres aparecen los problemas.
También fue él quien me habló de ese niño, Manuel, y de cómo mi padre lo entretenía haciendo sombras en el muro, caballos, conejos, perros. A veces también le sacaba una perra chica de detrás de la oreja. ¿Qué edad tenía yo? Puede que trece años, suficientes para sentir celos de aquel fantasma al que mi padre parecía haber querido tanto. A mí jamás me entretuvo con esos juegos de sombras chinas ni me hizo trucos de magia. Recuerdo el modo en que le observaba en las piscinas públicas de la avenida Montserrat mientras el señor Luna me contaba aquellas cosas y mis hermanos se bañaban y se tiraban al agua haciendo la bomba. Mi padre apuraba un quinto en el bar de la piscina y escupía en el cenicero huesos pelados de olivas. A mí me daba un poco de asco verle hacerlo porque luego se hurgaba las encías con un palillo, y la saliva dejaba en el cenicero pequeños charcos que se mezclaban con los huesos de oliva y con las colillas mal apagadas. Yo sudaba de calor y tenía ganas de tirarme de cabeza desde el trampolín, pero me quedaba allí sentado con el señor Luna, en un taburete alto que me metía el bañador húmedo en la raja del culo, escuchando sus historias. Nunca eran las historias completas, dejaba caer migajas, una anécdota, un detalle, un principio o un final. A mí me tocaba recomponerlas y darles forma. Fue de esa manera, durante uno de los veranos que pasó en nuestra casa (antes de que lo metieran en la cárcel), como empecé a intuir que mi padre había sido muchas cosas antes de que yo llegase a su vida.
A veces discutían agriamente, y entonces mi padre tomaba una de esas decisiones viscerales, incomprensibles, que tantas veces tomaría —cambios de rumbo repentinos que lo desmontaban todo, trabajos, casas, colegios de sus hijos, sin un verdadero porqué—: echaba al señor Luna de casa, nos prohibía volver a acercarnos a él —sobre todo se lo prohibía a Liria— y tiraba a la basura cualquier cosa que su amigo hubiese olvidado llevarse. Pasaban unas semanas y el señor Luna volvía a aparecer en casa como si no hubiese sucedido nada. Y si nos mostrábamos desconfiados o recelosos ante sus habituales gestos cariñosos mi padre nos abroncaba y nos llamaba egoístas y desagradecidos. Volvían entonces a su camaradería y a sentarse en la mesa llena de papeles.