27

Gavà Mar

Cuando se quedaba sola en casa, Rebeca sentía desasosiego. Imaginaba un futuro no muy lejano, cuando la habitación de Ana se quedase vacía, sin el desorden de ropa encima de la cama sin hacer, bragas, sujetadores y camisetas por todas partes, sin el ruido de la música, sin los portazos malhumorados, pero también sin las tardes juntas en el sofá, compartiendo manta y chuches frente al televisor dándose un atracón de series. Y luego imaginaba un futuro un poco más allá, cuando también faltase Diego y su ropa siguiera en el armario, sus libros en el despacho, las zapatillas debajo de la silla. El cenicero y los cigarrillos. Se veía vieja, sola, paseando por un palacio de cristal, sin saber adónde mirar.

Tener una vida para los demás y abandonar la propia. Eso era lo que había hecho. Organizar cenas, decorar aquella casa, abandonar sus proyectos personales. Que las cosas les pasaran a los otros y no a ella. Sus amigas trabajaban en Barcelona, Irene se había divorciado tras veinte años de matrimonio y se iba a vivir a París sin los niños, Verónica acababa de inaugurar su propio negocio online, Débora seguía dando clases de poesía rusa en la Universidad de Iowa y acababa de firmar un libro con la editorial Henry Holt. Todas tenían cosas reales. Ella, en cambio, solo tenía fantasías inconfesables. Como ese sueño recurrente que la avergonzaba y la excitaba al mismo tiempo. Con otro hombre, un desconocido. A veces, cuando follaba con Diego pensaba en él, en el hombre del sueño. ¿Eso era lo que quería, un desconocido en su vida? No solo para el sexo, también para sentarse en una terraza y sentir algo dentro al mirarse a los ojos, al hablarse. Volver a vibrar con algo vivo. Reírse sin miedo a parecer frívola, vestirse como antes, no para que la mirasen sino para mirarse. Recuperar la confianza, saber que podía volver a andar sola por el mundo.

No quería reconocerlo. Se negaba en redondo a aceptarlo. Pero no podía negarlo. Ya no sentía las mismas cosas que antes. Estaba dejando de amar a su marido.

 

 

Diego escuchaba O mio babbino caro de Puccini en la voz de Maria Callas, pero estaba demasiado nervioso para disfrutarlo. Los pensamientos tenían voz, nunca lo había pensado antes. Una voz ajena a él, extraña, hostil y despiadada. Un griterío de manicomio en su cabeza. Pensaba en las fotografías y en los pósits que había encontrado en casa de Martin Pearce. Pensaba en la habitación de Liria y en su rostro junto a la ventana, a solas con Pearce.

¿Se había excedido pidiéndole al director de la residencia que ese joven no se ocupase más de su hermana? Tal vez. En cualquier caso, no había sido capaz de darle razones convincentes.

El director de la clínica se sintió completamente desconcertado por ese repentino cambio de opinión.

—Pero ¿cuál es el problema? Hace apenas unas semanas usted mismo me felicitó por los progresos de Liria desde que se ocupa de ella el señor Pearce.

Diego no fue capaz de encontrar una respuesta.

—Póngalo con otros pacientes, y que se aparte de mi hermana. Es lo único que le pido.

La verdadera razón se había introducido en él de manera insidiosa, como un lento e imperceptible goteo de veneno que había terminado por infectarle. Las sospechas se habían acrecentado después de encontrar aquellas extrañas fotografías. Una afición corriente, habría dicho cualquiera. Un joven con ínfulas de artista. ¿El metódico orden del panel de corcho en la pared? Lo único que demostraba era que se trataba de un joven ordenado, tal vez un tanto obsesivo, pero desde luego nada de lo que hubiera que preocuparse.

Pero, de repente, los detalles habían empezado a agrandarse ante sus ojos y a cobrar una cierta lógica: un moratón en un brazo de Liria, un leve arañazo en el cuello, un comentario dejado caer como al azar sobre lo guapa que era, la insistencia en ser él, y solo él, quien se ocupara de los ejercicios de rehabilitación en la piscina. El modo de cogerla en el agua, de mirarla cuando no se sentía observado.

Todo se había acelerado aquella mañana al visitar a Liria por sorpresa. Tenía restos de esmalte azul en las uñas y carmín en los labios. Además había encontrado una tela de color cárdeno sobre la cama que nadie supo decir cómo había ido a parar allí. El director le aseguró que Martin Pearce no podía ser el responsable de aquella puesta en escena un tanto barroca porque el joven disfrutaba de su permiso semanal, pero Diego no quiso escucharle. Estaba convencido de que aquello era obra de Pearce, de que había estado haciéndole fotografías a Liria sin su permiso.

—Conozco a mi hermana. Es cierto que al principio noté avances, pero sé que no está a gusto, que ha retrocedido, como si estuviera volviendo a lo más profundo de su silencio. No sé si tiene algo que ver con ese joven, pero no quiero que se acerque a ella.

El director dejó claro que aquella decisión era arbitraria y que desde luego sus sospechas eran absurdas. Martin Pearce era un enfermero ejemplar, con las mejores referencias. Pero su resistencia se vino abajo como una construcción de palillos cuando Diego, a punto de perder la paciencia, amenazó con llevarse a su hermana a otra parte. A fin de cuentas, ¿quién era capaz de entender la conducta de esta gente rica y caprichosa?

Ahora, Diego se sentía como un cretino, celoso de un joven encantador a ojos de todo el mundo que seguramente lo único que pretendía era ayudar de la mejor manera posible a su hermana cumpliendo su trabajo con eficacia.

Se levantó del sofá con la sensación de que su cuerpo había perdido toda la densidad. No tenía ánimo para darle la vuelta al disco de la Callas, que giraba en la pista vacía. Se acercó al mueble bar y se sirvió una copa de vino. Bebió despacio antes de mirar hacia la puerta.

Rebeca estaba en el umbral.

—¿Cuánto rato llevas ahí?

—¿Podemos hablar? Hay algo que tengo que decirte.

Diego la miró con extrañeza.

—Claro, tú dirás.

 

 

Rebeca habló con la mirada a ratos clavada en el suelo y a ratos ausente. Dijo, casi en un susurro, cómo se sentía, la ausencia de alegría, la rutina que poco a poco la había ido apagando. Un recordatorio de las cosas que había ido perdiendo en el camino desde que se conocieron en Pace. Ya no sentía deseo por él, ninguno de sus músculos reclutaba la energía necesaria cuando debían acudir en su ayuda para fingir en la cama. Era como si bajara de un lugar remoto y solitario tras un largo retiro convertida en una mujer distinta. Le contó lo de su sueño, o su fantasía, o su deseo; no era capaz de encontrar la diferencia. Aquella presencia difusa de un amante desconocido no era más que el principio. Lo que no había ocurrido pero ocurriría en cuanto la sombra se concretase, en un momento u otro. En una persona u otra. Rebeca movió la cabeza con tristeza.

—Es una locura, lo sé, confesar una infidelidad que no he cometido pero que voy a cometer, aunque todavía no sepa cuándo ni con quién.

Fue una revelación descorazonadora para Diego. Eso significaba que no tenía nada que ofrecer. No era nada, no había hecho nada por ella, y lo terrible era que ahora ni siquiera sabía quién era Rebeca, ni cómo había caído en ese agujero, ni cómo ayudarla a salir de él. Ni siquiera sabía si tenía fuerzas, valor o voluntad para hacerlo.

—Di algo, Diego.

Diego negó con la cabeza. Sentía un profundo calor que le subía hasta la boca del estómago y le causaba ardor. La culpa. Las infidelidades reales, no imaginarias. Las mentiras durante años.

—Me convertí en el hombre que querías, no necesitas hablarme de tus jodidas fantasías de cuarentona aburrida. ¿Qué pretendes con esta conversación?

Rebeca abrió los brazos, impotente:

—Tienes que saber la verdad.

—¡Y una mierda! —estalló él. Se sentía traicionado, y cínico. Y sucio. Terriblemente, como el día en que su madre le descubrió masturbándose y fue a contárselo a su padre para que tuvieran una charla entre hombres. Nunca le perdonaría a su madre el bochorno. Uno debe tener sus secretos, no todo debe ser contado.

—¿Quieres hablar de la verdad? ¿De algo que importa realmente? Tu hija se está follando a mi jefe, a tu amigo. Así es, Orlando se folla a Ana, le da dinero y la lleva a un club de intercambios para que otros se la follen mientras él mira. Pero tú, ocupada en tus mierdas, ni siquiera te has dado cuenta.

 

 

Aquella noche, Ana le dedicó una de sus miradas de odio. Parecía más enfadada con él de lo habitual. Pero no dijo nada. Cenaron los tres en silencio, con la televisión encendida. Reponían Infiltrados, una película de acción, entretenida sin más. Pero, de repente, Rebeca y Diego intercambiaron una mirada incómoda: en una escena de la película, Colin Sullivan le decía a su esposa que podría convivir siempre con la infelicidad del matrimonio sin percatarse de ello. Terminaron de cenar y recogieron los platos. Diego y Rebeca cargaron codo a codo el lavavajillas sin dirigirse la palabra.

Diego salió a la terraza cubierta por el toldo a fumar y se llevó un vaso y una botella de Jameson consigo. Pensaba en todo lo que fue importante en algún momento pero que ahora no significaba nada. La casa de la playa, su trabajo, sus libros. Tener una familia propia que le salvara de cometer los mismos errores que su padre y su abuelo. Era como tocar la ropa de un muerto colgada en el armario. Avivar cenizas y coleccionar oportunidades perdidas.

Y entonces apareció Ana en pijama esgrimiendo como un arma su teléfono móvil.

—¿Cómo puedes ser tan hijo de puta?

Diego la observó de arriba abajo.

—¿Qué has dicho?

—¡Orlando me ha contado lo que has hecho! No solo le amenazas a él, eres tan cerdo que tenías que contárselo a mi madre, ¿verdad?

—Es tu madre. Tiene que saber lo que estás haciendo.

—Eres asqueroso. ¿Crees que me trago ese rollo tuyo de padre responsable?

Las palabras salían por la boca de Ana a una velocidad que dificultaba su asimilación.

—Crees estar enamorada, Ana, pero no lo estás. Orlando tiene casi cuarenta años más que tú. Te hará daño.

—¿Y eso lo dices tú? ¿También le has contado a mi madre que te acuestas con tus alumnas? ¿Las guarradas que les haces?

Diego se sonrojó.

—No grites.

—¡Gritaré lo que me dé la gana! Orlando me lo ha contado. Tú, puto puritano, engañas a mi madre. ¿Qué? ¿Te gustan las jovencitas? ¿Te jode porque no puedes tocarme a mí?

Diego perdió los estribos. Antes de darse cuenta de lo que hacía le giro la cara a Ana de un bofetón. Jamás le había puesto la mano encima. Ana tardó un segundo en reaccionar, se tocó la mejilla como si no creyera lo que le estaba pasando. Podría haberse marchado, correr en busca de su madre y contárselo todo, buscar refugio en sus brazos comprensivos. Pero el carácter de Ana no era el de alguien que retrocediese. Se revolvió con las uñas y Diego la sujetó con una mano por el cuello y apretó muy fuerte. Una rabia insoportable le impedía pensar y respirar. Ni siquiera se dio cuenta de que la estaba estrangulando hasta que Ana empezó a balbucear.

La soltó, asustado.

—No volverás a ver a Orlando, no volverás a hablar con él.

Ana se tocaba el cuello y tosía, doblada sobre sí misma, pero seguía mirándole con un odio infinito.

—Tú no eres mi dueño —balbuceó—. Voy a llamar a la policía. Has intentado estrangularme.

Diego le quitó el teléfono y lo arrojó con violencia al suelo.

—Si vuelves a hablar con él, o si me entero de que Orlando se ha acercado a un solo metro de ti, te juro que lo mataré.

 

 

Por la mañana, Rebeca y Ana se habían marchado. La cancela estaba abierta y el viento la empujaba contra el muro. Llovía con violencia y los batientes de las ventanas golpeaban la fachada de la casa. Diego se tapó los oídos. Como cuando era niño y oía a sus padres discutiendo detrás de la puerta. Sabiendo que cuando su padre se marchase dando un portazo su madre aparecería con los ojos enrojecidos y aquella mirada de loca, buscando cualquier excusa para desahogar en él toda su rabia y su impotencia.