Ainoa es mi nueva abogada. Octavio la ha llamado y le ha hablado de mi caso. Ella y mi hermano se conocieron hace años en uno de esos grupos de apoyo para adictos.
—Lo mío era el alcohol. Es como una enfermedad crónica, no se cura nunca y hay que estar siempre vigilante; al menor síntoma de recaída, hay que buscar ayuda. ¿Qué clase de adicto eres tú? ¿Sexo, estimulantes, violencia?
Me gusta su franqueza, aunque sea agresiva. Solo me impone una regla para aceptar representarme:
—No hay necesidad de decirlo todo, pero aquello que sea necesario decir debe ser dicho con sinceridad.
Calculo que tiene unos cuarenta años, aunque puede que su antigua pasión por el vodka le haya regalado alguno de más. Es eficiente y tranquila, como un bisturí: sabe dónde cortar, qué debe extirpar y qué debe dejar intacto. Nunca me ha preguntado por qué me ensañé de esa manera con Pearce, ni me mira como si fuera un psicópata peligroso. Aunque tal vez piense que lo soy.
—Lo tienes bastante jodido, la verdad.
—¿Qué haces aquí, entonces?
—Conozco a Octavio desde hace tiempo. No conozco a nadie mejor que a él. Me ayudó cuando lo necesitaba, siempre estuvo ahí para mí. Tu hermano dice que eres una buena persona.
Reconozco que sus palabras me suenan a discurso un poco blando. Hay personas que creen que con buenas intenciones se solucionan los males del mundo. Personas que suelen fracasar, frustrarse ante la realidad y acabar sucumbiendo a la peor clase de cinismo.
—He estudiado el caso con detenimiento, he leído todo lo que se publicó, los informes policiales, y no creo que debas acabar tus días en un centro penitenciario común. No eres un asesino. Necesitas que te ayuden, no que te castiguen. Mucha gente, en tu situación, habría reaccionado de la misma manera.
Ainoa utiliza unas gafas de pasta oscura que le dan un aire de fría y calculadora empollona. Creo que es una buena máscara, que las utiliza para esconderse. Rara vez se las quita, pero cuando lo hace su rostro se humaniza; entonces es posible intuir la vida que lleva fuera, imaginarla leyendo una novela de Gillian Flynn con una copa de vino, escuchando la última canción de Muse o yendo de compras al supermercado de la esquina en ropa deportiva, evitando con un quiebro el sector de bebidas alcohólicas. Hoy lleva puesta una falda ancha que deja a la vista las cicatrices en el tobillo derecho. Se da cuenta de que no estoy admirando sus piernas, precisamente.
—Una moto y un camión se encuentran de frente y se besan. Adivina quién pierde. Aun así tuve suerte. Después de eso decidí dejar la bebida y pedir ayuda.
Me dice cómo están las cosas. Los abogados de la familia Pearce son buenos y están dispuestos a gastar lo que haga falta con tal de que se haga justicia. No piensan parar hasta que me vean sentenciado por asesinato. Sin eximentes ni atenuantes. Yo haría exactamente lo mismo de estar en su pellejo.
Ainoa escribe en su agenda con la mano izquierda de un modo inverosímil para alguien diestro. Me gusta su manera de coger el bolígrafo, tiene las uñas bien cuidadas.
—Quiero que me hables de los abusos que sufrió tu hermana cuando era niña.
—¿Por qué? No tiene nada que ver con esto. Además, Liria perdió aquel juicio.
—Todo tiene que ver con todo. Solo necesito trazar un plan de defensa.
Elaboramos planes e imaginamos destinos porque es una ley humana, los planes tapan los agujeros del presente, lo hacen soportable y le dan sentido. Pero por otro lado planificar es inútil. Cada decisión es una trampa. Un intento de controlar lo incontrolable. Imaginar lo imposible solo trae frustración.
—Necesito detalles —me pide.
Nunca he querido pensar en eso. En los detalles. Me da miedo no soportarlo. Esquivo la imagen y busco algo que pueda soportar. Pienso en aquella noche de Reyes en la que Liria fue la única que se quedó sin regalos. Todos mis hermanos y yo disfrutando de nuestros juguetes y ella en medio del salón, sin nada en las manos. Sin llorar, mirando fijamente la mesa de los regalos. Busco sentirme cerca de ella el día que mi madre bajó del armario las toallas, las sábanas, las colchas de su ajuar para cuando Liria se casara y se puso a hacerlo todo añicos con las tijeras frente a la mirada impávida de mi hermana. Todo ese odio, toda esa rabia. Puedo sentirla, puedo ponerme al lado de mi hermana y llamar monstruo a mi madre, insultarla, decirle asquerosa, pérfida, cruel.
Pero no puedo entrar en el dormitorio donde mi padre se encerró con ella la noche que Alberto nos delató. No puedo verla tumbada en la cama con él encima sujetándole las muñecas, aplastándola con su peso, forzándola a abrir las piernas. Todo se queda en los márgenes, sin iluminar. ¿Y qué habría hecho si hubiera forzado la puerta? ¿Qué habría hecho con esa verdad si hubiese estado allí, si lo hubiese visto con mis propios ojos? ¿La habría negado, habría apartado la cara o me habría quedado petrificado? ¿O hubiese saltado sobre él, le habría mordido y pateado para defender a mi hermana? Me gusta pensar eso de mí mismo, me redime en cierto modo. Pero no lo sé. En realidad no sé lo que habría hecho.
Pienso en los nudillos pálidos de Liria agarrando aquellos envoltorios rotos de regalos que no eran para ella, veo su mueca mientras mi madre deja la casa llena de trozos de sábanas y toallas rotas y Liria va detrás recogiéndolos, sin decir nada. Como si quisiera recomponerlos. Veo el cuarto de mi hermano Octavio oliendo a evasión, con la china de chocolate en el bolsillo y su mirada triste escuchando a Obús. Veo los juegos solitarios de Gloria escondida debajo de la mesa, perdida en la lista de hermanos, ni la mayor ni la pequeña. Incluso veo a Alberto observando su pie maltrecho mientras se pone los calcetines de deporte antes de ir a la escuela, sabiendo que será el último en llegar a la meta.
Recuerdo todo y me siento un pedazo de mierda. Debería haberlos protegido, yo era el mayor, el fuerte, el que leía y tenía grandes planes. El que parecía saber lo que debía hacerse. Podría haberlo parado todo. Escribir otra historia. Pero yo no pensaba en ellos. Pensaba en mí, solo en mi dolor.
Que os jodan, que os jodan a todos.