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El Bosque de las Cenizas (Vallvidrera, Barcelona), julio de 2010

El nombre de la clínica tenía connotaciones misteriosas, mágicas. El Bosque de las Cenizas. Era un viejo caserón rodeado de bosques y parecía albergar solo silencio y cenizas, efectivamente. Quizá los antiguos propietarios no pudieron hacer frente a los gastos de mantenimiento y decidieron venderlo o reconvertirlo en clínica. Las tejas de colores acumulaban pinaza, los mosaicos de las fachadas se caían, las rejas de forja se oxidaban y los muros apenas apuntalados habían sido invadidos por la hiedra.

Martin llamó al interfono bajo el cartel deslucido. La cancela se abrió con un chasquido metálico y el joven se fijó en la pradera de césped que raleaba en algunas zonas de sombra, sobre todo la que crecía bajo los árboles frutales plantados aquí y allá sin una lógica aparente. De vez en cuando aparecía algún banco de piedra, una silla de plástico abandonada con un cenicero en la base, una mesa de ping-pong. Solo cuando avistó la fachada principal encontró hermosos parterres donde se abrían paso flores de jazmín, altos cipreses y una extensión de arena fina que el jardinero había rastrillado con esmero. Se respiraba una paz monástica. Y eso era, precisamente, lo que él necesitaba. Paz. Buscó en el bolsillo de la mochila el frasco con las pastillas y se tomó dos, aunque todavía era pronto. Necesitaba estar tranquilo.

Dos grandes columnas dóricas custodiaban la entrada principal. En el interior había un largo pasillo de losas enceradas, blancas y negras. Al fondo del vestíbulo un recepcionista atendía el teléfono y anotaba algo.

Martin se presentó.

—Soy Martin Pearce, el nuevo enfermero. Hoy es mi primer día.

Unos minutos después vino a buscarle el director de la clínica y le estrechó la mano con blandura. Era un hombre delgado, diminuto, como si no quisiera ocupar su lugar en el mundo. Aunque vestía con pulcritud, había algo sucio en su apariencia, tal vez era la forma de peinar el cabello gris hacia atrás con un exceso de gomina, o la sombra de pelos afeitados en las orejas. Se llamaba Ramiro y tenía una tendencia desagradable al halago.

—Su currículum es irreprochable, señor Pearce, pese a lo joven que es usted. Y sus referencias, inmejorables. Esperemos que esta sea una relación provechosa para todos nosotros.

Durante media hora el director le explicó el funcionamiento de la clínica, le enseñó las instalaciones comunes, el gimnasio, la sala de masajes, la piscina cubierta y la zona de aguas. Luego le condujo por una escalera en espiral que subía hasta la tercera planta.

—Aquí están las habitaciones más espaciosas y con mejores vistas. Desde los miradores se ven la montaña del Tibidabo y la torre de Collserola. Y de todas las habitaciones, la mejor es la que ocupa nuestra paciente más antigua y más querida.

Abrió una de las puertas y Martin encontró a una mujer de piel muy fina y perfil muy marcado, realmente hermosa. Tenía el cabello corto, con un largo flequillo que le caía graciosamente sobre la frente, de un color rubio que brillaba con el sol. Estaba sentada en un sillón orientado hacia la ventana. Sus manos descansaban una sobre otra en el regazo. Tenía puesta una camiseta con la portada de un disco de los Ramones y unos tejanos con parches de colores en las rodillas. A Martin le impresionaron sus increíbles ojos verdes, profundos y quietos.

—¿Cómo estás hoy, Liria? Este es Martin. Va a ser tu nuevo enfermero —dijo el director. Liria apenas reaccionó, giró un poco el cuello hacia el recién llegado pero sus ojos regresaron enseguida a la ventana. Martin Pearce se dio cuenta de que ella tenía uno de los cordones desatados y se inclinó para atarlo.

—Hola, Liria. Me han dicho que eres la joya de la corona aquí y que debo cuidarte con mucha atención.

La boca de Liria se entreabrió un poco, eso fue todo. Martin tomó su mano fría entre las suyas y le acercó mucho la boca al oído:

—Los Ramones no están mal, pero ¿qué me dices de The Who?

¿Era una sonrisa? Apenas intuyó una arruga en su frente y puede que solo fuera su imaginación o un reflejo de la luz sobre su rostro ausente. Pero Martin decidió que aquel era un buen principio.

—Nos vamos a llevar muy bien, ya verás.