30

Barcelona, 1980-1981

El señor Luna se quedaba a veces a dormir en el sofá. Liria le observaba desde el quicio de la puerta. Tenía una manera extraña de frotarse la frente, como si quisiera limpiar por fuera los pensamientos que discurrían por dentro. Cuando él venía, Liria abría la nevera porque siempre llegaba con bolsas de comida y regalos. La muñeca era un regalo suyo. Además, esos días su madre se esmeraba y cocinaba cosas más ricas.

Aquella noche Liria apretó las rodillas debajo de la mesa y se rascó mucho rato la muñeca y se puso a dar golpes con los talones en las patas de la silla hasta que su madre le dio un coscorrón y le ordenó que se estuviera quieta. Y eso hizo, convertirse en una estatua de cera. Se le daba bien, había aprendido a no moverse, a no parpadear, a quedarse con los brazos muy pegados al cuerpo y casi podía estar sin respirar. Se imaginaba que era una piedra clavada en el monte.

Era hacia finales de julio y su madre había preparado un pastel. No era algo habitual, pero tenían cosas que celebrar. Liria no sabía de qué se trataba, pero debía de ser algo importante porque la pequeña cocina se había llenado de cosas novedosas: huevos, azúcar, mantequilla, rodajas de manzana y chocolate. Su madre estaba de buen humor y eso también era raro, porque se pasaba casi todo el tiempo llorando, cansada o nerviosa, pensativa o encerrada en su cuarto hasta que oía llegar a su padre. Entonces se levantaba y se lavaba la cara, se peinaba con la mano y hacía ver que andaba muy ocupada haciendo algo. Pero aquel día estaba contenta de verdad. Liria la oía canturrear una canción de Nino Bravo e incluso la dejó hundir un dedo en el recipiente de crema y lamerlo.

De espaldas, su madre era pequeña y fibrosa, pero al ponerse de lado se duplicaba con una bola curva que le salía del vientre, bajo el delantal. Ahí dentro estaba Alberto, el bebé. Con la paleta de madera en la mano, su madre se acariciaba el vientre y aquel día no parecía desear que Alberto no naciera. Liria se sentó en el taburete y la observó mientras espolvoreaba la harina y batía los huevos. Entraba el sol por la ventana y las moscas parecían transparentes, y el polvo de harina que cruzaba la luz se parecía a los copos de nieve que empuja el viento. Le gustaba el sonido de la paleta batiendo en un bol mezclado con el canturreo de su madre y se preguntó por qué no era así todos los días. Cuando la masa estuvo lista y en el molde, su madre encendió el horno y poco a poco el olor del pastel impregnó toda la casa e hizo que rugieran de gusto las tripas de Liria.

—Lo dejaremos reposar durante la noche con el horno abierto y mañana estará más que bueno.

Su madre miraba todo el tiempo un libro de recetas del Círculo de Lectores. Siempre pedía esos libros cuando el vendedor le traía la revista, aunque a veces pedía una novela o un disco. También se había suscrito a una enciclopedia y cada mes le enviaban un fascículo que guardaba en un cajón. Cuando los fascículos llegaban a conformar un tomo los mandaba a encuadernar con unas bonitas tapas duras de color azul con letras doradas: Historia del mundo moderno, Geografía de España, El universo... Su hermano Diego se pasaba el día leyendo aquellos volúmenes. A Liria le gustaba sentarse con él en el sofá, los dos muy pegados, y escuchar sus explicaciones mientras Diego pasaba las páginas satinadas y le enseñaba los dibujos y las láminas.

Diego le enseñó unas fotos del desierto del Sahara y le contó que hacía muchos años su padre y el señor Luna habían estado allí, y que su madre venía de un punto en el mapa de España que se llamaba Jaén, que se había criado en una familia de aceituneros y que de pequeña no pudo ir a la escuela.

—Por eso le gustan los libros, ¿entiendes? Quiere aprender lo que no pudo.

Diego también le contó que sus padres se conocieron en una verbena, que él era muy guapo y que estaba muy moreno porque acababa de volver de África. Era todo un hombre y tenía muchas pretendientas, las mujeres jóvenes del barrio le andaban detrás para que las llevase al Pico del Águila o a Barcelona con la moto, pero él se fijó en una niña que era amiga de su hermana Amparo.

—Esa niña era mamá. Tenía catorce o quince años. Él era mucho mayor, la sacó a bailar, ella se dejó sacar. Él le dio un beso y al día siguiente fue a buscarla a la casa de sus padres, que eran vecinos del yayo Simón y la yaya Alma Virtudes. Eso fue en el año 1967, más o menos.

Diego sabía muchas cosas, aunque a Liria le parecía que a lo mejor se las inventaba, porque decía que en esa historia no existía la televisión ni la luz del alumbrado en Torrebaró y que ni siquiera había un colmado y tenían que bajar él y Octavio a la Ciudad Meridiana a comprar el pan. Además, si su madre era una niña, ¿cómo iba a ser que se quedara embarazada? Ahora su madre estaba embarazada del bebé, pero era distinto, porque era una mujer.

—Era una niña, pero su cuerpo ya no lo era. Sus padres, el yayo Agustín y la yaya Modesta, se enfadaron mucho cuando se enteraron. Porque papá sí era un hombre. Pero de todas maneras él se la llevó sin permiso y nací yo. La yaya Modesta quiso regalarme en el hospital a una familia de Zaragoza cuando nací, me lo ha contado el tío Pedro, por eso mamá no se habla con ella. Aquella familia prefirió quedarse con una niña que nació unos días antes que yo. Pero si no hubiese sido así, tú y yo no seríamos ahora hermanos.

—Sí lo seríamos, pero no lo sabríamos. Y no estaríamos juntos.

Liria tenía ganas de hacerse mayor para que sus tíos le contaran esas cosas que le contaban a Diego. Tenía sospechas y muchas preguntas, pero cuando se plantaba delante de su padre o de su madre las palabras no le salían, como siempre, y su madre decía:

—Esta niña tiene una piedra dentro de la cabeza.

 

 

A la mañana siguiente se despertó temprano. Solo pensaba en el pastel que había preparado su madre y que reposaba en el horno. Corrió a la cocina y se topó con la espalda de su madre. Estaba quieta frente al horno y temblaba. En la mano derecha sostenía la pala de remover, pero no como la víspera. Ahora la empuñaba como un arma. Liria ladeó la cabeza para mirar. Dos ratas enormes se estaban dando un banquete con el pastel. Debía de gustarles mucho, porque en un primer momento ni siquiera se percataron de su presencia. Liria sintió una rabia inmensa; le estaban robando lo que era suyo. Quiso espantar a esos bichos, expulsarlos, pero su madre la detuvo con un movimiento seco. Los ojos le brillaban como si estuviera a punto de echarse a llorar. Y, de repente, cerró la puerta del horno. Las ratas se sintieron atrapadas y empezaron a agitarse sobre el pastel, destrozándolo.

—¿Llamo a papá?

Su padre era el que se encargaba de las cosas desagradables que su madre no podía hacer. Vaciar la fosa del váter, limpiar la mierda del perro. Matar a las ratas con la pala. Pero esta vez su madre negó lentamente. Giró la rueda del horno y lo encendió a la máxima temperatura.

—Que ardan esas hijas de puta.

Liria abrió la boca y movió los labios sin emitir un sonido. Las ratas empezaron a chillar y a golpearse violentamente contra la puerta del horno. Saltaban y se retorcían. Su madre la cogió muy fuerte de la mano y las dos se quedaron ahí, viéndolas reventar, inmóviles y mudas. Liria sintió lástima. Es verdad que las ratas le daban asco y que eran seres repugnantes, pero ¿qué culpa tenían de ser lo que eran?

 

 

Un viernes de cada trimestre, a última hora de la tarde, su madre la llevaba hasta la parroquia de Santa María Magdalena para recoger ropa usada. Se apostaba en la acera frente a la verja y se cercioraba de que no pasaba ningún conocido por la calle. Entonces tironeaba con fuerza de la mano de Liria y cruzaba a la carrera hasta la puerta trasera de la parroquia. El almacén de ropa usada lo gestionaba una monja llamada Cecilia que le gustaba mucho a Liria. No vestía como una monja, excepto por el crucifijo visible que le colgaba en el pecho y por esa cara tan peculiar que al final acababan teniendo todas las monjas, una expresión que las delataba, como delata la suya a un extoxicómano o a un exalcohólico por mucho tiempo que haya pasado. Las peculiaridades en el rostro de Cecilia tenían que ver con su manera de arrugar los labios, de mover las cejas o de mirar. Casi siempre hablaba en susurros y había que acercar mucho el oído para escuchar lo que decía. Además olía un poco a naftalina y a lavado con jabón en polvo, un poco como todo el almacén. De todas maneras sonreía mucho y le regalaba siempre alguna cosa, unos caramelos o unos lápices que su madre le quitaba al salir del almacén. En invierno solía andar por allí el padre Tomás, que era el párroco, organizando el trabajo de los voluntarios. Pero era verano y todos estaban en el campamento. Aquel verano Diego y Octavio estaban allí.

—¿Cuándo van a volver?

—En una semana, más o menos. Ahora estarán aprendiendo a hacer tirolinas —dijo la monja Cecilia.

Liria no sabía lo que era una tirolina, pero imaginaba que debía de tratarse de una misión arriesgada y que sus hermanos Diego y Octavio estarían en primera línea, haciendo cosas divertidas y peligrosas. Los envidiaba. La monja se dio cuenta y le acarició la cabeza.

—Tal vez el año que viene puedas acompañarlos. Ya serás mayor.

La monja Cecilia elegía para Liria y sus hermanos la ropa a ojo. Debía de ser un poco miope porque la que le daba casi siempre le quedaba grande o pequeña. A Liria no le gustaba lo que le tocaba, pero tenía que conformarse a regañadientes. «Los pobres no elegimos», le recriminaba su madre cuando ella se negaba a ponerse unos pantalones que la hacían parecer un fantoche. Cuando el vestido era demasiado triste o deslustrado se lo adornaba con flores y con ramitas de tomillo o de romero que recogía en el monte. Su madre le obligaba a quitárselas; decía que parecía una gitana.

La abuela Alma Virtudes era la que terminaba remendando la ropa, cosiendo y cortando los bajos o cosiendo coderas en las chaquetas. Era ya muy mayor, Liria no sabía cuántos años tenía. Cosía muy concentrada, con una mirada de topillo cuando tenía que enhebrar la aguja. A Liria le gustaba sentarse a su lado y ver cómo movía las manos y el dedal metálico. Coser era un trabajo concienzudo y pulcro. En cambio, su madre no sabía coser. Había muchas cosas que su madre no sabía hacer, pero la abuela Alma Virtudes siempre la disculpaba.

—Demasiado joven, demasiados hijos y demasiado rápido. Pobre muchacha.

A veces hacía esos comentarios cuando su hijo estaba cerca, pero él solo la miraba de reojo sin decir nada.

Aquella tarde de finales de julio hacía calor en la calle, pero en el cuarto de costura se estaba fresco. La abuela Alma Virtudes cosía bajo la luz de la ventana mientras escuchaba la telenovela en la radio. Tenía un televisor, pero no lo encendía casi nunca. Decía que el mundo exterior la distraía demasiado. Como siempre, Liria la observaba atentamente. Quería aprender a confeccionar un vestido de princesa.

—Las princesas solo están en los cuentos —le decía su abuela, enfilando el cabo del hilo después de humedecerlo con la lengua.

—Pues yo viviré en un cuento.

—Eso está bien, mientras sepas que es un cuento. Así podrás entrar y salir cuando quieras.

Liria se mordió el labio inferior. No entendía por qué querría alguien inventar un cuento en el que poder vivir para salirse luego de él.

—Abuela, ¿las ratas tienen alma?

—¿Por qué me preguntas eso?

—Porque mi madre ha quemado a dos en el horno. Nos estaban robando el pastel.

La abuela Virtudes puso los ojos en blanco.

—No le cuentes eso a tu abuelo.

El abuelo Simón le daba miedo. Casi siempre estaba gruñendo, no se le entendía lo que decía, y se pasaba todo el tiempo en el bar o arreglando su coche. Liria sabía que su padre y su abuelo no se hablaban, pero no sabía por qué. Su padre bajaba a ver a la abuela cuando el abuelo no estaba y se marchaba en cuanto escuchaba el tintineo del juego de llaves o el motor del coche bajando por el cerro.

—Son cosas que no tienes que saber —decía su abuela—; la ignorancia es una bendición.

Pero Liria no era tan tonta como todos pensaban —bueno, Diego no pensaba que fuera tonta; él decía que era especial, como si eso fuera muy importante y valioso—, de modo que había oído cosas y había deducido que la enemistad tan profunda entre su padre y su abuelo venía de hacía mucho tiempo.

Desertor era la palabra que había escuchado. Desertar era marcharse de un sitio donde tienes que estar aunque no quieras. Si ella se marchase de casa cuando tuviera su vestido de princesa acabado, entonces ella desertaría. Al parecer su padre y el señor Luna estuvieron escondidos en el desierto mucho tiempo, hicieron cosas malas y vivieron en muchos países de los moros. Nombres raros, Túnez, Argelia, Mauritania. Alguien los perseguía y ellos se movían sin parar, nunca estaban mucho en un lugar porque siempre los encontraban. A Liria eso le parecía raro, porque imaginaba el desierto mucho más grande que, por ejemplo, las cuevas del Pico del Águila, donde ella iba a esconderse y nadie la encontraba por mucho que la buscase. Durante esos años la Guardia Civil visitaba a sus abuelos y preguntaban por él, porque tenían que llevárselo a la cárcel. Cosas oscuras, que Liria no entendía, pero que tenían que ver con un niño muerto y un francés degollado.

El abuelo Simón era algo así como un héroe de la guerra en Rusia y tuvo que ir muchas veces al Gobierno Militar, pedir favores y escribir cartas para que perdonaran a su hijo. Pero desde entonces, y sobre todo desde que su padre conoció a su madre en aquella verbena, no habían vuelto a dirigirse la palabra. La abuela Alma Virtudes decía que el abuelo Simón era así porque le habían pasado cosas muy malas en la guerra, cosas que no era capaz de olvidar. Liria se encogía de hombros: a ella también le pasaban cosas muy malas, pero nadie lo sabía, ella no se las contaba a nadie; ni siquiera a Diego.

 

 

Cuando no había comida su madre volvía a la parroquia y a Cáritas a por esas bolsas negras que arrastraba siempre con vergüenza, esquivando las miradas de las vecinas y andando muy deprisa. A veces se llevaba a Liria al barrio de Roquetas, donde vivían sus otros abuelos, el yayo Agustín y la yaya Modesta, a los que casi no conocía. La yaya Modesta le preparaba un chocolate caliente y el abuelo miraba el telediario sin hablar. La abuela y su madre siempre discutían, y cuando volvían a casa su madre lloraba apretando en la mano cerrada un puñado de billetes arrugados. En esas visitas, Liria había aprendido expresiones misteriosas: vieja beata, mala madre. Lo único que sabía era que sus abuelos maternos odiaban a su padre. Sobre todo la yaya Modesta, que le llamaba chulo de putas, golfo, canalla y muchas otras palabrotas que Liria no retenía. A su hija también la insultaba, la llamaba puta, degenerada, golfa, coneja.

Su madre le hacía jurar después de cada visita que no diría nada en casa. Su mirada daba tanto miedo que Liria asentía sin atreverse a rechistar.

 

 

Por fin llegó el final de julio y sus hermanos regresaron del campamento. Liria fue la primera en escuchar el ronquido del autocar que paraba delante de la parroquia y corrió hasta allí. Los vio de lejos, bajando del vehículo como dos soldados que regresaban de una larga guerra. Estaban morenos, fibrosos, con costras orgullosas de raspaduras y arañazos en los brazos y rodillas. Los dos parecían mayores, sobre todo Diego. Como si hubiera dado un estirón de varios centímetros y su rostro hubiese ido encajando mejor las piezas, la nariz, los ojos y la boca. Liria se detuvo en seco con un mal presentimiento, como si su hermano se hubiera ido para siempre. Él la vio y alzó la mano con su sonrisa de vela desplegada. Sin embargo, había algo distinto, incluso sus padres lo notaron. Su madre le dio un beso y él sonrió de un modo extraño, como si le avergonzara esa muestra de cariño ante los otros chicos. Su padre le cogió por el cogote como solía hacer y Diego se desembarazó con un mal disimulado gesto de rechazo.

Durante las semanas siguientes, Diego y Octavio formaron un binomio inseparable. Hablaban solo entre ellos, intercambiaban miradas de complicidad, se perdían por el monte con el perro y no volvían hasta que oscurecía. A veces llegaban oliendo a humo de lumbre y a cigarrillos. Liria se sentía excluida, aunque le explicaba a Diego con gran lujo de detalles todo lo que había ocurrido en su ausencia, sobre todo la excitante aventura de las ratas. Su hermano la escuchaba, pero era evidente que se esforzaba para dominar la impaciencia, como si tuviera cosas más importantes de las que ocuparse. Un día, Liria lo sorprendió sentado en el baño con los calzoncillos bajados. Él ni siquiera se dio cuenta de su presencia. Se frotaba arriba y abajo con los ojos cerrados delante del espejo e hizo un ruido raro y asqueroso, como un gruñido. Y enseguida se manchó todo.

—Son cosas de hombres —le dijo después.

Hasta su madre parecía dejarle en paz, como si ya no se atreviera a pegarle por cualquier tontería o a insultarle como solía hacer. Una tarde, sentados los dos en las Aguas del Ter mientras se encendían las luces de Barcelona ahí abajo, Diego le contó que ahora tenía novia. Se llamaba Rosa, tenía doce años y era del Guinardó. El Guinardó era un barrio de Barcelona, un barrio de verdad. Iba a casarse con ella, algún día. También le contó otro secreto, uno del que se sentía muy orgulloso:

—No me he meado en la cama ni un solo día en el campamento.

Liria no sabía qué pensar. Solo se le ocurrió acurrucarse bajo el brazo de su hermano y quedarse muy pegada a él.

 

 

Con el paso de los meses ese cambio se fue diluyendo, como si hubiera sido una falsa alarma, un anticipo de lo que estaba por llegar o un intento fallido. Esa seguridad de su hermano se fue desdibujando, empujada por los ataques renovados de su madre, las ausencias de su padre y una melancolía que fue apoderándose de él sin remedio y que solo era capaz de mitigar encerrándose a escribir y leer sus libros. El binomio con Octavio se rompió, como si ambos hubieran olvidado la vieja camaradería, y una noche Liria volvió a oír a Diego levantarse a hurtadillas con las sábanas mojadas. Ella se alegró, aunque él sufriera. Liria soñaba, y en sus sueños se colaba todo lo que ocurría fuera de los sueños, pero de un modo distinto.

Tenía terminado el traje de princesa y Diego escribía sus cosas tumbado en un prado de flores lilas y azules.

No sabían que la abuela Alma Virtudes estaba enferma. Vieron la ambulancia en la puerta.

La abuela Alma Virtudes se murió el día de Navidad. Fue una Navidad triste, sin nada que celebrar. Ese año no hubo árbol ni pesebre, ni turrones ni sopa de bodas. La casa se llenó de extraños vestidos de negro que hablaban entre susurros, y, por una vez, su padre y su abuelo pudieron estar juntos en la misma habitación sin pelearse. Liria logró colarse en el cuarto de costura mientras todos estaban fuera. Todavía olía a la abuela, a ropa vieja. Sus alpargatas estaban debajo de la silla bien dispuestas y el costurero estaba abierto. Morirse no le pareció algo definitivo. La abuela Alma Virtudes estaba allí, era como si hubiera ido a la cocina a buscar un vaso de agua con una rodaja de limón, como si fuera a volver en cualquier momento a sentarse en la silla junto a la ventana y ponerse a coser. Abrió el arcón donde su abuela guardaba los retales y la ropa que tenía que arreglar. Entre las telas cortadas estaba su vestido de princesa a medio hacer. Le pareció que era bonito, aunque su abuela no había entendido lo que ella quería. Este se parecía a un disfraz de Blancanieves y ella quería uno de verdad, cosido de aire, con alas de cristal, ligero y al mismo tiempo impenetrable. Se sintió un poco decepcionada.

—¿Qué estás haciendo aquí?

La tapa del arcón se cerró de golpe y Liria estuvo a punto de cogerse los dedos. Su abuelo Simón, que tenía los ojos enrojecidos, le arrancó de las manos el vestido y lo estuvo contemplando como si no entendiera qué era aquello. Luego lo arrojó al suelo.

—¡Fuera de aquí! Marchaos todos de mi casa.

Liria corrió hacia la puerta, pero antes de salir se volvió y vio a su abuelo sentado en la silla de la abuela. Había recogido el vestido y ocultaba el rostro en él, sollozando.

 

 

El día que Liria se subió a la torre eléctrica para tirarse, su padre y el señor Luna estaban de viaje en Sevilla. Liria lo sabía porque había visto la postal en la mesa del comedor. Su madre la había roto en pedazos, pero Diego la recompuso y leyó lo que decía. Que su padre no iba a volver.

—Hay otra mujer —dijo enigmáticamente.

Y los dos comprendieron qué iba a pasar. No era la primera vez. Su madre se encerró todo el día en el dormitorio. La oían romper cosas y llorar y ni siquiera salió cuando el pequeño Alberto empezó a llorar en la cuna. Liria lo cogió en brazos y le untó el biberón en el paquete del azúcar porque eso le calmaba. La ausencia de llanto debió de alertar a su madre, que apareció en el salón como una loca, con el cabello revuelto y el camisón sucio, como si hubiera vomitado. Tenía una mirada asesina. Cogió al bebé y lo dejó de mala manera en el sofá. Liria lanzó un chillido y quiso protegerlo, pero su madre se revolvió y la lanzó contra la pared.

—¡Puta, zorra! Con esa cara de mosquita muerta que tienes y todo es culpa tuya.

Clavó sus uñas profundamente en la piel de Liria, pero ella no se defendió. En ese momento entró Diego y se abalanzó sobre ellas para separarlas. La plancha estaba allí, todavía caliente. Su madre la cogió y la estrelló contra él. Liria huyó, corrió hasta la linde del bosque y trepó a la torre eléctrica.

Diego estaba al pie de la torre con el brazo vendado. Trataba de hacerla bajar.

—Si no bajas, subiré yo.

Diego tenía miedo a las alturas. Pero aun así empezó a trepar por los travesaños. A tres metros del suelo se detuvo y miró abajo. Le temblaban las piernas. Pero seguiría subiendo hasta ella, aunque se muriese de miedo, aunque se resbalase y cayera al vacío. Liria sabía que su hermano lo haría. Empezó a bajar deprisa y tuvo que ayudarle a él a seguir descendiendo, señalándole dónde debía poner un pie, dónde una mano.

Estuvieron mucho rato abrazados.

—¿Te duele?

Diego negó con la cabeza y Liria le creyó. Aquel año su hermano se había roto el dedo meñique jugando al burro en el colegio y no había dicho nada en casa por miedo a que le castigaran. Aguantó el dolor tres días hasta que la hinchazón y el color verde del dedo le delataron. Tuvieron que entablillarle toda la mano y él lució con orgullo el cabestrillo. Era muy fuerte cuando quería.

—Tenemos que volver a casa, o será peor —dijo.

Liria no quería volver. Diego trató de convencerla.

—Ahora duerme. Se ha tomado las pastillas. Venga, hacemos unos bocadillos de jamón con mantequilla, bañamos a los peques y nos ponemos a ver «Sesión de noche». Hoy dan una de Kirk Douglas.

Las desapariciones de su padre eran cíclicas y no duraban mucho. Dos semanas, un mes, dos, incluso tres, pero al final siempre volvía a aparecer. Aquella vez no fue diferente. Liria no se alegró al vislumbrar su silueta bajo la lluvia. Ascendía por el cerro con la bolsa en el hombro y la ropa empapada, con aquella manera de andar suya tan característica, dando largas zancadas. Liria corrió a buscar a su hermano. Diego estaba tumbado en el suelo concentrado en la lectura y con un lápiz mordisqueado en la boca. Escupía las virutas sin darse cuenta.

—Ha vuelto —dijo Liria, como si el sol ya no fuera a salir nunca más.

Diego alzó la cabeza como un perro de caza y se levantó de un salto. Con precaución llamó a la puerta del dormitorio de su madre. Esperó y no hubo respuesta. Empujó la puerta entornada. Dentro estaba oscuro y olía a cerrado. Su madre estaba en la cama vuelta de lado, abrazada a la almohada. Ni siquiera se había quitado los zapatos. Con una uña rascaba el papel de la pared.

—Está aquí —murmuró Diego, y el dedo de su madre se detuvo.

Siempre era la misma rutina decepcionante. Él entraba y soltaba pesadamente la bolsa a sus pies, observándolo todo con una expresión reprobatoria.

—Esto está hecho una pocilga.

Y todo volvía a empezar, como si no hubiese ocurrido nada.

Dos semanas más tarde, Diego jugueteaba con la sopa, demasiado salada. Su padre fumaba recostado en la silla y le observaba. El resto de sus hermanos y su madre no despegaban la vista del plato y el único sonido era el de las cucharas y las respiraciones. La escena se parecía a una pintura tenebrosa y el efecto se acentuaba con las velas que alumbraban débilmente la mesa. Se había vuelto a ir la luz y Diego no sabía si era porque les habían cortado el suministro por falta de pago o por culpa de la tormenta, como aseguraba su padre. En la casa de los vecinos había luz en las ventanas.

—¿Qué tal en el colegio? —le preguntó su padre.

Diego movió la cabeza y se tragó a disgusto una cucharada de aquella sopa infame para no tener que responder. Ya empezaba a darse cuenta de que su padre solo preguntaba porque no le gustaba el silencio.

—Intento comunicarme contigo, Diego. ¿Por qué no me miras? ¡Mírame cuando te hablo!

Hubo un temblor en la mesa. Diego miró a sus hermanos, a su madre. Estaba solo. La única que deslizó la mano por debajo de la mesa y le tocó la rodilla fue Liria. Alzó tímidamente la cabeza y tragó saliva.

—La señorita Diana nos está dando clase de Historia. Estudiamos la Revolución francesa.

—La historia no tiene nada que ver con nosotros —dijo—, siempre pasa de largo este barrio. Y nosotros solo podemos sentarnos a verla pasar.

—La señorita Diana dice que nosotros cambiaremos la historia de España. La nueva generación.

—¿Esa bollera? No tiene ni puta idea. Vosotros no cambiaréis nada. Os comprarán, os harán creer que podéis tenerlo todo y luego os darán por el culo. No seréis mejores de lo que hemos sido nosotros.

Se hizo un silencio violento. Su padre aplastó el cigarrillo en el borde del plato. Diego contempló la colilla flotando en la sopa, que su padre no había probado.

—Lees muchos libros, te llenas la cabeza de pajaritos, pero nunca tienes ni puta idea de nada.

Su padre se levantó y salió sin decir nada más.

—¡Acábate la sopa! —le ordenó a Diego su madre.

 

 

Aquella mañana de febrero de 1981 Diego había visto a la gente muy agitada en el pequeño colmado del barrio. Hablaban entre ellos con susurros como si les diera miedo que alguien pudiera escucharlos pero no pudieran reprimir la lengua. Diego oyó que por la noche unos guardias habían asaltado el Congreso y que los militares habían salido con los tanques en Valencia. En ese momento, mientras comían, hablaba el rey, y salían imágenes de unos guardias saltando fuera del edificio del Congreso por las ventanas. Diego no le daba mucha importancia. Eso ocurría ahí abajo, en el mundo. En el cerro del castillo todo seguía igual. Un invierno triste, frío y lluvioso. Aprovechando que nadie le prestaba atención, arrancó un pedazo de pan y se lo dio a su hermano.

Entonces oyeron que alguien llamaba a la puerta. Diego fue a ver. En el umbral apareció un guardia municipal preguntando por su padre.

El abuelo Simón acababa de despeñarse con el coche por las curvas del Garraf.