La historia conmocionó mi infancia: el atentado de Carrero Blanco, los juicios de Burgos, la muerte de Franco, la llegada de la Constitución, el golpe de Tejero... España se abría de arriba abajo sin que mi familia se diera cuenta, porque apenas sentíamos las réplicas del seísmo. Todo ocurría muy lejos, les ocurría a otros. Nosotros no teníamos nada que ver con eso, estábamos al margen. Ni siquiera mis abuelos, Simón y Alma Virtudes, más cercanos a esa historia trágica que ninguno de nosotros, parecían sentirse concernidos. Apartaban la cara con un dolor contenido y se encerraban en un silencio terco. Nosotros éramos los protagonistas de la otra historia, la minúscula, sin épica ni brillo: la muerte de mi abuela, el accidente de mi abuelo, las huidas de mi padre, las largas depresiones de mi madre, las visitas a la cárcel para ver al señor Luna, la mudanza al barrio de Roquetas, los campamentos de verano con el padre Tomás, las peleas en el colegio, la sensación de ahogarme, de no saber cómo escapar mientras el tiempo se aceleraba y amenazaba con dejarme atrás incluso antes de empezar mi propia historia. Desperdicios que el viento traía desde la montaña. Eso éramos.
Fui el primero de mi familia en ir a la universidad, como mi abuela Modesta, la yaya, había sido la primera mujer en tener carnet de conducir y coche propio, un Seiscientos de color verde oliva primero y años después un Renault 5 de color amarillo chillón. En algún momento debí de ser algo inspirador para los míos, el ejemplo de que desde aquella periferia también era posible subirse al ascensor. «Estudia para ser algo en la vida.» ¿Cuántas veces escuché esa frase? ¿Durante cuánto tiempo la creí y la creyeron ellos, los que me vieron progresar, obtener mi título, escribir los primeros libros, realizar las primeras entrevistas? Recuerdo la emoción de mi madre, el silencio de mi padre, el abrazo de Octavio, la sonrisa irónica de Alberto, el aplauso de Gloria, la mirada ignota de Liria. Todos ellos, a su manera, me decían que yo cargaba ahora con el peso de nuestra historia, la de los de abajo, los invisibles. Una responsabilidad que yo no había pedido, porque sabía que no podría soportarla durante mucho tiempo.
Puedo imaginar su decepción ahora. Oye, ¿ese no es tu hermano, tu hijo, el asesino? Sus miradas esquivas, sus explicaciones confusas y su vergüenza.
Hoy se ha celebrado la primera vista del juicio. Sinceramente, no me hago muchas ilusiones. Aun así, me he vestido con calma, prestando atención, he lustrado los zapatos y quitado la pelusa de la chaqueta. He comprobado que la barba estuviera bien perfilada, detesto las islas de pelo que quedan escondidas alrededor de la nuez y que solo se desvelan cuando te anudas la corbata, y me he pasado el hilo dental con un poco más de ímpetu. Antes de salir he comprobado que el resultado era aceptable. La imagen es importante cuando has de someterte al juicio de desconocidos. Se fijarán en tu pelo, en tu ropa, en tus uñas. En tu modo de erguir los hombros o de concentrar la mirada. En un mundo de apariencias, tienes mucho ganado o perdido antes de entrar en la sala de un tribunal.
Al salir de mi celda he cruzado una mirada fugaz con Hernán. Me ha deseado suerte sin mucha convicción, con un murmullo tímido, bajando la cabeza. Durante un extraño segundo he pensado que pretendía abrazarme, pero por suerte se ha contenido. Habría resultado realmente incómodo.
Doris me esperaba junto a los mossos d'esquadra que iban a trasladarme. También ha tenido una especie de gesto maternal conmigo que le ha salido instintivamente, al centrarme el nudo de la corbata. Me ha preguntado si estaba nervioso, y se supone que debía estarlo. Pero solo he notado que el río de mi sangre ralentizaba un poco el ritmo, como si lo recubriera una fina capa de escarcha.
Ainoa ya estaba en el juzgado y al verme se ha levantado a medias y me ha tendido la mano. Por su forma de esquivar mi mirada he comprendido que algo había ocurrido.
—Hay una novedad importante, y no es buena para nosotros. Tu hija, Ana, va a declarar hoy a petición de la fiscalía.
—Ana no es mi hija, nunca la adopté. Tiene un padre en alguna parte. Y no tiene nada que ver en este asunto.
—Pues no le gustas mucho. Más bien te odia. Solo hay que leer la copia de su declaración ante la policía que hoy va a ratificar —ha dicho, pasándome unas páginas con el sello del juzgado. Las he leído por encima, me he hecho una idea y se las he devuelto—. Va a declarar que eres una persona violenta, que intentaste estrangularla el año pasado. Justo antes de que ocurriera lo de Martin Pearce.
—No es verdad lo que dice. Detalles sin contexto para dibujar un relato coherente.
Le cuento lo que pasó aquella noche. Trato de darle un contexto, pero no estoy seguro de lograrlo. Ainoa sigue tomando notas con rapidez. Inspira, se queda pensativa, con el bolígrafo en vilo. Finalmente lo deja caer y se recuesta en la silla.
—Es decir: agrediste a Ana, podría decirse que intentaste ahogarla, vulneraste su intimidad, entraste en su ordenador, espiaste su teléfono y amenazaste con matarla porque tenía una relación sentimental con tu exjefe.
—No me siento orgulloso. Hay cosas que preferiría guardar en una caja de zapatos y olvidarlas.
—Tú necesitarías más bien un baúl.
La miro con curiosidad. Ella mejor que nadie debería saber que todos guardamos una de esas cajas donde nadie pueda encontrarla. Las migajas de uno mismo, las miserias. No lo esencial. Cuando un desconocido extrae cada objeto del cajón no tienen historia propia, de modo que el desconocido crea un relato a su conveniencia con esas partes y extrae conclusiones erróneas.
Ainoa se quita las gafas y me observa. Creo que quiere abandonar, que le gustaría hacerlo. Pero la lealtad hacia mi hermano Octavio se lo impide. O puede que me vea como un rompecabezas indescifrable y necesite encajar las piezas.
—Podríamos sacar el tema del dinero, el local de intercambios al que la llevaba Orlando. Es arriesgado y puede que me gane una amonestación del juez, pero al menos podría alegar que Ana declara contra ti por venganza.
—Nada de denigrarla.
Ainoa sonríe. Le divierte esa clase de ingenuidad en alguien como yo. Tendría que saber que no importa qué ocurre sino cómo se cuenta.
—Entonces tendremos que encontrar a alguien que cuente la historia mejor que ella.
Dudo que esa persona exista. Pero prefiero no quitarle las pocas ganas que le quedan de seguir luchando por mí.
—¿Rebeca está fuera?
Ainoa niega con un mohín. Lo entiendo, todo esto ha sido demasiado para ella. Pero conservaba una ligera esperanza, estúpida e insensata, como todas las esperanzas de los desesperados.
La puerta se abre y aparecen los policías de custodia. Observo la expresión de Ainoa. Voy a perder. Los dos lo sabemos y, sin embargo, salimos al escenario con nuestras mejores galas y nuestra mejor disposición. La choreía griega: cuerpo, música y movimiento no son nada si no se aúnan en un espacio escénico.
Entre los bancos reservados al público hay algunos periodistas que toman notas (no pueden hacer fotografías), estudiantes de último curso de Derecho. Así es el teatro de la justicia. Agentes judiciales, dos jueces y una presidenta, fiscales, abogados de la acusación particular, de la defensa. Cada uno en su sitio. Y yo en medio, el nudo que hace girar todas las cuerdas.
Por una puerta lateral entra Ana. No la había visto desde que me detuvieron, ni a ella ni a Rebeca. Se ha vestido de Bernarda Alba moderna, toda de negro con ese fino jersey con cuello de cisne que realza su palidez casi sagrada, su carta de virginidad e inocencia, su rostro compungido. Las manos escondidas en los puños, el cabello más corto de lo que recordaba. Sin maquillaje, sin pendientes. Solo me ha mirado directamente cuando se ha sentado frente al tribunal a declarar que soy el ser más repugnante que ha pisado la Tierra.
Pobre Ana, bailarina en una cajita de música. Ojalá supiera cómo liberarla.