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Barcelona, octubre de 2010

Llamaron a la puerta y asomó con timidez el rostro pálido de su ayudante.

—El rector quiere verle, profesor. Dice que es muy urgente.

Diego atravesó el vestíbulo, se cruzó con algunos alumnos y profesores, sintiéndose observado. Como si anduviese desnudo. ¿Qué coño miraba toda esa gente?

El rector le conocía, todos le conocían, le apreciaban de un modo superficial, valoraban sus aptitudes, pero solo era parte prescindible de un paisaje confortable. Uno de esos cuadros que se cambian sin pena ni nostalgia en los cambios de régimen. De modo que apenas se guardaron las formas. El rector no le invitó a sentarse, no le preguntó cómo se encontraba, no buscó excusas ni trató de justificar su decisión: le tendió un folio que a aquellas horas ya circulaba por toda la universidad entre profesores y alumnos.

—¿Puedes decirme qué es esto?

Incluso el personal de la cafetería lo había visto y sacado sus propias conclusiones. Hay juicios que no requieren de jurado. En todos los servidores de la intranet, en cada ordenador, había aparecido el mismo mensaje lanzando acusaciones graves contra Diego: datos concretos, nombres y apellidos, fechas, detalles que daban total verosimilitud a las acusaciones; el profesor Diego Martín se acostaba con sus alumnas, abusaba de su autoridad, obtenía favores sexuales a cambio de notas y prebendas. Se le acusaba, prácticamente, de ser un depredador, de haber llegado al extremo de utilizar la coacción y la violencia para obtener lo que quería.

Diego leyó el correo con frialdad. Entre las verdades se colaban todas las mentiras, las exageraciones y la deformación. Pero ni siquiera intentó defenderse. El rector tomó aquella actitud pasiva como una asunción de culpabilidad. Lo peor, dijo, no era el pecado sino su revelación. Él mismo podría haber tratado de detener el escándalo de no haberse hecho público, pero ahora no quedaba más remedio que reaccionar.

—Cogeré mis cosas —dijo Diego.

Y el rector pareció agradecerle aquel gesto solidario. Incluso quiso estrecharle la mano y mostrarse comprensivo.

—Todo se arreglará, Diego. Hay que dejar que pase el tiempo.

Diego observó aquella mano tendida. Dedos que hurgaban en agujeros prohibidos en la clandestinidad. Dedos que no temblaban al señalar, acusadores. Dio media vuelta y se marchó, dejando la puerta abierta.

Le pareció raro ver su nombre en la puerta de su despacho. El mismo nombre desde hacía veinte años, las mismas letras que no significaban nada. Las rutinas que no le habían mantenido a salvo, los mismos horarios, las pequeñas y ridículas elucubraciones a las que había entregado su tiempo, su inteligencia y su talento. Escritores muertos, miles y miles de palabras, de frases, de imágenes en busca de una lucidez imposible, de explicaciones que ahora se le antojaban caprichosas, subjetivas e intrascendentes. Farsantes, embusteros, prestidigitadores, ciegos guiando a otros ciegos. Malditos todos.

Una cólera fría se apoderó de él.

 

 

Orlando estaba en la cafetería, sentado en el extremo de una mesa larga. Leía un grueso volumen del Decamerón mientras masticaba un bocadillo y tomaba notas. Diego pidió un café y se sentó frente a él:

—«Y dejando ya a cada uno decir y creer como le parezca, es tiempo de poner fin a las palabras...».

Orlando se quedó congelado durante un instante, sin atreverse a levantar la vista, aunque las palabras de Diego lo habían proyectado fuera de la lectura. No hacía calor, pero le transpiraba la frente y una gota pequeña y brillante apareció como por arte de magia en su labio superior.

—Mírame, Orlando. Mírame a los ojos y atrévete a decirme que no has sido tú quien ha hecho circular ese correo.

Los ojos de Diego se habían endurecido, y cuando Orlando se atrevió a enfrentar su mirada se encontró con dos piedras negras y lisas. Impenetrables y temibles.

—Ana me ha contado lo que le hiciste. Podrías haberla matado. Estás enfermo, Diego. Necesitas ayuda.

Diego posó la mirada marmórea en la cubierta parda del libro. Tapas duras, edición de lujo con papel de alto gramaje. Las palabras le salieron despacio, casi congeladas en el momento de entrar en contacto con el aire:

—Le contaste lo de mis alumnas; mi mujer y mi hija me han abandonado. Se han marchado. El rector acaba de mandarme a casa. Todo el mundo me mira con repugnancia.

Punto de equilibrio. Esa era la clave para sobrevivir sin morir del todo. Mantener las cosas equilibradas en los extremos de la balanza, unos gramos de realidad frente a unos gramos de imposibilidad. Una pizca de cordura aquí y ciertas concesiones al desvarío allá. Toda su vida estaba en una cuerda tendida entre dos orillas, era como un equilibrista experimentado, igual que aquel francés que tendió un cable de acero entre las torres del World Trade Center en 1974 y lo recorrió con una barra de equilibrio, una y otra vez, hasta que decidió que tenía suficiente. Años después aquellas torres se derrumbaron como mantequilla fundida en los atentados del 11 de septiembre de 2001 y ya nadie se acordaba del equilibrista Philippe Petit. Su vida se había desmoronado de manera increíble, como aquellas torres. Era imposible, pero había sucedido. Como si una violenta ráfaga de viento a 409 metros de altura le hubiese hecho tambalearse y una gaviota le hubiese dado el golpe de gracia en el hombro, haciéndole caer hasta reventarse la cabeza ante la mirada atónita de los neoyorquinos del bajo Manhattan.

—¿Por qué, Orlando?

Orlando le vio coger el libro. Se fijó en la presión de los dedos que blanqueaba las uñas.

—¿Y crees que es culpa mía? ¿Y qué me dices de tu responsabilidad? Mira, Diego, éramos amigos; respeto a tu mujer, tranquilízate y...

No pudo decir nada más. Con una violencia repentina y brutal, el Decamerón se estrelló contra su nariz y su boca, como si Pánfilo, Filostrato y Dioneo cerraran el puño al mismo tiempo para romperle con un chasquido el tabique nasal, y Pampinea y sus seis amigas le arañasen y mordieran los ojos, las mejillas y los labios. Orlando cayó hacia atrás, pero Diego lo agarró por la camisa para volver a golpearlo con fuerza una y otra vez. Hicieron falta los brazos de tres chicos jóvenes para sujetarle.

 

 

Tres horas después, aturdido y sin entender cómo se estaba derrumbando todo, Diego salió de la comisaría con la denuncia de Orlando y una citación para el juzgado. El parte de lesiones era definitivo: fractura de pómulo y de nariz, varios hematomas y cortes en la zona ocular con posible lesión en la córnea en el ojo izquierdo, pérdida de dos piezas dentales y varios puntos de sutura en el labio inferior.

—¿Qué te parece, padre? —dijo en voz alta, recordando las historias que su padre contaba sobre las celdas del capitán Ochoa. Al menos ahora nadie iba a quemarle la mejilla con un cigarrillo, ni iban a darle palizas con un cinturón o con una toalla mojada. Y, sin embargo, no lograba sacudirse la sensación de que la historia de su familia era un círculo vicioso en el que todos quedaban atrapados y del que por más que quisiera nunca podría escapar. Algo así como la Tierra girando alrededor del Sol eternamente. Un puto círculo concéntrico.

Encendió un cigarrillo y llamó a Rebeca. No contestó. Diego observó sus muñecas, con las marcas de los grilletes, se olió la ropa, las manos. Necesitaba un baño. Se acordó del señor Luna y de las visitas a la cárcel Modelo con su padre, al otro lado del cristal blindado. Diego no era capaz de sonreír, ni de mantener la cabeza erguida como hacía el señor Luna. Carecía de esa tranquilidad, real o fingida, que demostraba su padre cuando las cosas se complicaban. «Aunque estés hecho una mierda por dentro, que nadie se dé cuenta o irán a por ti.» Eso le decía, y cuando Diego le preguntaba quién iría a por él, su padre le decía con una mirada fiera que las hienas.

El mundo estaba lleno de hienas. Cualquiera podía serlo, la madre que arrastraba el carrito con su bebé, los dos jóvenes que compartían un quinto de cerveza, la chica que se había puesto los zapatos de tacón para una entrevista de trabajo y caminaba como si estuviera en el traje de otra persona, el anciano que le miraba descaradamente desde el otro lado de la acera. Seres que olían la carroña, depredadores oportunistas que se aprovechaban del esfuerzo de otros, seres traidores que atacaban por la espalda a los débiles, a los enfermos, a los que se quedaban atrás, a los que no podían defenderse.