No le gustaban las iglesias modernas. No parecían verdaderas iglesias, sino naves prefabricadas, con aquellos Cristos tan modernos sin forma ni cara, con todos aquellos carteles colgados en el corcho, como si la iglesia fuera el local de la asociación de vecinos. Eso no podía estar bien, era casi pagano. Lo único realmente inspirador de aquella iglesia era el vitral que transformaba la luz exterior en una multiplicidad de tonalidades y colores verdes, amarillos, azules y rojos. Sant Jordi atravesando al dragón. Se sentó en la silla que quedaba más cerca del juego de luces y observó el efecto de los reflejos sobre su propio cuerpo. Sant Jordi llevaba encima una armadura pesada y una cota de malla, la visera alzada del casco dejaba a la vista el rostro de un joven andrógino, pálido, con una mirada demasiado lánguida para ser un cazador de dragones. Lucía una barba rala pelirroja y sus ojos saltones eran muy azules. El caballo era ridículamente pequeño en comparación con la montura, de modo que resultaba casi cómico, como si montase un poni.
Se acordó de la obsesión de su amigo Luna por los caballos y ese pensamiento le condujo a otro recuerdo más cercano y penoso. Luna encerrado en la cárcel Modelo, detrás de un grueso cristal de comunicación donde había que hablar acercando los labios a los pequeños orificios del cristal para hacerse entender. Luna le había jurado que no pensaba delatarle, pero no se fiaba. Las convicciones de un hombre se debilitan cuando se siente solo. Luna era imprudente, había cometido errores de novato, estafar a la madre de un policía con un seguro de vida era algo que no debería haber hecho; tampoco debería haber dado la entrada en metálico por esa finca en Tarragona en la que pensaba montar su rancho. Esa suma de dinero tan alta había levantado la liebre.
Pero a él no iba a pasarle, no pensaba acabar encerrado como su amigo, de ninguna manera. Ahí dentro se volvería loco. Y se lo había dejado claro a Luna: de la cárcel se sale, pero del cementerio no. Él no iba a acabar siendo el dragón ensartado por un tipejo absurdo disfrazado de guerrero.
La bombilla del confesionario se puso verde. Vio salir a una mujer con la cesta de la compra santiguándose. ¿Qué clase de pecados podía haber cometido una mujer con las zapatillas agujereadas y las rodillas hinchadas de tanto fregar suelos a cuatro patas como un perro? No era asunto suyo, pero seguro que no era nada comparado con lo que otros deberían confesar. Todos esos cabrones de políticos que se pasaban el día prometiendo cosas que no cumplían, la gentuza que vivía explotando a los demás, los mangantes que se compraban la respetabilidad con sobornos y una casa en Marbella. Pero a esos nadie les pedía cuentas, ellos tenían un acuerdo con Dios: cada uno a lo suyo, y si te he visto, no me acuerdo.
Unos segundos después emergió la figura gigantesca del padre Tomás. Le disgustó ese aire suyo desenfadado, la barba de líder sindicalista, la manera en la que alzó la voz para llamarle sin respeto por el lugar. Coño, ni siquiera iba vestido de cura. ¿Cómo se podían absolver pecados con una camiseta sucia, unos tejanos y unas chirucas? Solo llevaba sobre los hombros una estola morada que dobló cuidadosamente y dejó sobre el respaldo de una silla.
—Gracias por venir.
—Estoy aquí porque si no lo hago mi mujer no va a dejarme en paz.
El cura apretaba la mano con firmeza. Se le notaban los callos y las asperezas del trabajo. Curas que trabajaban en los talleres y en las fábricas. Curas obreros, así los llamaban. Andaban en todo, sacudiendo el avispero con un palo: asambleas vecinales, talleres para mujeres, sindicatos universitarios. Más rojos que Stalin. Lo había visto en una pintada en la fachada: «De cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus necesidades».
Joder, Jesús era comunista.
Tomás le invitó a salir afuera. Quería fumar. Cargar con los pecados de los demás era agotador, aunque esos pecados fueran de palabra y omisión. Hablaron del barrio, de la huelga en la fábrica, de las cosas que estaban cambiando. En realidad, hablaba Tomás y él escuchaba con escepticismo, observando un cartel de Felipe González medio arrancado en una pared. Un puño cerrado que más que sostener una rosa parecía estrangularla. A él no le pareció que nada estuviera cambiando. Esa flor y ese puño le sonaban a premonición.
—Conocí a un cura como tú, cuando era niño, allá en el Pueblo. El padre Mateo. Tenía buenas intenciones, me enseñó muchas cosas y también creía que yo tenía potencial para ser algo más que un rompeterrones.
—¿Y qué pasó?
—Me traicionó. Eligió el bando más cómodo, el de los ganadores. Mintió, me acusó de algo que no hice, permitió que me torturasen y dejó que mi vida se destruyera. Me abandonó cuando más le necesitaba.
—Lo siento. Pero no todos somos así.
—No pienso dejar que tú le hagas lo mismo a mi hijo.
De eso se trataba, de negociar el futuro de Diego. El cura tenía una propuesta, creía que el chico era especial, que tenía talento. Podía tener un futuro distinto, fuera del barrio, ir a la universidad, romper la cadena. Formarse, convertirse en un líder, y con el tiempo quizá regresar al barrio para ayudar a otros.
—Necesitamos líderes salidos de entre la gente común. Gente que sepa de lo que habla y que esté dispuesta a cambiar de verdad las cosas.
La parroquia estaba dispuesta a colaborar sufragando los estudios. Había un internado diocesano en La Conreria, podría acabar allí el bachillerato con otros chicos, salir de este entorno, conocer otras opciones.
—Un seminario.
—Un lugar en el que pueda crecer.
—¿Quieres convertir a mi hijo en un santurrón?
—Quiero darle la oportunidad de ser dueño de su destino.
—Si os lo doy, lo perderé para siempre.
El cura se rascó la barba, con el cigarrillo tan cerca que él temió que se le incendiara.
—No puedes dar lo que no es tuyo. Diego no le pertenece a nadie.
El hijo de Alma Virtudes recordó que muchos años atrás él mismo le dijo esas palabras al Gordo cuando quiso comprarle al niño Manuel.
—Yo ya sé cómo acaba esto. Le prometéis la luna y luego le abandonáis.
—Educamos a los hijos para que puedan irse y vivir su propia aventura, no para convertirlos en un reflejo de nosotros mismos. Lo que te pasó a ti no tiene por qué pasarle a él.
Se preguntó qué podía saber aquel cura de educar a los hijos. Observó la furgoneta de los antidisturbios, apostada en la plaza desde el principio de la huelga. Los policías eran jóvenes, ahora estaban relajados. Incluso charlaban con los chiquillos que jugaban al fútbol. Ellos también eran hijos de alguien, aunque lo olvidaban cuando la cosa se ponía fea. Cabezas abiertas, miedo convertido en ira, confusión y dolor. Nada cambiaba, nada podía cambiar. Estaban condenados a vivir allí abajo, con el cuello pisado por los que estaban arriba. Y pensar otra cosa era inútil.
—Si yo no lo conseguí, no lo conseguirá él. Diego es demasiado blando, le falta carácter.
—¿Eso es lo que quieres creer?
—Eso es lo que yo veo.
—Pues deberías mirar mejor —dijo el cura enigmáticamente—. Si quieres a Diego, piensa en lo que es mejor para él.
Quería ser un buen hombre, de verdad que lo intentaba. Se esforzaba, quería hacer borrón y cuenta nueva, ser uno más, dejar atrás el pasado. Intentaba ser un buen padre, un buen esposo, un ciudadano corriente. ¿Acaso no se mordía los cojones y se comía el orgullo? Se había enfundado el mono de trabajo, soportaba que le escupieran y le insultasen, que le llamasen vendido, cobarde, esquirol. Le había servido en bandeja la cabeza de Luna a la policía. ¡¿Qué más iban a pedirle?! ¿Cuántos sacrificios? ¿Hasta dónde tenía que rebajarse? Todo lo hacía por su familia, pero ellos no se lo agradecían, Diego el que menos. Él era el peor, con sus aires de superioridad, siempre encerrado con sus libros, con esos diarios que escribía, mirándole por encima del hombro como si no le debiese nada. Con esa pinta de mosquita muerta, pensaba que su padre no estaba a la altura, su familia le avergonzaba, se negaba a llevar a sus amigos a casa porque le parecía humillante el modo en el que vivían. Solo pensaba en largarse con los curas.
Tenía que hacer cada día un esfuerzo sobrehumano para cruzar la barrera de los piquetes y de la policía. Ocho y diez horas bajo el tejado metálico con aquellos focos de luz enfermiza, moviendo las manos como un mono amaestrado en la cadena de montaje. Escuchar los chistes idiotas de su compañero, comerse la fiambrera fría sin moverse del puesto de trabajo, casi sin tiempo para fumarse un cigarrillo. Por un sueldo de mierda. Pero se lo había prometido a sí mismo, no quería acabar como Luna, no quería ser su padre, un amargado que vivió como una sombra desde que volvió de Rusia y acabó arruinándoles la vida a todos.
No quería ser ese hombre, pero a veces se le nublaba el juicio y sentía en las tripas una rabia incontrolable. Podía pasar en cualquier momento y por cualquier razón. Porque el encargado le hablaba como si él fuese idiota, porque una plancha se atascaba en la máquina, porque sonaba la sirena al inicio o al final del turno. Le entraban ganas de destrozar algo, de golpear a alguien hasta dejarlo sin sentido. No sabía lo que le pasaba, por qué se volvía loco de repente. Tenía miedo de sí mismo, de lo que podía hacer.
Esos días no quería volver al viejo apartamento de la calle de las Torres en el que ahora vivían, cuarenta metros cuadrados que se le caían encima en cuanto subía la escalera estrecha con los buzones rotos y la luz del rellano fundida. Se quedaba detrás de la puerta con la llave en la mano y oía a sus hijos dentro, gritando, peleándose, a su mujer chillando. Era demasiado. Daba media vuelta y bajaba las escaleras casi a saltos, huyendo, y corría al bar, o se iba de putas. Las putas no le preguntaban nada, no le pedían nada. Podía follarlas sin pasión, sin expectativas —¿por qué no se le levantaba la polla?—, tumbarse luego en la cama, fumarse un canuto mientras ellas se lavaban en el baño, imaginar que el mundo no existía detrás de los visillos rojos con quemaduras de cigarrillo.
A veces le daba por pensar en el niño Manuel, se acordaba de su cara y de su risa, de su manera de andar. Y pensando en el niño Manuel pensaba en su propia niñez en el Pueblo: la Casa Grande, la familia Patriota, Beatriz, el padre Mateo. Echaba de menos a su madre, mucho. Se miraba en el espejo y se avergonzaba de lo que veía, de aquello en lo que se estaba convirtiendo. Las putas le decían que tenía que marcharse y él dejaba un billete arrugado encima de la mesa y vagaba por la ciudad, buscando alguien con quien pelearse.
Algunas noches llegaba menos borracho de lo que fingía estar. Daba un manotazo y arrojaba al suelo los bocadillos que su mujer había preparado. Todo el puto día trabajando, humillándose, para llegar a casa y encontrarse un bocadillo de chóped y un puto vaso de agua del grifo. Nadie se atrevía a rechistarle cuando se dejaba caer en el sofá como un búfalo y encendía la televisión. La única que se quedaba ahí sentada, como si nada, era Liria. Con sus ropas oscuras y esa sombra de ojos que resaltaba su palidez, mirándole fijamente. Ella no le tenía miedo.
—Somos iguales, tú y yo. Estamos mal de la cabeza —gruñía él.
Y ella parpadeaba sin decir palabra.
Se despertaba de madrugada con la carta de ajuste en el televisor, con dolor de cabeza y picor en los huevos. Se quitaba los zapatos y se arrastraba hasta la cama de Liria. Se acostaba a su lado y la abrazaba. Le decía que era la única a la que quería, la única que le podía entender. Liria estaba despierta, él lo sabía, sabía que podía oír lo que le decía. Notaba cómo respiraba bajo la ropa del pijama.
—Nosotros no somos de este mundo, Liria. No somos como ellos. Estamos rotos, rotos, rotos.
Al poco rato se quedaba dormido. Cuando abría los ojos veía a Liria durmiendo en el suelo, envuelta en una manta. Él la tomaba en brazos con cuidado para no despertarla y la arropaba en la cama. Luego se iba.