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Barcelona, 1983-1985

El tiempo se convirtió en una línea recta, en una flecha lanzada hacia delante. Las semanas, los meses. De lunes a viernes, de septiembre a diciembre y de enero a junio. Y Diego se alejaba cada vez más y más. Esperaba con un estremecimiento la última clase del viernes por la tarde, Historia de las Civilizaciones Antiguas, cuando se oía el motor del autobús que le devolvía durante algo más de cuarenta y ocho horas a su otra vida fuera del internado, de la que no quería saber nada. Le pesaban las calles grises y los edificios feos, los coches aparcados con cagadas secas de palomas, las caras de sus antiguos vecinos. Remontaba como un reo la cuesta de la calle de las Torres con la bolsa al hombro, tratando desesperadamente de adaptarse antes de llamar a la puerta y ver el rostro cansado de su madre, que le abrazaba como si supiese que ya le había perdido. Sus hermanos le miraban como a un extraño. Diego no sabía nada de sus nuevas alianzas y complicidades. Octavio y Alberto iban ahora juntos a todas partes, fumaban porros y bebían quintos de cerveza en la plaza dura del barrio; además habían ido apoderándose de sus antiguos espacios en la habitación. Gloria empezaba a imitar en todo a su madre, se ponía a escondidas su ropa, se pintarrajeaba la cara con su maquillaje y se había vuelto divertida y sabelotodo.

En cuanto a Liria, se había transformado en una adolescente de belleza trágica y se había cortado el pelo como un chico. Ella y su madre se odiaban, apenas se dirigían la palabra, se ignoraban ostentosamente, se lanzaban las cosas con desprecio y, a menudo, dejaban alto y claro su deseo de que la otra se muriese de una vez. Liria no le había perdonado a Diego que se marchase, pero al menos no le odiaba con esa ferocidad. Observaba a su hermano con un mohín que podía ser irónico o despectivo, pero al cabo de unas horas se acercaba y le preguntaba si quería salir con ella a dar una vuelta por el parque de la Guineueta. Andaban durante una hora casi sin decir nada, muy cerca el uno del otro pero al mismo tiempo muy lejos. Ella nunca le preguntaba qué tal le iba en el internado y él no le preguntaba qué tal le iba en casa.

Su padre aparecía tarde y nunca tenía nada que decirle. Le miraba, movía la cabeza y se sentaba a cenar. Masticaba con la boca abierta viendo las noticias en la televisión, y si algo le interesaba le preguntaba a Diego con tono burlón qué opinaba al respecto. El chico empezaba a hablar, pero enseguida se daba cuenta de que su padre no le tomaba en serio, de que solo quería discutir. Entonces se callaba y le permitía ridiculizarle. A veces su padre se ensañaba con ganas. Le llamaba el santurrón, o el listillo, o el curita. En ocasiones simplemente se refería a él como «el gilipollas este». El único que le reía las gracias era Alberto. Los demás hundían la cabeza en el plato. Diego despreciaba a su padre. Era el palurdo, el inútil, el cobarde, el mangante. El abusador. Nunca se lo decía, pero su padre se daba cuenta.

Diego no podía imaginar que las cosas andaban tan mal en casa. Nadie le contaba nada y él tampoco tenía interés en saberlo. Solo esperaba que llegase el lunes por la mañana para subirse al autobús y volver al internado.

Pero un viernes aparecieron todos aquellos policías con el dueño del piso y la comitiva judicial. Tenían una orden de desahucio. No mañana, ni dentro de una semana. Hoy, ahora. Todo se volvió caótico, su padre no estaba, había desaparecido, como hacía cuando las cosas se ponían difíciles. Le habían despedido de la fábrica por pelearse con el encargado y los avisos por impago del alquiler se acumulaban en el cajón. Meses. No dijo nada, se lo calló confiando en que todo se arreglaría con un golpe de suerte, con sus quinielas y sus apuestas, que la solución caería del cielo. Dios aprieta pero no ahoga. Había sido siempre así, una salvación que llegaba in extremis. Pero no aquella vez. Su madre no reaccionaba, no paraba de llorar, y sus hermanos lo miraban sin saber qué hacer mientras el dueño del piso lanzaba insultos y tiraba sus cosas por la ventana.

Diego tuvo que tomar decisiones. Pidió ayuda a un vecino y lograron sacar a la calle los muebles y lo poco que pudo cargar en bolsas de basura con la ayuda de sus hermanos. Esquivaba las miradas de los transeúntes al otro lado de la calle observando el espectáculo. Su madre sentada en una silla en medio de la acera, llorando. Liria apoyada en el portal sobre el viejo colchón con manchas antiguas, mirándolo todo con una media sonrisa. Sin saber qué hacer, sin saber adónde ir. Señalados, avergonzados. Humillados.

Diego fue a ver al padre Tomás. Le explicó la situación y este les ofreció un alojamiento provisional. No era mucho, menos incluso que lo que habían perdido, aquel miserable apartamento de cuarenta metros cuadrados. Ni siquiera había ventanas, no entraba la luz natural, y todo estaba destrozado como si hubiera habido una pelea entre locos. Apenas quedaba sitio para poner los colchones, colocar unas sillas y amontonar las pertenencias. Pero al menos era un techo. Mientras encontraban algo decente, mientras lograban organizar la vida. Sin él, sin su padre. Porque había desaparecido y nadie sabía dónde estaba, ni cuándo volvería, si es que lo hacía. Estaría autocompadeciéndose, buscando culpables y excusas para alimentar su rabia y maldecir su destino; él no suplicaba, él no pedía favores, él no transigía. Para eso tenía a su hijo mayor.

Se acercaba el verano. Diego no sabía todavía que ya no volvería al internado el curso siguiente.

Hubo que organizarse, buscar trabajo. Liria tenía que ponerse a trabajar limpiando váteres con su madre en los barrios de la gente rica, su madre tendría que suplicar que le dieran más trabajo y aceptar con agradecimiento yogures caducados y fiambreras con restos de banquetes ajenos. Diego tendría que aplazar los estudios y ponerse a trabajar en un taller de motos como aprendiz. Al menos aquel verano fue feliz para Octavio, Alberto y Gloria. El padre Tomás logró meterlos en el campamento de la parroquia. Jugar con tirolinas los ayudaría a seguir siendo chicos un poco más de tiempo.

Diego sentía que su futuro se terminaba antes de empezar. Otra vez en el principio. Con su madre las cosas no iban mejor, llegaba rota y con las rodillas enrojecidas, y su rabia contra Liria hacía que las horas juntas fuesen un tormento. Volvió a tomar pastillas, a encerrarse en el cuarto. Un día intentó abofetear a Diego por una estupidez. A él le costó Dios y ayuda no devolverle el golpe. Estaba destrozado de los nervios, desquiciado. Perdido. Intentaba no ir a esa casa, le deprimían las paredes húmedas, el olor de los desagües, el color del linóleo del suelo. Vagaba por las calles cuando no estaba trabajando, se sentaba en un parque y se comía un bocadillo, o caminaba más de una hora hasta el centro de la ciudad para ver qué se sentía siendo alguien normal, gente que cogía el autobús, que entraba en las tiendas y salía con paquetes, que se sentaba en una terraza y se tomaba una cerveza leyendo el periódico.

Una noche encontró a su madre llorando. Era algo normal, y a Diego no le afectó. Se estaba volviendo insensible. Pero entonces vio el rastro de sangre que recorría el pasillo hasta la cocina. Liria estaba sentada en un rincón. Las manos le sangraban. Y la sangre, espesa y lenta, descendía por los brazos. Había hecho estallar un vaso e intentaba meterse los cristales en la boca. Diego logró sujetarla y le tapó las heridas con el paño de la cocina. Liria no reaccionaba, parecía estar en estado catatónico. Diego la alzó en volandas y llamó a una ambulancia.

Cuando salió de urgencias, Liria le enseñó los puntos que le habían dado, orgullosa.

—¿Por qué lo has hecho?

Ella le miró sin responder, como si no entendiera la pregunta.

Algo se quebró definitivamente en Diego. Se sentó en el banco de la parada de autobús y rompió a llorar. Solo tenía dieciséis años.