Martin Pearce subió la escalera a toda prisa. Cuando introdujo la llave en la cerradura temblaba y, a pesar de estar empapado, sentía el sudor corriéndole por la espalda. Tenía las manos manchadas de sangre y también parte de la ropa. Se la arrancó, literalmente, y se metió debajo de la ducha.
—Otra vez no. —Su cabeza iba a estallar mientras se golpeaba la frente contra el azulejo resbaladizo. Había vuelto a pasar, lo que se dijo que jamás volvería a ocurrir. Ellos no lo entenderían. Nadie podía comprenderlo. No había sido culpa suya..., no lo había sido.
Solo veía el mismo plano, una y otra vez: Liria era como la madera reblandeciéndose al sol sentada frente a la ventana, con el chal caído sobre el hombro. Su piel olía a sol y, después de los ejercicios de la piscina, a cloro. Recién peinada, con el cabello todavía mojado, las gotas resbalaban por su perfil y quedaban suspendidas un instante. Lo único que se movía eran sus párpados, como si ella también lo quisiera. Que se tumbase a su lado para oírla respirar y que pegara el pecho a su espalda, que le acariciase la mejilla y sintiera el calor de su cuello.
Amarse. No podía estar mal, no podía ser malo. Acariciar con el dedo índice las comisuras de sus labios para quitarle la saliva espesa. Acercar la nariz a su boca entreabierta para notar su respiración caliente. Besarla para humedecer sus labios agrietados.
No entendía lo que había pasado después. Cómo había podido hacerlo.
—No he sido yo. No, no he sido yo...
Oía la voz de trueno de su padre, aunque se tapase los oídos. El juez Pearce le señalaba con su dedo de garra: «Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor sería como bronce que resuena o campana que retiñe». ¿Cómo podía arrojarse ese desafío a alguien? ¿Qué ser humano sería capaz de darle cumplimiento por entero, de conocer el amor en esa dimensión de perfección sobrehumana? ¿Cómo se podía ser feliz sin tener dudas? ¿Cómo se podía estar vivo sin temer a la muerte? ¿Qué significaría la bondad sin la grieta de la maldad? Liria era la respuesta, la expresión del amor inquebrantable, el deseo sin merma, la entrega sin condiciones, esa clase de estremecimiento entre el goce y el dolor que mostraba su rostro al moverlo de izquierda a derecha, el conflicto de su cuerpo inerte con los deseos que gritaban dentro, atrapados. Gritos que él podía escuchar al pegar el oído a su pecho desnudo.
Ella lo quería. Ella lo necesitaba. El dolor, el sufrimiento. Gritar y liberarse.
Pero ahí estaba la sangre, debajo de las uñas, en las manos, yéndose por el sumidero. Ahora todo eso se había terminado. Todo. Volvería a pasar lo mismo que ocurrió con la señorita Anne en la escuela primaria de Rochester, o con la señora Paterson en el geriátrico de Mánchester. Lo mismo que con la pintora que había encontrado en el parque de la Ciudadela. Lo que siempre acababa ocurriendo. A la gente le aterraba lo que no era capaz de comprender, y todo se ensuciaba con ese miedo, la sospecha de lo peor, la depravación. Y la gente asustada se volvía cruel, enloquecía y prendía hogueras para quemar a las brujas.
Tenía que marcharse, desaparecer inmediatamente.
Se vistió casi sin secar el cuerpo mojado y descalzo corrió al cuarto de revelado. Tenía que deshacerse de las fotografías que le había hecho a Liria. Quemarlas. Sabía que aquellas fotografías le incriminarían. Las recogió todas en un mismo montón y las colocó sobre la bandeja. Buscó el mechero y acercó la llama...
No era capaz de hacerlo. Eran su obra maestra, hipnóticas, expresaban lo inexpresable.