De pronto, su padre estaba allí. Como si nada hubiera pasado. Diego no sabía cuánto tiempo había pasado, le habían parecido años, pero quizá solo hubieran sido semanas o meses. Pero allí estaba, en la puerta de aquel zulo en el que vivían hacinados. Con su cazadora de piel y sus botines de cremallera, con su cuello tenso y la vena de la frente hinchada. Mirando alrededor con un asco profundo.
—¿Así es como cuidas de tu familia?
Esas palabras atravesaron el pecho de Diego. No podía apartar la mirada de la expresión de cera de Liria ni de su madre, evitando mirarle, defenderle.
—¿Qué haces tú aquí?
Su padre se sentó en una silla con las piernas abiertas y encendió un cigarrillo. Atrajo hacia él a Liria, cogiéndola por la muñeca.
—Arreglar este desastre, ya que tú no tienes los cojones de hacerlo.
Diego miró a su madre. No pensaba hacer nada. Y entonces las palabras le salieron de una caverna oscura. Lo que llevaba tanto tiempo macerando debajo de la lengua, todos esos años.
—No la toques, cerdo.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que te apartes de ella.
Su padre se puso en pie con la mirada amenazante.
—¿Qué estás insinuando?
—Eres un monstruo que destruye todo lo que toca. Un amargado, un fracasado...
No pudo seguir hablando. La mano como una zarpa de su padre le apretó la garganta, lo levantó con furia y lo estrelló contra la pared, llevándose por delante todo lo que encontró a su paso. Diego se revolvió inútilmente, sin ninguna posibilidad. Y su padre lo aplastó aún más, sin compasión.
—¡¿Qué quieres, que te arranque la cabeza?!
Pero Diego no se rindió. Las lágrimas le brotaban y le resbalaban por las mejillas, echaba espuma por la boca, con el rostro enrojecido, pero sus ojos inyectados en sangre miraban fijamente a su padre. Tendría que matarlo. No pensaba mostrar miedo nunca más, ni callarse. Y de repente su padre vio todo eso. Desesperación y odio. Dolor y rabia. Una tristeza infinita. Diego no volvería a ceder ante él. Así que su mano lo soltó y lo arrojó lejos, como un desperdicio.
Orgulloso de su pírrica victoria.
En ese momento Diego supo que tenía que irse para siempre. Empezó a recoger su ropa como un autómata, sin saber lo que iba a hacer, adónde iba a ir, cómo sobreviviría solo ahí fuera, en el mundo. Aquella resistencia muda exasperó todavía más a su padre, que cogió la ropa del armario y la metió a puñados en la mochila.
—¿Te crees muy hombre? A ver qué haces solo —gritó, arrojando la mochila por la puerta, escaleras abajo.
Diego recogió la mochila y salió a la calle. Era de madrugada, una noche fría y solitaria, con vehículos estacionados junto a las aceras y bolsas de basura en las esquinas. Oyó que Liria le llamaba desde la ventana. Que lloraba. Pero Diego empezó a caminar bajo la luz de las farolas.
Y caminó sin volver la vista atrás durante veinticuatro años.