Existe un secreto oscuro oculto en el corazón de todos los padres. Un momento terrible en el que el padre se siente primero amenazado y más tarde eclipsado por el hijo. Nos han enseñado que los celos y la envidia de un padre hacia su hijo no es natural, que el amor y el instinto de protección prevalecen. Que es imposible ver a un hijo como un rival. Así que cualquier padre negará sentir algo parecido, ni siquiera lo admitirá en la soledad del corazón.
Pero es real, y sucede.
El hijo que crece rápido ya no sigue ninguna estela para cumplir aquello que el padre ha dejado a medias. No respeta la autoridad, pierde la admiración, y poco a poco se transforma en un espejo de los propios defectos, de las limitaciones, de los fracasos que ya no tienen remedio. La pujanza del hijo muestra la decadencia del padre. Algunos lo superan. Otros no. Mi padre me retaba cada día con la mirada, con los gestos, con las palabras. ¡Aclaremos quién manda aquí! Y durante mucho tiempo yo retrocedía, acobardado. Sin comprender por qué me odiaba, del mismo modo que él no alcanzó nunca a entender por qué le odiaba tanto su padre, mi abuelo.
Y, sin embargo, quiero creer que aquella noche me dejó marchar porque no supo cómo retenerme. Que quería pedirme perdón, que deseaba ser mejor de lo que era, romper esa cadena de silencio y rencor que nos une a los hombres de esta familia, pero no supo cómo hacerlo.
Tal vez la bondad se parezca a la impotencia. Aquella niña, Rosa, ofreciéndome los labios para su primer beso en una cabaña de campamento con el suelo lleno de hormigas; mi madre sentada en un rincón mirándome con tanta tristeza, sin saber cómo pedirme perdón, y preparándome un bocadillo de nocilla hecha con cola-cao y aceite porque sabía que me gustaba; mi padre esperándonos a la salida del colegio bajo la lluvia con el mono de la fábrica Panrico y aquellas cajas de dónuts defectuosos que sacaba a hurtadillas para nosotros; mi abuela Alma Virtudes cosiendo, casi ciega, el disfraz de princesa para Liria; mi abuelo Simón soñando en secreto con su Olga rusa y ahuyentando los recuerdos mientras conducía; el tendero Vicente y el paquete de azúcar que envolvió en papel de periódico antes de dármelo bajo mano la mañana después del 23-F en 1981; el abrazo del padre Tomás al vencer mi miedo a las alturas y saltar por la tirolina; los pantalones de mi hermano Octavio remendados con grapas y su respeto a la apariencia de los muertos; los recuerdos de Teresa y sus paseos a la tumba de mi padre.
Sí, una impotencia que no es del todo estéril. Un momento que te permite seguir adelante en la oscuridad, con algo de fe, con algo de esperanza.
En la cárcel siempre hay luz, nunca oscurece del todo. Y siempre hay ruidos, sonidos por todas partes, a todas horas. El único lugar en el que encontrar penumbra y silencio es la pequeña capilla. A veces voy allí buscando algo de paz. Suele estar vacía y me gusta el olor de la cera de los bancos y el juego de luces y sombras que provocan las bombillas en forma de llama de las falsas velas. Hay tres bancos y un pequeño altar. Antes colgaba un crucifijo de madera en la pared, pero lo sacaron de allí para que los internos de cualquier confesión puedan sentirse acogidos. En la pared siguen clavados los ganchos que sostenían la cruz. El suelo está cubierto con una alfombra y es agradable descalzarse, incluso arrodillarse sin apoyarse en el reclinatorio del banco.
Esta mañana vi allí a Doris. Sostenía un rosario y pasaba las bolitas de madera de dedo en dedo con pericia, como esos tahúres que juegan a deslizar una ficha entre los nudillos. Le ha sorprendido mi presencia y a mí me ha sorprendido la suya. Me ha dedicado una sonrisa incómoda y ha vuelto a sus rezos. Yo he ocupado otro banco y me he quedado mirando esos ganchos de la pared sin pensar en nada. Al cabo de un rato, ha venido a sentarse a mi lado.
—No sabía que eras un hombre religioso.
—Estudié algunos años en un internado de curas diocesanos. Pero yo no diría que soy un hombre religioso. Solo busco un poco de silencio y de oscuridad. Y usted, ¿encuentra consuelo en su rosario?
Ha sonreído con desgana.
—La inercia es un buen consuelo... Me parece que busco respuestas en los sitios equivocados.
Sentados en el banco de la pequeña capilla parecemos los únicos habitantes de la Tierra, obligados a confiar el uno en la otra. Y de pronto empieza a hablar casi en un susurro, como si se hubiera olvidado de que estoy a su lado. Tiene un hijo enfermo. Se llama Luis, tiene diecisiete años, casi la misma edad que Ana. Este verano pensaba ir a escalar en el parque de los Bugaboos, en las montañas de Purcell, en la costa oeste de Canadá. Pero el cáncer lo ha borrado todo de un plumazo para ocupar el centro de su existencia. Mientras me lo cuenta no deja de mirarse el reverso de las manos.
—Es curioso... Yo siempre había creído en el orden natural de las cosas. Me educaron así: a las personas buenas les pasan cosas buenas, el esfuerzo tiene recompensa, la vida acaba siendo justa con quien lo merece... Bueno, supongo que era una ingenua, ¿verdad?
Ladea la cabeza y me mira a los ojos. Tal vez espera que diga algo. Pero no hay nada que decir. Me palmea la rodilla y se marcha. Antes de marcharse, se vuelve un momento, me contempla y sonríe.
—He oído que mañana saldrá la sentencia. Espero que los jueces vean en ti lo que veo yo, Diego.
La oscuridad vuelve cuando cierra la puerta y me quedo solo, pensando en sus palabras, preguntándome qué es lo que ella ve.
Hubo un tiempo en el que creía que era una especie de dios protector. Recuerdo el concierto de los Ramones de 1989 en Madrid. Mi regalo de cumpleaños a Liria. Aquellos cuatro tíos greñudos con pelucones enormes y chupas de cuero subidos al escenario y Liria eufórica, saltando y moviendo la cabeza con los ojos cerrados, la birra en el vaso de plástico salpicándole las botas de montaña, los pantalones con parches y la bragueta de botones. «Brain Drain» era su disco preferido. Estaba feliz, eufórica, libre como nunca. Como sus tetas saltando bajo la camiseta sin sujetador, sin importarle una mierda que los tíos de alrededor la mirasen como coyotes. Para eso estaba yo, para proteger a mi hermana pequeña, sin disfrutar del todo del concierto por culpa de esa responsabilidad. Turbado por esos pechos que decían que Liria ya no era una niña y que, además, no me necesitaba para nada. Sabía protegerse solita, y si al final del concierto quería marcharse con uno de esos melenudos yo no podía impedírselo. Era solo una mujer libre haciendo lo que le daba la gana. Algo que yo no era capaz de hacer ni de ser.