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Barcelona, octubre de 2010

Diego había dormido casi veinticuatro horas seguidas abusando del alcohol y de los somníferos que había encontrado en la mesita de noche de Rebeca. Ni siquiera recordaba haber vomitado, pero ahí estaban el charco grumoso y la mancha en la cortina. La habitación apestaba. Él apestaba. Recordó todo, la paliza que le había dado a Orlando, que había perdido el trabajo y a su familia. Saltó de la cama con una arcada, pero no le dio tiempo de llegar al baño. Vomitó sobre sus pies una pasta espesa. Se dobló sobre la cintura hasta que solo escupió babas. Y luego se metió debajo de la cama y se acurrucó en posición fetal, como cuando era niño y tenía miedo.

El teléfono no paraba de sonar. Después de cuatro, cinco llamadas, se arrastró y buscó el móvil entre la ropa tirada en el suelo. Al descolgar escuchó la voz del director de la clínica. Parecía muy nervioso.

—Liria ha sufrido un accidente. No sabemos cómo ha pasado. No parece grave, pero la hemos trasladado al hospital para hacerle pruebas.

Diego se despejó con una sacudida violenta.

—¿Cuándo ha ocurrido?

El director tragó saliva.

—No estamos seguros. Puede que durante la noche. Hace horas que le estoy llamando.

—Voy ahora mismo.

—No creo que sea necesario, nosotros nos ocupamos de...

Diego colgó el teléfono, metió la cabeza en la ducha y se vistió a toda prisa.

 

 

Liria estaba en la camilla. Tenía el lado derecho de la cara amoratado y dos grapas en la ceja. Diego apartó la cara con un nudo en el estómago. El director de la clínica estaba a su lado, tratando de mantener la compostura.

—Esta negligencia es intolerable. Pienso denunciar a la clínica —rugió de repente Diego, mirándole directamente.

—Entiendo su enfado, no sé cómo ha podido pasar... Yo... realmente no logro entenderlo.

Veinte minutos después apareció el médico de urgencias. Le acompañaban una mujer y un hombre que no formaban parte del personal sanitario.

—¿Es usted el tutor legal de Liria Martín?

Diego asintió. El doctor intercambió una mirada con el director de la clínica y con las personas que le acompañaban. Diego arqueó las cejas.

—¿Me dicen qué está ocurriendo aquí?

—En la exploración que le hemos hecho a su hermana se han detectado lesiones que no son compatibles con una simple caída. Me refiero a erosiones vaginales y rasgaduras anales. Por eso le he pedido a estos agentes de la policía que estuvieran presentes. Es lo que establece el protocolo en estos casos.

Diego lo miró como si estuviese loco. Abrió la boca, balbuceó algo buscando la mirada del director de la clínica.

—¿Qué está diciendo?

La mujer policía lo miró fijamente. Tenía unos ojos bonitos, azules, aunque un poco saltones. Debía de haber entrenado mucho esa forma de mirar, como si tuviera dentro una broca gigante capaz de perforar cualquier roca.

—Tenemos indicios para pensar que su hermana ha sufrido abusos sexuales en la clínica del Bosque de las Cenizas.

Diego estaba aturdido, como si le hubieran golpeado la cabeza con un ladrillo. Veía a aquellas personas mover la boca, los oía decir algo inconcebible, pero el significado de sus palabras se negaba a penetrar en su mente.

El director se sonrojó, incapaz de mirarle a la cara. Pero fue la agente de policía la que habló.

—Tenemos entendido que Liria ya había tenido otros percances, pequeños hematomas, algún arañazo, y que usted nunca imputó la responsabilidad a una negligencia del enfermero que la cuidaba. Es más, por lo que sabemos tenían ustedes una relación excelente. Pero hace unos días le pidió al director de la clínica que apartase a Martin Pearce del cuidado de su hermana... ¿Por qué lo hizo? ¿Tenía alguna clase de sospecha?

Diego negó lentamente mirando al director.

—Nada concreto. Tal vez me pareció que la atención que le dedicaba a Liria era excesiva.

—¿Qué quiere decir con excesiva?

—No lo sé, cómo la miraba, cómo la tocaba. Pero luego pensé que eran imaginaciones... ¿Por qué me lo preguntan?

El director estiró el cuello, como si lo ofreciera a la guillotina.

—Hemos encontrado un dispositivo de grabación en la habitación de su hermana. No entiendo cómo llegó allí. Solo pudo dejarlo alguien que estuviera en contacto con su hermana. Es una cámara muy pequeña, y estaba entre su ropa. Podría haber sido cualquiera.

Diego sintió que la vena de la sien bombeaba sangre con fuerza.

—¿Ha sido él, Pearce? ¿Van a detenerlo?

La agente dijo que estaban haciendo una lista con todas las personas que tenían contacto con Liria. Personal de limpieza, enfermeros, celadores y... visitas. Eso incluía a Diego.

Diego no daba crédito. Todo su cuerpo adquirió una rigidez pétrea. Las mandíbulas le dolieron de tanto apretar los dientes.

—¿Creen que yo podría haberle hecho a mi hermana semejante aberración? ¡¿Han perdido el juicio?!

—Es el protocolo. Tenemos que tomar declaración e investigar a todo el mundo.

Diego hundió la cabeza. Todos estos años. Tanto sufrimiento que nada explicaba. Tanta destrucción.

—Ustedes no saben por lo que ha pasado mi hermana, no tienen ni idea de lo que ha sufrido.

Los dos policías intercambiaron una mirada.

—Liria tiene un largo historial en nuestros archivos: episodios violentos, denuncias por desaparición, varias denuncias contra antiguos novios por acoso y violencia de género que siempre quedaron archivadas porque se demostraron falsas o por incomparecencia suya. En muchos de esos informes aparece usted. Siempre iba a buscarla a comisaría, daba su domicilio para las citaciones, pagaba sus fianzas, sus multas. Estaba ahí en cada ocasión.

—Es mi hermana. Siempre he cuidado de ella, ya se lo he dicho. Es lo único que me importa.

—Lo entiendo. También sabemos que en 1990 presentó una denuncia por abusos continuados contra su padre. En el juicio no se pudieron probar los cargos. Pero usted declaró a su favor.

Diego agachó la cabeza y cerró los ojos. No quería pensar en aquello.

—Encontraremos al culpable de esto. Eso se lo prometo. Esté pendiente del teléfono. Tendrá que venir a declarar.

Diego salió a fumar. Le temblaban las manos y tuvo que apoyarse en un banco junto a un arriate de flores. Miró el reloj, lanzó lejos el cigarrillo y volvió a la habitación en la que descansaba Liria. Todos se habían ido, excepto el doctor, que hablaba con una enfermera que le acababa de entregar un papel. El doctor se quitó las gafas y sus ojos se volvieron más pequeños. De color castaño, apagados. Ojos de una persona fatigada. Se quedó mirando a Liria con ternura antes de volverse hacia Diego:

—Su hermana está embarazada. Calculamos que de unas diez semanas.

Liria dormía. Al menos tenía los ojos cerrados y su respiración era pausada y regular. Sus manos tendidas sobre la sábana limpia tenían los dedos relajados. Una vía le salía de la gasa y la conectaba con una bolsa de líquido transparente colgada en una percha con ruedas. Diego observó el goteo y aquellas pequeñas esferas de suero y calmantes que se abrían paso muy lentamente a través del tubo transparente hasta la sangre de su hermana. Para calmar el dolor, para ayudarla a dormir. A no pensar, a no sentir.

—¿Por qué la vida se ceba tanto con algunas personas? —murmuró Diego.

El doctor movió la cabeza, incómodo. No era la clase de pregunta que podía responder. Ni siquiera la clase de pregunta que quería hacerse.

—Debería considerar la posibilidad de interrumpir la gestación. Estamos en los supuestos previstos por la ley. Y en el estado de su hermana correríamos un riesgo si decide seguir adelante. No debería tardar mucho en tomar una decisión.

Diego acarició el pelo de Liria. Estaba convencido de que su hermana podía escucharlo todo, y sentirlo. Tal vez solo en forma de destellos, una intuición de luz. Pero seguro que notaba su olor, su colonia, que oía su respiración. El desodorante del doctor, los zuecos de hospital de la enfermera. Un coro de susurros, un debate que se parecía a un conciliábulo sobre el futuro de su hijo. El vuelo bajo de las palabras entrecortadas de Diego, su voz que se rompía en pequeños cristales que entraban en su oído y llegaban a su mente. Si pudiera atraerla hacia su pecho, le haría reposar allí su cabeza y le acariciaría la frente, seguiría con una uña el perfil de sus cejas espesas y le susurraría algo que pudiese calmarla, vaciarla de sufrimiento.

—Estoy aquí, cariño. ¿Por qué no me oyes? ¿Por qué no me ves? Dime qué tengo que hacer, por favor.

 

 

Salió del hospital y miró alrededor con una sensación de irrealidad. El personal del hospital fumando en la rampa de las ambulancias, la chica que acariciaba a su perro, el taxista que escuchaba la radio con el volumen demasiado alto. El viejo que escupía en el suelo y la cara de asco del muchacho que se cruzaba con él, el hombre negro que arrastraba un carro de supermercado con chatarra. El maldito sol del invierno que se reía de los abrigos de los transeúntes. Como en una burbuja, así vivían. Sin querer saber la verdad, lo que les esperaba, lo que ocurría. Indiferentes a nada que no fuera ese afán sin sentido que los obligaba a moverse, a respirar, a comer, a cagar, a amar y a odiar. Empeñados en su ceguera. En eso pensaba Diego con los ojos entornados. Si cayera una bomba y el cielo se iluminase, si un meteorito lo arrasara todo, si un viento abrasador los convirtiera al instante en polvo, seguirían mirándose incrédulos. Los envidiaba. Se sobreponían. Fingían no saber lo que sabían. Se comportaban como era debido. Seguían el juego.

Como había hecho él toda su vida, negándose a aceptar que era como su padre, como su abuelo. De los que se marchaban, de los que huían. Durante demasiado tiempo se había engañado creyendo que era distinto, que había levantado los puentes levadizos para que la infelicidad no le alcanzase.

Era inútil cerrar los ojos. Ahora se había quitado la venda, se la habían arrancado, en realidad, y la voz de sus fantasmas le gritaba que despertase. Ya había dormido suficiente. No había Dios. Porque qué Dios mayúsculo podía permitir lo que su hermana había sufrido toda su vida. ¿Qué había hecho ella para merecer tanto dolor? Sin un solo respiro, sin un instante de esperanza o de felicidad. Solo existían los dioses pequeños, imperfectos y mortales. Los dioses del orgullo, la ira y la venganza. Dioses bárbaros y viscerales que aplicaban una justicia que no estaba escrita en los libros, ni en la civilización, ni en el pensamiento, en ningún universo, estrella o presagio. Una justicia que no respondía ante la historia. Una justicia que surgía como un grito de las entrañas más profundas del ser humano, solo, primitivo, lleno de ira. Una llamada salvaje.

Martin Pearce crecía en su cabeza como un clavo afilado. Ese cerdo. Un odio muy viejo, sin forma concreta, empezó a armarse dentro de él. La abuela Alma Virtudes tenía razón, todos los hombres de su familia estaban malditos. No importaba la generación, ni el momento, al final esa maldición se manifestaba y era una lengua de fuego que abrasaba cuanto tenía alrededor. Justos y pecadores. Todos acababan pagando esa rabia insensata, esa ira contra una vida que nunca era como debería ser.

Ahora lo entendía. Ahora sabía quién era. Quién, de todos los hombres que llevaba dentro, se había impuesto por fin a los demás.

—Te mataré, hijo de la gran puta. Daré contigo y te destriparé como a un cerdo.