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Unidad de Evaluación Psiquiátrica

De las notas de Diego Martín

Oficialmente ya soy un asesino. Tras cuatro semanas agotadoras de juicio y dos semanas más de espera, por fin he recibido la notificación de la sentencia. Culpable. Ningún eximente, ningún atenuante. Ese es el veredicto. Las sutilezas de la ley acarrean consecuencias contundentes, poco importa si son veinte, veinticinco o treinta años: ya no saldré de aquí con una vida digna de tal nombre.

—Lo siento, Diego.

Ainoa lo expresa compungida. Olvida que no se ha condenado a un inocente.

La enfermera Doris está particularmente afectada. No alcanzo a entender su indignación ni su tristeza. Nunca nos hemos mentido respecto a lo que somos y al papel que nos corresponde en este lugar. Ella es una profesional y yo soy un interno. Hay reglas que definen ese tipo de relación, destinadas a clarificar y simplificar las cosas. Sin embargo, su mirada de abatimiento logra conmoverme porque ha cruzado esa línea invisible sin que nadie se lo pida.

—Tienes que ser fuerte ahora. En unos años, con buen comportamiento, podrás salir.

«De la cárcel se sale, pero del cementerio no.» Frase lapidaria de mi padre. Yo no estoy tan seguro.

—Cometiste un error, pero ese mismo error lo habría cometido yo si hubiera sido necesario.

Esa clase de argumentación me desconcierta, no sé cómo rebatirla. Asesinar a Martin Pearce no fue un error y toda frase que se enlaza con una conjunción adversativa es tramposa. No hay ningún pero, no se puede ser un asesino y al mismo tiempo una buena persona, a menos que fuerces los extremos de cada sintagma y los anudes con esa modesta conjunción. Me gustaría preguntarle a Doris dónde alimenta su fe en mí. Por qué se empeña en verme como no soy.

Al acabar su turno la veo desde la ventana acercarse a su coche en el aparcamiento al aire libre para funcionarios. Su plaza está delimitada por unas marcas blancas en el cemento y el número 056. El coche es un monovolumen familiar de un color feo, con las puertas laterales correderas. Doris avanza hacia el coche sin el vigor que demostraría alguien que quiere regresar a casa tras una larga jornada, las manos en los bolsillos o el paraguas abierto cuando llueve. Cabizbaja, ensimismada. Unas veces se detiene a medio camino y enciende un pitillo, contemplando las suaves colinas que se ven a lo lejos. Otras se sienta en el coche y se queda un rato ahí hasta que se empañan los cristales. Entonces pone el motor en marcha, el tubo de escape vibra y suelta una humareda azulada, el limpiaparabrisas despeja su campo de visión y conduce muy despacio hacia la barrera del guardia. Esa es la historia de una mujer a la que no conozco.

 

 

—¿Cuánto tardarán en trasladarte? —me ha preguntado Hernán.

—Días, supongo. Puede que una semana.

Ha mirado alrededor como un conspirador de opereta, olvidando que estábamos solos en la biblioteca y que nadie iba a oírnos.

—Entonces no hay tiempo que perder. Quiero enseñarte algo.

Me ha pedido que le acompañe a su celda, y la verdad es que se ha arriesgado mucho enseñándome todo lo que ha robado y acumulado a lo largo de estos meses: tijeras, un cuchillo, pedazos de tela, algodón, líquido inflamable, bridas, incluso un teléfono móvil. Es increíble lo que se puede conseguir en este mundo que debería estar herméticamente cerrado al exterior.

—¿Qué vas a hacer con todo esto?

—Tengo un plan para fugarnos juntos.

No puedo decir que me haya sorprendido. Conozco a las personas. Siempre quieren algo, siempre esperan algo. El chico tímido que me pedía libros en la biblioteca hace unos meses por fin se quita la máscara.

—¿Desde cuándo llevas pensándolo?

—Meses. Desde que llegué, en realidad. Pero necesito un cómplice, y no estaba seguro de que quisieras ser tú.

—¿Y ahora sí?

Me necesita como colaborador, cree que puede utilizar mi desesperación. Me ha contado los detalles. Como todos los planes desesperados, el suyo es primario, poco elaborado y repleto de lagunas que parecen insalvables.

—Doris siente afecto por ti y no te sería difícil atraerla hacia un lugar discreto y quitarle la tarjeta de seguridad que abre las puertas. Yo provocaré un incendio en la celda para distraer la atención de los guardias y aprovecharemos la confusión para huir. Nos llevaremos a Doris como rehén hasta el exterior y allí nos apropiaremos de su coche. La entrada a la autopista está a menos de un kilómetro.

Quizá por estar condenado al fracaso su plan acabe teniendo éxito. Luchar contra las probabilidades es la especialidad de los jugadores. Ellos tienen una fe distinta al resto de los mortales. Una fe suicida. Mi padre la tenía, apostaba contra todo pronóstico convencido de que el azar era su amigo. Quinielas, lotería, timbas, bingo, casino, hasta que los hechos le dieron la razón. Hernán tiene esa misma determinación. Su entusiasmo se me antoja casi tan heroico e inútil como las cargas de la caballería polaca contra las unidades acorazadas de los nazis en la segunda guerra mundial. Material romántico para pinturas épicas y la realidad de una carnicería horrible.

No me gusta imaginar la escena: Hernán nervioso, con un cuchillo afilado en el cuello de Doris, gritando mientras las puertas metálicas se abren como las aguas del mar Rojo. Llegar al aparcamiento, subirse al coche, salir de la ciudad con la policía detrás. Es una locura. Piensa hacerlo la noche del 14 al 15. Es cuando cambia el ciclo de guardia, y según él el nuevo grupo es el que tiene actitudes más relajadas. Por la noche hay menos guardias. El día 14 Doris estará a cargo de la enfermería.

Le digo que lo pensaré, pero no me comprometo. Me mira de un modo extraño.

—Si me traicionas, te mataré a ti el primero.

Lo estudio con detenimiento. Sonrío moviendo la cabeza.

—¿Y cómo sabes que no te mataré yo a ti?

 

 

Estar despierto mientras los demás duermen me hace dueño de la noche. Las horas se enroscan, como cuando la droga desdobla el mundo para mostrarte otra cosa. Recuerdo mi primer encuentro con los ácidos. Estaba tumbado debajo de un banco en el paseo de Gracia, abrazado a la mochila. Tenía diecisiete años, estaba solo y aterrado. El ácido me protegía, distorsionaba las formas y los sonidos, los colores se filtraban como hilos separados unos de otros y extrañas imágenes estallaban detrás de mis ojos. Se me olvidaban el hambre y el frío, la sed y el miedo.

Tal vez el insomnio es la herencia de aquellos meses viviendo en la calle, de los días vagando por la ciudad, pidiendo en los semáforos, robando en las tiendas, anotando delirios en mis cuadernos, duchándome en los albergues y cagando en los bares. Pero las noches eran peores, pobladas de monstruos, escondiéndome en un coche robado, entre las barcas de la playa, en los cajeros automáticos o colándome en los portales para tenderme en el hueco de la escalera. Noches extrañas mirando las estrellas con desconocidos que nada preguntaban, gente de las cunetas, fantasmas como yo paseando con imprudencia en el borde de todos los precipicios. Y a veces la dulce melodía de un guitarrista callejero en el Barrio Gótico, una sensación inmensa de libertad, el tacto polvoriento de libros perdidos en librerías oscuras, la mirada hermosa y salvaje de aquellas mujeres detrás del Liceo.

Hace años que no duermo por placer. Me dan miedo mis sueños, siempre agitados y dramáticos; nunca hay paz en ellos. Esta noche, en los pocos minutos en los que el cansancio me ha vencido, he soñado que la enfermera Doris me besaba. La punta de su lengua me buscaba con lascivia y tenía un gusto amargo, como si bebiera agua del mar. Me he despertado y me he enjuagado la boca, me he cepillado los dientes con energía, pero el sabor sigue aquí, tan real. Tengo muchas preguntas que hacerle a mi mente retorcida.

Me pregunto si Hernán estará durmiendo a pierna suelta unas celdas más allá. Probablemente no. Estará también despierto, dando vueltas en la cama, mirando al techo, atento a lo que ocurre en la oscuridad. Estará repasando una y otra vez los detalles de su plan, los ejecutará meticulosamente en su mente hasta que todo suceda tal y como lo ha planeado, empujando la ficción hacia la realidad. No contempla el fracaso. Ni siquiera se pregunta qué ocurrirá después, cuando esté fuera, cuando haya logrado huir. En el fondo creo que no le importa; solo existe el plan, llevarlo a cabo, hacer que pase.

Mientras haya un horizonte se encuentra un camino. Mi abuelo tenía razón.