41

Barcelona, noviembre de 2010

Martin Pearce contemplaba a la pintora, tendida en el suelo del callejón con el pelo todavía mojado y la ropa desgarrada. No había podido resistir la tentación tras revelar las fotografías. Toda esa energía, tenía que poseerla. Adueñarse de ella.

Sabía que era una locura, una imprudencia. Llevaba días escondiéndose, seguro que ya lo estaban buscando. Pero no había podido resistir la tentación. Tenía que hacerlo una última vez. Luego desaparecería para siempre. Se borraría.

Se acuclilló frente a ella y le tocó la mejilla. Ella se había puesto otra vez a llorar, aunque ya no gritaba. Por fin lo había comprendido. Todo era más sencillo si no se discutía. Quizá por eso la segunda vez lo había hecho con tanto cuidado, para hacerle olvidar lo ocurrido en la primera. Toda esa violencia. ¡Quién iba a pensarlo! Martin había querido parar cuando se dio cuenta de que ella estaba llorando, pero otra parte de él le sujetó las nalgas mirándola fijamente a los ojos. ¡No te atrevas a parar!

Al menos la había obligado a mirarle a los ojos. Nadie le había mirado así nunca mientras hacía el amor. Eso era lo que habían hecho, se dijo perplejo. Amarse. No follar, no forzar a una mujer con una navaja en la garganta. Unirse, fundirse.

—Tú también lo has notado, ¿verdad? —Se subió los calzoncillos y los pantalones y se apoyó en la pared del callejón a fumar sin importarle el frío. La pintora se había dado la vuelta, protegiéndose el pecho y el rostro magullado con el antebrazo. ¡Igual que en los desnudos de Edward Weston!—. Tengo que pedirte un favor más, solo uno. Luego te dejaré ir, te lo prometo. No te muevas, quédate así.

Cogió la cámara fotográfica y disparó tres veces mientras ella se apoyaba en la pared como si la sostuviera. Martin apartó la ropa del suelo con el pie y la fotografió de cerca con las rodillas encogidas y la barbilla apoyada en el antebrazo. Se sentía confiado, generoso, dispuesto a perdonar. Era excitante torcerle una y otra vez el brazo a la suerte, caminar por el filo del precipicio dando saltos. Solo así merecía la pena vivir. Era excitante tener ese poder, alzar un dedo y ponerlo todo en movimiento. Respiró en el oído de la mujer y acarició el cabello que le cubría la nuca. Olía tan bien y su tacto era tan suave que casi le embargó la emoción.

—Seguro que te irá bien con tus cuadros. Después de esto tendrás otra visión de la realidad. Más sincera y humana. Si alguien entiende que sin dolor no hay arte somos nosotros, ¿verdad?

Ahora podía despedirse. Iría a casa, recogería las fotografías y el ordenador, los negativos y el pasaporte, y desaparecería para siempre.

 

 

La plaza Real estaba casi vacía. Algunas personas bajo los pórticos frente a los bares de copas que cerraban, un coche de la Guardia Urbana con las luces encendidas al lado de la fuente, las palmeras iluminadas por los focos de la plaza y dos guiris que discutían en alemán con un vendedor de latas de cerveza. Le encantaba esta ciudad, que todo pasara al mismo tiempo como en un vodevil sin que nada cambiara ni importara. Barcelona era una ciudad relativa. Eso le vino a la cabeza, sin saber exactamente a qué se refería. En la plaza, los guiris alemanes le estaban dando de hostias al latero. El coche de la Guardia Urbana lanzó un destello azulado y los alemanes se largaron. Los polis no se bajaron del coche. Martin sonrió. «Barcelona, ciudad relativa», repitió.

Lástima tener que abandonarla.

 

 

Como cada noche, Diego aparcó el coche al otro lado de la calle, frente a la parada del autobús. Abrió la guantera y escondió la pistola del tío abuelo Joaquín en el cinturón. Cruzó la calle sorteando un charco y los zapatos se hundieron en el barro. Desde allí vería llegar a Martin Pearce, justo tras la esquina. Tarde o temprano aparecería.

Volvió a la noche siguiente, y siguió haciéndolo una semana. La lógica decía que ya debía de estar lejos. La policía no había sido capaz de dar con él. Pero Diego intuía que todavía le faltaba algo por hacer. No les había dicho a los agentes que sabía dónde vivía Pearce, y en la dirección que constaba en los datos de la clínica resultó que solo había un edificio de okupas. En lugar de hacerlo, se había colado en el apartamento y había visto el panel con los pósits y los alfileres y las fotografías de Martin. Era su creación, no renunciaría a ello así como así.

Y, por fin, la espera dio resultado.

Llevaba una hora y media apostado en la esquina, y sobre las dos de la madrugada oyó el ruido de un ciclomotor y la luz de un faro atravesando la lluvia. Diego respiró con fuerza.

Martin Pearce bajó del ciclomotor abrochándose la chaqueta tejana y cruzó la calle sin mirar a los lados. Entró en el portal y a los pocos minutos Diego vio la luz en la ventana de su piso. La sombra de Martin deambuló de una habitación a otra, encendiendo y apagando luces. Cuando volvió a aparecer en el portal con la mochila colgada del hombro, Diego salió de su escondite.

Se miraron frente a frente. Martin Pearce se apartó el flequillo aplastado por la lluvia. Fue un gesto extrañamente despreocupado. Un pájaro solitario que desafiaba la lluvia. Sus pestañas casi transparentes atrapaban las gotas de agua. Sujetaba con una mano el asa de la mochila y lo hacía con fuerza.

Diego señaló hacia la calle, empuñando la vieja pistola del tío abuelo Joaquín.

—Sube al coche, Martin.

—¿Ese trasto funciona?

—Al coche...

Martin Pearce comprendió lo que iba a pasar. Diego se abalanzó sobre él y le golpeó brutalmente en la cabeza con la culata. Luego le arrastró hasta el coche.

Martin se revolvió y Diego volvió a golpearle con más fuerza. Dos, tres veces.

—Vas a subir al maletero si no quieres que te reviente los sesos.

De repente, Diego vio el microbús de los servicios municipales en la parada. Algunos pasajeros le miraban aterrados desde las ventanillas. El conductor abrió la puerta pero no se atrevió a bajar.

—¡Oiga! ¿Qué está haciendo con ese chico?

Podría haber acabado todo allí. Durante unos segundos de duda, mientras caía la lluvia y Pearce estaba tendido en el maletero, Diego pudo cambiarlo todo. Si no hubiera sido por aquel silencio que no era ausencia de ruido sino ausencia de vida. Si no hubiera sido por el tacto frío de la pistola mojada en su mano derecha.

Apuntó al microbús.

—Métete en tus asuntos.

El conductor cerró la puerta. Diego arrojó la mochila de Pearce en el asiento trasero, obligó a Pearce a meterse en el maletero, subió al coche y aceleró sin que nadie pudiera impedírselo.