Doris está junto a uno de los grandes ventanales de la galería y por un momento me parece verla por entero, desprevenida, tal cual es. La luz legañosa muestra desalmadamente su fragilidad. Me fijo en sus zapatos, un detalle en el que no había reparado. Son zapatos de monja, o de institutriz, feos, severos. Unos zapatos que utiliza esa clase de mujer que se entrega a los demás porque no tiene a quién entregarse. Por el modo en que tuerce el pie derecho hacia dentro entiendo que Doris no ha elegido nunca, que se ha resignado a ser elegida, siempre en el último momento, la última opción. Como mi abuela, como mi madre, ella también ha sido elegida, rescatada a última hora de ese trágico destino con el que mi madre amenazaba a Liria: te quedarás para vestir santos, serás una solterona. Horrible destino en su imaginario. También comprendo en el gesto avergonzado de desviar la cabeza al verme, como si la hubiera sorprendido con la boca llena, que Doris está sola.
Quizá se arrepiente de la confidencia que me hizo el otro día en la capilla. Es la única persona por la que he sentido algo parecido al cariño aquí dentro. Hay algo en ella que no sé definir. Esos zapatos tristes, esa manera de doblar el pie. Sus labios agrietados, que ahora sé que tienen sabor de hiel.
Hernán no dudará en matarla si es necesario. Puede que lo haga aunque no lo sea, y llegado el momento yo no sé si tendré la voluntad de salvarla o simplemente pasaré por encima de su cuerpo para alcanzar la salida. No quiero comprobarlo.
—Te he visto hablando con Doris —me dice, interceptándome en el pasillo de la galería.
Me pone nervioso la redundancia de las cosas obvias.
—No me he escondido para hacerlo.
—¿Vas a delatarme?
Es un paranoico. Un pobre imbécil que se cree diferente a cualquier otro. Me gustaría decirle cómo acabará su triste existencia, consiga salir de aquí o no: en un nicho en la última parcela de un cementerio que nadie visitará, muerto por una sobredosis en un váter sucio de un bar de carretera, o apuñalado por la espalda por alguien a quien habrá cabreado. Aunque lo más probable es que acabe sus días en una celda, aquí o en cualquier otra parte, dentro de muchos años o de unos pocos, qué más da. Nadie le recordará y los que lo hagan respirarán aliviados cuando sepan de su muerte.
Pienso, y no sé por qué, en aquellos tebeos de Hazañas bélicas que tanto me gustaban, en esos pilotos japoneses al final de la segunda guerra mundial que se bebían el sake y se anudaban una cinta a la frente antes de lanzarse en picado sobre los acorazados de la Navy. Me cuesta entender el suicidio cuando se disfraza de heroísmo inútil y desesperado. Uno preferiría no hacer muchas cosas que acaba haciendo. Enciendo un cigarrillo.
—No, Hernán. No voy a delatarte.