Diego contempló el cuerpo de Martin Pearce tendido sobre el suelo del vestíbulo de la Casa Grande. La sangre se había coagulado alrededor de las heridas abiertas en la cara. Había perdido un zapato, probablemente estaba en el maletero.
Todo esto lo he hecho yo, pensó con una lejanía extraña, parecida a la que experimentaba cuando releía alguno de sus libros escritos hacía años. Se reconocía en ellos, pero al mismo tiempo pertenecían a un pasado que no tenía ya nada que ver con él.
Cruzó la pradera muerta detrás de la casa y entró en el cobertizo donde su padre guardaba los aperos y algunas herramientas. Encontró una cuerda y un viejo saco de esparto que olía a patatas podridas. Hizo unos cortes con un cuchillo en el saco y regresó a la casa. Arrastró a Martin Pearce hasta la cocina y lo ató de manos y pies a una silla, le puso el saco en la cabeza y se sentó frente a él. Con el saco tapándole la cara, Pearce ya no era Pearce y eso le tranquilizó. Podía ser cualquiera. Tosió y una mancha carmesí se abrió como un capullo en el saco a la altura de la boca.
Dijo algo inaudible. Quizá tenía sed, tal vez suplicaba. Diego no le oía. Ahora observaba a través de los postigos de la ventana la tormenta que se acercaba desde el monte Mocho. En unas horas la tierra sería un cenagal. Se puso en pie pesadamente, salió de la cocina arrastrando los pies, mortalmente cansado, y se sentó en el sofá frente a la chimenea vacía.
Se preguntó si fue en esta misma sala donde Laura María y su nieta Bea perpetraron la traición a su padre. Pensó en la matriarca de los Patriota al final de sus días, sentada allí hasta que se consumían las llamas y todavía un poco más, hasta que se extinguían las brasas, consumiendo sus últimos momentos sin un solo remordimiento por las cosas terribles que le había hecho a Alma Virtudes y a su hijo. Loca, sola, abandonada por todos.
Diego se tumbó en el sofá y se recogió sobre sí mismo mientras llegaban los primeros truenos y gruesos goterones empezaban a repicar contra las ventanas.
Por fin se quedó dormido. Soñó con su padre, porque era su padre aunque la cara estuviera borrosa. Esas cosas se saben en los sueños. Quién es quién. Y aquel hombre gigantesco con un uniforme sucio de legionario era su padre, sin duda. Echaba el humo de un cigarrillo por los orificios de la nariz, como los rinocerontes de un cómic de Tintín, Tintín en el Congo. Lo que no estaba claro en el sueño era si Diego era niño o adulto, porque no se veía a sí mismo, solo se sentía dentro del sueño, como si todo pasara en una pantalla de cine. Su padre le preguntaba qué había hecho. Diego no sabía de qué le hablaba, pero él insistía, con sus grandes ojos negros mirando fijamente. También tenía un bigotito fino, un poco ridículo, como pintado con un rotulador. «¿Qué has hecho, hijo?» Y movía lentamente la cabeza. Sobre su cabeza cruzaba una nube roja con forma de dragón.
Martin Pearce abrió el ojo y sintió un dolor agudo. Le costaba respirar con la capucha de esparto en la cabeza. El olor a podrido se le metía en la nariz y en la boca. A través del entramado del tejido vio una mesa y un vaso de agua. Apretó los dientes y trató de liberarse de las ataduras tirando de los codos hacia arriba. No sentía las manos. Por suerte Diego no era ningún experto haciendo nudos. Tras varios minutos forcejeando y arrancándose la piel hasta sangrar, logró liberar el dedo pulgar de una mano; siguió hurgando y haciendo presión hasta que logró sacar los otros dedos. El resto fue relativamente fácil a pesar de lo dolorido que estaba.
Se puso en pie y miró alrededor. A la derecha había una ventana con la cortina echada. Se filtraba un poco la luz del exterior. Debía de ser tarde, el sol estaba a punto de ponerse. Le pareció que estaba lloviendo. Inspiró con fuerza y apretó las mandíbulas. Vio que Diego había dejado las llaves del coche encima de la mesa. Se bebió el vaso de agua y buscó un cuchillo en los cajones. Movió la cabeza. Calculó las posibilidades que tenía de alcanzar la puerta de la calle o de ir a la sala en la que veía dormir a Diego junto a la chimenea y apuñalarle. Probablemente tenía a mano la pistola con la que le había golpeado. Al tocarse el ojo tumefacto se le saltaron las lágrimas. Le costaba moverse y respirar, probablemente tenía varias costillas rotas. No podría enfrentarse a él.
Cogió aire, lo retuvo con los dientes apretados y giró el cuerpo hacia la puerta. Si se movía deprisa y con sigilo podía llegar al coche y alcanzarlo antes de que Diego oyera nada. Para cuando despertase ya estaría fuera de su alcance.
Necesitó varios minutos para recuperarse. El vientre le ardía y notaba la sangre bajándole por la entrepierna. Se apoyó en la pared y alargó la mano hasta el pomo. Sintió alivio al ver que este giraba y que la puerta se abría. Ahora tenía que recorrer el largo jardín baldío, llegar hasta el coche. ¿Y luego? Luego ya se vería. Su único objetivo ahora era hacer ese recorrido sin perder el conocimiento. Y tenía que hacerlo rápido.